XI
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LA HUIDA A EGIPTO

Durante toda su larga vida, Herodes había estudiado con gran interés las estrellas, desarrollando su política bajo su guía. Una conjunción de los grandes planetas Júpiter y Saturno había presidido su nacimiento; y a los cincuenta y ocho años la repetición de ese raro evento le aseguró que los años de preparación paciente habían terminado, y que debía comenzar el periodo de osada acción. En los tres años que siguieron puso en práctica los planes preliminares, que culminaron con la teofanía vista por Zacarías y con la condena de su hijo Antípater. Era el alba del quinto milenio y de la tercera era del fénix; y se anunciaba, como mediante trompetas, la hora de la liberación prometida mucho antes por el patriarca Isaac a su hijo Esaú, es decir a Edom. El signo celestial había sido el eclipse total de la luna. Finalmente podía poner en acción su gran plan; debía hacerlo antes de que fuera demasiado tarde. Sus dolores y su escozor eran ya casi insoportables y le causaban accesos de furia incontrolable, de modo que incluso sus criados sentían terror en su presencia. Una carta privada del secretario de oriente del emperador aumentó su sensación de urgencia: le advertía que los príncipes Arquelao y Filipo estaban organizando un ejército secreto en Samaria (su madre era samaritana) y que se proponían apoderarse del trono apenas Antípater fuera ejecutado. La inspiradora de esa carta había sido Livia, que no pudo refrenar su deseo de confundir aún más la situación de Jerusalén. El sistema imperial romano se fundaba sobre la política de divide et impera; «crea la división en el reino de tu vecino y aprovecha para asumir tú mismo la soberanía». Herodes no creyó en esa acusación; pero la carta le inspiró igualmente ansiedad.

Ordenó por un edicto que toda la casta sacerdotal dominante de Jerusalén y todos los levitas doctores de la ley de todo el reino se reunieran en los jardines de su palacio en Jericó el domingo siguiente, bajo pena de muerte. Unos quince mil hombres obedecieron; tenían miedo, pero confiaban en que el número les daba seguridad.

Cuando todos estuvieron reunidos en la inmensa explanada situada frente al palacio, sin orden alguno, hacia el atardecer, Herodes apareció en un balcón y rió silenciosamente ante ellos; la sequedad de su garganta le impidió hablar. Dio un papel a su chambelán Tolomeo, que él leyó haciendo bocina con las manos.

—Palabras de vuestro augusto soberano Herodes, rey de los judíos: «Sacerdotes y doctores de Israel. Habéis sido convocados aquí el primer día de una nueva semana, una gran semana, que será recordada para siempre por vuestros hijos y los hijos de vuestros hijos. El guardián de este día, llamado el día del sol, es el arcángel Rafael. Quienes entre vosotros sean versados en angelología me apoyarán si declaro que éste es el arcángel destinado a curar definitivamente a Efraím —es decir, las diez tribus del norte— de su prolongada iniquidad. Pero primero, dejaremos que Rafael practique artes curativas con vosotros, que os jactáis de ser hijos de Leví, es decir, miembros de una tribu que en los antiguos tiempos, por sangrientas inclinaciones, no recibió un territorio determinado, que fue dispersada en malignos enclaves por todo el territorio de Israel; Rafael, como decía, os curará con los rayos del fiero ser a cuyo servicio se entrega.

»Os he convocado aquí, oh rebeldes, para recordaros un salmo compuesto por David, hijo de Isaí, mi predecesor en este turbulento reino. En él alaba al Creador con los familiares versos que comienzan:

El Señor nuestro Dios ha levantado muy lejos, en el este,

un establo para el sol; de donde sin un grito

surge rutilante Titán

como un novio

de la habitación donde se ha ungido,

para correr jubiloso su carrera sobre ruedas por el cielo

»Vuestros piadosos antepasados tenían antes caballos blancos en la colina del templo, y cada mañana los ataban a carros dorados que salían esplendorosamente al encuentro del sol naciente. ¿Quién os ha ordenado volver la espalda al sol durante las plegarias? ¿Quién os ha descarriado? ¿Es de los fétidos canales de Babilonia que habéis traído esa impía costumbre?

»Ciegos topos, sordos lagartos: he construido un hermoso hipódromo debajo del templo de Jerusalén, un hipódromo de mármol con doradas puertas y barreras de bronce, amplias gradas y una espina exquisitamente decorada —esto significa el espacio rodeado por la pista— que honraría cualquiera de las más ricas y grandes ciudades griegas. ¿Para qué? No visitáis jamás ese lugar admirable, por vuestra obstinación supersticiosa. Cerráis vuestros ojos a su existencia misma; los días de festival cerráis los oídos a los gritos de alegría que fluyen en oleadas de las gradas, cuando los hermosos caballos compiten en la pista elíptica tirando, de carros pintados de rojo, blanco, azul y verde. Los carros corren en la misma dirección del sol, en honor de la lámpara suprema a quien Dios el Señor, como atestigua David, ha construido un hipódromo en el cielo y establos rosados en el este. Los colores de los carros son los de las cuatro estaciones, y en ellos se yerguen resueltamente los conductores.

»Ahora, asnos, analfabetos de cuello tieso, iréis todos al hipódromo, a ese otro hipódromo maravilloso que he construido aquí en Jericó. Id ya mismo, como niños pequeños a quienes se lleva a ver por primera vez un negro, un león cautivo, el vasto mar brillante. Deseo que durante la noche meditéis sobre los versos del salmo que he citado; porque mañana debe comenzar vuestra iluminación. No quiero decir que mañana competirán los carros para que os entretengáis; sólo que como el hipódromo no posee techo ni doseles, podréis finalmente, de mala gana, tomar conciencia del fiero Titán a quien se complace en honrar todo el mundo civilizado, con vuestra única excepción. Mañana no tendréis otra cosa que hacer en todo el día sino observar cada una de las etapas de su carrera, desde la salida al mediodía y desde el mediodía al poniente; Y repetiréis esta sencilla tarea el día siguiente, y el próximo, hasta que aprendáis perfectamente la lección.

»En honor del sol, el rey Salomón elevó esos pilares que por la pequeñez de vuestros corazones y la oscuridad de vuestro intelecto condenáis como idolátricos; Salomón, hijo de David, a quien, sin embargo, llamáis el más sabio de los hombres. ¿Por qué, renegados de vuestra antigua fe, adoráis a nuestro Dios en el carácter de la luna ladrona, que cada mes hacéis sonar las trompetas en honor de ese jirón de plata y no da al hombre luz ni calor? ¿Cómo llamó a Jerusalén el profeta Jonás? ¿Fue acaso Beth Sin, residencia del aberrante dios lunar Sin, a quien odian todos los hombres de buen corazón del mundo, o Nínive, residencia de Nemrod, resplandeciente señor del año solar?

»Iros ahora, de prisa, digo, tontos lunares; mis soldados os escoltarán hasta ese edificio curativo de que os he hablado».

Las tropas rodeaban el palacio con las espadas desenvainadas y las lanzas listas; y la gran multitud, desconcertada, inerme y sin líder, empezó a descender la cuesta hacia el hipódromo. Los soldados custodiaban todas las salidas posibles, y alentaban a los lerdos con golpes y patadas.

Apenas los oficiales informaron a Herodes que todos los sacerdotes, con excepción de los que oficiaban en el templo, estaban en el hipódromo con las puertas cerradas, él dictó un nuevo decreto por el cual se deponía al sumo sacerdote Matías y se designaba al cuñado de éste, que se encontraba en Chipre. El mismo día, en Jerusalén, Carmi había convocado a todos los sacerdotes del templo, con excepción de los tres o cuatro necesarios para evitar que el ritual se detuviera, a una breve reunión en el patio de los gentiles. Allí fueron arrestados y enviados con escolta a Jericó, a reunirse con los demás en el hipódromo. El escenario estaba ahora libre para que el día siguiente se cumpliera un terrible sacrificio en el altar de las ofrendas ardientes.

Esa misma noche, tres judíos de Damasco, de la tribu de Isacar, llegaron al palacio de Jericó y pidieron al rey una audiencia. Se presentaron como astrólogos y Herodes consintió en verlos. Eran como se vio, acuerdistas; una secta que sostenía haber realizado un nuevo acuerdo con Dios por mediación de un espíritu llamado «El que vendrá» o «La estrella», y que, según esperaban, se encarnaría pronto en forma humana. Parecían hombres sencillos y vehementes, y su jefe dijo a Herodes:

—Tu nombre será glorioso para siempre, majestad, porque como dicen las estrellas, el príncipe de la justicia ha nacido finalmente bajo tu benigno mandato; será tu heredero y reinará sobre todo Israel durante mil años. Sabemos que eres sensible a ese gran honor que te otorga el Señor, porque hemos visto las monedas acuñadas en tu casa de moneda, y en ellas se ve la estrella de seis puntas brillando sobre la montaña sagrada.

Herodes sonrió para animarlos.

—¿Y quiénes son los padres de ese príncipe, sabios de Damasco?

Ellos se inclinaron y respondieron:

—Somos hombres ignorantes; pero como se sabe que será el rey de los judíos, pensamos que debe ser tu hijo o tu nieto. No creemos que el que vendrá desciende directamente de David; porque uno de nuestros maestros ha dicho: «Se llamará David aunque no sea de la sangre de David». Pues bien: finalmente ha nacido. Las estrellas no mienten.

—No, no mienten, pero con frecuencia conducen al error. ¿Cuándo creéis que ha nacido ese niño?

—Según nuestros cálculos, en este último solsticio de invierno.

—¿Y dónde?

—No lo sabemos, pero presumimos que en Bethlehem de Efrat. Como sabes, majestad, el profeta Mica ha dicho claramente: «Y tú, Bethlehem, no eres el menor entre los príncipes de Judá, porque de ti saldrá uno que reinará sobre mi pueblo Israel».

—¿Podríais reconocer al niño si lo vierais?

—Ciertamente. Debe tener las marcas de la realeza.

—Tenéis mi permiso para ir a Bethlehem a buscarlo, buenas gentes. Si lo encontráis, decídmelo e iré a adorarlo. Pero en una cosa os equivocáis: no es mi hijo ni mi nieto.

—Partiremos de inmediato, majestad. Que vivas eternamente.

A Herodes le asombró la coincidencia, porque el día siguiente debía iniciarse en Bethlehem el registro de la casa de David.

Cuando los visitantes de Damasco se marcharon, Herodes empezó a dudar, primero si se podía confiar en que Arquelao matara al niño, y luego si la historia del nacimiento en la gruta era cierta. ¿No la habría inventado ingeniosamente Arquelao para obtener tropas e iniciar una rebelión? ¿Los hombres de Damasco podían ser sus cómplices? ¿Se alzaría en Bethlehem el estandarte de la rebelión? De una sola duda, su mente se lanzó a todo un circuito de dudas. Se sentía inseguro incluso de la lealtad de su primo hermano el edomita Aquiabo, el único ser humano a quien había confiado el gran plan. Aquiabo, que lo había acompañado a las tumbas de David, y Salomón, sería el sumo sacerdote de la religión reformada. Empezó a quejarse una vez más de dolor en el vientre, y en voz gemebunda pidió a Aquiabo, que estaba a su lado, una manzana para refrescar su garganta reseca y un cuchillo para mondarla. Cuando Aquiabo le dio lo que pedía, Herodes simuló que sus dolores se habían tornado bruscamente tan violentos que ya no podía soportar una hora más de vida, y que se disponía a clavarse el cuchillo. ¿Trataría Aquiabo de contenerlo, o le dejaría morir sin intervenir? Sería una excelente prueba de su cariño.

Aquiabo intentó quitarle el cuchillo y gritó pidiendo auxilio. Los criados entraron a la carrera y, al ver que los dos hombres peleaban por un cuchillo, pensaron que Aquiabo era un asesino. Siguió a esto una gran conmoción, y corrió por el palacio la voz de que el León había muerto. Su nombre era tan temido que un intenso llanto surgió de todas partes, para alejar al fantasma del escenario de sus horrendos crímenes.

Ese llanto, y el rumor de la muerte de Herodes llegaron a la prisión real, donde estaba encerrado ahora Antípater. Un joven guardián de mente despierta entró de prisa en su celda, arrancó sus grillos y cadenas y lo condujo, trastabillando, hacia la puerta. Pero ésta estaba cerrada, y el portero era obtuso; y antes de que pudieran persuadirlo a abrirla, el jefe de la prisión, a quien Arquelao había colmado de presentes, interceptó a Antípater y lo devolvió a su celda. El jefe envió un apresurado mensaje a Arquelao informándole de lo ocurrido; reclamaba también el derecho de ser el primero en felicitarlo por su acceso al trono. Pero los demás guardias lo rodearon gritando:

—¡Libera al rey Antípater! ¡Libéralo! ¡Es inocente! ¡Es nuestro verdadero rey, y nos recompensará a todos con magníficos regalos!

El jefe de la prisión tomó una rápida decisión: envió a dos de sus hombres a la celda de Antípater; mientras él oraba de rodillas, golpearon desde atrás y lo mataron en el acto.

De este modo, por su excesiva astucia, Herodes se derrotó a sí mismo, y el antiguo Dios de Jerusalén se vio privado de su sacrificio.

Las noticias llegaron a Emaús la noche siguiente. María no pudo echarse a llorar ni aliviar su corazón, incluso ante la fiel Shelom, al enterarse de la muerte de Antípater. Pero susurró al oído de su hijo, a quien había llamado Jesús:

—Ha muerto, hijo mío. ¿Entiendes, hijito? Ha muerto —el niño lloraba. Él era para ella, ahora, todo el mundo; su primer y último hijo. Lo meció y lo calmó, y le habló del viaje que les esperaba—. Por la mañana, viajaremos juntos, tú y yo. Iremos al lugar donde has nacido. A Bethlehem. Yo te cuidaré, y tú me cuidarás, y el Señor nos cuidará a ambos, y el buen José vendrá con nosotros. —Él sonrió, y ésa fue su primera sonrisa. Ella lo besó tiernamente y dijo—: Duerme ahora, Jesús, porque pronto partiremos para un largo viaje —pero no imaginaba cuán largo y fatigoso había de ser.

Demoró su camino la cojera de uno de sus asnos, y no llegaron a Bethlehem hasta después de medianoche. Era demasiado tarde para golpear la puerta de un mercader con quien José había tenido una vez tratos; pero él condujo al asno cojo hacia la parte posterior de la casa y lo ató en el establo, junto a las demás bestias. Luego continuaron la marcha colina arriba hasta la hostería del pueblo; María iba montada, y José caminaba a su lado asiendo la brida. Encontraron la hostería repleta de miembros de la casa de David que habían venido a registrarse. Los hombres dormían, envueltos en mantas, en la puerta y en la galería, de modo que José no halló posible entrar sin pisar a alguno. La noche era fría y llovía. Buscó albergue en el establo, pero tampoco allí había sitio; y cuando quiso entrar alguien empujó la puerta y corrió el cerrojo desde el interior.

El posadero, que llegó en ese momento con una linterna, dijo:

—Señor, no conozco tu nombre, pero veo que eres un anciano y que tu esposa tiene un niño pequeño. No puedo negarte la escasa hospitalidad que aún está en mi mano ofrecer. Del otro lado de la colina, en un claro del bosque, hay un cobertizo donde uno de mis hijos guarda sus animales; te acompañaré hasta allá. Es un lugar pequeño y maloliente, pero al menos seco y caliente.

Le agradecieron y él los guió sobre el fango hasta el cobertizo, les deseó buenas noches y prometió volver por la mañana a saludarlos. Ellos se acomodaron sobre la paja y durmieron hasta que fue de día.

Mientras María preparaba el desayuno en las ollas de barro que había hallado en un rincón, José se dirigió al pueblo para cuidar a su asno cojo, pensando: «Está escrito que un hombre piadoso es piadoso también con su cabalgadura». Mientras caminaba, trataba de recordar un sueño espantoso que lo había turbado la noche anterior, pero se había desvanecido al alba dejando sólo una vaga sensación de temor e incomodidad. Su amigo el mercader no estaba en casa, y José salió con el asno en busca de un cirujano. Mientras miraba dubitativamente una encrucijada, oyó a tres ricos judíos, que a juzgar por su vestido venían de Damasco, conversando con un kenita. El pastor decía:

—No miento, grandes mercaderes, por la vida del Señor. El ave atravesaba el valle aleteando perezosamente; pero cuando llegó a un punto del cielo situado directamente sobre la caverna donde el niño nacía, se detuvo en pleno vuelo y allí quedó inmóvil. Y en verdad, señores, mientras miraba advertí que mi corazón había cesado de latir, y pensé que era ya un hombre muerto. Sólo mis ojos conservaban el movimiento, y cuando los volví hacia la gruta me pareció que brillaba sobre ella una gran gloria…

José avanzó de prisa, porque había reconocido el rostro del kenita, y no quería ser reconocido a su vez. Pero el hombre gritó:

—¡Eh! ¡Pero si es él! Por algo soy cirujano de asnos. Lo reconozco por esa asna. Ya he tratado su corvejón; era el de la pata trasera izquierda. Pero ahora cojea de la pata delantera izquierda —corrió para alcanzar a José y le dijo—: Deja esa asna a mi cuidado, señor. Dentro de tres semanas correrá carreras.

—Te agradezco. Pero no puedo esperar tres semanas.

—Toma a cambio mi asno, y quédate con él.

—¿Qué clase de hombre eres que me ofreces un asno blanco joven y hermoso a cambio de mi vieja bestia coja? No estás haciendo buen negocio, te aseguro.

—¿No fueron a Jerusalén en esa asna tu esposa y el niño hace tres meses? Venderé a los hombres de mi tribu los pelos trenzados de la cola de ese animal como talismanes de buena suerte; pagarán cinco siclos por ellos y pensarán que es dinero bien empleado. Y me quedaré con el animal.

—Toma entonces la asna vieja, y dame el joven, porque presiento que necesitaré un buen animal antes de que termine el día, que el Señor sea contigo. Pero no digas a nadie que estoy aquí, en Bethlehem, hasta que termine el registro de nuestra casa, y esté yo de regreso en mi hogar.

José empezó a desensillar su animal, pero el kenita protestó:

—No, no, cada asno con su silla. ¿Acaso no es bonita la mía? Las borlas verdes y las campanillas de plata agradarán a tu esposa y al niño. Y yo quiero tu silla porque ha soportado una preciosa carga: será un glorioso legado para mis hijos y los hijos de mis hijos.

Los tres hombres de Damasco escuchaban en silencio. Cuando se alejó, le siguieron de prisa y miraron, desde lejos, adónde iba. Luego regresaron a su campamento en busca de los dones sagrados que habían traído, se lavaron, se perfumaron y vistieron sus más ricas ropas ceremoniales, de modo que parecían reyes.

María daba el pecho a su hijo cuando aparecieron en la puerta del cobertizo. Alzó la vista alarmada. Pero hicieron el signo de la paz y, postrándose en el piso de tierra apisonada, cuidadosamente barrido por María, rindieron silencioso homenaje al niño. Uno de ellos puso a sus pies una corona de oro de doce puntas, con una joya distinta en cada punta; la que correspondía a cada una de las doce tribus. Y susurró:

—En prenda de tu soberanía, Grande.

El siguiente depositó a la izquierda de la corona una vasija de alabastro que contenía mirra y dijo:

—En prenda de tu amor, Grande.

Y el tercero puso a la derecha de la corona una caja de marfil con incienso olíbano y dijo:

—En prenda de tu inmortalidad, Grande.

María, con los ojos húmedos de lágrimas, dijo con gravedad:

—Os doy las gracias en nombre de mi hijo, señores. Vuestros dones han sido justamente otorgados. Id con la bendición del Señor.

Ellos salieron cantando un salmo; las palabras no podían ser más oportunas.

En Efrat, he aquí que hemos comprendido la verdad;

la hemos hallado en un claro del bosque.

Vamos, hermanos, a esa glorieta,

humillémonos ante su escabel…

Levántate, Señor…

José fingió no ver ni oír nada y dejó los regalos donde estaban hasta que María los puso en lugar seguro. Tomaron en silencio el desayuno, y José fue luego a la posada a preguntar a qué hora comenzaría el registro. Deseaba terminar con eso y retornar a su hogar lo antes posible. Pero al volver la esquina oyó gritos:

—¡Vienen soldados! ¡Mirad, todo un escuadrón de soldados del rey!

José recordó instantáneamente su sueño, que había comenzado con ese mismo grito, y sintió un mareo de terror. Giró sobre sus talones y corrió al cobertizo. Susurró ásperamente:

—Vamos, no hay tiempo que perder. La muerte está en el aire. ¡Prepara todo mientras ensillo los asnos!

María respondió serenamente:

—Estamos en manos del Señor. Con tu permiso, antes bañaré y vestiré a mi hijito.

—Entonces, hazlo de prisa.

El príncipe Arquelao entró en Bethlehem a la cabeza de un escuadrón tracio y dio órdenes a sus oficiales. Una docena de soldados custodiaría cada calle y camino de salida, sin permitir el paso a nadie; el resto rodearía a los hijos de David y a sus familias.

—Se debe hacer todo silenciosamente y sin violencia. Una vez separados los daviditas de los residentes locales, empezará la masacre. Atención: sólo deben morir los niños varones pequeños. Ningún adulto, salvo si ofrece resistencia. Tampoco las niñas, ni niños mayores. La desventurada criatura que se nos ha ordenado eliminar no tiene aún cuatro meses y es un niño de pecho; pero por motivos de seguridad mataremos a todos los niños varones menores de dos años. Éstas son las órdenes del rey Herodes.

El cirujano de asnos y otros kenitas esperaban a José en el claro del bosque. Le dijeron:

—¡Pronto, señor! La muerte ha entrado en Bethlehem. Quítate ese alegre manto de mercader y ponte éste viejo y desgarrado. Tú, esposa y el niño deben pasar por hijos de Rahab.

José hizo lo que se le pedía, y luego todos avanzaron por la pradera donde los hombres de las tribus reunieron a sus ovejas dispersas y las llevaron por el camino hacia el Jordán. Una partida tracia custodiaba la aduana, pero el sargento dejó pasar a los nómadas sin desconfiar. Continuaron su lenta marcha y pronto el viento les llevó el terrible ruido de gritos y lamentos confusos. El cirujano de asnos dijo:

—Dejadnos ahora; atravesad la colina hasta ese bosque de robles situado debajo de ese acantilado irregular, el que tiene una corona de pinos. Allí hay amigos que os conducirán a un sitio seguro. ¡Valor, y que el Señor proteja a los suyos!

En el robledo, José encontró a un pastor sentado junto al fuego; un hombre sombrío y de aspecto peligroso, que tenía tres largos cuchillos en el cinturón, y se detuvo desconcertado, sin saber cómo dirigirse a él. Pero María dijo:

—Generoso hijo de las tiendas, en nombre de nuestra madre Rahab te pido que dejes el ganado al cuidado del muchacho y nos lleves de prisa a tu señor Kenah.

Hallaron a Kenah acampado en Beth-Zur, a diez millas de distancia, hacia el sudoeste. Saludó con viva alegría a María y el niño, y con respeto a José.

Después de reposar tres días en el campamento nómada estaban dispuestos a partir nuevamente. Cuando Kenah preguntó a José adónde se dirigía, él respondió:

—A Egipto, a pagar una deuda a Simón, hijo de Boeto, que era anteriormente sumo sacerdote.

—¿Es una gran suma? El camino a Egipto no es seguro para los hombres ricos que viajan sin escolta.

—No, no es una gran suma; apenas medio siclo, es decir, dos dracmas de Alejandría. Sin embargo, es una deuda de honor.

—El hijo de mi hermana os acompañará y cantará por el camino. Nada debéis temer en su compañía.

Partieron hacia Egipto acompañados por el sobrino de Kenah. Cuando llegaron a Hebrón oyeron las noticias de la muerte de Herodes y la liberación de los judíos que aguardaban el fin en el hipódromo. El mensajero dijo que Herodes, al sentir que la muerte se acercaba, había ordenado que los mataran a todos, pero su hermana Salomé había evitado la masacre.

Al oír esto, el sobrino de Kenah se echó a llorar e improvisó una canción acerca de las esperanzas perdidas, y del nuevo triunfo de Jacob, que arrojaba una vez más a Esaú a la oscuridad. Lleno de visión poética clavó la mirada en una planta verde que crecía entre la arena y exclamo:

—¡Que el Señor te maldiga, planta perversa, por el daño que has hecho!

José preguntó:

—¿Por qué maldices al pepino silvestre? ¿No conocéis el pepino silvestre?

José recordó la historia de Elisha y la sopera; una vez, un hombre ignorante de la ciudad había puesto pepino silvestre en la sopa, confundiéndolo con la variedad hortelana, y uno de sus amigos, había gritado al llevar la cuchara a la boca: «Hombre de Dios, la muerte está en la olla». Y Elisha había salvado a todos de la muerte por medio de un milagro. José preguntó:

—Y ahora, ¿en la olla de quién ha sido vertida la muerte?

—El rey sufría de un tumor, pero no murió por eso. Soy el médico de mi clan, y conozco las virtudes y cualidades de cada hierba del desierto. Sólo el pepino silvestre puede causar mal aliento, escozor, una diarrea continua y garganta seca. Maldigo a esa planta poco provechosa porque ha postergado el día del ajuste de cuentas.

—Sin embargo Esaú perdonó a su hermano Jacob cuando podría haberlo matado en el camino a Succoth, y los israelitas no han olvidado su magnanimidad. Jamás se ha ajustado una cuenta por la espada, noble sobrino de Kenah. Canta, más bien, alabanzas al pepino silvestre, que ha salvado las vidas de quince mil hombres.

María agregó:

—Y bien puede ser que también haya salvado la vida de un niño en quien Jacob y Esaú podrían depositar su esperanza de paz uniendo sus manos.

Desde allí se dirigieron a Ain-Rimmon, donde María e Isabel volvieron a encontrarse; apenadas pero orgullosas se mostraron una a otra sus niños sin padre. Continuaron luego basta Beersheba, donde recibieron más noticias de los acontecimientos de Jerusalén: se había evitado la guerra entre los hijos de Herodes mediante un inesperado acuerdo. Se decía que el príncipe Filipo se había ocultado cuando se anunció la falsa noticia de la muerte de Herodes; al enterarse de su muerte verdadera había acudido de inmediato a Jerusalén, ocupando el palacio con la ayuda de los celtas. Arquelao se le había unido con los tracios, y Antipas había enviado a ambos un mensaje de paz desde Seforis, en Galilea, donde había reunido las guarniciones de todas las ciudades de cincuenta millas a la redonda. Luego los tres príncipes se encontraron en presencia de su tía Salomé, que actuó como pacificadora, y acordaron dividir el reino en tres tetrarquías si el emperador daba su consentimiento. Con la ayuda de Tolomeo, el chambelán a quien Herodes había confiado su sello, falsificaron el borrador de un nuevo testamento que confirmaba ese arreglo. No alteraron, sin embargo, los legados al emperador y a su esposa Livia, ni el legado de medio millón de dracmas de plata a su tía Salomé. Se concedió a Arquelao el reino de Judea, juntamente con Edom y Samaria; a Antipas, Galilea y la Baja Transjordania; Filipo recibió la Alta Transjordania hasta el monte Hermon, y Salomé, en reconocimiento de sus servicios, un pequeño reino en lo que había sido antes Filistea. Nada otorgaba el testamento al príncipe Herodes Filipo; pero a cambio de una renuncia jurada a sus derechos sobre cualquier parte de los dominios de Herodes, Arquelao, Filipo y Antipas le concedieron una pensión anual. Los agentes del príncipe Filipo asesinaron en Alejandría a Antípater el Joven y arrojaron su cuerpo al mar, o eso afirmaba un mercader que acababa de llegar de allí.

En estas noticias no había nada que pudiera alterar la decisión de José de viajar a Egipto, porque había adivinado el secreto de María. Consideraba obvio que el único testamento vinculante era el original de Herodes, aprobado por Augusto. Ese testamento concedía el trono en primer lugar a Antípater; luego a Herodes Filipo, si Antípater moría antes que él; y en último término, a los herederos de Antípater. Como Herodes Filipo había renunciado a sus derechos, y Antípater el Joven había muerto, el heredero legal era Jesús, el hijo nacido del matrimonio secreto de Antípater. Augusto podía aprobar el arreglo establecido entre los hijos de Herodes, pero el testamento original se mantenía; por eso los príncipes habían asesinado a Antípater el Joven y llegado a un acuerdo con Herodes Filipo. Por lo tanto, para el bien de María, José decidió no regresar a Emaús mientras Arquelao fuera rey, porque si se filtraba el secreto de la identidad de Jesús, como bien podía ocurrir, se enviarían asesinos a matarlo.

Desde Rehoboth, José remitió un mensaje a sus hijos: se encontraba bien, pero partía en un largo viaje; ellos podían tomar ya mismo su herencia, sin esperar la noticia de su muerte.

José dijo a María:

—Este viaje da nueva fuerza a mi vida. Me estaba volviendo viejo y ocioso. En Alejandría retornaré a mi antiguo oficio: en un tiempo era bien conocido por los yugos para bueyes y las rejas de arado de madera que hacia. No es un trabajo agotador; es cuestión de habilidad y no de fuerza. Pronto podré instalar una tienda, y tu hijo será mi aprendiz.

En la antigua ciudad de On-Heliópolis el sobrino de Kenah se despidió de ellos; María lavó los pañales de su hijo en el arroyo que había ante las puertas de la ciudad, y los puso a secar al sol mientras descansaba a la sombra de un antiguo olivo. El día siguiente llegaron a la ciudad de Leontópolis, así llamada en honor de Bast la Leona, situada unas pocas millas al noroeste. Allí José vendió el asno blanco y la silla decorada, y con parte del dinero compró, a un egipcio que abandonaba su oficio, un saco de herramientas de carpintería. Halló un alojamiento cerca del templo judío fundado casi dos generaciones antes por el sumo sacerdote Onías; allí se instaló con María, y dio gracias al Señor porque los tres habían escapado con vida.

Pronto pagó la deuda a Simón, y María se convirtió en la esposa de José; y como las ganancias de José eran escasas y los tiempos malos, ella vendía en el mercado las hortalizas que un hortelano conocido producía, mientras el niño jugaba a su lado en el suelo.