Capítulo 21
El sol ya empezaba a ponerse cuando David se paró por segunda vez en cinco minutos delante de una tranquila casa adosada de la City.
– Debe de ser esta -murmuró para sí.
La casa estaba emplazada en una callecita que pasaría desapercibida al transeúnte que no estuviera avisado de su existencia, situada en una pequeña manzana con apenas tres casas a cada lado. Empezaba como un callejón o pasaje entre los grandes edificios de las oficinas centrales de un banco y de una naviera, pero unos treinta metros más adelante el callejón torcía y se ensanchaba, y allí se alzaban las casas, como escondidas del mundo. Había también espacio para un transformador vallado de la compañía eléctrica y, un poco más allá, el muro posterior de una iglesia del siglo XVII que cortaba la calle.
David subió los seis escalones hasta llegar a la puerta principal de la primera casa de la izquierda y llamó al timbre. Se oyó sonar a lo lejos. Esperó.
Iba vestido con chaqueta y pantalones azules y una camisa de algodón rojo oscuro sin corbata. Llevaba en la mano un paquetito delicadamente envuelto en papel dorado, cuya cinta tenía inscrito el nombre de una repostería famosa por sus deliciosos bombones artesanales.
A la derecha de la puerta, tras unas elegantes rejas de hierro forjado, había un ventanal cuyas pesadas contraventanas estaban cerradas. Bajo el ventanal, que se elevaba a partir del nivel de la verja de la calle, pudo ver el muro de la planta del sótano, con un solo ventanuco.
Cuando se abrió la puerta, alzó la vista. En el umbral, una mujer muy delgada toda vestida de negro lo miraba de arriba abajo con una copa de vino en la mano. Una falda corta de talle bajo envolvía sus largas piernas cubiertas por unas tupidas medias de fantasía, y un jersey de lana muy fina con un gran escote en pico ceñía su fina cintura. Sus facciones eran más suaves y delicadas que las de Susan; tenía sus mismos ojos azules, pero su cabello era negro y caía sedoso y lacio sobre sus hombros. Llevaba los labios pintados de carmín oscuro. Sonrió y bebió un sorbo de vino.
– Hola -dijo David-. ¿Eres Dee?
Dee no se movió del umbral y siguió sonriéndole sin contestar. Con su mano libre agarraba por la muñeca la que sostenía la copa a la altura de la boca, acercándola y alejándola de unos dientes blanquísimos, como si estuviera dilucidando algo. El sol poniente iluminó la motita de zafiro azul celeste que llevaba en la aleta derecha de la nariz.
Un momento después, cuando David ya empezaba a sonrojarse, Dee frunció un instante el ceño y le dio la mano:
– ¡Oh! Perdona. Tú debes de ser David -dijo.
Hablaba con un elegante acento neoyorquino, melodioso y ronco al mismo tiempo.
Se estrecharon la mano.
– Pasa. Susan está en la cocina. -Volvió la cabeza-. ¿Te apetece beber algo? -dijo pronunciando muy claramente cada palabra.
Entraron en un sobrio vestíbulo con las paredes y los suelos revestidos de madera oscura y escasamente iluminado. La casa olía un poco a cerrado y humedad, pero no resultaba desagradable; no era olor de abandono y de descuido, sino del paso del tiempo. A su izquierda había una escalera y a la derecha de esta un pasillo conducía a la parte posterior de la vivienda; al fondo se veía una puerta abierta que daba a una habitación muy iluminada de la que salía música reggae.
Siguieron el sonido de la música.
Susan estaba cocinando. Cuando entraron estaba comprobando el contenido de varias ollas y cazos de aluminio, grandes y anticuados, que bullían sobre una cocina impoluta que parecía el último grito en electrodomésticos modernos de los años cincuenta. Tenía la cara más sonrosada de lo normal y el vapor le había fijado sobre la frente algunos mechones de pelo. La blusa de seda blanca que llevaba también se le había pegado a la espalda.
Susan levantó la vista cuando David entró en la cocina. Lo saludó con una sonrisa un tanto atribulada, pero el borboteo apremiante de una de las ollas la hizo apartar inmediatamente la vista. El agua había hervido y se había salido de uno de los cazos, cayendo sobre la llama de gas con gran estrépito y formando una nube de vapor.
– He aquí el ama de casa del futuro -dijo Dee imitando el tono ampuloso de una voz en off.
David se echó a reír y Dee continuó:
– Gracias a los últimos avances de la era espacial a su disposición, puede preparar la cena para su maridito en un abrir y cerrar de ojos y tiene más tiempo para cotillear con sus amigas.
Dee alzó una botella de tinto para mostrársela a David.
– ¿Merlot? -preguntó, y continuó casi en un susurro-: Susan tiene las llaves de la bodega. En términos de alcohol, somos millonarias.
– Sí, por favor -le respondió y, dirigiéndose a Susan, le dijo-: ¿Te puedo ayudar en algo?
– No, no creo… Pero un sonoro crujido proveniente del horno la interrumpió. Susan puso una expresión afligida mientras buscaba desesperadamente la manopla.
Dee pestañeó.
– Bueno, ahora podremos saber si la bandeja es resistente al horno.
Susan juraba por lo bajo mientras abría la puerta del horno y echaba un vistazo a su interior.
– ¿Por qué no te enseño la casa? -dijo Dee de nuevo con su teatral susurro-. Te dejamos continuar, campeona.
Dee le dio a David la copa de vino y lo tomó del brazo.
– ¿Quieres ver la bodega?
Veinte minutos después, Susan les gritó que ya podían bajar. La cena estaba lista. Dee le había estado enseñando a David los dormitorios y el estudio del ático, desde donde se veía un trocito de la cúpula de la catedral de Saint Paul. No había parado de contarle historias de cuando Susan y ella eran pequeñas. Todavía se reían cuando bajaban la escalera.
Susan los condujo al comedor de aspecto anticuado, que estaba en la parte de atrás de la casa. Dos pequeñas arañas de techo iluminaban con un resplandor lánguido y tenue la mesa cubierta con un mantel de lino, como si la electricidad también fuera de una era pretérita. Unas velitas dispuestas en varios puntos de la mesa contribuían también a crear la sensación de estar en una isla iluminada titilando en una estancia llena de sombras.
– ¡Si parece Navidad! -exclamó David tomando asiento.
Cuando David y Dee estuvieron sentados, Susan dio varios viajes a la cocina para traer la comida: pechugas de pollo en salsa de pimientos rojos acompañadas de judías verdes, zanahorias y coliflor. Las fuentes llegaban humeantes.
– Creo que he tenido que utilizar toda la vajilla -dijo mientras servía los platos.
– Esto tiene una pinta fabulosa -dijo David cuando Susan se sentó y les hizo una seña para que empezaran a comer.
– ¡Uau! No comía coliflor desde que mamá nos la hacía -dijo Dee con expresión perpleja.
– Te he servido muy poca porque sé que no te gusta -dijo Susan para tranquilizarla.
– ¡Está riquísimo! – exclamó David después del primer bocado.
Susan sonrió agradecida.
– Te mereces una copa de vino, hermanita. Qué exhibición culinaria… -dijo Dee, alcanzando la botella-. Hummm -vaciló-, ¿se puede tomar vino tinto con el pollo? ¿O estaremos dando un faux pas? -Miró a David, buscando una respuesta.
– Seamos catetos -respondió David, alzando la copa y brindando por las damas.
– Siento que las judías hayan quedado poco hechas. Si no os gustan, dejadlas -dijo Susan.
– ¡Tonterías! -dijo David afectuosamente-. Está todo buenísimo.
Dee levantó la vista.
– ¿Te acuerdas de aquella comida de Acción de Gracias que preparaste un año? -le preguntó a Susan, mirando de reojo a David.
Susan pareció encogerse, un tanto avergonzada.
– Solo tenía doce años, Dee -dijo en voz baja.
– Y por poco no llegas a los trece -bromeó su hermana, y abrió las manos en un gesto dramático, simulando un titular de prensa, y anunció-: «Cuatro miembros de una familia muertos por salmonelosis en un pacto suicida». Ahora que lo pienso, también era pollo -continuó, como un detective de novela policíaca que ha encontrado una pista importante.
David se rió.
– Ya está bien, Dee -dijo Susan con un tono de leve hastío.
Dee alzó las manos en un gesto de rendirse.
– Lo siento. Nunca te burles de la cocinera: es muy fácil para ella vengarse. Hablemos de otra cosa. -Miró a David, apoyó la barbilla en la mano y dijo en voz entrecortada-: Así que trabajas en seguros. Debe de ser fascinante -dijo con un centelleo burlón en la mirada.
A David le divirtió aquello y, fingiendo tomárselo como un halago, le respondió con voz pomposa:
– ¡Oh! ¡Desde luego! Es un trabajo con mucho glamour, a menudo lleno de peligros, pero al menos te hace sentirte vivo. Me alegro mucho de no haber decidido hacerme astronauta. -Con un arqueo de ceja, dijo-: ¿Y tú? Susan me dijo que te dedicas a vender periódicos. Debe de ser también un trabajo interesantísimo. -Se recostó en la silla con una sonrisa en los labios, esperando a ver cómo respondía.
Esta vez le tocó sonreír a Dee y, con una expresión bastante traviesa, le dijo burlona:
– Bueno, por desgracia, de momento estoy estancada en la parte de redacción. Y lo que es peor, se trata de revistas, no de periódicos.
Pero no dejo que esto me hunda. En unos años podré dejar la crónica social y de moda y pasar al periodismo deportivo, tras lo cual espero poder llegar a algún periodicucho local de algún lugar perdido. A partir de ahí todo es cuestión de solicitar la concesión de uno de esos pequeños puestos de prensa que hay en algunas estaciones de metro. Claro que siempre prefieren que antes hayas trabajado unos años de taxista, pero le he enviado un par de mitones de lana por su cumpleaños al comisionado municipal de venta ambulante, y digamos que confío bastante en conseguirlo. -Dee le dirigió a David un pequeño mohín, divertida y satisfecha de su propio ingenio.
David sonreía.
– ¿De veras? ¡Maravilloso! ¿Y ya has decidido con qué vas a sujetar los periódicos? -Hizo un gesto con la palma hacia abajo-. Mucha gente piensa que tiene que ser una piedra o media teja, pero yo siempre me he inclinado a favor de un buen trozo de metal. Ya sabes, una pieza de un coche viejo, algo así.
Dee asintió, muy seria, pero enseguida levantó un dedo y dijo:
– No debes olvidarte de los inviernos neoyorquinos: el metal es muy frío al tacto y si no hay whisky barato de por medio… Aunque todavía es pronto para decidirlo, últimamente he oído hablar bastante de los materiales compuestos.
David se rió con ganas.
Desde su extremo de la mesa, Susan dijo:
– Queda pollo. ¿Alguien quiere repetir?
David dejó de mirar a Dee y se volvió hacia Susan un momento.
– ¡Oh, sí! Por favor. -Luego volvió a dirigir la vista hacia Dee y continuó-: Puede que eso esté bien para Estados Unidos, pero no creo que aquí estemos preparados para ese tipo de novedades. Aquí pesa mucho la tradición. Por ejemplo, ningún vendedor de periódicos londinense como es debido los voceará en inglés moderno, y seguirá gritando lo de «Evening Standard» como hace un siglo.
– Supongo que tienes razón. Aún tengo mucho que aprender. ¿Sabes lo que más me preocupa ahora? -Puso cara de preocupación-. Conseguir el bigote adecuado. -Se llevó un dedo debajo de la nariz-. Llevo unos ocho meses dejándomelo crecer, pero nada de nada. -Sacó el labio superior como hacen los caballos cuando les das un terrón de azúcar, intentando mostrárselo a David.
David se inclinó por encima de la mesa, entornando los ojos, y Dee se levantó. Echando la cabeza hacia atrás, la joven intentaba hablar al tiempo que empujaba el labio con los dientes.
– ¿Se me ve? ¿Se me ve?
Susan regresó con el plato de David lleno y se lo puso delante.
David movió la cabeza en señal de aprobación.
– Yo no me preocuparía -dijo-. Dale un par de semanas más.
Dee escrutó a David con la mirada y luego le dijo a Susan:
– No se da por vencido. Eso me gusta.
Dee y David seguían riendo y bromeando entre ellos cuando Susan se sentó de nuevo. Los observó a los dos, sintiéndose un poco excluida.
Al cabo de un rato, David reparó en la expresión de Susan. Se puso serio y, volviéndose hacia ella, le preguntó:
– ¿Y dónde has llevado a Dee? ¿Habéis visitado los lugares típicos?
Dee respondió por ella:
– Hemos ido de compras, y lo hemos pasado muy bien, pero todavía no he visto mucho de la ciudad.
Susan asintió con tono culpable.
– Bueno, he tenido una semana un poco complicada…
– Además -la interrumpió Dee-, Susie no es mucho más inglesa que yo. Necesitamos un guía nativo.
– Tal vez pueda ayudaros. He vivido en Londres la mayor parte de mi vida y, aunque nunca he ido a ninguno de los sitios turísticos más famosos, creo que he absorbido bastante información. Tal vez podríamos ir mañana los tres a la plaza de Saint Nelson y el domingo a la catedral de Buckingham. ¿Qué os parece?
– ¿Lo ves? -le dijo Dee sarcásticamente a Susan-. Ya te decía yo que te equivocabas con todos los nombres. Escucha al experto -añadió señalando a David.
Susan parecía incómoda y explicó algo reacia:
– Mañana tengo que trabajar. He de ir a la facultad.
– Mañana es sábado, Susan -le recordó David.
Un cierto fastidio asomó a la cara de Susan cuando dijo:
– Bueno, ahora tengo algo importante entre manos. -Clavó la mirada en David.
Dee seguía entusiasmada.
– Bueno, pues entonces podríamos ir nosotros -dijo señalándose a ella y a David-. ¿No?
Susan miró a David, que mantenía una expresión impasible, obviamente esperando a que fuera ella quien decidiera.
– Anda, venga -rezongó Dee-, ¿podemos ir?, ¿podemos ir? -Empezó a dar botes en la silla y puso morritos-. Te prometo que haré antes todos los deberes.
David movió la cabeza indeciso y, mirando de reojo a Susan, dijo:
– Bueno, tal vez deberíamos esperar a que Susan tuviera un poco más de…
Pero Susan lo interrumpió e insistió:
– Id. Tal vez pueda reunirme con vosotros más tarde, cuando acabe.
Sus platos estaban vacíos y Susan empezó a recogerlos. Dee se levantó a ayudar.
– ¿No preferirías que fuéramos otro día? -le preguntó David a Susan.
– Ha dicho que vayamos -protestó Dee-, así que vamos. Tampoco es para tanto. No es como dejarla sola en casa. Tiene cosas que hacer.
David seguía mirando a Susan, buscando en su expresión algún signo de desaprobación.
– ¿Qué? -dijo ella un poco crispada al darse cuenta de cómo la miraba-. Id, pasadlo bien. -Y luego, ya más tranquila, continuó-: Ya te contaré lo que haya descubierto.
David no parecía muy satisfecho con ese arreglo, pero Dee ya estaba hablando de otra cosa. Mientras retiraba los platos sucios que Susan había recogido, dijo:
– El postre es cosa mía. Lo he comprado. Incluso lo puse a descongelar sin ayuda de nadie. Susan, siéntate, yo me encargo. -Y se fue con paso presuroso hacia la cocina.
Susan se sentó. Al quedarse solos, se produjo un incómodo silencio.
David lo rompió.
– Entonces, ¿cómo va la investigación? -preguntó en un tono neutro.
– Bien… bueno, más o menos. Quedan todavía un millón de preguntas sin respuesta, pero creo que estoy llegando a algo. -Hizo una pausa-. Deberíamos hablar.
David asintió.
– Bueno -dijo a modo tentativo-, tal vez debería decirle a Dee que mañana no puedo.
– ¡Por Dios! ¡Déjalo ya!, ¿quieres? -le espetó Susan-. No soy tu madre; no necesitas mi permiso para hacer las cosas. Pensé que ya estaba claro.
David pareció algo azorado.
– Lo siento, solo quería…
Dee entró como una exhalación en el comedor.
– ¿Os gusta la tarta de queso? Pero ¿qué digo? A todo el mundo le gusta la tarta de queso. -Parecía completamente ajena a cualquier tipo de tensión que pudiera existir entre Susan y David. Se dirigió a Susan-: ¿Un trozo grande? ¿Pequeño? -Tenía una impresionante tarta de queso delante de ella, e indicaba con la pala de servir la gama de porciones posibles.
Susan apartó la vista de David.
– No tengo mucha hambre, gracias -le dijo a Dee, encogiéndose de hombros.
Dee frunció el ceño.
– Imposible. Bueno, luego volveremos contigo. ¿David?
El ánimo desenfadado de Dee fue disipando poco a poco el malestar que intentaban disimular los otros dos, así que David no tardó en volver a bromear con Dee, aunque no con tanto entusiasmo como antes. Susan seguía muy callada, pero aceptó un trozo de tarta y luego no le importó que Dee le tomara el pelo cuando al cabo de unos minutos pidió repetir.
Después Susan fue a hacer café y Dee abrió las puertas del aparador, revelando una sorprendente gama de digestivos antiguos y licores arcanos. Estudiaron intrigados la etiqueta de una botella de color naranja con el cuello retorcido. Susan volvió con la cafetera y las tazas, bajo el brazo la caja de bombones que había traído David.
– Me he encontrado esto -dijo, sosteniéndola en el aire.
– ¡Ah! ¡Claro! -repuso David-. Pensé que me los había dejado en el metro. Me temo que no os guste el chocolate.
Las dos hermanas le dirigieron una mirada de fingido desdén.
Susan echó un vistazo a la botella de cuello retorcido y tradujo de su etiqueta que el ingrediente fundamental era la violeta. La botella volvió rápidamente al aparador, al igual que otra verde de forma hexagonal que tenía una etiqueta con caracteres orientales. Tras oler el contenido de ambas, no les quedó la menor duda de que resultaría arduo, y tal vez peligroso, ingerirlo.
– Probablemente sea algo para limpiar los aparadores de bebidas. Por eso está aquí. Alguien se lo dejaría olvidado después de limpiarlo.
– Pues para mí que es algo que se les da a oler a quienes han bebido demasiado para que se recuperen -dijo Dee.
– Y si eso no funciona -agregó Susan-, debía de servir también para embalsamarlos: doble acción.
David se rió y Dee dijo:
– Qué buen chiste, Susie. ¿Significa eso que me perdonas por haber sacado el tema de aquella comida de Acción de Gracias? -Se corrigió para hacer una gracia-: Bueno, aunque en aquella ocasión sí que sacamos… Lo devolvimos todo.
David soltó una carcajada. Susan puso los ojos en blanco, pero parecía divertida, y Dee continuó:
– Bueno, lo tomaré como un sí.
El ambiente continuó distendido y, arrellanados en sus asientos, siguieron bromeando sobre las bebidas que contenía el aparador.
Hacia las once David dijo que debía irse, y entonces se planteó la cuestión de cómo quedaría al día siguiente con Dee.
David volvió a intentar incluir a Susan en el plan, sugiriendo que quedaran por la tarde y así darle tiempo para acabar su trabajo y reunirse con ellos. Quedó en encontrarse con Dee junto al London Eye, a las cuatro.
Ya en la calle, agitó el brazo para despedirse. Dee le respondió desde la puerta, pero Susan ya había entrado en la casa. Mientras caminaba a paso ligero hacia el metro, su expresión era alegre pero pensativa.