V
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LA HEREDERA DE MICHAL
Después de destruir a su predecesor, el rey Antígono el Macabeo, el rey Herodes había elegido como sumo sacerdote a un oscuro judío babilonio de la casa de Zadok llamado Ananel. Pronto lo depuso en favor del hermano de Mariamne, el heredero macabeo, que sólo tenía entonces diecisiete años; pero el inoportuno entusiasmo de la muchedumbre cuando el muchacho oficiaba durante la Fiesta de los Tabernáculos fue su sentencia de muerte. Fue ahogado una tarde en el baño público de Jericó después de un alegre concurso de inmersión entre dos grupos de cortesanos de Herodes al que incautamente se había sumado. Ananel recuperó el sumo sacerdocio, pero no por mucho tiempo. El cargo cambió de manos varias veces más hasta la designación de Simón, hijo de Boeto, que finalmente resultó satisfactoria para Herodes.
Simón era un judío de Alejandría; aunque era levita, no pertenecía a una familia del alto sacerdocio. Era un hombre pequeño, agudo, tímido, idealista, honesto, aparentemente carente de prejuicios en asuntos religiosos, y el erudito más sabio de Alejandría. Herodes le había encargado el estudio de la genealogía de cierto candidato al sacerdocio cuya familia había estado establecida en Armenia durante algunas generaciones; y Simón, en su informe adverso, había revelado las fallas en los antecedentes de varios miembros del Sanhedrin relacionados con ese hombre. Entre ellos se encontraban uno o dos activos críticos de los antecedentes de Herodes, cuya prosapia, como demostró el servicial Simón, era mucho más ilustre de lo que él mismo suponía. Herodes decidió que Simón se desperdiciaba en Alejandría. Fingió estar tan apasionadamente enamorado de la hija de Simón que no podía vivir sin ella; sin embargo, ¿cómo podía casarse decorosamente con la muchacha —preguntó a su hermano Feroras— si no elevaba a su padre a una posición suficientemente alta para que sus otras esposas no la menospreciaran? Depuso entonces a Jesuá el Zadokita, que era entonces sumo sacerdote, y nombró en su lugar a Simón. La hija de Simón era, no obstante, tan hermosa que todo el mundo pensó que él debía su cargo al matrimonio de su hija, y no lo contrario.
Simón, ligado a Herodes por fuertes lazos de gratitud, puesto que él lo trató siempre con generosidad y respeto, se convirtió en su fiel servidor. Su familia, los Cantheres, habían tomado su nombre de los escarabajos —emblema egipcio de la inmortalidad— y eran hasta cierto punto fariseos; pero estaban tan empapados de filosofía griega que miraban las Escrituras hebreas originales como extrañas reliquias de una época bárbara. Guardaban escrupulosamente la ley, pero sólo porque deseaban recordar a la masa no iluminada del pueblo que «el temor del Señor es el principio de la sabiduría»; esto significaba para ellos que la conformidad con una religión, incluso bárbara, era preferible a la anarquía atea del choque entre cultos competitivos. En privado, lamentaban el conservador punto de vista judío de Jehová como un solitario que nada quiere saber con otros dioses y cuyo pueblo es único, un punto de vista que provocaba el desdén o los celos de los extranjeros, según la fortuna nacional declinara o prosperara.
Para los Cantheres, Jehová era sólo una anómala variación local de Zeus Olímpico, y deseaban ardientemente que se pudieran suavizar, en pro de la paz internacional, las diferencias que lo distinguían de Zeus y de los dioses correspondientes de Egipto, Persia, Siria y la India. Su propia concepción de la deidad era tan grandiosa y abstracta que Jehová parecía, en comparación, un mero demonio tribal. Sostenían que los judíos debían entenderse con los griegos, sus vecinos. Ah, si tan sólo los griegos fueran menos infantiles, amantes de la risa y la irreverencia, y si los judíos fueran menos graves, devotos y ancianos incluso en su infancia, ¡qué feliz sería todo el mundo! Así los jóvenes podrían gozar plenamente de la vida y pensar al modo popular que los dioses y las diosas eran hombres y mujeres altos y de rostros resplandecientes dotados de poderes sobrenaturales, aunque sufrían groseras pasiones humanas, que asolaban a la raza de los hombres y combatían entre si a causa de sus testarudas fantasías. Y cuando maduraran, se iniciarían gradualmente en el significado histórico y moral de los viejos mitos, hasta que lograran saber, en la ancianidad, que los dioses y las diosas sólo eran figuras de lenguaje y que Dios era lo que trasciende la naturaleza física, la sabiduría inmortal, la respuesta a todas las preguntas que podían formularse.
Como Hillel, uno de los dos presidentes conjuntos de la corte suprema y el teólogo más respetado del momento, trataban las Escrituras como un oráculo, en que casi ningún texto significaba precisamente lo que parecía decir. Por ejemplo, Hillel explicaba detalladamente que el antiguo precepto «ojo por ojo y diente por diente» no significaba lo que podía aceptarse en un código bárbaro, que si un hombre dejaba ciego a su prójimo, incluso accidentalmente, debía perder sus ojos; y si rompía un diente de su prójimo, debía sufrir el mismo mal.
—La pérdida de un ojo o un diente —afirmaba— no se repara con que otro hombre también los pierda. Lo que ordena el Señor, en su sabiduría, es que la compensación en dinero, bienes o tierras sea equivalente a la pérdida sufrida.
Simón no era un miembro típico de su familia. Estaba de acuerdo con ellos en que las obras de Homero y Hesíodo, en teoría, consideradas como inspirados textos religiosos, podían servir tanto como las de Moisés; porque un verdadero filósofo puede colgar su manto gris de un clavo en cualquier pared. Pero también sostenía que en la práctica, las Escrituras judías, y en especial los libros proféticos, tenían una inmensa ventaja: la fe en el futuro, la firme creencia en la perfectibilidad de la humanidad. ¿De qué otra literatura nacional se podía decir lo mismo? Incluso era digno de elogio el carácter solitario de Jehová, que se podía considerar una variedad de la unicidad original de la verdad, confundida en todas partes por las verdades locales contradictorias. Y los judíos eran verdaderamente únicos en un sentido: eran el único pueblo de todo el mundo que llevaba continuamente en su corazón la idea de Dios.
Herodes no era filósofo ni poeta. Se burlaba de la doble fidelidad de Simón a Platón y al profeta Ezequiel. Ponía su fe en el crudo ejercicio del poder, un poder obtenido mediante la captura del oráculo nacional, y extendido obligando a las naciones vecinas a servir al dios al que había convertido en el instrumento de su propia grandeza como rey. Pero tenía también la secreta creencia mística de que si procuraba la ayuda de Jehová un día renovaría su juventud y alcanzaría una especie de inmortalidad. Era un hombre que no vacilaría ante ninguna acción, por desesperada o poco natural que fuera, que pudiera hacer su nombre tan glorioso como los de Hércules, Osiris, Alejandro y otros gobernantes mortales que se habían convertido en dioses por la grandeza de sus hazañas.
Simón no conocía el alcance total de las ambiciones de Herodes, pero a veces tenía conciencia de un espíritu presuntuoso que, cuando pensaba en él, le parecía groseramente antirreligioso; esto no lo turbaba hasta el extremo de ofrecer su renuncia. ¿Qué necesidad había? ¿Acaso Herodes se proponía ocupar el lugar del Mesías prometido? Pero la fuerza militar del Imperio Romano era garantía suficiente de que no emprendería ninguna osada guerra de conquista religiosa; y aunque podía imponerse en numerosas ocasiones a los abogados del templo, cuando la ley admitía más de una interpretación, jamás desafiaría a la ley en su totalidad. Y por opresiva que sintiera la limitación de su espíritu autoritario, seguiría siendo durante toda su vida un humilde servidor de Jehová, tantas veces conquistado. Reconocía también que era un mero reyezuelo, dependiente del Imperio Romano, y que finalmente había de morir, como cualquier otro hombre. Herodes, sin duda, no podía creer que sus virtudes lo facultaban para ser arrebatado al cielo en vida, como un Enoch o un Elijah. Entre el poder del Imperio Romano y la autoridad de la ley mosaica, el campo libre para el desarrollo de las ambiciones de Herodes era muy estrecho.
Simón estableció estrecha amistad con Antípater, apenas empezó a adquirir mayor favor que los hijos de Maríamne. Antípater había estudiado en Alejandría, con un pariente de Simón. Tomaba la ley más literalmente que los Cantheres y, aunque estaba dispuesto a aceptar las interpretaciones liberales de Hillel de sus preceptos más duros, se oponía a la filosofía griega en la que veía un peligro para la autoridad de las Escrituras. Su padre lo había casado con la hija del rey Antigono, pero ella había muerto. Tenía de ese matrimonio dos hijos, un varón y una muchacha. El varón, Antípater el Joven, se educaba en Egipto con la familia Cantheres; era sereno y estudioso. La chica, Cypros, estaba prometida al hijo de Aristóbulo, que sería más tarde famoso como el rey Herodes Agripa, y que aún era un niño. Antípater mismo estaba comprometido con la hija de Aristóbulo —una niñita aún— y no tenía otra esposa. Se sentía solo. Su padre le sugirió que tenía en proyecto otra unión para él y que, mientras tanto, se entretuviera con amantes; pero tener una amante estaba contra la conciencia de Antípater. Estimaba, como los fariseos, que acostarse con una mujer, si no era con la intención de procrear, disgustaba al Señor, como lo ejemplificaba la historia de Onán. Y no deseaba engendrar hijos en una mujer judía o edomita porque, como bastardos, quedarían fuera de la congregación de Israel. Y la ley le prohibía todo tráfico sexual con mujeres griegas o fenicias o de otras naciones extranjeras.
Una mañana a principios de la primavera, pocos meses antes de la ejecución de sus hermanos, Antípater visitó a Simón en sus lujosas habitaciones del templo, que daban al patio de Israel.
—Estás preocupado —dijo Simón, apenas estuvieron a solas—. Pocas veces se te ve sereno en estos días, príncipe. Tu ceño fruncido me inquieta.
Antípater se limitó a humedecer sus labios con el vino que Simón le ofreció. Tomó un puñado de almendras frescas y empezó, ausente, a partirlas en trocitos que disponía en el borde de una bandeja de oro en dibujos geométricos.
—Sí, Simón, estoy preocupado —dijo suspirando—. Para un hombre que ha de ser el rey de Israel, o el hijo y representante del rey, es terrible que todos sus súbditos lo vean despreciativamente como un advenedizo. Las órdenes que doy en nombre de mi padre se obedecen; pero sólo la gente inferior las cumple de buena gana, en tanto que la gente de las clases gobernantes lo hace con estudiada descortesía. Ahora mismo, mientras atravesaba el patio, los saludos irónicos de los nobles eran como latigazos en mi rostro. Sé lo que pensaban: «¿Qué títulos tiene su padre para el trono, aparte de los que le otorgaron nuestros enemigos, los paganos de Roma? Y él, el hijo, no es ni siquiera a medias macabeo. Es hijo de una pagana edomita, sobrina nieta del maldito Zabido». Si soy severo con ellos, me odian como a un opresor; si indulgente, me desprecian por débil. Sé en mi sangre y mis huesos que pertenezco a su misma raza, y Jerusalén es para mi la ciudad más maravillosa del mundo, y mi hogar. Lo que he venido a preguntarte es esto: ¿cómo puedo ganar, si es posible, el amor y la confianza de mi pueblo?
Simón debía estar esperando la pregunta, a juzgar por la rapidez de su respuesta:
—Te lo diré, príncipe. La realeza se funda en la conciencia de la realeza, así como la libertad se funda en la conciencia de la libertad. Si sabes que eres un rey, la realeza brillará dorada en tu frente; si te crees un advenedizo, te derrotas de antemano con esa dolorosa creencia.
—No es un gran consuelo —dijo Antípater—. No puedo alterar mi condición deseando que, por lo menos, mi madre hubiera sido una macabea hasmonea.
Simón dejó escapar una risilla seca.
—¿Quiénes son, príncipe, esos macabeos reales? Sus antepasados eran los carpinteros del pueblo, en Modin, hace apenas ciento cincuenta años; como sabes, «macabeo» significa «martillo», y era el sobrenombre de Judas, hijo de Matatías, que dirigió la rebelión. Del mismo modo, sus hermanos recibieron apodos similares, procedentes del armario de herramientas de carpintería de su padre; por ejemplo, Eleazar era apodado Avaran, la lezna. El linaje de los macabeos, si se busca dos o tres generaciones antes de Matatías el carpintero, tiene más agujeros que una criba. Ni siquiera es seguro que fuera levita. Ciertamente no pertenecía a la Casa de Aarón.
—Sin embargo —respondió Antípater—, los macabeos alcanzaron la dignidad real por su valor y su virtud.
—Lo mismo ha hecho tu padre.
—Pero los nobles del templo lo llaman desdeñosamente «Herodes de Ascalón» o «Esclavo edomita», y lo rechazan como usurpador y extranjero. «Los macabeos» dicen, «nos liberaron del yugo extranjero. El hombre de Ascalón ha asegurado otro yugo sobre nuestras espaldas».
—¿Te ha dicho alguna vez tu padre, príncipe, que eres mil veces mejor nacido que cualquier macabeo? ¿Que desciendes directamente de Caleb, hijo de Jefuné, que conquistó Hebrón en los días de Josué?
—Me ha dicho que somos calebitas, pero yo pensé que era sólo una de sus fantasías. Cuando cena bien, extrañas ideas acuden a su mente.
—Pues es la verdad, y la ha sabido por mí. El abuelo de tu bisabuelo era un calebita de Bethlehem que se refugió en Ascalón; tu bisabuelo fue robado de Ascalón por los edomitas, que lo honraron como su príncipe.
—¿No le has contado eso a mi padre meramente para complacerlo?
—Príncipe, preferiría disgustar al rey y no arruinar mi reputación de erudito entre mis colegas.
—No te acuso de haber mentido. Pensaba que quizás te limitabas a repetir una antigua leyenda sin preocuparte de probarla históricamente.
—Yo no procedo así.
—Perdóname.
—Te perdono. Pero para que puedas seguir bien mi argumentación, debes eliminar de tu mente la idea de que tu antepasado Caleb era oriundo de Judea, y bisnieto de Judá por parte del bastardo Farez. Caleb era un kenita de Hebrón; Hebrón era en los tiempos antiguos el corazón de Edom. La lista genealógica que da el Libro de las Crónicas en el segundo capítulo es una interpolación reciente. El mito que merece mayor confianza, y que hemos conservado en Egipto, asegura que Hur, hijo de Caleb, hijo de Ezron el Kenizita, se casó con Miriam, hermana de Aarón, aunque no era «ni bella ni sana» y murió poco después en el desierto; Hur ayudó a Moisés en la batalla de Rephidim. Caleb fue uno de los diez campeones enviados a espiar en Canaán antes de la invasión de Josué; al pasar por Hebrón, ocupada entonces por los Anakin, visitó Machpelah, tumba de su antepasado Abraham, donde fue alentado por la sacerdotisa que interpretaba los pronunciamientos de la quijada oracular de Abraham. Cuando empezó el ataque, conquistó Hebrón, expulsó a los gigantes y se casó con Azuba Jerioth, «la mujer abandonada de las cortinas de la tienda». Y luego desposó a Efrat de Bethlehem.
—¿Cómo interpretas todo esto?
—En el sentido de que los calebitas eran kenitas de Edom (los kenizitas son una rama de los kenitas), que originariamente poseían Hebrón; cuando fueron expulsados por una tribu invasora de altos hombres del norte, se refugiaron entre los midianitas de Ezron, al borde del desierto de Sinaí, que adoraban como ellos a la diosa Miriam. Miriam, conocida también como Rahab, era la Diosa del Mar, cuyo signo es una hebra roja. A la llegada de los hijos de Israel de Egipto, dirigidos por Moisés, los calebitas se convirtieron en sus aliados y luego los acompañaron en la invasión de Canaán; pero los midianitas no quisieron participar en esa aventura y así se disolvió su alianza con ellos. Después de reconocer el terreno, los calebitas reconquistaron Hebrón, y una vez más se ligaron en matrimonio con las sacerdotisas del oráculo de Abraham, que los gigantes habían abandonado en su loca huida. Más tarde, extendieron su gobierno hasta unas millas al norte, incluyendo Efrat, es decir la región que rodea Bethlehem. ¿No discutirás el sentido común de esta explicación?
Antípater parecía turbado.
Simón continuó.
—Pero así como los calebitas de Efrat fueron absorbidos luego sus aliados los benjamitas, los de Hebrón fueron absorbidos por judeanos; y uno o dos siglos después de que el rey David el ebita (porque David descendía de Hur) incorporara Hebrón al reino judío, se ajustó la genealogía tribal para hacer que Caleb fuera ascendiente de Judá; y mediante otra interpolación Kenaz, el antepasado epónimo de los Lenizitas, pasó a ser absurdamente reconocido como hijo de Caleb. Sin embargo, los calebitas se consideraban obstinadamente kenizitas, e hijos de Edom. El cronista expresa el desfavorable punto de vista judaico acerca de la historia de esta tribu en los nombres de los hijos que tuvo Caleb con Azuba Jerioth, llamados «Envarado», «laxo» y «Destrucción». Es obvio que resistieron todo intento de lograr que aceptaran cambios en la fe judía; y como eran todavía un pueblo que vivía en tiendas, evitaron el cautiverio en Babilonia huyendo en conjunto a Edom, de donde pronto retornaron con un séquito de edomitas armados. Además, uno de sus clanes, el de Salma, volvió a ocupar Efrat. El caudillo Salma se casó con la sacerdotisa de Bethlehem, y tú, príncipe, desciendes directamente de ese caudillo.
Antípater cogió otro puñado de almendras y empezó a disponerlas formando estrellas de cinco puntas.
—No puedo discutir tu argumentación, pero me cuesta admitir que haya interpolaciones en las Escrituras.
—¿No es mejor aceptar que ha habido interpolaciones y no los errores históricos? Pues bien: esto mismo es lo que he dicho al rey, demostrando su linaje por medio de investigaciones en Ascalón, Dora, Hebrón y Bethlehem, y confirmando mis hallazgos material genealógico que me proporcionaron mis colegas de Babilonia, Petra y Damasco; pero no he podido persuadir a doctores fariseos a aceptarlos, porque sus prejuicios contra Herodes son muy vivos. Además, hay otro punto de gran importancia histórica que jamás he mencionado en su presencia, y que no pienso mencionar.
—¿Quieres decir que me hablarás a mí de esto?
—Sólo si te comprometes a guardar el secreto; no debes usar esta información mientras viva tu padre.
—Avivas mi curiosidad. ¿Por qué quieres decirme algo que ocultas a mi padre?
—Porque tu padre parece perfectamente satisfecho con su título al trono, en tanto que si supiera lo que yo sé podría sentir desasosiego y la tentación de lanzarse a acciones peligrosas.
—Me pregunto si debo escucharte. Ese conocimiento, ¿me hará menos daño a mí que a él?
—Como quieras. Pero no tendrás paz en tu mente hasta que sepas algo que concierne a tu propio título al trono.
Antípater enrojeció.
—Simón —dijo—, como amigo de mi padre no tienes derecho a ponerme en este dilema. No deseo escuchar secretos de estado que debo ocultar a mi padre —luego se marchó bruscamente.
Simón regresó a su mesa de madera de limonero y estudió la bandeja decorada con los triángulos y estrellas entrelazados que había hecho Antípater con almendras. Los deshizo de prisa con sus manos, para que alguno de sus criados no pensara que se trataba de un hechizo mágico.
—Ay de mí si acude al rey y le cuenta lo que le he dicho —murmuró—. Pero si Dios quiere no lo hará. Tiene el anzuelo clavado en la boca, de eso estoy seguro. Y si Dios quiere, quedará enganchado.
Antípater regresó dos días más tarde, pálido e inquieto.
—He venido a jurar secreto como me pedías, Simón. Tus palabras se han apoderado de mi mente, y no me han dejado dormir.
Simón dijo:
—He cometido una gran falta, príncipe; debí contener el impulso de hablar. No, no te pido un juramento. Tu mera palabra es suficiente.
Confió entonces a Antípater una teoría histórica muy poco ortodoxa: en Israel, los antiguos reyes y caudillos gobernaban de acuerdo con la línea femenina, es decir, por matrimonio con la propietaria hereditaria del suelo. Adán por su unión con Eva; Abraham por su matrimonio con Sara, Agar y Ketura, Isaac por su matrimonio con Rebeca; Jacob por su matrimonio con Lea, Raquel, Bila y Zilpa; José por su matrimonio con Asenat; Caleb por su matrimonio con Efrat y Azuba; Hur por su matrimonio con Miriam; David por su unión con Abigail de Carmelo y Michal de Hebrón; y todos los reyes subsiguientes de la línea de David por su matrimonio con una descendiente por línea materna de Michal. Y dijo también a Antípater que, al concluir la monarquía, la línea femenina de Michal sería acrecentada por la casa de Eh, la línea principal de sacerdotes descendientes de Aarón, a quienes se consideraba Herederos de David, o herederos reales.
Concluyó solemnemente:
—Príncipe, lo que no he dicho a tu padre Herodes es lo siguiente: ningún rey tendrá verdaderos títulos para gobernar en Israel si no es un calebita y, además, si no se casa con la heredera de Michal; y que esa heredera debe ser la ultimogénita y no la primogénita, es decir que se trata siempre de la hija menor y no de la mayor.
Al principio, Antípater demostró incredulidad. Objetó:
—Ni las Escrituras ni el Comentario dicen una palabra acerca de esta teoría.
—Excepto a quienes pueden leer entre líneas.
—Me parece una idea extraña y poco probable.
—Sabes que en Egipto, por ejemplo, el faraón siempre se casa con su hermana.
—Sí, pero jamás me he preocupado por inquirir el porqué.
—Porque la propiedad de la tierra pasa de madre a hija. Lo mismo ocurría antes en Creta, Chipre y Grecia. Y también en Roma bajo los Césares.
—Nada sé de Creta, Chipre ni la antigua Grecia; pero ciertamente no ocurría así en Roma, según la historia que he estudiado en la escuela.
—El objeto de las historias escolares en todas partes es alabar la gloria de las instituciones existentes y borrar la memoria de las demás. Pero te demostraré lo que quiero decir. ¿Recuerdas la historia de la expulsión de la dinastía de los Tarquinos y la creación de la República Romana por Lucio Bruto? ¿No te pidió tu mentor que compusieses un discurso sobre el tema cuando estudiabas oratoria latina?
—Sí, a todos los estudiantes se les pedía esa tarea. Déjame pensar. A Tarquino el Primero le sucedió un tal Tulio, ¿verdad?, que se había casado con una de sus dos hermanas, aunque Tarquino tenía un hijo mayor, Tarquino el Soberbio…
—Entonces, ¿por qué Tarquino el Soberbio no sucedió inmediatamente a Tarquino Primero? Simplemente porque el título se transmitía por línea femenina, y no masculina. El rey era el hombre que se casaba con la hija menor de su predecesor; y como el matrimonio con una hermana, permitido en Egipto, era considerado incestuoso en Roma, habitualmente el hijo del rey se casaba con una princesa extranjera y decía adiós a su tierra natal. El caso de Tarquino el Soberbio es insólito. Llegó finalmente al trono en virtud de su matrimonio con Tulia, hija de Tulio.
—Los historiadores dicen que Tarquino el Soberbio consideraba un usurpador a Tulio.
—Es natural. Y tampoco es notable que Tarquino el Soberbio matara a Tulio con la ayuda de Tulia. Al contrario: todos los reyes del estilo antiguo esperaban que el yerno los matara cuando expiraba su tiempo de mandato. Pero, por un accidente infortunado, Tulia quedó deshonrada por la sangre de su padre y se retiró a la vida privada. De este modo Tarquino perdió su título al trono, que sólo podía renovarse por matrimonio con la próxima heredera, es decir Lucrecia, esposa de su primo Colatino, que descendía de una hermana de la esposa del rey Numa. A Tarquino no le atraía la belleza sino el título de Lucrecia; aparte de su hermana Tarquinia, que era la madre de Lucio Bruto y había pasado la época de tener hijos, y de Tulia, caída en el deshonor, Lucrecia era la única heredera sobreviviente de la antigua casa real de Carmenta. Tarquino raptó a Lucrecia y la obligó a ser su esposa, pero ella se suicidó para vengarse. Y así, ni Colatino ni Tarquino tenían títulos para el trono, y la monarquía se extinguió, porque Tarquino no tenía hijas, y ni Bruto ni Colatino tenían hermanas. Tarquino fue luego expulsado por su pueblo enfurecido, y Bruto y Colatino gobernaron conjuntamente Roma; Bruto como hijo de Tarquinia, y Colatino como hijo de Egeria, que descendía de una hermana del rey Numa, de su mismo nombre. Pero no podían llamarse reyes porque les faltaba el título necesario; por esto se llamaron cónsules, o consultantes. Lucrecia, cuando se suicidó, mató algo más que una mujer, mató a Carmenta.
—¿Carmenta?
—Una diosa de Arcadia que el rey Evandro había llevado a Italia en vida de la generación anterior a la Guerra de Troya. Ella había emigrado a Arcadia de Biblos, en Fenicia. Entiendo por «diosa», por supuesto, una estirpe de sacerdotisas en las que se dice que está encarnada una divinidad, así como está encarnada Miriam (o Rahab) en la estirpe de Michal.
—Comprendo la teoría —dijo Antípater—. Pero antes de examinar su pertinencia en la historia judía debo objetar que, según el Libro Primero de Crónicas, la casa de Eh no tiene derecho a considerarse la línea principal de la familia de Aarón. ¿No está acaso bajo la maldición divina desde los días de Eli?
—Esa maldición es una interpolación no histórica de la época del rey Josías, que reinó hace unos seis siglos. Abiatar, hijo de Eh, el fiel sumo sacerdote del rey David, se mantuvo leal, después de la muerte del rey, a Adonias, heredero del trono, a quien reemplazó Salomón con la ayuda de su capellán Zadok. Del mismo modo, con la ayuda de Salomón, Zadok reemplazó a Abiatar, que fue obligado a retirarse; desde entonces los zadokitas se han considerado los únicos sumos sacerdotes legítimos.
—¿Pero Zadok no descendía de Eleazar, el hermano mayor de Eh y Abiatar de Itamar, su hermano menor? He leído ayer el Libro Primero de Crónicas.
—No, príncipe; eso es otra interpolación de la misma fecha. En el Libro Primero de Samuel se afirma que Eh, el antepasado de Abiatar, pertenecía a la casa sacerdotal original; y también se dice en el Libro Segundo de los Reyes que Zadok no pertenecía a esa casa. En otras palabras, Zadok, como Salomón, era un usurpador, y sus descendientes modificaron las genealogías. Era menester hallar una razón plausible para el reemplazo de Abiatar. Se encontró en la forma de una fábula acerca de cierto hombre de Dios que había profetizado que la casa de Eli abandonaría el sumo sacerdocio como castigo de la indulgencia de Eh hacia sus malvados hijos, hasta el punto de que la casa quedó reducida a la mendicidad. Pero los zadokitas fueron torpes. Debían haberse atenido a una sola historia: o bien Zadok pertenecía a la línea de los mayores y Abiatar a la de los menores, o bien Abiatar pertenecía a la línea mayorazga pero había perdido sus antiguos privilegios porque había caído sobre él la maldición de Eh. No podía ser de las dos maneras, es decir que Abiatar perteneciera a la línea de los menores y además que hubiera perdido los antiguos privilegios que había tenido como miembro de la línea de los mayores. Como te digo, los textos fueron retocados por el rey Josías, casi cuatrocientos años después de la época del rey Salomón, cuando éste expulsó, con la ayuda de los zadokitas, a los descendientes de Abiatar del sacerdocio.
—Me siento poco inclinado a creer que haya interpolaciones no históricas en las Escrituras, pero aún menos a creer que contengan falsificaciones.
—¿No es mejor creer incluso eso que debilitar tu mente aceptando absurdos?
No era fácil convencer a Antípater.
—Quizá tengas razón acerca de la ley de sucesión en Roma y otras ciudades o islas occidentales; pero todavía debes probarme, con las Escrituras, que la descendencia matrilineal tenía alguna importancia en tiempos de Abraham, para no hablar de la época de Saúl y David.
—Puedo hacerlo con toda facilidad —respondió Simón—. El texto correspondiente se encuentra en el capítulo doce del Génesis: cuando Abraham visita Egipto da su esposa Sara en matrimonio al faraón, a quien yo veo, sin embargo, como el rey pelasgo de Faros que los griegos llaman Proteo. Pero Sara, aunque era hija de Tera, el padre de Abraham, no tenía el rango de una hermana de Abraham porque era hija de una madre diferente. En otras palabras, en los tiempos de Abraham la descendencia se establecía al modo egeo, a través de la madre y no del padre, y las mujeres eran poliandras. Del mismo modo, Rebeca, la esposa de Isaac, se casó con el rey de Gerar en vida de Isaac. Y como dudas de lo que te he dicho acerca de la absorción de Caleb por Judá, encontrarás el asunto, registrado con cierta oscuridad, en el relato de la violación, por parte de Judá, de su nuera Tamar después de la muerte de su malvado hijo Er (que significa los calebitas); porque Tamar, la palmera, es otro título de la vieja diosa de Hebrón. En el mismo capítulo del Génesis, el treinta y cuatro, se identifica a Tamar con Rahab; ella simula ser una ramera, da mellizos a Judá y ata la hebra roja de Rahab en la muñeca de Sara, que es reemplazada por su hermano Fares, el bastardo a quien los judaitas, malintencionadamente, han convertido en el bisabuelo de Caleb, como para probar que los calebitas no son honorables. Pero Sara era una edomita, antepasada de un clan renombrado por su sabiduría, por lo tanto, su hermano mellizo Fares pertenecía también a Edom. Además, en la historia de Barzilai, se afirma explícitamente que David gobernaba Israel en virtud de su matrimonio con las herederas de las doce tribus, exceptuando la de Levi. Las tribus del norte se quejaron de que, en vez de pasar de un altar tribal a otro, como debía hacer un rey, favoreció a la tribu de Judá y se quedó en Jerusalén. Su desafiante respuesta fue negarse al matrimonio con las diez herederas del norte, y reservar sus favores a la heredera de Judá, que presumiblemente era Egla, la hija menor de Michal.
Antípater suspiró. Después de una pausa, dijo:
—Deja, al menos, que me asegure de haber comprendido bien. Mi padre, dices, desciende de Caleb el Kenita, una especie de edomita cuyos hijos se acreditaban a Judá y uno de los cuales, Salma, se convirtió a su tiempo en señor de Bethlehem. Después de algunos siglos, la cabeza de esa casa fue expulsada de Bethlehem por los macabeos, probablemente porque era un idólatra, y huyó a Ascalón, donde se convirtió en sacerdote del dios Hércules-Melkart. Los edomitas invadieron Ascalón y se llevaron a su nieto, mi tatarabuelo, porque tenía sangre calebita, e hicieron de él su príncipe. El título al trono de Israel recae en esta casa de Salma, puesto que la estirpe real de David se ha extinguido. Esto es lo que has dicho a mi padre, pero no que su título podría perfeccionarse, de acuerdo con la tradición, sólo mediante el matrimonio con la heredera de la estirpe de Michal, que vive y que es la hija de un levita de la casa de Eli.
Simón asintió lentamente, sin decir palabra.
—¿Por qué no hablas a mi padre de la heredera de Michal?
—Por varias razones. La primera, que la casa de Eli odia a tu padre y jamás permitiría ese matrimonio. La segunda, que ellos fundamentarían esa actitud en el hecho de que él es un extranjero; esto indignaría tanto a tu padre que sus cabezas cortadas no tardarían en rodar por las empinadas calles de esta ciudad. La tercera, que si él lograra casarse a pesar de todo, tu madre y mi hija, que son actualmente las dos esposas mayores del rey, perderían su situación en la corte. La cuarta, que el rey insistiría en elevar al padre de la chica al sumo sacerdocio, y en que yo lo abandonara, lo que no me agradaría. La quinta, que si de esa unión naciera un vástago, éste precedería, en la sucesión, tanto a ti como a mi nieto, que según espero será un día tu compañero menor en el trono. La sexta, que el rey es feliz en su ignorancia. La séptima, que el padre de la chica la ha puesto bajo mi tutela, y darla en matrimonio al rey, sabiendo cuántas dificultades produciría esa unión, iría contra mi conciencia.
—Comprendo las razones por que no deseas casar a la muchacha con mi padre; pero no por qué te has confiado a mí. ¿Deseas que yo me case con ella? Sin duda, si la casa de Eli no aceptaría a mi padre tampoco me aceptaría a mí.
—Es verdad, pero en tu caso sería posible mantener en secreto la unión, en tanto que con tu padre…
—Un matrimonio así sería indecoroso. Me daría más títulos al trono que los que posee mi padre.
—Sólo a su trono espiritual. La soberanía política que le han otorgado los romanos seguiría siendo suya, y tú serías su colega menor. Además, él no conocería tu título. Nadie lo conocería, aparte de ti, de mí y de uno o dos más en que se puede confiar.
—Es absurdo. Pero dime, ¿en qué me beneficiaría ese título?
Te beneficiaría por una sensación de realeza que te fortalecería y derrotaría a tus enemigos. Ellos tendrían conciencia de que se encuentran en presencia del legítimo rey. Hasta podrían aprender, por ti, a amar y honrar a tu padre.
—¿Quién es esa muchacha?
—Está a cargo del templo, y por lo tanto bajo mi tutela. Su madre es Ana, la mujer de Joaquín el Levita.
—Extraña forma de decir que es hija de Joaquín.
—Él es su padre de acuerdo con la ley; pero la niña ha nacido bajo una vieja dispensa. Si no me comprendes, vuelve a leer la historia de la rica Sulamita, o mejor Sunamita, y de su hijo, así como la de Ana, la madre de Samuel. Ella es, en cierto sentido, hija del Señor. Y en todo caso, es su ascendencia materna la que transmite el título: mencionar el matrimonio de Ana con Joaquín es, en términos genealógicos, improcedente.
—Dime más sobre la hija de Ana —pidió Antípater.
—Es joven, hermosa, de buen carácter, veraz, briosa. Y tiene porte de una reina.
—¿Su nombre?
—Miriam.
—¿Cuál es tu intención? ¿Cómo podría casarme secretamente con ella, Simón? Dos días después todo el mundo lo sabría.
—He considerado cuidadosamente el problema. Puede pasar por esposa de otro hasta que puedas reconocerla como tu reina. No es necesario que nadie sea perjudicado por la artimaña, y menos ella. Deja eso en mis manos.
—Me desagrada la idea de casarme con una mujer a quien no puedo reconocer como mi esposa.
—No pasará mucho tiempo hasta que puedas reconocerla.
—¿Por qué dices eso?
—Temo que tu padre no vivirá mucho tiempo. Su médico Macaón de Cos me ha dado esa triste noticia hace poco.
—¿Mi padre, enfermo? —La noticia sorprendió y chocó a Antípater—. ¿Es así, realmente? Le pesan menos sus setenta años que los cincuenta a muchos otros. Oh, qué hombre infortunado. ¡Que el Señor postergue su fin por muchos años! ¿Le ha dicho la verdad Macaón?
—Sabiamente, no le ha dicho nada. Pero en las entrañas del rey hay un bulto canceroso que Macaón reconoce como un seguro mensajero de muerte en dos años a lo sumo. El fin será muy doloroso. Ha sido sabiendo esto que me he atrevido a hablarte de tu matrimonio.
—Si mi padre morirá pronto, preferiría postergar el matrimonio.
—La muchacha ya es núbil. No puedo demorar demasiado su compromiso.
—Estás apresurando mi decisión.
—No soy yo, sino el tiempo. Sin embargo, ella está hilando lino para la cortina sagrada, y puedo dejar que continúe su tarea durante algunos meses.
Después de una pausa, Antípater preguntó:
—¿Piensas que puedo proceder a ese matrimonio con la conciencia limpia, ante mi padre y el Señor?
—Sí. Eres libre de casarte sin el consentimiento de tu padre, como se demostró en el ejemplo clásico de Esaú. Aunque Esaú afligió a sus padres con un casamiento extranjero, no pudieron impedir que tomara las esposas que quisiera, ni obligarle a alejarlas. Y ninguna ley te obliga a informar detalladamente a tu padre de todos tus asuntos domésticos.
—Pero hacer pasar a la propia esposa por mujer de otro…
—Si lees la historia al pie de la letra, Abraham no sólo ocultó su casamiento con Sara sino que le permitió desposar al faraón de Egipto; Isaac no sólo ocultó su matrimonio con Rebeca sino que le permitió desposar a Abimelech de Gerar. Yo no te propongo que vayas tan lejos como estos patriarcas, según se sabe. El supuesto marido no tendrá acceso sexual a ella; en tanto que el faraón y Abimelech lo tuvieron, de acuerdo con la historia.
—No me gustan las artimañas y estratagemas de ningún género, ni quienes las emplean.
—Ésa, príncipe, es una declaración demasiado absoluta. Expresa desprecio no sólo por Abraham y por Isaac, sino también por Jacob, cuya vida entera fue una red de artimañas, y que no vaciló en engañar a su viejo padre ciego para obtener la bendición destinada a Esaú. Sin embargo, Jacob se convirtió en Israel, y serías hombre osado si confesaras tu desdén por Israel. Después de todo, eres el hijo mayor del rey. La sucesión al trono es tuya por el derecho de nacimiento, tanto según la ley judía como la romana, y tu padre ya te ha concedido su bendición y te ha convertido en su colega. ¿Por qué te muestras tan remiso? Esaú afligió a su padre casándose con una extranjera; pero yo te aconsejo un matrimonio con una virgen de tu propia tribu, y es el único matrimonio por el cual puedes ser un auténtico rey de Israel.
—Simón, tus palabras son serenas, pero no se me escapa la vehemencia contenida de tu voz. Reconoce que, aparte del deseo de verme feliz, tienes algún otro motivo para aconsejarme este peligroso curso de acción.
En un principio, Simón nada dijo. Bebió un sorbo de vino y torció con los dedos su pequeña barba.
—Ahora, Simón, tus ojos brillan como jamás los he visto brillar. Tus manos tiemblan mientras juegan con tu barba. Dime sinceramente qué piensas. Eres un filósofo y conduces tu vida de acuerdo a estrictos principios filosóficos. Refrenas la esperanza y la alegría como caballos desobedientes, pero ellos se alzan y piafan mientras brota blanca espuma de sus bocas.
—Príncipe —dijo finalmente Simón en voz temblorosa—, se trata de esto. Jerusalén está en el punto de reunión de los continentes, es la fortaleza que gobierna la encrucijada por donde marchan y contramarchan todas las naciones desde el principio de la historia. Jerusalén está a mitad de camino entre la India y España, entre el helado mar Blanco del norte donde vive el lobisón finés y los insufribles desiertos más allá de Punt, al sur, donde los hombres monos golpean diabólicamente sus pechos velludos y el este y el oeste se confunden. Jerusalén es el centro del universo conocido; aquí estamos en el centro del espacio. ¿Y con respecto al tiempo? Los egipcios afirman que ocho mil años es la vida de una nación; y dentro de dos años, según nuestros cálculos, habrán pasado cuatro mil desde el nacimiento de Adán.
—He oído decir otra cosa, que el cuarto milenio se cumplió hace un siglo y medio, en los días de Judas Macabeo.
—Judas calculó mal. Estamos en el meridiano del día de Adán. El cuarto milenio se acerca velozmente a su fin, y un gran acontecimiento ha señalado siempre el final de un milenio. Al concluir el primero, Enoc el Perfecto, el guardián de los libros, fue arrebatado al cielo en vida. Cuando terminó el segundo, el Señor estableció su pacto con Abraham. Al acabar el tercero, el rey Salomón celebró con gran magnificencia la ofrenda del primer templo, en cuya oportunidad el Todopoderoso le concedió una señal visible de favor. Ah, príncipe, ¿no late de orgullo y esperanza tu corazón al pensar en lo que puede reservar para nosotros la bondad del Señor en este cuarto milenio, la casa de mitad de camino del destino? Adán nació sin mancha; Enoc, el guardián de los libros, no tenía pecado; Abraham obedeció al Señor con fe increíble; Salomón, cuando el Señor le preguntó en un sueño qué don deseaba más, eligió la sabiduría. Nuestra nación tiene por patriarcas a estos hombres, que pertenecen a una sola línea genealógica. ¿Qué habría de malo en que este milenio se cerrara con un rey que combina las cualidades de sus predecesores: sin mancha como Adán, sin pecado como Enoc, fiel como Abraham, sabio como Salomón?
Una sonrisa de confusión pasó por el rostro de Antípater. Dijo:
—Nunca hubiera esperado que pudieras hablar en esa cuerda milenarista, hijo de Boeto. Y no sé qué responder, excepto preguntarte: «¿Y Moisés?». Porque Moisés no pertenece a la misma estirpe que los otros patriarcas, y sin embargo nadie puede negarle igual dignidad; ni su nacimiento, ni su muerte, ni cualquier otro acontecimiento de su vida coincidió con el fin de uno de esos milenios de que hablas. ¿Y el patriarca Noé, con quien ciertamente comenzó una nueva era?
Simón respondió con gravedad:
—Has hablado como un sabio. En verdad, si no fuera por Moisés y por Noé, podrías rechazar mi argumentación como inconcluyente; pero sus casos la hacen irrebatible. El hecho es que el cierre de este cuarto milenio coincide con un año fénix. Como sabes, el residuo de horas del año solar que excede de trescientos sesenta y cinco días suma, cada 1.460 años, un año entero, que en Egipto se llama año fénix o Gran Año Sótico, porque entonces el ave celestial se consume en su pira de palmeras de On-Heliópolis y de sus cenizas se eleva el nuevo fénix. Moisés adoraba al Todopoderoso en Heliópolis, y cuando partió de esa ciudad con sus colegas sacerdotes, terminó la era fénix que había comenzado con el patriarca Noé; con Noé que, como Enoc, fue juzgado digno de caminar con el Señor. En Sinaí se inauguró entonces una nueva era fénix con la institución de la ley mosaica; esta era se encuentra ahora casi completa: el viejo fénix debe morir y un nuevo fénix debe nacer. Aquí, entonces, estamos en la encrucijada del espacio y también en la del tiempo; no sólo en el meridiano del día de Adán, sino en el punto preciso en que la línea del fénix corta la línea milenaria. ¿Es extraño que sienta yo el deseo de que el hijo mayor de mi rey haga un matrimonio afortunado, un matrimonio que promete las mayores bendiciones posibles para Israel y para toda la humanidad?
—De todos modos, soy un edomita; y Esaú vendió sus derechos de nacimiento a Jacob por un plato de lentejas, y también perdió su bendición.
—Esaú sufría hambre, y habría muerto si no hubiese sido por esa comida. Jacob obró mal cuando hizo pagar a Esaú por su hospitalidad, cuando le asistía el derecho del huésped. También la bendición le robó Jacob; y está escrito que un ladrón debe devolver cuatro veces lo robado. El vigésimo séptimo capítulo del Génesis aclara que, a juicio de su padre Isaac, ni la bendición ni el derecho de nacimiento habían cambiado de mano en forma permanente, allí donde Isaac dice:
«Tu hermano se acercó sutilmente y se llevó tu bendición. Sin embargo, aunque al principio sirvas a tu hermano, llegará un tiempo en que tendrás dominio sobre él y romperás el yugo que rodea tu cuello».
Isaías amplia esta profecía en el capítulo sesenta y tres de su libro, la visión del Mesías, cuando escribe: «¿Quién es éste que viene de Edom con las ropas teñidas de Bozra, de gloriosa presencia, viajando con la grandeza de su fuerza?». Y la respuesta es: «Soy yo, yo quien habla en justicia, poderoso para salvar». Isaías pregunta nuevamente: «¿Por qué ese color rojo, como el de uno que pisotea la cuba de vid?» Y la respuesta es: «He pisado solo la cuba de vid —esto quiere decir, sin mi hermano Jacob— porque el año de mi redimida ha llegado».
—¿Quién es la redimida?
—Edom será redimida. Esto significa que el pueblo original de Jehová son los edomitas, no los israelitas. Cuando Jacob suplanta a Esaú, Jehová adopta a los israelitas como sus hijos y les demuestra maravillosa amabilidad; pero ellos se rebelan contra él. Y en ese momento, los edomitas apelan a su memoria y le dicen, gritando por la boca de Isaías: «Somos tuyos. Nunca has sido su Dios. No se llamaron, desde el comienzo, con tu nombre. Pisotearon tu santuario».
—Entonces, ¿el Mesías prometido debe ser un edomita? —exclamó, asombrado, Antípater.
—¿Cómo podría ser el segundo Adán, de otro modo? Porque Edom y Adán son la misma persona, el Hombre Rojo de Hebrón. ¿Y cómo podría ser el segundo David, de otro modo? Pero su madre debe proceder de la tribu de Leví, y ser hija de Aarón. Por esto, como Caleb, la parte real de Edom, se atribuye ahora a Judá, el testamento de los doce patriarcas predice que «el Mesías será elevado de la tribu de Leví como sumo sacerdote y de la tribu de Judá como rey: sacrosanto en su persona».
La emoción conmovió su pecho y empezó a declamar el testamento de Leví:
Entonces el Señor Dios elevará un nuevo
sacerdote
a quien serán reveladas sus mismas palabras:
para ejecutar virtuoso juicio
sobre esta tierra por multitud de días
Su estrella se elevará en el cielo como
hacia un rey
iluminando el conocimiento como ilumina el sol el día.
Será magnífico en la ancha tierra
y disipará la oscuridad como el sol radiante.
La paz universal acompañará sus días,
exultará el cielo y se alegrará la tierra.
La gloria del supremo hablará por él;
en él descansarán la sabiduría y la santidad.
Él presentará la majestad del Señor
Dios
en verdad, a sus hijos, para siempre.
Nadie de la raza de los hombres le sucederá.
Su sacerdocio instruirá a todos los hombres del mundo
y el fin de esa iluminación iniciada por la gracia
será el fin del pecado.