VI
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LA APARICIÓN

Antípater oraba en el patio de Israel. Acostumbraba ir cruzando el valle al templo todos los días, al alba, a practicar sus devociones. Mientras oraba al modo judío, de rodillas, advirtió de pronto, por los ruidos confusos que escuchaba, que había ocurrido algún terrible acontecimiento. Se volvió y vio que graves ancianos, vestidos con tela de saco, con las cabezas cubiertas de ceniza, corrían gimiendo; murmuraban las noticias a los que ya estaban allí, que abrían la boca de horror y empezaban a rasgar las costuras de sus hermosas ropas. Pronto los gemidos surgieron de todas partes.

Antípater corrió hacia el conocido que vio más cerca, Rubén, el enemigo de Joaquín, a quien halló conversando con Zacarías el Zadokita. Preguntó:

—¿Qué ocurre, hijo de Abdiel? ¿Qué golpe desastroso ha caído sobre nosotros?

Rubén no contestó. Se apartó y empezó a llorar con los demás, pidiendo en voz alta que Jehová fuera vengado de sus sacrílegos enemigos. Zacarías siguió su ejemplo.

Antípater se alejó de ellos y fue al patio de las mujeres, adonde también había llegado la mala noticia. Todo el mundo evitaba su mirada y él empezó a experimentar la desagradable sensación de que los llantos e imprecaciones se dirigían, de algún modo, contra él.

—¿Debo lamentarme también yo? —se preguntó—. No, mientras ignore lo que ha ocurrido.

En el patio de los gentiles encontró a Carmí, el capitán del templo, que había llegado con la guardia levita para cuidar el orden. Le preguntó vivamente:

—¿Qué significa esto, Carmi? No puedo conseguir que nadie me responda. Oigo gritar las palabras «profanación» y «abominación», pero nada significan para mí. Estas buenas gentes parecen acusarme de algún acto sacrílego, y esto me duele. Tengo mi conciencia tranquila, tanto en lo que concierne al Señor como a los hombres. Y si involuntariamente he pecado en algo, que el Señor me perdone.

Carmi saludó puntillosamente. Era poco común que ese sacerdote alto y delgado, conocido por su firme adhesión a Herodes, pareciera ansioso, pero eso parecía ahora.

—Corre por la ciudad el disparatado rumor, majestad, de que han entrado ladrones en las tumbas del rey David y del rey Salomón. Algunos de esos perros desvergonzados se atreven a acusar a tu augusto padre de haber encabezado la partida.

Hablaba en alta voz, para que todos los presentes lo oyeran.

Antípater estaba escandalizado.

—¡Quiera el Señor que las tumbas estén intactas!

Una bruja harapienta se acercó cojeando y aferró la manga de Antípater:

—Oh —chilló—, eres completamente inocente, ¿verdad? Ésta es la primera noticia que tienes, ¿no es así? Muy bien, entonces te contaré que anoche cierto esclavo edomita, el autor del inicuo edicto contra los ladrones de casas, fue con una manada de perros griegos incircuncisos a las tumbas reales. En la entrada esperaba una hilera de coches arrastrados por mulas, donde se cargó el peso de mil talentos en lingotes de plata, que se llevaron a palacio. No se sabe qué otros tesoros se robaron, porque estaban guardados en sacos. Se dice que entre ellos había sesenta escudos de oro y siete jofainas de bronce; pero se vieron y se contaron los lingotes de plata. Confiesa, ¿cuál es tu parte en el despojo, hijo del Esclavo?

La llevaron arrestada, mientras reía en tono discordante y gritaba:

—El viejo chivo ha despojado a los vivos, y ahora despoja a los muertos. ¡Pero el Señor sin duda lo juzgará según su propio inicuo decreto, y lo arrojará de cabeza de este reino al abismo sin fondo!

Cuando regresó al palacio, Antípater descubrió, con sorpresa y consternación, que nadie en palacio se molestaba en desmentir la información, aunque se concordaba, en general, en que el rey no había roto los sellos de las cámaras sepulcrales; meramente había despojado las habitaciones adjuntas al tesoro. Herodes mismo tomaba el asunto a la ligera. Dijo a la delegación de zadokitas que fue a verlo para protestar:

—Oh, hipócritas. ¿Soy el primero que toma plata prestada de los tesoros de David y Salomón? ¡Contestad!

Zacarías, el portavoz de la delegación, respondió con franqueza

—No, majestad. Se ha hecho lo mismo antes, cuando la ciudad estaba sitiada por Antioco el Sirio. El rey Hircano el Macabeo lo disuadió con tres mil talentos de plata tomados de la tumba del rey David. Pero se hizo públicamente, y en un momento de desesperación nacional.

—Me asombra tu insolencia, sacerdote. Hircano sacó tres mil talentos de plata de la tumba para sobornar a un invasor, en lugar de confiar en el poder de su Dios y en los fuertes corazones de sus hombres, y tú aplaudes su acción como si hubiera sido justa. Yo tomo menos de un tercio de esa suma para pagar a los obreros que están reconstruyendo el templo del Señor, y aulláis como si yo fuera un ladrón de feria. ¿Desde cuándo, Zacarías, te has hecho fariseo?

—No permita el Señor que sea nada semejante.

—Entonces, ¿no crees en la resurrección?

—Soy saduceo e hijo de un saduceo.

—Pero si David y Salomón no volverán a levantarse, ¿para que quieren lingotes de plata y escudos de oro y jofainas de bronce? Todo lo que he tomado de la tumba es para el servicio del Dios siempre viviente. ¿No ha dicho el mismo David en un salmo que desnudo salió del vientre de su madre y desnudo retornaría a la tierra? Los ricos adornos de su tumba están claramente contra la Escritura. He tomado el tesoro privadamente para no provocar disturbios. Si lo hubiera hecho en público, os habríais quejado con mayor violencia de mi desvergüenza. Idos ahora, cuellos envarados, y no me molestéis más.

Al ver que los fariseos presentes sonreían ante su desconcierto, Zacarías preguntó:

—Majestad, si fuera fariseo y creyera en la resurrección, ¿cómo habrías respondido a mi protesta?

Herodes enrojeció de furia, y Menelao, el grueso bibliotecario, se adelantó a reprochar a Zacarías:

—¿Está bien acaso que un súbdito se dirija así al rey? Dejadme hablar en nombre del rey a aquellos de vosotros que son fariseos. En el último día, cuando el rey David y su hijo Salomón se eleven juntos en la gloria, ajustarán cuentas con Enoc, el guardián de los libros; señalarán el templo con sus dedos y dirán: «Estas enormes murallas, estos hermosos patios, ¿sabéis cómo se pagó el costo de su construcción? ¿No fue, acaso, con dinero que prestamos sin usura a nuestro hijo que gobernó después de nosotros, y que completó piadosamente la obra que nosotros habíamos empezado?

Zacarías pregunto:

—¿Pueden prestar dinero los hombres muertos?

—Un hombre puede prestar el dinero que posee —respondió Menelao—. Y si los hombres muertos no pueden ser propietarios, entonces ningún daño ha hecho el rey Herodes a David y Salomón tomando de sus tumbas el tesoro.

Los fariseos no pudieron evitar un murmullo de satisfacción; y una vez que un problema religioso quedaba reducido a una disputa entre fariseos y saduceos, Herodes no tenía por qué temer una rebelión generalizada.

Se supo luego que dos de los hombres que habían entrado con Herodes en las tumbas no habían regresado. Algunos judíos decían que, mientras trataban de abrir el cofre de piedra que contenía los huesos de Salomón, un brusco dardo de llamas los había matado. Otros decían que los había matado Herodes mismo por haber visto lo que no debían haber visto nunca. Sin embargo, los dos hombres eran celtas y la muerte de los celtas poco afligía a los judíos. Lo que causó verdaderamente escándalo y sorpresa fue el monumento de piedra blanca que Herodes erigió a la entrada de la tumba; no llevaba inscripciones pero tenía la forma cómica de los altares elevados en honor de la gran Diosa. Pero los griegos y sirios se decían:

—Una obra sabia, las almas de los muertos vuelven junto a Hécate, la gran Diosa. El tesoro que acompaña a los reyes muertos a sus tumbas es una ofrenda a Hécate; y el hombre que le roba mil talentos de plata hará bien en pagar una buena compensación. Sin duda, el rey mató a esos soldados celtas para aplacar a la de cabeza de perro. Ha sido una acción muy inteligente.

Los jebusitas de la Puerta del Pez sentían febril excitación.

¿Herodes había saqueado las tumbas tan sólo porque necesitaba dinero? Se rumoreaba que no se habían hallado lingotes en la tumba —Hircano se los había llevado todos— y los que se suponía cargados en los carros eran sólo grandes piedras para engañar a la gente. ¿La intención de Herodes había sido apoderarse del cetro de oro del ataúd de David y del perro de oro del ataúd de Salomón? ¿Había tenido éxito? Nada dijeron a sus vecinos judíos y sólo uno o dos años después empezó a hablarse en las calles de Jerusalén de prodigios que asociaron naturalmente al despojo de las tumbas reales.

La mayoría de estos prodigios ocurrían por la noche. Hombres de armadura blanca y montados en caballos blancos que galopaban en parejas a velocidad imposible por las calles y desaparecían tan bruscamente como aparecían; gritos proféticos y golpes debajo de los mismos patios del templo; llamaradas inexplicables en el techo del palacio real que daban la impresión de que el edificio entero ardía. Llegaban noticias de prodigios similares de Bethlehem, Hebrón, Samaria, de todas partes. Se veían titilar en el cielo espadas entre las estrellas occidentales; las rocas del desierto manaban sangre y se capturó en las costas del Jordán, cerca del mar Muerto, un cocodrilo joven con un collar de piedras preciosas, aunque siempre se había creído anteriormente que sólo había cocodrilos en el Nilo.

El pueblo estaba inquieto. Soñaba extraños sueños y veía visiones: la más persistente era la de batallas en las nubes entre ejércitos espectrales. Cundía una sensación de maravillas inminentes con las que se asociaba libremente el nombre del Mesías; sin embargo, el reino estaba en paz, las cosechas eran copiosas, las estaciones tranquilas y no había noticias extraordinarias procedentes de Italia, Egipto o el Oriente.

Se anunció que el príncipe Antípater viajaría en breve a Roma, llevando consigo el testamento de su padre para que lo aprobara el emperador. Su principal misión consistiría en seguir la causa contra Sileo, quien había sido devuelto a Roma desde Antioquía para ser juzgado. Aunque los prodigios se habían interrumpido durante un tiempo, de pronto aumentaron en cantidad y misterio: fantasmas sin cabeza, súbitas fanfarrias tocadas por las trompetas reunidas en el silencio de la noche, una mujer alta y velada que caminaba por las calles de Jericó tomada de la mano con un mono.

La culminación de estas maravillas ocurrió una tarde en el mismo santuario del templo.

Zacarías, de la casa de Zadok, era pariente político de Joaquín; su esposa Isabel era la mayor de las cuatro hermanas de Ana, dos de las cuales habían tomado marido fuera del clan de los herederos reales por falta de candidatos adecuados. Zacarías era el más conservador de los sacerdotes principales al servicio del templo, y una de las pocas personas de Jerusalén que se negaba a dejarse perturbar por los prodigios.

—O son alucinaciones —decía—, o alguna persona malévola se burla de nosotros. Estas cosas no son obras del Señor, que dice su Voluntad abierta y francamente; un verdadero creyente no tiene ojos ni oídos para tales apariciones.

Era el día en que Zacarías cumplía su ministerio ante el altar del incienso. Zacarías integraba el octavo curso de sacerdote, el curso de Abías, cuyo turno llegaba cada dos años el octavo mes, el mes de la cosecha de trigo. En ayunas, ceremonialmente limpio, correctamente vestido, entró en el santuario al ponerse el sol para encender las siete lámparas del candelabro de oro, y ofrendar incienso en el altar, y permaneció allí solo mientras la congregación oraba en el exterior. Con gestos delicados y habituales recortó las mechas con tijeras y llenó los cuencos con aceite consagrado hasta los bordes. Luego sacó los conos de incienso de un estante y los puso en un bol de oro; se arrodilló y rezó; se puso de pie y con unas tenazas puso los conos sobre las brasas ardientes del altar; les echó sal; se arrodilló nuevamente y volvió a orar, mientras el fuerte aroma del incienso llenaba el santuario.

La fragancia se difundió entre la congregación que aguardaba en el exterior y Zacarías oyó las bendiciones cantadas por el coro de Asaf:

Eres en verdad el Señor Dios nuestro, y también el Dios de nuestros padres; nuestro rey y también el rey de nuestros padres; nuestro redentor y también redentor de nuestros padres; nuestro hacedor y también hacedor de nuestros padres; nuestro salvador y liberador. Tu nombre es eterno, no hay otro Dios más que tú. Los redimidos cantan una nueva canción a tu nombre en la costa del mar. Juntos te alaban, te eligen como su rey y dicen: «El Señor reinará, el salvador de su pueblo Israel».

Cesó el canto; Zacarías supo que la oveja del atardecer había sido sacrificada y que se quemaban sus trozos en el altar del vestíbulo. Era el momento de regresar, pronunciar la bendición y aceptar las ofrendas de carne y de bebidas.

Mientras esperaba, sereno y en paz, una voz rompió el silencio perfecto del santuario; era una voz pequeña, entre flauta y susurro, como la voz de la conciencia del pecador.

—¡Zacarías! —dijo.

Zacarías advirtió que procedía del mismo sancta sanctorum, donde no podía entrar otra persona que el sumo sacerdote una vez por año; era la cámara vacía donde residía el mismo Dios de Israel.

Su corazón dio un salto; respondió:

—Aquí estoy, Señor. Habla, que tu siervo te escucha. —Eran las arcaicas palabras pronunciadas muchas generaciones antes en Siloé por Samuel niño cuando había sido llamado del mismo modo.

La vocecilla preguntó:

—Zacarías, ¿qué es lo que quemas en mi altar?

Zacarías murmuró:

—Dulce incienso, Señor, según la ley que has dado a tu siervo Moisés.

La voz preguntó severamente:

—¿Es el sol de la santidad una prostituta o un catamita? ¿Acaso llega a mis narices el olor del estoraque, el ligamento de la concha, el incienso olíbano y la cañaheja, todo molido ardiendo juntamente sobre brasas de cedro? ¿Ofrecerías un baño de sudor al sol de la santidad?

Ahora bien, el incienso sagrado era un compuesto que se ajustaba a una receta muy antigua. Era costumbre de las sacerdotisas de Rahab, la diosa del amor, la víspera de la orgía de mayo, quemar ese incienso en un hueco en el suelo del santuario de la diosa. Por turno, cada una de las mujeres se acuclillaba un rato sobre el hueco cubierta con una estrecha falda de piel de foca, hasta que su piel sudaba y absorbía el aroma, tornándose irresistible para sus amantes. Todos los ingredientes tenían virtudes afrodisíacas. El estoraque es la resina de un árbol de flores blancas parecido a un sicómoro, sagrado para la diosa Isis: su nombre deriva de una palabra griega que significa «causa de la lujuria». La concha es sagrada para Afrodita, la diosa del amor fenicia y chipriota que el mito representa navegando en una gran concha tirada por delfines. En sus festivales de amor se consumen en Ascalón y Pafos gran cantidad de moluscos; el ligamento de las valvas es un símbolo de la unión sexual. El incienso olíbano, que se trae del sur de Arabia y de la adyacente costa africana, es la resina lechosa y fragante del arbusto olíbano —lágrimas blancas y rojas mezcladas— a cuyo humo se atribuye la capacidad de favorecer la elocuencia erótica; se dice también que el fénix arde en Heliópolis en una pira de ramas de este arbusto. De cañaheja está hecha la vara que lleva Sileno, el amo cabrio de las fiestas dionisiacas; y en cuya médula se dice que escondió Prometeo el fuego robado al cielo. Su resina exhala apenas una suave fragancia, pero las resinas de estoraque e incienso olíbano compensan en el incienso sagrado esta deficiencia, disimulando además el dejo desagradable del ligamento de la valva.

Zacarías no pudo responder: golpeó el suelo siete veces con la frente, sin atreverse a alzar la vista. Oyó que corrían la cortina, y unos pasos majestuosos que se aproximaban sobre el suelo de mármol. Hubo una pausa y luego un brusco silbido y un chisporroteo en el altar. Los pasos se retiraron y Zacarías se desvaneció.

Cuando volvió en si, unos minutos después, no pudo al comienzo recordar dónde estaba ni qué había ocurrido. Las lámparas ardían aún con llama firme, pero el fuego del altar estaba apagado. Tenía húmedo el ruedo de la túnica con el agua que había caído del altar. El miedo volvió a brotar en su mente. Gimió y elevó lentamente la mirada hacia la cortina sagrada, como si quisiera asegurarse de que su Dios no lo odiaba.

Aún faltaba lo peor. Entre la cortina y la pared se erguía una tremenda figura vestida con ropas que centelleaban como la luna en un estanque revuelto. ¡Horror! Tenía la cabeza de un asno salvaje con el blanco de los ojos rojo brillante y dientes de marfil, y la figura sostenía contra su pecho el cetro y el perro de la monarquía con las herraduras de oro de sus pezuñas.

La voz aflautada brotó de la boca de la bestia.

—No te asustes, Zacarías. Sal y di a mi pueblo verazmente lo que has visto y oído.

Zacarías, medio muerto de espanto, ocultó su rostro en la túnica. Después golpeó siete veces el suelo con la frente y salió trastabillando al exterior, donde la congregación se interrogaba ansiosamente por el motivo de su demora.

Jadeando, cerró la puerta a sus espaldas. El aire fresco lo revivió. Miró enloquecido los rostros plácidos de su pueblo y de los músicos de Asaf. Inspiró profundamente y de su corazón se elevaron unas terribles palabras:

—Oídme, hombres de Israel. Durante generaciones, sin saberlo, no hemos adorado al verdadero Dios, sino al asno de oro.

Sus labios se movieron, pero de ellos no surgió ningún sonido. Había enmudecido.

Sus amigos lo llevaron a su casa, pero uno de ellos, Rubén, hijo de Abdiel, que debía reemplazarlo si caía bruscamente enfermo o si quedaba accidentalmente impuro, pronunció la bendición, aceptó las ofrendas de carne y de bebidas y dio la señal para que los hijos de Asaf cantaran el salmo vespertino.

Cuando terminó el servicio y se retiraron los músicos y los sacerdotes, Rubén entró en el santuario para ver si todo estaba en orden. Vio con sorpresa y alarma que el fuego estaba apagado y que había salpicaduras de agua sucia alrededor del altar. ¿Acaso su pariente Zacarías había sufrido un brusco ataque de locura? Su primer pensamiento fue para el curso, que no debía ser deshonrado. Nadie debía saber que se había extinguido el fuego. Orando silenciosamente para que no fuera impropio lo que estaba por hacer, Rubén sacó apresuradamente del altar las cenizas húmedas, las envolvió en su manto, alimentó y encendió nuevamente el fuego, y ofreció más incienso con el ritual acostumbrado.

Mientras secaba con una toalla el suelo del santuario, sintió el mismo horror que se había apoderado de Zacarías y la piel de su cráneo empezó a arrugarse. Había advertido una huella de herraduras que conducía hacia el sancta sanctorum. Las miró largamente. No había error posible. Eran las huellas de un asno o de una mula. Su mente era un torbellino. Sólo podía pensar que Zacarías se había entregado a la magia negra convocando a un asno diabólico, uno de los Iilim que había extinguido el fuego del altar. Y debía ser un demonio muy especial, porque ¿dónde estaba la jarra que se había usado para apagar el fuego? Zacarías no había llevado una al exterior.

—¡Ay, ay! —gritó Rubén. Y arrojándose al suelo suplicó en alta voz—: Oh, Señor de los Ejércitos, protege a tu siervo. Sella la boca de quienes deseen interrogarlo. Porque jamás publicaré la deshonra de mi casa, si no me lo pide la corte suprema bajo juramento.

Por la mañana, Zacarías fue interrogado con amabilidad por el sumo sacerdote en una sesión informal de la corte suprema. Se colocaron ante él tabletas de escribir, pero él las apartó, moviendo la cabeza. Cuando se le preguntó si había visto una visión, asintió, y apareció en su rostro tal expresión de terror que el sumo sacerdote se abstuvo de insistir. El consejo recomendó que abandonara Jerusalén y se retirara a su casa rural de Ain-Rimmon, un próspero pueblo situado nueve millas al norte de Beersheba. La investigación se postergó sine die para gran alivio de Rubén.

Corrieron por todo el país extravagantes rumores acerca de lo que había visto Zacarías, y los sacerdotes del curso de Abías se reunieron para decidir una respuesta a las persistentes preguntas que se formulaban. Rubén no acudió a la reunión y, en su ausencia, los hijos de Abias decidieron que Zacarías debía haber visto un ángel que le había dado una sorprendente noticia doméstica. Porque sucedió que Zacarías, al retornar a su casa de Ain-Rimmon recibió la noticia de que su esposa Isabel, que había sido estéril durante más de veinte años, sería finalmente madre. Lo más notable era que cuando Zacarías había partido de Ain-Rimmon, seis semanas antes para asistir a la Pascua en Jerusalén, Isabel y él acababan de pasar treinta días de continencia conyugal, a causa de una obligación local, cambiando solamente castos besos. Como era incuestionable la fidelidad de Isabel, sin poder ocultar su asombro, Zacarías se refugió en su mudez y se abstuvo de comentarios escritos. Sus parientes terminaron por pensar que su visión en el templo había sido la de un ángel anunciando que el hijo de Isabel poseería notable santidad, y ésta fue la historia que difundieron en Jerusalén.

Isabel, molesta por el interés que tenían sus parientes en su estado, se retiraba a una habitación interior cuando llegaban visitantes. Ain-Rimmon era una casa grande y rica con extensos huertos y viñedos regados por una fuente consagrada anteriormente a Rimmon, el dios de las granadas. El culto de Rimmon había sido absorbido por el de Jehová, que se había apoderado de sus títulos y emblemas, como podía comprobarse en las pequeñas granadas doradas, alternadas con campanillas semejantes a las flores del granado que adornaban las vestiduras del sumo sacerdote, y las de mayor tamaño esculpidas en mármol en las columnas del templo. Pero la gente del campo recordaba a Rimmon; aún celebraban un festival del amor en su honor en primavera, cuando nacían sus bellas flores rojas; entonces, el rey de la granada, con el rostro pintado de rojo con el tinte extraído de esa fruta, celebraba una parodia de corte con la reina de las flores. Hasta hoy se practica este mismo festival, cuyos participantes usan máscaras y disfraces, en las partes más remotas de Galilea. Las canciones del festival están reunidas en el cantar que se atribuye a Salomón. Uno de ellos dice:

Subamos a los viñedos,

a ver si ha florecido la vid;

si ya se ven uvas tiernas,

si florecen las granadas,

allí te daré mi amor.

Los mitógrafos griegos dicen que el primer granado brotó de la sangre de Dionisos asesinado; a esto se debe que las mujeres de Atenas se abstengan de comer las semillas de la granada durante el festival de la Tesmoforia. En Chipre, Dionisos es Adonis; en Siria, Tammuz. No se recuerda con qué nombre se dirigió el rey Saúl al dios del bosquecillo sagrado de granados en Gibea, pero es probable que fuera Rimmon. Porque Rimmon es evidentemente el Dionisos cananeo, el lujurioso dios del año, encarnado en el rey sagrado del año. Presidía triunfalmente el florecimiento del árbol y estaba condenado a morir cuando madurara el fruto. Después del exilio, los sacerdotes de Jerusalén confundieron deliberadamente su nombre con «Ramán», o Dios del Trueno, un título de Jehová. Interpretaban de manera absurda que las granadas que adornaban el ruedo de la vestidura del sumo sacerdote simbolizaban el relámpago, y las campanillas el trueno. Pero ambas estaban allí en honor del dios Rimmon, y chocaban alegremente entre si como un encanto contra los malos espíritus.

Las criadas de Israel susurraban que el misterio del futuro nacimiento estaba relacionado con el festival del amor de Rimmon, porque las fechas coincidían. Esperaban grandes cosas de ese niño.