GUILLERMO EL INVISIBLE
—Bueno, pues este hombre que os digo, encontró algo que le hacía invisible —decía Guillermo—. Empezó a mezclar cosas y líquidos y demás hasta que descubrió una mezcla que le hacía invisible, y entonces… bueno, entonces se volvió invisible y lo pasó bárbaro.
—Pero eso es un cuento —dijo uno de los que le escuchaban—, y no ocurrió de verdad.
—¡Pues claro que ocurrió de verdad! —exclamó Guillermo.
Por casualidad había oído cómo Roberto y Ethel hablaban de la película titulada «El Hombre Invisible», y había creído que hablaban de algo que había ocurrido en serio, como si fuese un verdadero hecho histórico. Aquella idea no le pareció a Guillermo que tuviera nada de absurdo. Guillermo tenía un criterio muy amplio y en su opinión, no había nada que no pudiera ocurrir en la vida ordinaria. En realidad, siempre había encontrado que la vida ordinaria era pródiga en milagros.
—¡Pues claro que ocurrió de verdad! —repitió—. Ese hombre que os digo mezcló varios ingredientes y vio que la mezcla le hacía invisible. Y es que uno no sabe nunca lo que va a ocurrir cuando empieza a mezclar ingredientes. Es natural que no se sepa. Hay gente que van mezclando ciertas cosas y luego descubren…
Se detuvo un momento a pensar, y añadió:
—Descubren el gas y la electricidad y cosas así.
Los conocimientos generales de Guillermo eran bastante esquemáticos, pero, afortunadamente para él, también lo eran los de sus auditores.
—Y hay un montón de cosas que nadie ha mezclado hasta ahora —prosiguió diciendo—, y por lo tanto, nadie sabe qué resultará de todo ello, si se mezclan. Pues como os digo, ese hombre encontró ciertas cosas que nadie había mezclado antes y que una vez mezcladas le hacían invisible. Apuesto a que si yo mezclara cosas y más cosas durante mucho tiempo, tarde o temprano daría con algo que también me haría invisible.
—¡Anda! Eso sí que no lo creo —dijo firmemente un joven incrédulo.
—¿Qué te apuestas? —le preguntó Guillermo.
—No me apuesto nada —dijo el joven incrédulo, precavidamente—. Sólo digo que no lo creo. No podrás encontrar nada que te haga invisible, por más que mezcles.
—¿Ah, no? —dijo Guillermo.
—No —insistió el joven incrédulo.
Un murmullo en el grupo de muchachos demostró bien a las claras que la mayoría opinaba igual que el joven incrédulo.
Guillermo, que había lanzado su teoría con cierta indiferencia, se vio obligado a llevarla a la práctica contra viento y marea.
—¿Crees por ventura —dijo con deliberada e impresionante firmeza— que no sé de lo que estoy hablando?
—Sí —respondió simplemente el joven incrédulo.
—Bueno, pues entonces, oídme todos —dijo Guillermo adoptando su mejor estilo oratorio—. Voy a probar de explicároslo si me escucháis atentamente. Supongamos que yo mezclara dos cosas y descubriera el gas…
—Tú nunca lo hiciste —dijo el joven incrédulo.
—Nunca hice, ¿qué?
—Nunca descubriste ningún gas.
—Yo no he dicho eso.
—Sí que lo has dicho. Has dicho que mezclaste dos cosas y descubriste el gas. Bueno, pues, demuéstralo. Demuestra que descubriste el gas.
—Yo nunca he dicho que lo descubriera —dijo Guillermo, irritado—. Quisiera que os limitarais a escuchar lo que digo y dejarais de discutir.
—El gas ya existía antes de que tú nacieras —siguió diciendo apasionadamente el incrédulo—. Ya existía el gas en tiempos de Carlos V.
—No digo lo contrario —dijo Guillermo—, y si no paras de hablar y discutir e interrumpir, te haré callar por la fuerza.
Y volviendo a adoptar su mejor estilo oratorio, prosiguió:
—Bueno, lo que yo quiero decir es que los hombres que mezclaron cosas y descubrieron el gas y la electricidad y todo lo demás, no sabían qué iban a descubrir y poco se pensaban que lo que descubrirían sería el gas y la electricidad, sino que fueron mezclando cosas y más cosas hasta que les salió el gas y la electricidad. Y apuesto a que si se van mezclando cosas y más cosas para descubrir la invisibilidad, al final hete aquí que la invisibilidad queda descubierta, igual que el gas y la electricidad y otras muchas cosas.
El incrédulo abrió la boca para decir algo, pero encontrándose su mirada con la de Guillermo, prefirió cerrar la boca sin decir nada.
—Apuesto —prosiguió diciendo Guillermo en el tono de quien intenta convencerse a sí mismo tanto como a sus oyentes—, a que si yo fuera mezclando cosas y más cosas durante mucho tiempo, es seguro que más tarde o más temprano, encontraría algo que me haría invisible.
—Muy bien; hazlo pues —dijo un muchacho pelirrojo que estaba en la última fila del grupo.
—Sí, señor. Lo haré —dijo Guillermo—. Y apuesto a que no tardaré mucho tiempo en lograrlo. No estaré tanto tiempo, ni de mucho, como estuvieron mezclando cosas esos inventores que descubrieron el gas y la electricidad. Me parece a mí que la gente se pasa demasiado tiempo intentando hacer cosas. ¡Los años que han tardado en poder trepar al Everest! Yo lo habría hecho en seguida. Habría ido subiendo arriba y más arriba hasta llegar. Es lo mismo que querer ir a encontrar el Polo Norte.
—Al oírte hablar —dijo lentamente el incrédulo de marras— cualquiera diría que fuiste tú quien hizo el mundo. Primero has dicho que descubriste el gas y la electricidad y ahora nos dices que trepaste por el Everest y descubriste el Polo Norte.
Guillermo lo cogió, lo derribó al suelo y se sentó sobre la cabeza del incrédulo.
—Pruébalo —decía la voz amortiguada del incrédulo, desde debajo de Guillermo—. Pruébame que descubriste el Polo Norte.
—No hablo del Polo Norte —dijo Guillermo—, sino de la invisibilidad.
Y volviéndose hacia el grupo de oyentes, prosiguió:
—No hablo del Polo Norte —dijo Guillermo—, sino de la
invisibilidad.
—Lo que os estoy diciendo es que es tan probable que yo descubra la invisibilidad como lo fue que esas otras personas descubrieran el gas, la electricidad y demás inventos. Todo es cuestión de suerte. Esos inventores fueron mezclando cosas y más cosas hasta que dieron con sus inventos, y yo apuesto a que voy a descubrir la invisibilidad del mismo modo y mucho más pronto que ellos.
—Pues anda, hazlo —le desafió el muchacho pelirrojo.
—Sí, lo haré.
—¿Cuándo? ¿Dentro de una semana?
—Sí. Podéis venir aquí mismo dentro de una semana justa y estoy seguro de que para entonces ya lo tendré todo dispuesto.
—¡Ya lo creo que vendremos! ¡Y lo que nos vamos a reír!
—¿Ah, sí? —dijo Guillermo, levantándose del asiento que le había proporcionado la cabeza del incrédulo y avanzando amenazadoramente hacia sus oyentes, los cuales se retiraron en buen orden.
—Demuestra que fuiste tú quien descubrió el Polo Norte —volvió a decir el incrédulo, tocándose la quijada para asegurarse de que no había quedado dislocada de un modo permanente—. Esto es todo lo que quiero. Que me lo demuestres.
Pero Guillermo ya estaba camino de su casa. Parecía muy decidido, muy diligente y hasta un poco preocupado. No abrigaba la menor duda sobre sus facultades para descubrir el secreto de la invisibilidad, pero, tal vez una semana había sido un lapso de tiempo demasiado corto, para comprometerse a ello en tan breve período.
Sin embargo, no perdió ni un momento para dar principio a sus experimentos. Al día siguiente por la mañana, durante la lección de ciencias, en lugar de contentarse con el sencillo experimento que les había ordenado el profesor, Guillermo mezcló en un tubo de ensayo un poco de todo lo que había en los frascos a su alcance. El resultado fue una explosión tan ruidosa e impresionante que al principio hasta creyó haber alcanzado su objetivo, pero los ulteriores acontecimientos dejaron bien demostrado que seguía siendo visible y tangible, a lo menos por lo que se refería al iracundo profesor de ciencias. El experimento siguiente consistió en substraer, por separado, de los frascos del laboratorio, unos cuantos productos químicos, llevárselos a su casa y allí mezclarlos secretamente, en su dormitorio. También en este caso el resultado fue explosivo. La tremenda detonación hizo que su padre y su madre echaran a correr escaleras arriba, y los acontecimientos ulteriores le demostraron una vez más que el experimento había fracasado. Entonces experimentó de otro modo. Cogió varias hierbas del jardín que cuidaba su madre y se frotó con ellas el cuerpo, mientras permanecía en el centro de un círculo mágico formado por setas, deseando ardientemente al mismo tiempo que cayera sobre él la gracia de la invisibilidad. No le sirvió de nada, de modo que cuando llegó el día fijado como límite del período experimental, Guillermo ya no era un hombre de ciencia realizando experimentos, sino que era un mago disponiendo sus trucos.
La tarde del día anterior al fijado para la publicación de su descubrimiento, Guillermo fue a visitar la escena donde había tenido lugar su jactanciosa temeridad y examinó cuidadosamente la disposición del terreno. Había un estanque allí cerca, pero le pareció que no podría utilizarlo de ningún modo. Del estanque se extendía una especie de grieta, demasiado angosta para poder ser denominada zanja o canal que, generalmente, estaba llena de agua, pero en aquellos momentos estaba seca, como resultado de la prolongada sequía. Aquella angosta zanja estaba fangosa en el fondo y toda cubierta de ortigas, bardanas y otros hierbajos que ocultaban completamente su abertura. No era un sitio nada agradable para pasarse allí unas horas, pero la alternativa era una pérdida segura de su prestigio.
* * *
Se juntaron unos cuantos muchachos en el lugar donde habían acordado reunirse de antemano. Esta vez había más que cuando Guillermo se había jactado de descubrir el secreto de la invisibilidad, porque el rumor se había extendido y algunos de los antiguos enemigos de Guillermo se habían apresurado a acudir a la cita, con ánimo de divertirse presenciando su pública y vergonzosa derrota, que ya anticipaban alegremente.
Hacía ya algún rato que los muchachos se hallaban allí reunidos. Por el ambiente flotaba una atmósfera de gran expectación y grandísima emoción. Se hacían apuestas en favor y en contra de Guillermo. El incrédulo de marras se hallaba delante de todos, musitando con gran indignación:
—Dijo que él había descubierto el gas, que él había descubierto la electricidad, que había trepado hasta la cumbre del Everest, y que había descubierto el Polo Norte. También dijo que podría hacerse invisible. «Pues demuéstralo», yo le dije, y él no pudo demostrarlo. Al oírle uno diría que fue él quien creó el mundo.
De pronto se oyó la voz de Guillermo, y se hizo el más profundo silencio.
—Señores, ya lo he dicho. Todo, menos los zapatos. No he podido lograr que el cuero se haga invisible. Puedo volverlo invisible todo; todo, excepto el cuero.
Todo el mundo miró a su alrededor, boquiabierto. De pronto, con un grito de excitación, uno de los circunstantes señaló hacia los zapatos de Guillermo, que estaban dispuestos sobre la hierba, en un ángulo perfectamente convincente.
—¡Hombre! —exclamó alguien—. ¿Estás ahí, Guillermo?
—Claro que estoy aquí —respondió la voz de Guillermo—. He pasado lo mío antes de descubrirlo, pero al final lo he descubierto. Soy completamente invisible.
Un niño pequeño que estaba en primera fila se echó a llorar ruidosamente y fue sacado de allí por su hermana mayor. Se hizo otro silencio…, el silencio de las grandes sorpresas y de las grandes consternaciones.
—¿Estás… estás de veras ahí, Guillermo? —preguntó una niña en tono de gran admiración, muy satisfactorio para Guillermo—. Yo ya dije que lo harías, porque tú siempre haces cosas raras. ¿Estás ahí de veras con los pies metidos en los zapatos?
—Claro que estoy aquí —repuso Guillermo.
El incrédulo de marras dio unos pasos adelante y pegó un tremendo pisotón en uno de los zapatos. Guillermo, que no perdía de vista la escena, a través de un tupido velo de bardanas y ortigas, soltó un aullido muy convincente.
—¡Repítelo! —exclamó, encolerizado—. ¡Repítelo y verás la patada que te doy!
El grupo de admiradores se retiró a respetuosa distancia.
—¿Te hice daño? —preguntó el incrédulo.
—Tú dirás —le respondió Guillermo—. Písate tú mismo y verás.
—Pues no me pareció que hubiera ningún pie dentro del zapato —dijo el incrédulo, sin querer convencerse del todo—. Tuve la impresión de que el zapato estaba vacío.
—¡Pues claro! —exclamó Guillermo en tono zumbón—. La invisibilidad es igual que la vaciedad. Se siente lo mismo. ¿O es que no lo sabías?
—Y si yo te diera un fortísimo puñetazo, ¿lo sentirías?
—Pruébalo —dijo Guillermo en tono amenazador—, y verás lo que recibes. La invisibilidad le hace a uno diez veces más fuerte de lo que es de ordinario.
La multitud se apartó un poco más, y se hizo de nuevo silencio.
—¿Cómo lo has hecho, Guillermo? —le preguntó la niña admiradora.
—No os lo voy a decir —dijo Guillermo—, porque todos haríais lo mismo y luego habría una confusión tremenda.
—¿Y puedes hacerte otra vez visible, si quieres?
—¡Claro que sí!
—Pues hazte visible ahora —le conminó el incrédulo—. ¡Anda! ¡Hazte visible ahora mismo!
—No me da la gana.
—Porque no puedes. Eso es. Porque no puedes. Te has hecho invisible y ahora no puedes volverte visible y te morirás de hambre. Eso es. Te morirás de hambre.
—¡Oh, Guillermo! —gimió su pequeña admiradora.
—No; no me moriré de hambre —le aseguró Guillermo—. Sé perfectamente cómo he de hacer para volverme visible otra vez. Me he ejercitado en ello. Me puedo volver visible o invisible cuando quiera. Puedo volverme visible e invisible tan rápidamente que os dará mareos verme.
—Pues hazlo.
—No. No quiero hacerlo ahora.
—Entonces anda —le incitó al incrédulo, de pronto—. Anda para que veamos cómo se mueven los zapatos.
Se hizo un momento de silencio antes de que Guillermo respondiera, diciendo:
—Eso no puedo hacerlo yo. Cuando uno es invisible tiene el cuerpo ligerísimo; tan ligero tengo el cuerpo que no podría mover los zapatos. Pero puedo quitármelos, o mejor dicho, puedo salir de ellos dando un salto, que es lo que estoy haciendo ahora. Ya he salido de los zapatos y estoy dando saltos por ahí, descalzo. Ahora me he vuelto a meter en ellos y estoy aquí de pie, quieto. Ahora ya he salido otra vez y vuelvo a dar brincos. Acabo de pasar por tu lado, Jorge. ¿No lo has sentido?
Jorge palideció y se estremeció.
—Ahora me vuelvo a mi casa para hacerme visible, y no me llevo los zapatos porque son demasiado pesados para una persona como yo que es invisible. Adiós. Me voy pitando.
Tan convincente fue el tono de Guillermo, que todas las miradas se volvieron en dirección a su casa, como si con los ojos estuvieran siguiendo la invisible figura.
Durante unos momentos permanecieron todos silenciosos e inmóviles; de pronto pareció como si se hubiera roto el hechizo y todos a una, como un solo hombre, cayeron sobre los zapatos, examinándolos con todo detalle en su interior y en su exterior, buscando indicios de la invisible presencia de Guillermo, tocándolos con las puntas de los dedos nada más, como si se hallaran medio preparados para dar una patada invisible todavía.
—¡Mira! —exclamó la pequeña admiradora, muy excitada—: Ahí dentro llevan su nombre. «G. Brown». ¡Mira! Son sus zapatos. Sí que ha sido él el que habló. ¡Era invisible de veras!
Guillermo, dándose cuenta de que a continuación procederían probablemente a la exploración del terreno, procuraba escurrirse a lo largo de la angosta zanja. Tan angosta era la zanja que casi no había espacio en ella para arrastrarse. Durante su trayecto a rastras tuvo que pasar por varias charcas cenagosas y como que Guillermo tenía que arrastrarse como una serpiente, con la cara adelante y hacia abajo, pronto el cabello, la nariz y la cara entera quedaron completamente cubiertos de barro. La zanja describía, de pronto, un ángulo casi recto y seguía luego por el borde del campo. Precisamente en el momento en que Guillermo acababa de dar la vuelta al ángulo, uno de los más avispados del grupo descubrió la existencia de la zanja.
—¡Mirad! ¡Quizá se esconde ahí dentro!
Muy excitados empezaron todos a explorar la zanja, apartando la bardana y demás hierbajos y sondeando la profundidad de la zanja con palos.
—No. No está aquí.
—Además no pudo haberse metido aquí. Es demasiado estrecho eso.
—Y no ha salido; de modo que si hubiera estado aquí, aquí estaría todavía.
Guillermo se apresuró en su carrera cenagosa, procurando alejarse lo más, antes de que otro chico avispado sugiriera la idea de ir siguiendo la zanja para ver adónde iba a parar. Donde iba a parar la zanja, después de meterse debajo de un seto, era en un jardín y Guillermo se encontró, por lo tanto, dentro de un jardín, quedando, de momento, algo desconcertado por el cambio de paisaje, pero en seguida vio que tan imposible para él era salir de su escondite como volverse atrás. Desde su escondite oía las voces excitadas de sus ex-oyentes, mientras iban explorando la escena de su misteriosa hazaña.
—No pudo haberse subido a un árbol, porque aquí no hay árboles y tampoco pudo meterse en el estanque porque se habría ahogado.
Después de todo, iba pensando Guillermo, con su proverbial optimismo, mientras se iba escurriendo por su cenagoso camino, si la zanja entra en un jardín, debe también salir de él por otra parte. En realidad, el jardín, le sería de una preciosa ayuda, ya que impediría que sus perseguidores le siguieran el rastro. Pasado el jardín, saldría de la zanja y se iría tranquilamente a su casa, y si, por el camino se encontraba con los investigadores, les diría con toda la frescura, que había vuelto a hacerse visible, explicando al mismo tiempo la presencia de aquel barro que le cubría como formando parte del misterioso proceso necesario para recobrar la visibilidad.
Con gran lentitud y suma cautela, prosiguió Guillermo su camino. Aunque no veía nada, el jardín le parecía, por lo que oía, estar lleno de gente. Se percibía el rumor de varias voces.
De pronto, se quedó estupefacto, al oír la voz de su madre junto al borde de su escondrijo.
—Mi otro hijo tiene sólo once años —decía la buena señora.
—¡Oh, qué bien! —exclamaba la otra voz—. Los niños, cuando son pequeños, ¡son tan agradables!
—¡Hum…! Sí… —dijo la madre de Guillermo, sin mucho entusiasmo.
Guillermo recordó entonces que aquella tarde su madre, junto con Roberto y Ethel, sus dos hermanos, tenían que haber asistido a una fiestecilla. Él, Guillermo, también había sido convidado, ya que la dueña de la casa había invitado a pasar unos días con ella a unos sobrinos, de edades aproximadas a la de Guillermo, pero tanto la señora Brown como el mismo Guillermo habían sido igualmente reacios a aceptar la invitación. Guillermo aborrecía con todo su corazón las fiestas que daban las personas mayores y, tal como hasta su propia madre tuvo que admitir, no aparecía nada ventajosamente en ellas. Guillermo, volviendo a pensar en su problema presente, decidió ir siguiendo la zanja hasta su salida del jardín, y luego… se detuvo, en aquel momento, desconcertado, porque la zanja, en lugar de quedar a cielo abierto, se transformaba en un angosto agujero que se perdía en el suelo. Sin embargo, a Guillermo no le arredraba un pequeño detalle como aquel, y discurrió que la zanja debía de volver a salir a cielo abierto en algún otro sitio; por lo tanto él se metería en el agujero, bajo tierra y volvería a salir a la luz del día cuando así lo hiciese la zanja, e inmediatamente se encogió cuanto pudo para penetrar en el cenagoso agujero. Pudo penetrar unos cuantos centímetros y entonces, lleno de horror sintió que alguien le tiraba de las piernas, y a continuación se sintió arrastrado al exterior para encontrarse encima de la hierba, en un rincón del jardín, mientras tres muchachos le estaban contemplando asombrados, boquiabiertos y perplejos. En realidad, Guillermo presentaba la facha de un objeto curiosísimo. De la cabeza a los pies iba cubierto de barro, de un barro sobre el cual se había pegado una especie de vestido variopinto, hecho con hierbas y hojas de los árboles. Mientras estaba sentado sobre el césped, jadeante, hasta su mismo aliento parecía consistir en hojas secas, hierba y barro. Sólo el blanco de sus ojos brillaba de un modo sobrenatural, en medio de tanta porquería.
—Es un salvaje subterráneo —dijo entusiasmado, el mayor de los tres muchachos—. ¿No dije yo siempre que había salvajes bajo tierra? Viven bajo tierra y andan por túneles. Éste iba a meterse dentro de su túnel. Lo cogimos a tiempo.
—Es un salvaje subterráneo —dijo, entusiasmado, el mayor de los
tres muchachos.
—Es mío. Yo lo vi primero.
—Pero no habrías podido cogerlo si no hubiera sido por mí. Yo fui quien lo agarré.
—Pues lucharé contigo y será del que gane.
—Bueno. No vayamos a pelear por él. Será de los tres. Al fin y al cabo, los tres lo descubrimos casi al mismo tiempo.
—Muy bien. ¿Y qué vamos a hacer con él? ¡Qué facha tiene! ¿No te parece?
Los tres se quedaron contemplando a Guillermo en maravillado silencio, mientras Guillermo seguía expeliendo por el aliento hierbas y barro.
Guillermo se dio cuenta de que estaba metido en un atolladero. Comprendió que sería un disparate revelar su identidad y lo que le traía metido en la zanja. La historia correría por el pueblo y adiós su leyenda de invisibilidad. Mejor era seguirles la vena y pretender escapar en la primera ocasión propicia que se le presentase.
—Está completamente cubierto de barro —dijo el más pequeño de los tres, examinando a Guillermo con interés—. Completamente, de la cabeza a los pies.
—Supongo que ya nacerán así los salvajes subterráneos —dijo otro—. Me gustaría saber si habla.
—Si habla, lo hará en el idioma de los salvajes subterráneos. Vamos a probarlo, a ver cómo suena.
Guillermo estuvo a punto de hablarles en el idioma de los salvajes subterráneos, convencido como estaba de ser muy capaz de inventar un idioma que diese crédito a toda la raza de salvajes subterráneos. Pero aquello le habría tomado algún tiempo y no había tiempo que perder. En cualquier instante, podía comparecer alguien procedente del lugar del jardín donde estaban reunidos los invitados, y descubrir su presencia. Y este alguien podía ser su madre o Roberto o Ethel. Guillermo miró a su alrededor. Había un boquete en el seto, cerca del lugar donde se encontraba. Podía echar a correr y traspasar el seto por el boquete. Pero para ello tenía antes que distraer la atención de sus raptores, quienes en aquel momento le estaban rodeando por todas partes.
—¿Sabes hablar? —le preguntó uno de ellos.
Guillermo meneó negativamente la cabeza.
—No sabe hablar —interpretó su interlocutor—. Supongo que ninguno de los salvajes subterráneos sabe hablar, porque tampoco podrían oírse unos a otros, en medio de todo aquel barro. Deben de hablarse por signos.
—Bueno, ¿y qué vamos a hacer con él?
—Podemos venderlo a algún circo o a algún museo —dijo el mayor de los tres, con cierta vaguedad—. Apuesto a que nos darán un montón de dinero por un salvaje subterráneo, especialmente tratándose de éste, porque es el primero que se ha descubierto en el mundo.
—¿Y por qué no lo guardamos para nosotros y será nuestro esclavo? —sugirió el más pequeño de los tres.
Un destello belicoso brilló un instante tras la máscara de barro de Guillermo.
—Lo tendríamos encadenado en cualquier parte —prosiguió diciendo el menor de los tres—, y lo haríamos trabajar para nosotros, lo mismo que hacían en la antigüedad. Siempre me ha hecho ilusión tener un esclavo. Es una lástima que la gente haya abandonado la esclavitud.
—Sí, podríamos guardarlo como esclavo —dijo el mayor de los tres—. Vamos a pensar cómo podríamos hacerlo.
—¿Dónde estáis, niños? —se oyó que llamaba una voz clara desde el otro extremo del jardín.
—¡Pronto! Vamos a esconderlo —dijo el mayor de los tres—. Dentro de un minuto estarán aquí. Vamos a encerrarlo en la carbonera y cuando todos se hayan ido lo sacaremos otra vez y volveremos a mirarlo…
Y, dicho esto, empezaron a empujar a Guillermo hacia la carbonera. Todo intento de escape sería imposible de realizar.
—También podríamos ganar mucho dinero si se lo prestáramos a los demás como esclavo —dijo el menor de los tres—. O bien podríamos guardarlo nosotros como esclavo durante un año y después venderlo a un circo.
—¡Niños! —volvió a llamar la voz maternal, en un tono más imperativo.
Sin ceremonia, los muchachos empujaron a Guillermo dentro de la carbonera, cerraron la puerta y pasaron el pestillo. Hecho esto, salieron corriendo a acudir a la llamada materna. Guillermo intentó abrir la puerta, pero el cerrojo era muy firme. Sin embargo, en lo alto de la pared había una ventana que probablemente se podía alcanzar trepando por un montón de carbón que había debajo, y, en consecuencia, Guillermo no perdió el tiempo y empezó a trepar por el montón de carbón con ánimo de alcanzarla. Después de caer rodando por el montón de carbón varias veces, pudo alcanzar la ventana, pasar apretadamente por ella y saltar al exterior. Ya iba a dirigirse, sin más dilación, al boquete que había en el seto, cuando oyó un rumor de voces que se aproximaba. El único refugio a su alcance era un pequeño invernáculo y allí se metió de cabeza, escondiéndose debajo de un banco. Las voces fueron acercándose y Guillermo reconoció en una de ellas a la de Roberto. La otra era una voz de muchacha. Roberto y la jovencita entraron en el invernáculo y Guillermo pudo identificar a la muchacha como el más reciente amorío de Roberto, una rubia platino de ojos azules y de boquita de piñón.
—Es una finca muy bonita —decía ella.
—Muy bonita —repitió Roberto, mirando a la muchacha ardientemente.
—Pero ¡qué calor hace aquí dentro!
—Permíteme que vaya a buscarte un helado —dijo Roberto, solícito.
—Muchas gracias. Te lo agradezco mucho. Y tráete otro para ti, ¿quieres?
—No estaré ni un minuto —le aseguró Roberto, y se marchó dejando la puerta abierta.
Guillermo empezó a arrastrarse debajo del banco, en dirección a la puerta. La muchacha, llena de ensueños, tenía la mirada fija en la distancia. Guillermo tenía grandes esperanzas de que podría seguir arrastrándose hacia la puerta sin que la muchacha lo notase, y así por este procedimiento reptil, escapar sin ser visto. Ya había llegado al umbral de la puerta, andando a gatas, cuando oyó un ruido como de respiración entrecortada. Se volvió y se encontró con que la muchacha le estaba mirando, con los ojos desorbitados por el horror. Durante unos segundos, ambos se quedaron mirando; los ojos de Guillermo, perceptibles por entre la costra de barro que le cubría el rostro, tan horrorizados como los de la muchacha. De pronto, la jovencita emitió un agudo chillido… Como un relámpago, Guillermo desapareció de la puerta, pero no tuvo tiempo de llegar al seto. Todos los invitados habían echado a correr hacia el invernáculo, y a la cabeza de ellos iba Roberto, con la cara blanca como el papel.
Se volvió y se encontró con que la muchacha le estaba mirando,
con los ojos desorbitados por el horror.
Guillermo tuvo el tiempo justo para echarse de cabeza debajo de un arbusto que crecía junto a la parte de atrás del invernáculo, antes de que llegara Roberto. Desde aquel refugio pudo oír todo lo que iba ocurriendo.
—¿Qué pasa? —preguntó Roberto, jadeante, mientras corría aún—. ¡Cielos! ¿Qué pasa aquí?
Y penetró como un rayo en el invernáculo, justo en el momento en que la muchacha hacía acopio de fuerzas para soltar otro chillido.
Roberto miró a su alrededor.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Creí que te estaban asesinando!
—Ya estoy asesinada —dijo la muchacha—. Quiero decir que es como si lo estuviera de veras. Estoy tan asesinada como pueda estarlo cualquiera que todavía esté vivo.
—¿Pero qué ocurre? —volvió a preguntar Roberto—. Cuando te he oído gritar de este modo, creí…, bueno, ya te lo he dicho, creí indudablemente que te asesinaban.
—Cualquiera diría que te ha decepcionado que no me hayan asesinado —dijo ella, muy irritada—. ¡No te quedes aquí plantado como un palo! ¿No se te ocurre nada?
—¿Y qué quieres que haga?
—Si tú no te atreves a hacer nada por ti mismo, vete a buscar ayuda. ¿Quieres que nos asesinen a todos en nuestras propias camas y en este mismo instante?
—¿Cómo pueden asesinarnos en nuestras camas si no estamos acostados? —dijo Roberto, que también se iba amoscando.
—¿Esto es todo lo que te preocupa de mí? —exclamó ella, histéricamente—. ¿Te quedas ahí plantado viendo cómo un monstruo me despedaza y me mata? ¿Te parece bonito y caballeresco?
—No veo que ningún monstruo te despedace ni te mate —protestó Roberto.
En aquel momento llegaron los demás.
—¿Qué diablos ha sucedido aquí? ¿Qué ocurre?
—Es el bicho más terrible que he visto en mi vida —dijo la muchacha—. Y a Roberto eso no le importa nada. Me ha dicho que los monstruos ya podían matarme en mi cama o despedazarme que a él eso le importaba un pito.
—Nunca dije semejante cosa —protestó Roberto, indignado.
—Pues obraste como si lo hubieras dicho. Te quedaste ahí plantado diciendo que creíste que me habían asesinado, con lo que implicabas tus deseos de que me hubiesen asesinado de veras.
—¡Oh! —exclamó Roberto, mudo de asombro ante tamaña acusación.
—Bueno, sí, pero ¿de qué se trata? —preguntó la dueña de la casa, intentando suavizar la situación.
Se lo he estado explicando continuamente a Roberto, pero a él le importa un pito. Se queda aquí, plantado como una estaca. Fue el bicho más espantoso que en mi vida he visto. Igual que el monstruo marino del lago Ness.
—Pero tú no has visto jamás el monstruo marino del lago Ness —dijo Roberto, que ya empezaba a preguntarse qué había visto él de particular en aquella muchacha, para considerarla tan superior a las demás.
—¿Cómo lo sabes tú que no lo he visto? —le respondió ella, tajante—. Bueno; es cierto que no lo he visto, pero siempre he tenido una impresión muy clara de cómo es, y el monstruo que he visto ahora era igual. Muy grande, lleno de barro y de escamas, y con una cara horrenda.
—Pero ¿dónde lo viste? —le preguntó la dueña de la casa.
—Aquí. En este invernáculo. Estaba en el umbral de la puerta mirándome con mirada salvaje. Nunca me han mirado de un modo tan salvaje las fieras del parque zoológico. Si hubiera tenido hambre me habría devorado de una dentellada. Fue una mirada así —prosiguió, lanzando una furibunda mirada hacia Roberto—, y ése quedándose ahí plantado…
—Pero ¿qué otra cosa puedo hacer, si se me permite expresar mi opinión? —exclamó el acosado Roberto—. Todo el mundo hace lo mismo. Mira: Todo el mundo está ahí plantado, como yo.
—No te preocupes de lo que diga ella —dijo alguien, con ánimo tranquilizador—. La pobre chica ha tenido un gran sobresalto y está muy nerviosa. Debe de haber sido un susto terrible. Dime, ¿qué clase de bicho era?
—Os lo estoy diciendo a todos pero nadie quiere escucharme. Todos os quedáis aquí plantados como postes. Era un animal espantoso, horrible. Igual que el monstruo marino del lago Ness.
—¿Tenía patas de ganso?
—No me acuerdo… Sí; tenía patas de ganso. Ahora lo recuerdo muy claramente. Patas de ganso. Eso es. Seis patas de ganso. O más.
—¿Tenía rabo?
—Sí. Una cola muy larga. En conjunto era enorme. Casi tan grande como un elefante. Y una cabeza espantosa, de lo más salvaje y fiero que uno pueda imaginar.
—¿Hizo algún ruido especial?
—No lo recuerdo… Sí; dio un gruñido. Un tremendo gruñido que hizo que se me helara la sangre en las venas. El gruñido más horrísono que he oído en mi vida.
Y la muchacha rompió a llorar desconsoladamente, añadiendo, entre sollozos:
—¡Y vosotros aquí plantados sin hacer nada!
—Vamos a ver —dijo el dueño de la casa—. Es evidente que la muchacha ha visto algo de modo que lo mejor que podemos hacer es ir a buscar en el jardín y escudriñar todos los rincones. Aquí cerca, en Hadley, hay un circo y es posible que se haya escapado una fiera. Un gorila o algo parecido.
—Los gorilas no tienen patas de ganso —objetó alguien.
—No perdamos el tiempo en detalles de poca importancia —respondió tozudo, el dueño de la casa—. Vamos a registrar el jardín. Será mejor que cada cual se arme con palos y que las mujeres se queden en casa y no vengan con nosotros, por si hubiera un peligro real.
Algunas de las mujeres se quedaron para consolar a la sollozante heroína, pero las demás, no queriendo perderse nada de lo que podía ocurrir, se juntaron al grupo de los hombres para ayudar en la búsqueda. En primer lugar fueron a registrar el plantío de arbustos, ya que ése era el lugar más apropiado para esconderse. Nadie pensó en registrar el arbusto que se hallaba junto al invernáculo. Uno de los buscadores pasó junto a un muchacho que estaba sentado en un rincón del jardín.
—Vosotros, muchachos, también podríais venir a ayudarnos —le dijo.
—No podemos —dijo el muchacho—, porque hemos perdido a nuestro salvaje y estoy vigilando este agujero para que no pueda volver a meterse en él.
—¿Qué dices que habéis perdido? —preguntó el hombre.
—Nuestro salvaje. Es como una especie de muchacho, pero todo negro, y queríamos quedárnoslo como esclavo, pero se nos ha escapado.
—Bueno, pues si ves algún animal extraño por aquí, corre a decírmelo.
—Muy bien —respondió el niño.
El hombre siguió su camino y fue a reunirse con el grupo principal.
—¿Vienen los niños a ayudarnos? —preguntó el dueño de la casa.
—No. Han perdido a su compañero de juegos.
—¿Qué compañero de juegos?
—Un negrito, dicen. Iban a jugar a un juego de esclavos o algo así y se les perdió el negrito.
—Pero, yo sé con seguridad, que en este pueblo no vive ningún negrito.
—Pues me dijo que era un negrito. Supongo que todo sería cosa de juego.
—Hay que suponerlo. Bueno, sigamos con la búsqueda.
Otro niño acababa de entrar en el jardín, con un par de zapatos en la mano, preguntando por la señora Brown. Ésta se acercó a la dueña de la casa, muy pálida y descompuesta.
—Discúlpeme de que me vaya. Siento mucho todo eso del animal y demás, pero me acaban de comunicar unas noticias terribles de mi hijo. Unos niños han encontrado sus zapatos en la orilla del estanque, pero sin hallar trazas de él. Y el estanque es muy peligroso. Le he dicho y le he repetido hasta cansarme, que por nada del mundo se fuera a jugar junto al estanque, y ahí están esos zapatos, lo que demuestra que, después de todo, fue allí a remar o a nadar o a qué sé yo —y añadió, sacándose el pañuelo del bolso—, no me atrevo a pensar lo que puede haber sucedido, y en lugar de venir a contármelo en seguida, esos niños estúpidos han estado jugando a un juego idiota diciendo que mi hijo era invisible y otras ridiculeces, de modo que han perdido horas de un tiempo precioso. No le molestará que me vaya en seguida, ¿verdad? Me voy de aquí directamente al puesto de policía.
Un hombretón de aire decidido se reunió al grupo, diciendo:
—Bueno. ¿Hay alguien que haya visto al bicho?
Antes de que nadie pudiese responder, el muchacho más pequeño de los tres, compareció, diciendo, a su vez:
—¿No hay nadie que haya visto a nuestro salvaje?
La señora Brown dirigió una mirada arrasada en lágrimas a todos los del grupo, preguntando:
—Supongo que nadie de ustedes habrá visto a mi hijo Guillermo esta tarde, ¿verdad?
En aquel momento, un joven emprendedor y decidido se lanzó detrás del arbusto que había junto al invernáculo y salió inmediatamente de allí, llevando cogida por el cuello una rara figura de muchacho completamente cubierta de barro seco.
—¡Es el monstruo! —exclamó la muchacha desde dentro del invernáculo.
—¡Es nuestro salvaje! —exclamaron los tres niños al unísono.
—¡Es Guillermo! —gimió la señora Brown.