Capítulo 29

ESE MISMO DÍA DOMINGO, 27 DE ABRIL

Tan solo una hora después de tomar la decisión de desaparecer, David y Susan se encontraban ya en marcha en el coche. Habían convenido en que uno de ellos propondría un plan inicial y el otro lo modificaría ligeramente sobre la marcha; de ese modo, ni siquiera alguien que los conociera bien a ambos podría adivinar el siguiente paso.

Reconocían que era una idea un tanto paranoica y hasta cierto punto ridícula, pero ninguno de los dos quería vetarla.

– Muy bien. Tengo unos familiares a los que nunca voy a ver y que viven al sur de Dublín -dijo David-. Cogeremos el ferry en Holyhead y saldremos del país, como si dijéramos, por la puerta trasera de Gran Bretaña. El puerto y el barco son lugares cerrados y llenos de gente, pero antes de llegar allí tendremos tiempo de sobra de comprobar que no nos sigue nadie. -Y entonces, al darse cuenta del tono casi patológico de intriga de novela de espías que había adoptado, añadió-: Lo siento.

Susan se encogió de hombros.

– No pasa nada. Me gusta la idea del ferry; pero ¿es el que va al extremo sur de Irlanda?

– Sí. De Fishguard a Rosslare -dijo David después de pensárselo un instante.

– De acuerdo. Seguiremos esa ruta y luego nos dirigiremos hacia el norte. Además, solo nos pondremos en contacto con tu familia si necesitamos algo. Los utilizaremos como último recurso en el caso de que surjan problemas; de ese modo no correremos el riesgo de que puedan alertar a nadie sobre nuestra posición -dijo Susan, y esbozó una sonrisa triste-. Y ahora ¿quién habla como un espía?

– Entonces está claro.

Susan dejó pasar un par de minutos y luego le preguntó:

– ¿Por qué no has tratado de convencerme de que no huyera? Bueno, lo intentaste a través del profesor. Yo no me hubiera dejado convencer, pero aun así ni siquiera lo has intentado.

– A estas alturas -contestó David muy serio-, no tengo manera de demostrarle a Jan que tú no estás involucrada. Seguirá pensando que lo estás, aunque tú y yo acordáramos lo contrario. Si vuelves a tu rutina cotidiana, el trabajo y todo eso, creo que él… bueno, ya sabes… -No se le ocurría la manera adecuada de acabar la frase-. Eso no te libraría de él.

– Sí -dijo Susan profundamente abatida-. Me imaginaba algo así.

– Podríamos desentendernos de todo y entregarle la colección -dijo David de pronto-. Probablemente así se arreglaría todo.

La sugerencia quedó en el aire, pero ninguno de los dos quiso comentar nada.

Al cabo de un rato, Susan dijo:

– Voy a codificar ese cedé. He descargado un programa que sirve para encriptar bloques de datos, pero todavía no sé exactamente cómo se hace.

Se volvió para coger el bolso que estaba en el asiento trasero y se colocó el iBook en el regazo. Se pasó una hora mascullando para sí, hasta que por fin anunció que lo había logrado.

– ¿Quieres saber cuál es la contraseña secreta?

– Vale -respondió David.

– Es Sacodepelusa Milton, todo junto, con ceros en lugar de las oes y sietes en lugar de las eses.

– ¿Por alguna razón especial? -preguntó David.

– ¡Oh! Era el nombre de mi gata -explicó Susan-. Aunque mi madre se negó a ponérselo en el collar, porque era muy caro grabar tantas letras. Así que se quedó con Pelusa para los de fuera. -La mirada de Susan se perdió en la lejanía.

David se volvió y le sonrió dulcemente, pero no dijo nada.

Un momento después Susan dijo sosteniendo en alto el cedé desprotegido:

– ¿Qué hacemos con esto?

– ¿Tienes una bolsa de plástico? -preguntó David.

Susan rebuscó y encontró la bolsa de la tienda donde había comprado cedés vírgenes y el cargador del teléfono. Mirando primero discretamente por el retrovisor, David tomó el cedé, metió la mano en la bolsa de plástico y dobló el disco. Este hizo un chasquido y se partió en media docena de trozos irregulares y un montón de fragmentos más pequeños.

– No sé por qué, pero creía que los cedés eran más flexibles -dijo Susan.

– A lo mejor pensabas que eran como las tarjetas de crédito -contestó David.

Susan observó los trozos dentro de la bolsa.

– No creo que haya nadie capaz de recomponerlo. -Alzó uno de los trocitos más pequeños, como una mota brillante en la yema del dedo, y lo agitó bajo la nariz de David-. Añicos.

Levantó parte de la cubierta metálica de los trozos más grandes, dejando solo el plástico. Luego se frotó las manos para limpiarlas de los restos metálicos.

– Y mira -continuó, mostrándole el nuevo cedé protegido, en el que con un rotulador especial había escrito «Selección de rap» y había dibujado unas estrellitas-. Me imagino que si hay un género musical que un tipo de noventa años no puede soportar tiene que ser el rap.

– Estupendo -dijo David, divertido-. Buena idea. Y funcionaría aún mejor si codificas un montón de basura y escribes «Colección Teracus» con letra muy clarita. En las películas, la gente siempre deja de buscar cuando encuentra algo que parece encajar a simple vista. A menos que en Hollywood estén tan desesperados como para haber empezado a hacer buenos guiones, no tendremos problemas.

Los dos sonrieron. Se produjo de nuevo un silencio; David se concentró en el volante, y Susan en sus propias reflexiones.

Al cabo de un rato, Susan rompió el silencio:

– ¿Sabes por qué me gusta la idea de tomar el ferry?

– ¿Porque los brujos no pueden cruzar aguas abiertas? -dijo David en broma.

– Pues, mira, creo que acabo de llegar a esa conclusión. Apuesto a que no les gusta demasiado.

Estaba claro que quería contarle a David su teoría, así que este la animó a hacerlo con un simple:

– ¿Y bien?

Susan procedió a explicarse.

– Sabemos que pueden construirse esa especie de coraza o escudo que lo detiene todo, estoy muy segura de que incluso las balas. Pero ¿y si quedaran atrapados en un barco y este se hundiera? Entonces no podrían hacer nada. Se ahogarían igual que el resto. En tierra, todo un ejército no sería suficiente para detenerlos; en el mar, puede que tan solo se necesite una flecha de fuego.

David parecía impresionado.

– Pero tampoco esa era la razón que tenía en mente -continuó Susan, manteniendo la misma voz neutra-. Lo que quiero es volver a utilizar la diadema.

Entonces le contó a David su intento de mover el abrecartas y su pánico cuando se dio cuenta de que aquello podría funcionar como una bengala luminosa que atrajera hacia ella la atención de Jan… o de quienquiera que anduviera en su búsqueda.

– Unas horas en alta mar es algo perfecto -continuó-. Quiero decir: ¿qué posibilidades hay de que nuestro señor mágico de la velocidad viaje en ferry? De la misma manera que no me puedo imaginar a Dass viajando en una caravana. -Sonrió.

David la miró de reojo y vio su sonrisa.

– Parece encantarte la idea de este viaje -comentó con cierta curiosidad.

Susan gruñó.

– Bueno, no me gustan demasiado las otras alternativas. Estoy pasando por uno de esos períodos de ensoñación onírica en los que la inminencia de la muerte causada por medios sobrenaturales no parece algo que me agobie especialmente. La vida real no me parece muy real en este momento. O puede que sencillamente tenga hambre. -Miró por la ventanilla el paisaje que dejaban atrás-. ¿Sabes lo que de verdad fue muy extraño? Que, a pesar de todo, me lo pasé estupendamente en casa del profesor. Tener demasiadas preocupaciones es casi como no tener ninguna.

David se quedó un rato en silencio y luego retomó el hilo.

– Ya sabes que la brujería sigue siendo considerada por la Iglesia católica como uno de los llamados pecados de la carne. Resulta gracioso que lo sigan incluyendo en la misma categoría que la lujuria y la gula.

Durante las siguientes horas continuaron charlando a ratos. Susan le contaba a David cosas que había leído en la colección o de las que había hablado con el profesor; otras veces hablaban de temas banales, como intentar averiguar a qué especie pertenecían los pájaros que veían agitando las alas y sobrevolando los prados que bordeaban la autopista, preparados para abalanzarse sobre lo que fuera que se moviera abajo.

Mientras hablaban de las aves de presa, de pronto David se quedó absorto en sus propios pensamientos. Al ver que no seguía la conversación, Susan le preguntó:

– ¿Qué pasa?

David volvió en sí y tímidamente preguntó, casi avergonzado:

– ¿Cómo pudo saltar Jan desde aquella ventana? ¿No podrá…? No pudo volar, ¿verdad?

Susan le dedicó una sonrisa casi de cortesía, sin reírse de él, reconociendo que aquello podía sonar ridículo pero no lo era.

– No creo -dijo-. No se menciona en los documentos nada acerca de volar. Los adeptos pueden generar una especie de fuerza de amortiguación que soporta parte de su peso. Por eso pueden saltar alturas superiores a lo normal y una gran caída no les supone nada, pero esa fuerza no es lo bastante poderosa para elevarlos del suelo por sí misma. Sí que parece que son capaces de generar algo más potente, pero no se trata propiamente de una fuerza de empuje, sino que es más bien algo parecido a un martillazo. No es algo que uno intentaría utilizar contra sí mismo.

David asintió, al parecer aliviado.

– Mi amigo Banjo dice que sus poderes no se diferencian tanto de los del último modelo de navaja suiza.

Susan meditó sobre ello y concluyó que no era ninguna tontería.

– Supongo que sí. O tal vez como un equipo de montaña o algo parecido con el que no tienes que cargar. -Contó con los dedos-. Tenemos el escudo, luego algo que parece calentar o enfriar, una manera de salvar las alturas, una especie de equipo de primeros auxilios y un martillo. -Se quedó pensativa-. ¡Dios mío! ¿De dónde crees que puede proceder todo eso? ¿Crees que alguien habrá intentado alguna vez averiguar la fuente de esos poderes? En la colección no se habla de ello. Y no puede responder a ninguna ley natural de la física. -Levantó la vista y clavó los ojos en David, como comprobando si la entendía-. ¿O sí?

David no estaba seguro.

– No creo. No se trata de las capacidades en sí mismas. Después de todo, son las mismas cosas que solíamos hacer en la clase de física, pero no creo que el cerebro humano pueda haber evolucionado para convertirse en una especie de control remoto de las fuerzas de la naturaleza. -Se encogió de hombros, como si hubiera perdido el hilo de lo que estaba diciendo-. ¿Acaso se puede aplicar el pensamiento lógico a algo así? Me refiero a que la lógica común te diría que todo esto es imposible. -Se calló un instante y luego añadió-: ¿Y crees que esa lista que acabas de enumerar incluye todos los poderes? ¿No habrá ninguna sorpresa más?

– Muchos de los documentos coinciden en ello, y además concuerdan con lo que hemos visto. Creo que contamos con la lista completa. Solo los místicos locos poseen más poderes, pero parece que nadie ha tenido la suerte de involucrar a ninguno de ellos en algo tan mundano como perseguirnos a nosotros, así que podemos estar tranquilos.

David asintió, pero no respondió, y de nuevo cada uno se aisló en su mundo interior, dejando que la conversación atravesara otro período de letargo, hasta que a uno de los dos se le ocurriera una nueva idea.

En un momento determinado, en medio de uno de esos largos silencios, David miró de reojo y vio que a Susan le corrían lágrimas por las mejillas, si bien no mostraba ningún otro signo de aflicción. David no hizo ningún comentario. Unos diez minutos después, las lágrimas habían desaparecido, y por el tono desenfadado con el que le empezó a hablar de las autopistas estadounidenses en relación con las británicas y de que los restaurantes de carretera eran allí mucho mejores parecía haber recobrado el buen humor.

Se pararon a poner gasolina y a comprar sándwiches. Luego Susan se arrebujó y se quedó dormida, y no se despertó hasta después de cruzar todo Gales y llegar al puerto. David estaba aparcando enfrente de un edificio bajo de hormigón y cristal para ir a comprar los billetes del ferry.

– Enseguida vuelvo. Si me necesitas, toca el claxon -dijo en tono alegre, señalando dónde debía presionar. Luego se desabrochó el cinturón de seguridad y salió del coche.

Desde su asiento, Susan echó un vistazo alrededor mientras David entraba a toda prisa en el edificio. Ya se había puesto el sol, empezaba a anochecer, y se había levantado viento. Unas cuantas gaviotas tardías se dejaban arrastrar por las impredecibles ráfagas.

Una inmensa explanada de hormigón se extendía tras ellos. Misteriosos signos pintados en el suelo, altas farolas, vías medio enterradas y serpenteantes filas de coches decoraban aquella extensión. Incongruente a primera vista, la mole monstruosa de un barco sobresalía al fondo, como si alguien lo hubiera construido como atracción turística al borde del aparcamiento. Nada le hacía sentir a uno que estaba a la orilla del mar.

Cuando volvió, David se metió en el coche rápidamente y un golpe de aire helado penetró en el interior durante los escasos segundos en que la puerta estuvo abierta. Se sorbió la nariz, que había empezado a gotearle por el frío. Susan estaba acurrucada con las piernas sobre el asiento y se había echado el abrigo por encima. Cuando David entró en el coche, se enderezó para escucharlo.

– Bueno, hemos llegado en el momento justo -dijo David-. Los ferrys van retrasadísimos, así que el de la tarde todavía no ha salido debido al mal tiempo. Lo están cargando ahora y he conseguido uno de los tres últimos camarotes.

Arrancó el motor y salió del aparcamiento para ponerse en una de las enormes colas. Los empleados del ferry, provistos de recios ropajes para protegerse del viento, dirigían las maniobras de entrada en el barco siguiendo un plan que solo ellos conocían y que al espectador casual podría resultarle algo errático, de modo que viéndolos gesticular y mover los brazos más bien parecían estar bailando una danza esquimal.

Pasó casi una hora hasta que dejaron el Saab entre el resto de los vehículos que, prácticamente pegados unos a otros, abarrotaban la penumbra de la bodega del ferry. Después se unieron a la masa de viajeros que subía la estrecha escalera metálica que conducía a las iluminadas cubiertas.

Unos minutos más tarde se separaron del gentío y buscaron su camarote, que era minúsculo pero acogedor. David cerró la puerta tras ellos y se dejó caer un segundo en una de las dos literas. Se levantó brevemente para quitarse las botas y volvió a tenderse completamente vestido.

Ciertos ruidos distantes y un impreciso balanceo les anunciaron que habían zarpado.

– Pareces agotado -dijo Susan, apagando la luz cenital y encendiendo uno de los pilotos bajos, que dejó como única iluminación del camarote.

– Solo necesito cerrar los ojos un rato -dijo David a media luz, con los párpados entornados.

– Hazme sitio -le dijo Susan al tiempo que se tumbaba a su lado en la estrecha litera, empujando con sus hombros el torso del hombre hasta que los dos estuvieron cómodos. David la tapó con una parte de su cazadora de cuero y dejó descansar el brazo pegado al cuerpo de ella, con la palma de la mano apoyada sobre su cadera. Un instante después, Susan tomó la mano izquierda de David, la metió bajo la cazadora y se la puso sobre el pecho, apretándola con la suya.

– Duérmete -dijo.

Cuando se despertó, David estaba solo en la litera. Susan estaba sentada con las piernas cruzadas en el suelo, de espaldas a él. Tenía la cabeza gacha y en la penumbra no distinguió qué estaba haciendo. Todavía tenía los vaqueros puestos, pero se había quitado el jersey y se había quedado con una camiseta sin mangas que dejaba ver un sujetador deportivo.

Cuando David se giró para cambiar de postura en la litera, la lucecita iluminó la diadema dorada que llevaba Susan puesta en la cabeza y las gotas de sudor que perlaban su frente.

Viéndola así en camiseta, observó los músculos firmes y bien contorneados de sus brazos, y, cuando Susan se movió levemente, el nítido dibujo que formaban bajo la piel. Dee tenía las proporciones esbeltas de una bailarina, pero era Susan la que poseía su extraordinario tono muscular. Y aunque esto no le diera un aspecto corpulento, nunca parecía vulnerable o menuda, como le sucedía a veces a su hermana.

David se deslizó un poco más fuera de la litera hasta que pudo ver por encima del hombro de ella.

Susan había dispuesto en el suelo frente a ella un pequeño disco de plástico: un círculo rojo con un dibujo en su interior, de unos dedos de ancho y cubierto con una tapa de plástico transparente.

Se acercó más y vio que era uno de esos pequeños laberintos por los que tienes que hacer pasar una bolita de metal, inclinando el disco en la dirección adecuada con pulso firme. Uno de esos jueguecitos baratos para pasar el rato en los viajes.

Mientras la observaba, una gota de sudor se deslizó por la nuca de Susan, escurriéndose entre los omóplatos y bajando por el suave canal de su columna vertebral.

Apartando los ojos de la piel húmeda de Susan, volvió a mirar por encima de su hombro hacia el pequeño disco de plástico.

La bolita metálica recorría el laberinto.

Susan tenía las manos cruzadas sobre su regazo y el juego reposaba en el suelo estable del camarote, en su propio círculo de espacio, sin que nada lo tocara. Sin embargo, la bolita seguía recorriendo el laberinto de plástico rojo.

Oyó a Susan respirar pesadamente, con mucho esfuerzo.

Ella lo vio con el rabillo del ojo y en ese momento la bola dejó de moverse.

– Exige muchísima concentración -dijo Susan entre dientes. La bola se había quedado atascada en un punto, pese a los evidentes esfuerzos de ella para que se moviera-. ¡Nada! La he perdido -dijo con un jadeo, soltando el aire de los pulmones. Levantó la vista del juego y lo miró.

– Es increíble -dijo David, mirándola maravillado.

– Sí, dentro de un par de años espero poder retar a Jan a una partida del millón -respondió ella sarcástica.

Destapó una botella de agua y bebió un largo trago. Cuando terminó, le ofreció la botella a David.

– ¿Quieres?

– Gracias -respondió él; se sentó en la litera y bebió también.

– ¡Dios, esto sí que te hace sudar! -exclamó enjugándose la frente con la mano.

Levantó la vista y reparó en que David tenía los ojos clavados en las formas que la camiseta húmeda dibujaba sobre su cuerpo.

– ¿Te gusta? -dijo en tono jocoso imitando el acento del Este y poniendo los brazos en jarras. Alzó una ceja de manera insinuante, y las comisuras de su boca temblaban, a punto de echarse a reír.

David se rió y por poco se atraganta con el agua. Tosió un par de veces, todavía divertido. Susan se puso en pie con elegancia.

Sin previo aviso, se acercó a la litera y le puso una mano en el hombro. Antes de que él pudiera reaccionar, se inclinó y acercó sus labios, aún húmedos, a los de David. Lo besó apasionadamente durante unos segundos, abriendo los labios y acariciándole la nuca. Entonces se apartó un poco; se la veía arrebatada y algo jadeante.

– Mucho mejor, ¿no? -dijo retándolo con la mirada.

David se había quedado un tanto aturdido.

– ¿Me he perdido algo? ¿Es afrodisíaca la magia? -preguntó, y luego añadió-: No es que me queje. Puedes hacerlo siempre que quieras. -Hizo hincapié en las tres últimas palabras.

Susan sonrió y se pensó la respuesta.

– Sí, resulta bastante excitante, ¿sabes? Lo comprobaré en otra ocasión -contestó al fin. Y entonces lo miró fijamente y continuó-: Sin embargo, eso -añadió refiriéndose al beso- ha sido por otros motivos. Mañana podríamos estar muertos -dijo en un tono casi de ensoñación. Hablaba abstraída, como nostálgica.

– ¡Oh! -exclamó David, un poco decepcionado-. Entiendo que pensar en eso te ponga a tono -dijo irónico.

– Ya sabes a qué me refiero. ¿Por qué preocuparse por las cosas a largo plazo? Todo resulta demasiado… académico. ¿Por qué no aprovechar las oportunidades? -dijo mirándolo fijamente.

– Supongo -respondió David, sin saber si sentirse algo insultado.

Se sentó al borde de la litera, puso los pies en el suelo e intentó alcanzar una de sus botas.

Esta se movió y se alejó.

Miró a Susan. Una dolorosa concentración parecía haber tensado sus rasgos y abierto su boca. Cuando se relajó, esa intensidad se desvaneció enseguida. Entonces dijo, como disculpándose:

– Solo quería ver si podía.

– Empiezas a asustarme -dijo David, medio en broma, medio en serio.

Se produjo un cambio en el movimiento del barco.

– Creo que vamos a atracar -dijo Susan quitándose la diadema. Besó a David con coquetería en la mejilla, se metió en la minúscula ducha del camarote y abrió el grifo-. Enseguida estoy lista.

David rebuscó en los bolsillos y sacó varios papeles mientras ella se movía al otro lado de la fina mampara. El tamborileo amortiguado del agua de la ducha sonaba como un chaparrón sobre un tejado de metal.

Cuando salió, llevaba la misma ropa, pero el pelo húmedo se le había ensortijado y parecía más espeso y alborotado.

– Tendremos que volver a comprar ropa, o cualquiera con un mínimo olfato sabrá dónde estoy.

Se sentó en la litera que todavía no había sido utilizada, frente a David, que estaba estudiando un mapa que le habían proporcionado al comprar los billetes.

– Es una lástima que sea de noche, porque la zona es preciosa -comentó.

Un pitido le sorprendió de pronto. Susan tardó un momento en darse cuenta de que era el aviso de mensajes de su móvil. Lo sacó del bolso y vio que tenía un mensaje de voz.

– Hummm… -musitó, y se dispuso a oírlo.

Apenas había escuchado un par de segundos cuando se retiró el teléfono de la oreja, pulsó la tecla de repetición de mensaje y se dejó caer junto a David, poniendo el móvil entre los dos, con las cabezas juntas, y el diminuto altavoz lo bastante alto como para que los dos pudieran escuchar el mensaje.

Después de la voz virtual femenina que anunciaba el número y la hora del mensaje, empezó a hablar una voz masculina, cuyo acento era similar al de un capitán de la RAF de una antigua película bélica preocupado por el giro que estaba tomando la situación en el campo de batalla.

«Supongo que adivinará quién soy -comenzó diciendo la voz, con una ausencia total de entusiasmo, para seguir como si retomara el hilo de una conversación anterior-. La gente habla de violencia como si hubiera demasiada en el mundo. Pero, seguramente, eso convertiría la vida en una farsa. Existe oposición, claro está, ya que todos queremos cosas distintas, y naturalmente esa oposición puede llegar a ser algo horrible. Pero yo creo que la diferencia entre la lucha honesta y el simple deseo de infligir daños a un prisionero indefenso es inmensa.»

Su voz se había teñido en ese punto de un nauseabundo encanto, el mismo encanto empalagoso que presenta la voz en off de un anuncio de seguros de vida. «Dado que la tortura -anunció la voz- es simplemente el dominio de alguien con estómago suficiente y una buena caja de herramientas. -Sonó ligeramente asqueado-. No, es en verdad una idea horrible; no encuentro gratificación alguna en algo así. -Suspiró, y entonces el suspiro se transformó en una risa contenida-. Escuche lo que voy a decirle… como si no supiera que he ido dejando cadáveres a diestro y siniestro por medio continente. -Volvió a suspirar, divertido esta vez, y luego se aclaró la garganta, como si fuera algo reacio a ir directamente al grano-. En fin, la llamaba para lo siguiente: si no quiere que le devuelva a su hermana poco a poco en cachitos calcinados, tráigame los documentos que quiero. -Y terminó amablemente-: Puede llamarme a su móvil en cualquier momento. Yo responderé por ella.»

Ni David ni Susan se movieron o hablaron mientras la voz automática ofrecía las diferentes opciones para almacenar o borrar el mensaje. El sistema había empezado a dar un segundo menú, evidentemente reservado para aquellos que no se conformaban con las opciones estándares, cuando Susan emergió de su nebulosa ensoñación y presionó la tecla de fin de llamada.