Capítulo 24

ESE MISMO DÍA, UNAS HORAS ANTES SÁBADO, 26 DE ABRIL

Susan se encontraba de nuevo en el vestíbulo del Instituto Londinense de Estudios de la Antigüedad. Por encima de ella, subido en una escalera, estaba un hombre con mono azul inspeccionando una trampilla disimulada en el recargado techo de escayola. Su ayudante estaba al pie de la escalera, sosteniéndola con paciencia bovina. La única otra persona en aquel inmenso vestíbulo revestido de mármol era el vigilante jurado sentado tras el mostrador de recepción, quien acababa de entregarle las llaves de la Sala Alejandrina después de firmar en la hoja de control. Según el guarda, no había nadie más trabajando abajo aquel día.

Mientras esperaba el ascensor, Susan escuchaba un mensaje de voz en el móvil: «Hola Susan, soy David -empezaba el mensaje-. Solo quería darte las gracias por la cena de anoche, y espero que puedas reunirte con nosotros luego. En fin sería estupendo que…». Susan pulsó un botón para interrumpir la grabación: «Mensaje borrado. No tiene más mensajes», le confirmó la voz automática. Colgó y guardó el móvil en el bolso.

El antiguo ascensor solo tardó un instante en bajar. Abrió las puertas enrejadas, las cerró tras ella y descendió los tres pisos en silenciosa actitud contemplativa, con sus rasgos faciales apenas turbados de vez en cuando por alguna emoción difícil de identificar.

Cuando salió del ascensor, el sótano estaba desierto y en absoluto silencio. Los tubos fluorescentes del pasillo estaban encendidos, pero todas las puertas que daban a él permanecían cerradas. Abrió la Sala Alejandrina y encendió un par de luces.

Se acercó a su mesa, sacó su iBook del bolso, lo abrió y pulsó el botón de arranque. Acto seguido encendió la lámpara y conectó los cables de la electricidad y del teléfono al ordenador mientras este iba abriendo los programas. Se levantó y se dirigió a su taquilla. Aunque la sala estaba vacía y silenciosa, echó un vistazo por encima del hombro antes de meter la llave en la cerradura.

Después de abrir la puerta gris de listones metálicos, cogió una bolsa de plástico de supermercado que envolvía un objeto del tamaño y el peso de una media docena de discos de vinilo sin funda.

La llevó hasta su mesa y de la bolsa sacó una segunda que, a su vez, contenía un paquete envuelto con plástico de burbujas. Se detuvo un instante, se levantó, se acercó a la puerta y asomó la cabeza al silencioso pasillo.

Según el indicador del ascensor, estaba parado en la planta baja. Había en todo el edificio un silencio absoluto.

Susan cerró con llave la puerta por dentro, y continuó con su tarea.

Dentro del envoltorio de plástico había una sencilla diadema de oro. A un lado se veía claramente la hendidura que había dejado la punta metálica de la barra con la que se había defendido hacía unos días. La depositó casi reverencialmente sobre la mesa, frente a ella.

Luego sacó de su bolso un estuche de joyería y lo colocó al lado de la diadema dorada. La caja era del típico material negro, duro y algo aterciopelado que suelen emplear para sus estuches los joyeros de todo el mundo. Apretó el broche y el extraño resorte de la tapa saltó de golpe. Dentro había dos pulseras de oro encajadas en el espacio destinado a una sola.

Las sacó de su nido de seda blanca rizada y las puso sobre la mesa. Grabada en el interior de una se leía la inscripción: «Para Susan, de papá y mamá. Estamos muy orgullosos de ti».

La inscripción de la otra decía: «Para Dorothy, con todo nuestro cariño. Papá y mamá».

Susan permaneció sentada mirando la diadema y las dos pulseras. La expresión de su rostro ora inescrutable. Una poderosa emoción le tensaba los músculos de la mandíbula y le comprimía la boca. Sacó la punta de la lengua para humedecerse rápidamente los labios. Distraída, se mordió el labio inferior con un colmillo, pero no apartó ni un segundo los ojos del brillante botín que tenía frente a ella.

Saliendo repentinamente de la ensoñación en la que había estado sumida, sacó unos papeles de su bolso y los extendió sobre la mesa. Luego se acercó el iBook, abrió el programa Acrobat y segundos después apareció en la pantalla la imagen de un documento caligrafiado en latín.

Pasó la primera página de su bloc de páginas amarillas y empezó a tomar notas.

Un cuarto de hora después se acercó a su taquilla abierta y sacó un grueso diccionario de latín.

Estuvo examinando los documentos durante una hora, pasando de uno a otro, tomando notas de vez en cuando con rápida aplicación. Las joyas doradas no tardaron en quedar semiocultas bajo las hojas de papel. Constantemente dirigía su atención hacia una página en especial.

Entonces creó un nuevo documento en el ordenador y, en el transcurso de la siguiente hora, estuvo escribiendo lo siguiente:

Saca la cabeza del agua y mira por primera vez correctamente el terreno que pisas. El tacto es el primer sentido que se despierta. El tacto y luego la vista y el oído y el espíritu de la temperatura y la permanencia del aire y los movimientos violentos de las cosas casi fuera de tu alcance. La salud llegará a ser una sensación, pero primero aparece como una compañera/amiga invisible.

Algunos poseen un conocimiento mayor, pero es [¿oclusivo?]. El conocimiento menor es tener un pie en cada país/tierra; el conocimiento mayor es levantar el talón y ser un errante/desterrado del país natal. El conocimiento mayor no tiene poder efectivo porque no hay intención de volver a usarlo. Se vuelve hacia dentro, pero eso es otro asunto.

Comienza con esta [¿canción?] y considera atentamente este dibujo y piensa durante mucho tiempo sobre qué deseas posar tu mano oculta. Muchos afirman que un cuchillo [¿de mesa?] es el objeto más indicado para empezar, pero quizá lo primero que se te ocurre es lo que tienes más a mano [¿corregir este giro?].

Susan guardó el archivo y apartó el ordenador. Apiló los documentos y los dejó en la mesa contigua. Dos hojas impresas a láser se extendían frente a ella: un par de reproducciones de documentos caligrafiados. Uno estaba decorado con un complejo dibujo de forma más o menos circular. Algunas partes parecían detalles de azulejos árabes y otras se asemejaban a motivos celtas. El título escrito en Arial de diez puntos decía: «Dibujo 3 Ter-119G».

La segunda hoja tenía el título «¿Rima sin sentido? Ter-016L» impreso en el margen superior. Bajo el encabezamiento había varias series de letras caligrafiadas, ciertas secuencias de sílabas ordenadas en diversas disposiciones.

Susan se puso una pulsera en cada muñeca. Luego se colocó la diadema en la cabeza. Le encajaba casi a la perfección. Finalmente, sacó un abrecartas del bolso. Era una fina lámina de plata, sin otro material que recubriera el mango: un brillante estilete metálico de doble filo en un extremo y cuadrado en el otro. Lo depositó en el centro del dibujo y respiró hondo varias veces. Entonces empezó a leer en alto las rimas. Cuando terminó volvió a empezar por el principio de la página.

Las leyó sin pausa veinte veces. Empezaba a quedarse ronca, pero aun así continuó.

Después de haberlas leído treinta y cinco veces apenas necesitaba mirar el papel, y clavó la vista en el abrecartas y el dibujo que había debajo. Siguió repitiendo el poema, vocalizando las sílabas en voz baja, con la garganta completamente seca.

Había estado leyendo sin parar durante una hora y cincuenta minutos cuando el abrecartas empezó a balancearse levemente y la punta rebotó una vez sobre el papel.

– Mierda -dijo entre dientes, y paró en seco.

Se quedó un rato mirando el abrecartas sin mover los labios. Acababa de pronunciar la palabra pervolo cuando el abrecartas se había movido. Se inclinó hacia delante y repitió enérgicamente:

– Pervolo, pervolo.

Bajó la cabeza y pronunció la sílaba per varias veces, acercando la boca al abrecartas tanto que su aliento empañó la superficie de plata. No se movió. Exhaló el aire sobre el objeto, sin intentar articular ninguna sílaba en concreto, pero siguió sin moverse. Sopló más fuerte y el abrecartas se balanceó tan levemente como antes. La otra hoja de papel se cayó al suelo, movida por la ráfaga de su aliento. La recogió.

– Maldita sea -dijo, intrigada. Se levantó y se puso las manos en las caderas. Volvió a mirar el abrecartas y musitó-: ¡Oh, venga!

Entonces se quitó los objetos de oro que se había puesto y los dejó sobre la mesa. Los cubrió con unos papeles. Fue a la puerta, giró la llave y sacó la cabeza cautelosamente antes de abrirla del todo. No había nadie.

Cruzó el pasillo hasta la máquina expendedora y apretó el botón del agua. Se bebió dos vasos de agua helada antes de pulsar el botón del café solo. Se lo llevó al despacho y volvió a cerrar la puerta con llave.

Se sentó de nuevo en su silla y se tomó unos sorbos de café caliente. Dejó el vasito de plástico sobre la mesa, hizo una mueca y se rascó detrás de la cabeza. «¡Ay!», dijo, como si le hubiera dolido. Hizo rotar un hombro y luego el otro, y después se masajeó la nuca con una mano.

Permaneció sentada en actitud contemplativa mientras se bebía el café a sorbitos; una bota roja asomaba por el otro extremo de la mesa. Cuando terminó el café, tiró el vaso a la papelera. Entonces recogió las pulseras y las metió de nuevo en su estuche. Guardó la diadema en su doble envoltorio y la devolvió a su taquilla.

Cuando hubo terminado, volvió a extender los papeles sobre la mesa y siguió leyendo y tomando notas.

Una hora después, se tomó otro descanso; esta vez subió al vestíbulo y salió afuera, a la luz del día. Cuando regresó provista de unos sándwiches, un café con leche del Starbucks y una porción de pastel de zanahoria, empezaba a declinar el día y había refrescado.

Comió sin dejar de estudiar los documentos.

En la pared detrás de ella había un reloj. Las manecillas marcaban las seis en punto cuando había dejado de teclear lo siguiente:

Empezar es tomar las riendas de un animal de carga receptivo. Otras manos sujetan también las riendas. No pueden contradecir/silenciar tus órdenes ni tampoco saben lo que se dice, pero oirán tu voz si escuchan. Cuando los dos camináis ataviados/adornados con [¿los ropajes/el manto de poder?] es como si caminaras cerca de tus enemigos pero separado por un tercio de un tercio de un tercio de un parasanga [5,6 km/27=~200 m] un día sin viento.

Susan dejó de escribir un momento y se pasó los dedos por el pelo. Su rostro reflejaba preocupación. Siguió analizando el documento en el que estaba trabajando, levantando la cabeza de vez en cuando para teclear una frase en el ordenador. Por fin, al cabo de un rato, había escrito:

Sucede en esto como en todo aquello que emprenden los hombres. Hay una pequeña cantidad de tesoros/riquezas y está guardada celosamente. Nunca hay amor entre quienes han sido despertados porque el mundo no es lo bastante grande para todos. En verdad descubrir a un prójimo es descubrir a un enemigo mortal. Aproximarte a un desconocido equivale a un reto. Oír sin proponérselo a otro es escuchar la voz de tu conquistador. En lugar de eso, si actúas con sensatez, lo convertirás en tu presa. La contención sin diplomacia es el orden natural de las cosas. Por estas razones, no duermas y nunca te acomodes. Estate siempre alerta y preparado para luchar incluso en la mayor quietud de la noche.

Susan frunció el ceño. Se levantó y fue a su taquilla, de donde sacó un segundo diccionario, más pequeño que el anterior, encuadernado en cuero negro, y regresó a su sitio. Empezó a perfeccionar la traducción. Al cabo de una hora había hecho muy pocos cambios, pero había añadido las siguientes líneas a su documento:

Se sabe que los polluelos no suelen sobrevivir mucho tiempo lejos del nido. Solo aquellos con la protección de la antigua [¿escuela para reyes?] sobreviven, Lo más probable es que el primer sonido del pajarillo atraiga sin remisión al halcón. Es el mejor momento para deshacerte de futuros enemigos. La vigilancia y la acción fulminante es lo más importante en este terreno. Escucha siempre las voces nuevas y entonces atájalas con furia lo más rápido que puedas.

Susan volvió a morderse el labio. Tenía las manos cruzadas delante de ella, y las subía y bajaba una y otra vez sobre la mesa en un movimiento inconsciente. Balanceaba la cabeza mientras leía lo que había escrito, un poco nerviosa.

– No me gusta -musitó-. No me gusta.

Cliqueó en el icono de su programa de correo y revisó la bandeja de entrada hasta encontrar el mensaje que buscaba. Era de Bernie Lampwick. Recorrió el texto hasta llegar a esta parte:

…aunque hecha de forma rápida, me parece que guarda cierto parecido con algunos pasajes de El príncipe. Los tratados políticos causaban furor en aquella época, por eso me pregunto si no será una pieza alegórica en la misma tónica. Puede que se incline más hacia Savonarola que hacia Maquiavelo, y que el lenguaje sea mucho más oscuro (¿tal vez el autor no gozaba del favor del poder en ese momento y estaba ocultando su verdadero significado?), no obstante me pregunto si no nos encontramos ante la obra de un «profeta de la fuerza» desconocido hasta ahora. Como apuntaba en mi tesis doctoral…

El súbito sonido amortiguado de un taladro, que recorrió toda la estructura del edificio, sobresaltó a Susan. Cuando había regresado con los sándwiches había visto que los obreros seguían trabajando en el vestíbulo, al parecer montando una nueva instalación eléctrica trifásica, pero aun así aquella distante vibración del taladro de mampostería abriéndose paso en el muro la cogió por sorpresa.

Susan se obligó a seguir leyendo el mensaje y musitó:

– ¿En qué estabas pensando, Bernie? No se trata de gobernar Florencia; se trata de magia.

Se quedó pensativa un rato más, asintiendo para sí.

– Es una advertencia -dijo de forma suave pero concluyente.

Un momento después se estremeció por segunda vez cuando oyó abrirse en su planta las pesadas puertas del ascensor. Contuvo la respiración. Al ruido de las puertas le siguió el sonido de unas lentas pisadas por el suelo de vinilo del pasillo: un suave taconeo y un leve crujido conforme cada pie se posaba y se levantaba del suelo. El picaporte de la puerta se movió. Luego se oyeron un golpecito y una voz profunda y seria que decía:

– Doctora Milton, ¿está usted ahí?

Susan pareció razonablemente despreocupada cuando alzó la voz para decir:

– Espere un segundo. ¿Quién es? -Pero sus ojos estaban clavados en la puerta.

– Soy Oswald Olabayo, doctora Milton. Trabajo en la empresa de seguridad de la universidad. Estoy haciendo la ronda -dijo una voz de acento refinado al otro lado de la puerta.

Susan sonrió y musitó aliviada para sí:

– Demasiado simplón para estar fingiendo.

Abrió la puerta y vio a un hombre alto y elegante de piel negra como el azabache, vestido con un holgado jersey azul del estilo de los que solían utilizar los soldados de la RAF.

– Lo siento -se disculpó Susan-. Últimamente estoy un poco paranoica con la seguridad.

El guarda sonrió y dijo:

– Claro, señorita. Hay que estar alerta. ¿Todo en orden?

– Sí, gracias -respondió Susan-. Mmm… ¿con qué frecuencia hace la ronda?

– Cada hora, señorita, como me han ordenado -dijo él.

Susan no le comentó que quienquiera que hubiese hecho el turno anterior había actuado siguiendo unas instrucciones muy diferentes.

– Así pues, le veré dentro de una hora.

– Muy bien, señorita -dijo el guarda, y se dirigió hacia la puerta del archivo.

Susan seguía sonriendo cuando volvió a sentarse. Respiró lentamente varias veces. Su sonrisa se desvaneció cuando miró la pantalla. Tenía un mensaje nuevo en la bandeja de entrada. En la casilla «Asunto» decía:

CustomNews.biz – Aviso sobre noticias solicitadas Abrió el correo y leyó:

Susan Milton:

Una de sus palabras clave predefinidas en NewsAlert

– «Dass»- aparece en al menos una noticia reciente. Haga clic en el link para leerla

www.CustomNews. biz/storyid=1447916

Susan siguió la indicación y leyó lo siguiente:

Posible ataque terrorista muy cerca del aeropuerto de Heathrow.

A última hora de la tarde…

Un ataque a plena luz del día contra una limusina que se dirigía al aeropuerto de Heathrow ha dejado un trágico balance de tres muertos y varios automovilistas conmocionados. Fuego de ametralladora y una explosión destruyeron la limusina ante la mirada atónita de los testigos. Un periodista de investigación de CustomNews ha descubierto que Alessandro Dass, un respetado hombre de negocios italiano, fue el blanco del ataque, ya que ni él ni sus dos socios llegaron a tomar el vuelo con destino al aeropuerto de Florentino en Roma.

Susan siguió leyendo, si bien el artículo apenas revelaba poco más, excepto la falta de interés de su autor por los detalles. El artículo no decía nada sobre el agresor, salvo que al parecer se trataba de un hombre que había actuado en solitario. Intentó enterarse de algo más en otros servicios de noticias on line, pero no halló datos nuevos.

Levantó el auricular y marcó su código personal, seguido por el número del móvil de Dee. Salió directamente el buzón de voz.

– Dee -dijo-, soy Susan. Escucha, puede que no vaya a dormir esta noche. Te llamo mañana y te explico. -Colgó.

Buscó en su agenda y marcó otro número. Su dedo índice reposaba sobre el nombre de David mientras con la otra mano tecleaba los números. De nuevo le contestó el buzón de voz.

Empezó a dejar un mensaje:

– David -dijo-, soy Susan. Escucha, tengo que hablar contigo urgentemente. Han asesinado a Dass, y creo que fue Jan quien lo hizo. Eso significa que podría estar de nuevo en posesión del Marcador y que la colección sería ahora su máxima prioridad. Hizo volar por los aires el coche de Dass a plena luz del día, así que no creo que tenga muchos miramientos en entrar aquí y destrozar lo que se le ponga por delante con tal de conseguir lo que busca. Creo que ya está fuera de control y no le importa el daño que pueda causar. Ya sabes que el servicio de seguridad de aquí no podrá detenerlo y yo ni siquiera puedo explicarles a lo que se enfrentan… creerían que me he vuelto loca. Estoy pensando… creo que debería… tengo que sacar la colección de aquí. Ahora. Jan vendrá de todos modos, pero no quiero que se lleve esto. Sea lo que sea lo que esté tramando, no puede ser nada bueno. -Hizo una pausa y añadió-: Hay algo más. Creo que he metido la pata. Intenté hacer algo… un experimento. Creo que no debería haberlo hecho. Creo que eso puede haber dirigido su atención hacia mí. Existe la posibilidad de que ahora Jan vaya a por mí. Voy a…

El picaporte de la puerta se movió con un pequeño chasquido. Susan se quedó paralizada. No había oído acercarse a nadie, pero sin duda había alguien al otro lado. Faltaban cuarenta minutos para la siguiente ronda de seguridad.

Se oyó un estruendo procedente de arriba. Algo contundente hizo estremecerse el edificio. Con el impacto vibraron los objetos pequeños de toda la sala.

– Hay alguien afuera -susurró Susan, casi distraídamente, al teléfono: toda su atención estaba puesta en el picaporte.

Sin bajar la vista, pulsó el botón de fin de llamada. Alguien intentaba abrir la puerta.