Capítulo 8
Ya eran las cuatro pasadas y Susan Milton no había llegado. David volvió a mirar el reloj: 16.49. Caminó lentamente alrededor del diplodocus.
– ¿David Braun? -dijo a su lado una voz femenina con deje norteamericano, una suave combinación de acento sureño y de la Costa Este.
David se volvió y vio a una hermosa chica vestida con unos vaqueros oscuros y una blusa de algodón blanco, que llevaba una gabardina y un bolso en la mano y una expresión preocupada en la cara.
– ¿Señorita Milton? -dijo David-. En realidad, debería decir más bien doctora Milton, ¿no?
Susan no le respondió inmediatamente. Se colgó la correa del bolso del hombro y le tendió la mano.
Tras saludarse, Susan dijo:
– Muy bien. No necesariamente por este orden… Uno: siento mucho haberte hecho esperar. Dos: puedes llamarme Susan. Y tres: llevo un día de perros, así que, por favor, hoy no me exijas demasiado.
David respondió a los tres puntos marcándolos con los dedos.
– No te preocupes. Hola, Susan. Lamento que hayas tenido un día tan malo. -Sonrió-. Vayamos a la cafetería antes de que cierren, así al menos podrás sentarte -dijo cediéndole el paso.
Entraron en la cafetería del museo, que estaba casi desierta. David dejó su portafolios en una silla y le hizo un gesto a Susan para que se sentara.
– Por lo general, suelo invitar a comer a las personas que se prestan a hablar conmigo de trabajo. Déjame que al menos vaya a buscarte un café mientras recuperas el aliento.
Susan asintió y esbozó una sonrisa.
Cuando David se volvía ya en dirección a la barra, ella lo llamó y le dijo:
– ¿Podrías traerme un sandwich? Estoy desfallecida.
– Claro, por Dios. Cómo no.
David fue a buscar una bandeja y se puso en la cola del autoservicio.
Era la última persona en la fila. Pagó los cafés y los sándwiches y los llevó a la mesa.
Mientras estuvo haciendo cola, había mirado un par de veces hacia donde estaba Susan y la había visto encorvada sobre la mesa, pasándose los dedos por el cabello de su cabeza gacha. Luego, cuando estaba acabando de pagar, la vio respirar hondo y recobrar la compostura: enderezó la espalda y levantó la barbilla.
David dejó la bandeja sobre la mesa y dijo:
– No sabía de qué te apetecía el sandwich, así que he comprado uno de atún, uno de queso y pepinillos y uno de jamón con ensalada. Cómete los que quieras y yo me tomaré el resto.
Le alargó la taza de café y colocó los sándwiches delante de ella. Ella tomó primero un sorbo de café.
– Escucha -dijo David-. A veces soy un poco lento de reflejos. Me acabas de decir que has tenido un día desastroso: ¿quieres que quedemos en otro momento para hablar del asunto?
Susan estaba sacando el sándwich de atún del envoltorio de plástico y levantó la vista. David se rió.
– Por supuesto, el sándwich te lo puedes comer igual.
– Intenta quitármelo si te atreves -dijo ella, y le dio un mordisco. Masticó durante un buen rato y continuó-: No, no te preocupes, estoy bien. Solo un poco cansada, eso es todo. En realidad, podría haber sido aún peor.
David la miró fijamente un momento, evaluando su sinceridad sobre las ganas de continuar con la entrevista, y luego asintió.
– Muy bien. Empezaré explicándote para qué necesito tu ayuda, y entonces tal vez puedas decirme si el asunto está dentro de tu esfera profesional y si te interesaría colaborar.
Susan estaba ocupada masticando, pero asintió con entusiasmo al tiempo que le hacía un gesto a David con el dedo para que continuara.
– Pues bien -siguió David-, trabajo para una compañía de seguros de alto nivel. La mayoría de nuestros clientes son personas o familias muy adineradas. Mi trabajo consiste en hacer de enlace entre la compañía y los clientes, encargándome de todo el papeleo y de hablar con unos y otros, la policía incluida, cuando hay que hacer frente a indemnizaciones o los clientes tienen alguna reclamación. A principios de esta semana robaron en las oficinas de uno de nuestros clientes. Fue un robo muy bien planificado. Quien lo planeó quiso hacer creer que iban a por el dinero de la caja fuerte principal, pero lo que realmente querían era un raro y valioso objeto custodiado en la caja fuerte del director. Y aquí es donde entras tú. Si alguien hubiera robado una pieza de plata del siglo dieciocho, tendría cierta idea de a qué marchantes o anticuarios dirigirme porque tengo alguna experiencia en ese tipo de piezas. Conozco más o menos el recorrido que siguen esos objetos hasta que son vendidos. En este caso, sin embargo, no sé por dónde empezar, por eso necesito tu ayuda.
Susan tragó el último bocado del sándwich de atún, y mientras desenvolvía el de queso dijo:
– Creía que ese era el trabajo de la policía, no el de las aseguradoras.
– Bueno, con un poco de suerte, es de los dos. La policía investiga, nosotros hacemos nuestras pesquisas, compartimos la información obtenida y esperamos que el resultado sea satisfactorio. Claro que este tipo de investigaciones van mucho más rápidas cuando los inspectores policiales al cargo del caso son especialistas en, por ejemplo, orfebrería del dieciocho. Lamentablemente, no hay muchos policías expertos en este tipo de cosas. Pero sí, muchas veces nos limitamos a dejarlo todo en sus manos. En este caso, sin embargo, existen varias razones por las cuales mi compañía quiere hacer todo lo que esté en sus manos, y una de las más importantes es que el propio cliente nos lo ha pedido. Hace más de un siglo que su empresa confía en nuestros servicios, y no quiero ser yo quien les falle. -David sonrió.
– Bueno, entonces, ¿qué se han agenciado? -preguntó ella en tono de broma.
Él le dedicó una sonrisa sarcástica y replicó:
– Vaya… Veo que eres de la escuela cockney de Dick van Dyke. Estupendo.
Susan asintió con una inclinación de cabeza, como agradeciendo un cumplido, y atacó el siguiente sándwich.
– No puedo decirte mucho. Se trata de una caja de piel y hueso que contiene una antigua joya elaborada en platino. Algo así como una filigrana. Te puedo hacer un dibujo esquemático basándome en otro no menos esquemático que me enseñaron a mí -dijo sacando el bloc de notas del portafolios y poniéndose a dibujar.
– Creía que el platino era una cosa moderna, como el alum… -Se detuvo-. El aluminio -repitió, pronunciando lentamente la palabra.
– Pues al parecer no lo es. Según mi cliente, tanto los egipcios como los aztecas lo utilizaron en orfebrería. O puede que fueran los mayas -dijo, vacilante.
– Supongo que serían los incas -sugirió Susan-. En cualquier caso, gente de época pretéritas. Así pues, ¿procede de Egipto o de Sudamérica?
David había terminado el dibujo.
– Según me explicaron, de China, aunque no sé de qué parte exactamente. -Volvió el bloc y lo deslizó sobre la mesa hacia Susan-. Bueno, no es que sea Miguel Ángel, pero… -Se calló al ver la cara que puso Susan-. ¿Qué pasa? -preguntó.
Susan intentaba abrir su bolso, pero con las prisas no conseguía soltar el broche.
– Espera un momento -dijo una vez que lo consiguió. Saco su iBook y abrió la pantalla. Lo encendió-. Cuando dices chino, ¿podría ser tibetano? -preguntó mientras el portátil se ponía en marcha.
– Bueno, solo me dijeron de China, y que allí todavía circulan leyendas que tienen que ver con la pieza en cuestión. Dado que tú eres experta en leyendas y mitología… -añadió, dejando la frase inacabada.
Susan cliqueaba en el portátil, pasando de un documento a otro.
– Perdona, enseguida estoy contigo -dijo. Y, acto seguido, añadió en tono triunfal-: Sí, claro que hay leyendas sobre esa pieza: ¡aquí tienes una! -Giró el portátil para que David viera la pantalla.
La imagen expuesta era un trozo de papel con un apretado texto escrito a mano en alfabeto romano y un boceto que no era muy diferente del que había dibujado él en el bloc.
– ¡Dios…! Pues sí que eres buena -exclamó David-. ¿Qué es esto?
– No lo entiendes. Esta misma mañana he estado leyendo este texto. -Puso el dedo en la pantalla-. Y por la tarde vas y me pides que lo identifique. ¿No te parece cuando menos inquietante?
David arqueó las cejas y no dijo nada. Por su parte, la cara de Susan era de auténtica extrañeza. De pronto se inclinó sobre la mesa y miró fijamente a David.
– Mira, te voy a contar por qué he tenido un día tan terrible -dijo muy seria.
– De acuerdo -dijo David muy despacio, como si alargar las palabras le ayudara a disipar su inquietud.
– Yo trabajo normalmente en Cambridge, pero he venido a Londres a investigar un hallazgo muy importante. El Instituto de Estudios de la Antigüedad acaba de recibir un legado privado cuyo dueño falleció hace unos meses. Se trata de una colección de documentos verdaderamente notables, así que esta mañana he ido a ver a la mujer que la donó: la casera de su último propietario. El hombre se pasó la vida viajando para adquirir nuevos documentos, pero no regresó de su último viaje. Así que esta mañana he ido a visitar a la casera para averiguar qué sabía ella acerca de la colección o de su propietario. Y mientras estaba allí -la voz de Susan cobró énfasis-, alguien entró y la atacó. Cuando he llegado venía directamente del hospital adonde la han llevado. Está bastante mal, con contusiones internas, como si la hubieran golpeado con un objeto contundente. El tipo que la atacó había reventado el cofre donde el propietario guardaba la colección. -Volvió a poner el dedo en la pantalla-. Donde estaba guardado este documento, el documento que describe la antigüedad robada. ¿No resulta una extraña coincidencia? Quien anduviera tras la pieza andaba también tras los documentos relacionados con ella.
Los dos se quedaron pensativos.
– ¿Cómo murió el propietario de la colección? -preguntó David con una expresión muy significativa.
– Creo que las palabras que utilizó la policía fueron «sin determinar».
Ella también tenía una pregunta.
– ¿Fue un robo con violencia?
– Mucha -dijo David-. ¿Qué es lo contrario de pacífico? Dos personas muertas al parecer solo para confundir a la policía.
Volvieron a quedarse callados, pensando.
– ¿Y dónde está ahora la colección? -preguntó David.
– Custodiada y a salvo en el Instituto de Estudios de la Antigüedad -dijo, con un tono de confianza que fue decayendo gradualmente hasta el final.
David levantó una ceja.
– Bueno, creo que deberías hablar con el inspector Hammond, de la brigada de investigación criminal, y explicarle lo que me has contado a mí. -David empezó a buscar el teléfono de Hammond-. Creo que sería conveniente que pusieran vigilancia en el edificio. -Copió los datos de Hammond y arrancó la hoja del bloc-. Yo lo llamaré también para informarle del asunto. -De repente, se le descompuso la cara y dijo-: ¡Dios mío! Lo siento. Me acabo de dar cuenta… ¿Has dicho que estabas allí cuando sucedió?
– Ajá. La anciana señora había subido porque oímos un ruido en el piso de arriba. Entonces yo sentí más ruidos y empecé a alarmarme. La llamé y dije no sé qué para dar a entender que había otras personas además de mí. Cuando llegué arriba, alguien se estaba escapando por la ventana.
– Pero ¿tú estás bien?
– Mira, trabajé como voluntaria en Nueva York durante un año. He visto cosas mucho peores que la espalda de un atracador huyendo. Lo que me impresionó fue estar con aquella pobre mujer… En menos de veinte segundos, pasó de ser alguien que se veía tan feliz con su vida a convertirse en una anciana frágil que… los médicos dicen que probablemente no vuelva a recuperarse.
Pareció que se le hacía un nudo en la garganta al decir esto último, pero pasó el trago y se serenó.
– ¿Por qué no me llamaste para cancelar la entrevista? O simplemente no presentarte. No te habría culpado por ello.
– Esa no es mi forma de hacer las cosas -contestó Susan-. Si me dejo asustar cuando ni siquiera tengo rasguño, ¿cómo me enfrentaría a una situación de emergencia real?
David pareció impresionado.
– Perdona por el cliché, pero esperemos que no tengas que encontrar la respuesta a esa pregunta -dijo.
Dejó vagar la vista en busca de algo que mirar para no aumentar la angustia reflejada en el rostro de Susan. Así, su mirada se posó en la pantalla del portátil. Observó atentamente la imagen expuesta.
– Mira, vamos a intercambiar nuestros papeles. Yo me encargaré del trabajo de acción, y tú, de la investigación. Como esto, por ejemplo, ¿eres capaz de leerlo? -preguntó señalando el texto que aparecía en la pantalla.
– Claro. Está en latín y se supone que es una traducción del tibetano. Al menos eso dice abajo del todo. -La voz de Susan había vuelto a la normalidad-. Es una historia acerca de un marcador mágico. -Soltó una risita, como si se diera cuenta en ese instante de lo que acababa de decir. David permaneció impasible-. Perdona… humor americano. En Estados Unidos un marcador mágico es lo que aquí conocéis como rotulador o fluorescente. En cualquier caso, en esta historia el marcador es mágico porque atrae la atención de los dioses. Se sienten fascinados por su intrincado diseño. La idea es que si lo colocas sobre una persona enferma, y algún dios se siente atraído por el marcador, la persona puede curarse.
– ¿Como una pulsera de alerta médica divina?
– Bueno, no es una pulsera ni un brazalete, pero sí, algo así.
La mirada de Susan se perdió en algún punto lejano, lo que no le pasó desapercibido a David.
– ¿Qué pasa? -preguntó suavemente.
– Me acabas de dar una idea. Es algo absurdo, pero aun así me parece otra coincidencia muy extraña. No, es una tontería. Olvídalo.
– ¿De qué se trata? -dijo David, animándola a hablar.
– Cuando te conté que había trabajado como voluntaria en Nueva York recordé a los sin techo con los que solíamos tratar. No digo que tenga que ser cierto, es solo una idea, pero el tipo que atacó a esa pobre mujer… Bueno, me dio tiempo a echarle un vistazo. Se le había desgarrado una manga y le vi unas extrañas marcas en el brazo.
– ¿Como tatuajes?
Susan negó con la cabeza.
– No, tatuajes no. Me recordaron a algo que tenían algunos de los drogodependientes de nuestro centro de acogida. ¿Sabes lo que es el sarcoma de Kaposi?
– Es algo relacionado con el sida, ¿no?
– Sí. Es un tipo de cáncer de piel que era muy raro antes de que apareciera el sida. Generalmente, solo lo padecen las personas cuyo sistema inmunológico está afectado. -Hizo una pausa y continuó-: Se me ocurrió al leer esto -dijo Susan señalando el ordenador-. Dijiste que ese tipo actuó con una violencia extrema. Bueno, pues yo le vi saltar desde un tejado a la calle. Uno de los grupos más afectados por el sida es el de los drogadictos. Y eso encaja con la descripción de persona violenta, con el comportamiento temerario, como saltar desde un tejado. Puede incluso que esté tomando algo que lo pone agresivo o que le mitiga el dolor, como la fenciclidina.
David añadió:
– Por lo visto saltó desde una ventana a casi diez metros del suelo para escapar después del robo.
– Eso es. Todo encaja.
– Entonces sugieres que se trata de un drogadicto -concluyó David.
– Podría serlo, pero no es ahí adonde quiero llegar. ¿Y si fuera un yonqui violento que además está gravemente enfermo? Si lo que toma es algo lo bastante fuerte para hacerle creer que es Batman, puede que piense cosas bastante raras -dijo, y entonces se mostró reacia a continuar.
– ¿Y…? -dijo David, animándola.
– ¿Y si no quisiera ese objeto para venderlo? ¿Y si cree en realidad que podría curarlo? -preguntó Susan.
Los dos consideraron la idea durante unos momentos. David no parecía muy convencido, pero ninguno dijo nada.
La conversación derivó entonces hacia temas más prácticos. Quedaba claro que Susan debía involucrarse en la investigación de David; ni siquiera tuvieron que hablar de ello. David le explicó las cosas que necesitaba que hiciera y lo que le pagaría la compañía.
Susan aceptó darle máxima prioridad al trabajo sobre el Marcador Curativo (como decidieron llamarlo), lo que, por otro lado, ya estaba haciendo, incluso antes de los acontecimientos de ese día.
– ¿Cuándo volveremos a reunimos? -preguntó David.
– Necesito unos cuantos días. ¿Qué tal el martes?
– Me parece bien. ¿A qué hora? -volvió a preguntar David.
– Bueno, suelo acabar de trabajar hacia las seis… -dijo Susan, pensando.
David pareció un poco sorprendido.
– ¡Oh! Vale. Podemos quedar por la noche, si te va mejor.
– No, solo pensaba… solo pensaba en voz alta. A no ser que… Bueno, en realidad, sí que me va mejor, pero posiblemente tú no trabajes por la noche.
– Ojalá pudiera. Mira, mi amigo Kieran se ganó una comida en un restaurante francés y lo único que hizo fue emplear dos minutos de su tiempo en llamar a tu compañero de trabajo, Bernie. Así que, para ser justos, está claro que tú te mereces algo más que un sándwich. -Miró los envoltorios vacíos-. Tres míseros sándwiches.
– No había comido nada en todo el día -dijo Susan algo apocada.
– Bueno, pues… -David pensó un momento-. ¿Qué te parece Villandry en Great Portland Street, el martes a las siete y media? Paga la empresa, claro. Incluidos los taxis. -Pensó que debería reservar con antelación.
– Bien -dijo Susan, tal vez un poco insegura.
– Y, por favor, no te olvides de llamar a Hammond. A estas alturas ya son muchas las personas que saben dónde se encuentra la colección. Si alguien está buscando algo en ella… -dijo David con la mayor gravedad.
Susan asintió.
– No te preocupes. No suelo olvidar esas cosas.
Recogieron sus cosas y se dirigieron a la salida. Solo faltaban unos minutos para la hora de cierre.
– La próxima vez que venga al museo tendré que echarle un vistazo -dijo Susan al salir.
Caminaron juntos hasta el metro. David le preguntó a Susan sobre la labor de investigación que hacía en Cambridge y si le gustaba Londres.
Todavía charlando, entraron en el metro. Resultó que debían tomar líneas distintas.
– Hasta el martes por la noche -dijo Susan poniendo un pie en la escalera mecánica.
David agitó la mano para despedirla.
– Allí nos vemos.
Se quedó un momento observando a Susan antes de darse la vuelta y dirigirse hacia la otra escalera.