Argan está postrado en una silla, con la criada Toinette frente a él, cuando Angélique entra.

¡Oh! ¡Cielos!, dice Toinette, algo terrible sucedió. ¡Ah! ¡Qué día infeliz!

¿Qué sucede, Toinette? ¿Por qué estás llorando?

Ay de mí. Debo darle malas noticias.

¿Pero qué sucede?, insiste Angélique.

Su padre… murió.

Toinette se aparta, para mostrar a Angélique el cuerpo de Argan, derrumbado en la silla.

Ahí está. Tuvo un desmayo, y murió.

¡Dios mío, qué desgracia cruel, perder a mi amado padre, que era todo en el mundo para mí!

En medio de las lamentaciones de Angélique, entra Cléante, a quien Angélique muestra su sufrimiento por la muerte del padre.

De súbito Argan se levanta de la silla, diciendo conmovido:

¡Ah! Hija mía…

¡Oh!, exclama Angélique, con gran sorpresa.

Pero nosotros, los espectadores, no nos sorprendemos, sabíamos que Argan se hacía el muerto para poner a prueba el amor de su hija, pues momentos antes había hecho lo mismo con su segunda esposa, la infiel Béline, cuya reacción, al ser informada por Toinette de la muerte de su esposo, había sido de placer: Ayúdame a llevarlo a la cama; hay que guardar silencio sobre su muerte hasta que yo haga lo que fuera necesario, hay papeles y dinero que debo recoger.

Yo estaba en la platea de la sala del Palais-Royal, asistiendo a la cuarta representación de El enfermo imaginario. En las ocasiones anteriores, Argan, o mejor Molière, que representaba ese papel, se erguía enérgicamente de la silla, lleno de indignación ante la mujer y de alegría ante la hija, pero aquel día se levantó con dificultad. Se dijera que realmente volvía en sí tras un desmayo profundo. Y cuando Cléante, a continuación, pidió a Angélique en matrimonio, Molière, después de responder con voz débil: Sí, fórmese de médico y le daré a mi hija, se pasó la mano por la cabeza y salió apresuradamente del escenario.

Creo que fui el único de los espectadores en advertir que algo le sucedía a Molière, pues yo sabía que antes de hacer mutis debía pronunciar aún algunos parlamentos. La escena burlesca, que era inmediata a ésta, comenzó con cierto retraso. Entraron al escenario hombres con jeringas, farmacéuticos, médicos, ocho cirujanos danzantes y dos cantantes y empezaron a bailar y a recitar en graciosos latinajos, ridiculizando la medicina, y uno de ellos era Molière, quien a ojos vistas pronunciaba con dificultad sus párrafos; apenas si pude escucharle decir clysterium donare, postea seignare, ensuitta purgare —esas actividades que los médicos, como el doctor Purgon de la pieza, sabían hacer tan bien: aplicar lavativas, realizar sangrías y suministrar vomitivos. Cuando el coro cantó al final Vivat, novus doctor, qui tam bene parlat, un jocoso saludo al personaje encarnado por Molière, éste tuvo una especie de convulsión, que hizo reír al público. Un poco antes, al decir una frase que debía pronunciar de pie, se había sentado en una silla, como si fingiera cansancio.

Al final de la pieza los asistentes aplaudieron entusiasmados. Fui a los bastidores a hablar con los artistas. Era amigo de Jean-Baptiste Pocquelin[1] desde el tiempo en que habíamos estudiado juntos en el Collège de Clermont, de los jesuitas, cuando él aún no era conocido como Molière —seudónimo que adoptó luego, y cuyo origen jamás explicó—, y estaba destinado a ser, no autor y actor de piezas teatrales, sino Valet-de-Chambre du Roi, y a trabajar como tapicero, con su padre, en la tienda de los Pocquelin, bajo los pilares de Les Halles.

Las veces anteriores en que había asistido a representaciones de El enfermo imaginario, fui siempre a felicitar a mi amigo. Sabía que pasaba por una de sus crisis de melancolía, agravada por el hecho de que, gracias a astutas maniobras, Lulli había obtenido del rey, contra la voluntad de Molière, el privilegio de las piezas que había musicalizado para el comediante. Por ese motivo la música de El enfermo imaginario fue compuesta por Marc-Antoine Charpentier. Debido también a las intrigas de Lulli, la première no se había realizado en Versalles. Molière, suponiendo que el estreno sería en honor del rey, escribió un prólogo, que él mismo habría de leer, diciendo que después de las victorias militares y políticas de nuestro augusto monarca, todos aquellos cuyo oficio era escribir debían dedicarse a celebrar su fama o a divertirlo.

Encontré a Molière estirado en una silla, muy pálido. Parecía como si aún continuara fingiéndose muerto. Vino a mi memoria la pregunta que hace Argan a Toinette, en la pieza: ¿No es peligroso hacerse el muerto? Cuando lo felicité, advertí que sus manos estaban heladas, a pesar de que aún tenía, bajo el batín que vistiera para la última escena, la culotte, las medias gruesas y la chaqueta roja que había usado en el tercer acto.

Creo que es mejor llevarlo a casa, le dijo el actor La Grange, quien contaba el dinero recaudado en la taquilla, a su colega Baron. Armande, la mujer de Molière, que hacía el papel de Angélique, ya se había marchado.

Baron y yo montamos a Molière en un carruaje y lo llevamos a su casa, en la calle Richelieu. En cuanto llegamos, Baron le trajo un caldo caliente.

Él apartó la escudilla que Baron tenía en sus manos, diciendo que no le gustaba el sabor de los caldos de su mujer: Sabes bien los ingredientes que les pone; mejor dame un trozo pequeño de queso parmesano. En el escenario su voz solía tener una tesitura que daba a sus parlamentos una característica especial, pero aquel día apenas si sonaba ronca y profunda. Comió un poco del queso con pan que le trajo la cocinera, La Forest, y fue a acostarse. Mandó que le pidieran a su mujer una almohada llena de una droga que ella le había prometido para dormir, pues no quería oír hablar más de remedios.

Todo lo que no entra en el cuerpo lo ensayo sin protestar, pero los remedios que debo beber me asustan; poco falta para perder lo que me resta de vida. Tras decir esto, Molière miró a su alrededor, como verificando quién más estaba en el cuarto. No había nadie, aparte de nosotros dos. Hizo un gesto, pidiendo que me aproximara, como si quisiera contarme un secreto. Incliné la cabeza y acerqué mi oído a su boca.

Fui mortalmente envenenado, susurró.

Se vio interrumpido por un fuerte acceso de tos, que agitó su cuerpo y le hizo escupir una flema sanguinolenta. Baron volvió al cuarto en ese momento. Molière lucía muy mal. Advirtiendo nuestra preocupación, dijo: No se asusten. Pidan a mi mujer que venga.

Armande no estaba. Tras llegar a casa había salido en busca de un sacerdote. Se está muriendo, dijo Baron. También nosotros decidimos salir en procura de un padre que suministrara los sacramentos a Molière. En la escalera encontramos a un vecino de Molière, el señor Couthon, a quien contamos lo que estaba sucediendo.

Empezó a morir en escena, observó Baron en mi carruaje, en el que seguimos la calle Saint-Honoré hasta la altura del callejón de l’Opéra, donde nos separamos. Baron caminó hacia la iglesia, que quedaba a un paso de la calle de los Bons Enfants. Yo, en mi carruaje, enfilé la calle Fromanteau y fui hasta la capilla de Saint-Nicholas du Louvre, pero el padre, cuando le dije de qué se trataba, se rehusó a acompañarme. A esta decepción agregué la molestia de que mi carruaje se había atascado en la Fromanteau, y, como no había por allí nadie que pudiera socorrernos, tuve que apearme y ensuciarme los zapatos, las medias, y hasta la culotte, para ayudar a librar las ruedas de la lama y las basuras que las enredaban. Después fui a la iglesia ubicada en la calle Saint-Thomas du Louvre, donde recibí la misma negativa. Me había olvidado de la iglesia que quedaba en la calle Sainte-Nicaisse, cerca de la calle Richelieu, pero allí escuché de nuevo un mal disimulado rechazo. Mi título de marqués y mi nombre ilustre de nada habían servido. Creo que mi aspecto sucio, así hubiera dado de él las debidas explicaciones, dio ánimos al padre para reforzar su negativa.

Cuando regresé —después de Baron y Armande, quienes también habían fracasado en su misión—, Molière ya había muerto. Ningún amigo o familiar estaba presente a la hora de su muerte. El señor Couthon había logrado traer dos monjas, y ellas asistieron los últimos momentos del comediante. Molière murió a las diez de la noche del día 17 de febrero de 1673, un viernes, un mes antes de cumplir cincuenta y dos años.

Los comediantes, gracias a ejercer una profesión considerada infame, son excomulgados. Conforme a las decisiones de la diócesis de París, no se puede dar comunión a personas públicamente indignas y manifiestamente innobles como las prostitutas, los usureros, los hechiceros y los comediantes (por algún motivo misterioso, los cantantes de ópera no sufren esas restricciones). A todos estos réprobos les son negadas la extremaunción y la sepultura cristiana, pero los comediantes pueden obtenerlas si se retractan de sus errores y prometen, de manera solemne y veraz, renegar de su abyecta profesión.

Molière no había hecho tal renuncia, y no podía ser sepultado en ceremonia religiosa. Los adversarios del teatro, en especial todos aquellos que execraban al autor de Tartufo y Don Juan y habían conseguido la interdicción de ambas piezas, exigían que se impidiera la realización de la ceremonia. Armande, en una de sus peticiones al arzobispo de París, declaró que su marido había recibido el año anterior la comunión prescrita para los fieles, de manos del abate Bernard, de la parroquia de Saint-Eustache. Pero no logró probar que Molière hubiera renunciado formalmente a su condición de comediante. Había muerto sin confesión y sin retractación. Armande obtuvo una audiencia con el rey, a quien habría dicho que si su marido fuera un criminal, sus crímenes habían sido autorizados por Su Majestad. Pero no creo que haya tenido la audacia de hablarle al rey en esos términos.

También yo intenté hablar con el rey; sabía que le gustaba el teatro, he asistido a muchas piezas en su compañía, a las representaciones especiales que las troupes hacen en la corte, y lo vi danzar en escena, con su favorita de ese entonces, mademoiselle de La Vallière, durante la representación en el castillo de Saint-Germain de la pastoral de Molière, Mélicerte. Y, adviértase, aquello había ocurrido años después de que Tartufo y Don Juan crearan tan enorme alboroto.

Pero Luis XIV no me recibió. A pesar de mi linaje ilustre, y de poseer gracia e inteligencia, las cualidades que el rey más apreciaba, Su Majestad no me ocultaba a veces ciertas manifestaciones de desagrado, quizás porque no mostraba yo mucho entusiasmo al ser invitado a cazar con él. El rey no entendía que alguien como yo, diestro en el manejo de las armas de fuego, pudiera hacer asco a una cacería —pero yo sí entendía el placer que le producía al rey matar treinta faisanes de treinta tiros—. O acaso, y es lo más probable, la razón de su alejamiento fuera el hecho de habernos repartido, por algún tiempo, los favores de una joven y bella condesa. No podía existir otro motivo. Yo había cumplido con los deberes de mi linaje durante las guerras. En mi juventud había luchado por el rey en las batallas de Rocroi, de Nordlingen, de Zurmarshausen, en la que fui herido.

Luis XIV y yo teníamos muchas cosas en común: el amor a las mujeres, al teatro, a la música, a la danza y a los caballos; ambos montábamos muy bien, y nos ejercitábamos constantemente, a fin de conservar un estado físico capaz de responder a los ardientes deseos que dominaban nuestros espíritus.

El rey era un hombre elegante, pero creo que le habría gustado tener mi estatura, lo que no lograba ni siquiera usando zapatos de tacón muy alto; decían que teníamos la nariz parecida, pero, aun siendo verdad, aquello no me hacía feliz, pues la nariz del rey era el único rasgo feo de su rostro. Yo le llevaba dieciséis años, pero lucíamos de la misma edad. A mis cincuenta años, edad en que los hombres están ya decrépitos, yo parecía tener treinta.

Mas logré interceder, a mi manera. Hablé con madame de Montespan, que había ocupado, como favorita del rey, el lugar de La Vallière. No sé si esto sirvió para algo. Lo cierto es que al rey le agradaba Molière, tanto que había aceptado ser padrino de su hijo Louis, quien murió de pocos meses. Sin duda quiso complacer al rey el arzobispo de París cuando, incluso habiendo invalidado la comunión dada por el abate Bernard, permitió finalmente que el escritor fuera enterrado en el cementerio de Saint-Joseph, en la parte reservada a los suicidas y a los niños paganos, bajo la condición de que el entierro se efectuara de noche, sin pompa alguna, con la sola asistencia de dos sacerdotes.

Molière recibió sepultura a las nueve de la noche. Había permanecido insepulto tres días. La Fontaine, Mignard y Boileau, entre otros amigos, estuvieron presentes; y también Chapelle, nuestro compañero en el Collège de Clermont, que parecía ebrio y con quien intercambié un abrazo compungido.

Portábamos antorchas que daban luz a nuestro alrededor y revelaban, en la cara de algunos enemigos que acudieron al acto, una satisfacción que no lograban esconder. Los evité con enojo. Racine no asistió. El ingrato había olvidado que fue Molière el que le abriera las puertas del éxito, al llevar a escena su primera tragedia, La tebaida, cuando Racine era un completo desconocido. Tampoco estaba presente el inescrupuloso Lulli. Molière se había peleado también con él. A pesar de la hora, unas doscientas personas asistieron al funeral, además de un número idéntico de pobres, a quienes se dio una cuantía de dinero, conforme era usual en tales ocasiones.

La Gazette, el diario oficial, no consignó siquiera el fallecimiento de Molière. Sólo el Mercure Galant publicó un elogio fúnebre.