HABRÁ FIESTA

A fuerza de suplicarle, he conseguido que Godwin, un periodista de Kampala, me lleve a su aldea natal. Está situada relativamente cerca, a cincuenta kilómetros de la ciudad. La mitad de la ruta se hace por la carretera principal que, bordeando el lago Victoria, conduce hacia el este, a Kenia. Toda la vida del país se desarrolla a los lados de esta clase de carreteras: cada cierta distancia, aparecen, agrupados, tiendas, bares y pequeños hoteles, abiertos las veinticuatro horas. Son sitios llenos de gentío y de bullicio; ni siquiera al mediodía el movimiento cesa del todo. En los porches, bajo unos parasoles o allí donde hay sombra, se ven sastres inclinados sobre sus máquinas de coser, zapateros arreglando zapatos y sandalias, peluqueros cortando y peinando cabelleras. Unas mujeres machacan mandioca durante horas, otras, al lado, asan plátanos a la brasa o venden, extendidos en sus tenderetes, pescado seco, jugosas papayas y jabón de fabricación casera, hecho de ceniza y grasa de carnero. Separados por distancias de apenas una decena de kilómetros, se encuentran talleres de reparación de automóviles o de bicicletas, o de arreglo de neumáticos, o puntos de venta de combustible (dependiendo de la coyuntura, se trata de estaciones de servicio con un surtidor o, simplemente, de una mesa sobre la cual esperan al cliente botellas o vasijas con gasolina).

Durante el viaje, basta detener el coche por un momento para verse rodeado enseguida por un enjambre de niños y por un segundo enjambre, de vendedoras locales de cuanto pueda necesitar el viajero: botellas de Coca-Cola y de alcohol de fabricación casera que aquí se llama waragi; galletas y bizcochos (en paquetes o por unidades), arroz hervido y tortas de sorgo. Dichas vendedoras son la competencia de unos colegas que están a cierta distancia, montando guardia junto a sus puestos: tienen que vigilarlos porque hay ladrones por todas partes.

Las carreteras en cuestión también son lugares de diversidad y tolerancia ecuménica. Aquí pasamos junto a una mezquita muy vistosa y opulenta porque ha financiado su construcción Arabia Saudí; allá, junto a una pequeña iglesia, mucho más modesta, y más allá aún, junto a unas tiendas de campaña, pocas, pertenecientes a los Adventistas del Séptimo Día, los cuales van de un extremo al otro del continente avisando del fin del mundo. ¿Y aquella edificación con un techo en forma de cono hecho de paja de arroz? Es el templo de Katonda, el Dios Supremo de los ganda.

Al viajar por estos caminos, cada equis tiempo encontraremos una barrera (puede tratarse de un trozo de alambre, sin más, o de una cuerda) y un puesto de la policía o del ejército. El comportamiento de estos hombres nos dirá cuál es la situación del momento en el país, incluso si nos hallamos lejos de la capital y no escuchamos la radio (los periódicos no llegan tan lejos y no hay televisión). Si, apenas nos detenemos, los soldados y los policías, al instante y sin preguntarnos nada, nos gritan y nos pegan, esto significará que en el país se ha instalado una dictadura o que hay una guerra en curso; si, por el contrario, se nos acercan sonrientes, nos dan la mano y dicen amablemente: «Seguramente sabéis que ganamos muy poco», entonces será que viajamos a través de un país estabilizado y democrático y en el cual se celebran elecciones libres y se respetan los derechos humanos.

El amo y señor de este mundo de carreteras, caminos y rutas africanas no es otro que el camionero. Los turismos resultan demasiado frágiles para moverse por semejantes baches y vericuetos. La mitad de ellos se quedarían atascados poco después de empezar viaje (sobre todo en la estación de las lluvias), y muchos otros pronto no servirían sino para chatarra. El camión, en cambio, llega casi a todas partes. Dispone de un motor potentísimo, de unos neumáticos muy anchos y de una suspensión tan fuerte como el puente de Brooklyn. Los chóferes de estos vehículos saben con qué tesoro cuentan y en qué radica su fuerza. No tendréis dificultad en reconocerlos en medio de una multitud congregada junto al camino: os lo indicará su manera de moverse. Todos ellos se comportan como reyes. A menudo, al detenerse, ni siquiera bajan de las alturas de sus asientos: saben que se lo llevarán todo hasta la cabina. Cuando un camión se detiene en una localidad, lo rodea al instante un nutrido grupo de personas exhaustas y suplicantes: son las que quieren llegar a algún lugar y no tienen cómo. Así que viven acampadas junto al camino esperando la ocasión, esperando a aquel que, cobrándoles un precio, las lleve. Nadie cuenta con la caridad. Los camioneros desconocen tal sentimiento. Atraviesan unos caminos a lo largo de los cuales, bajo el fuego inclemente del trópico, no cesan de caminar en fila india mujeres cargadas con hatos y hatillos. Si el conductor tuviese una pizca de piedad en el corazón y quisiera ayudarlas, tendría que detenerse a cada momento y nunca llegaría a su destino. Por eso las relaciones entre los camioneros y las mujeres que caminan al borde de las carreteras se caracterizan por una frialdad absoluta: no se ven y se rozan ajenos entre sí.

Godwin trabaja hasta últimas horas de la tarde, por lo cual no podemos contemplar el espectáculo que constituye la carretera de salida de Kampala en dirección este (las otras salidas de la ciudad tienen un aspecto muy parecido). Nos ponemos en marcha tarde, viajamos prácticamente de noche, cuando la misma carretera ofrece un aspecto del todo diferente.

Todo está sumido en una profunda oscuridad. Lo único que se ve a ambos lados de la carretera son las pálidas y vacilantes líneas de luz procedentes de las llamas de las pequeñas lámparas y velas que alumbran los puestos de los vendedores. Las más de las veces, ni siquiera son puestos o tenderetes, sino que se trata de unas míseras mercancías extendidas directamente sobre el suelo, cosas agrupadas de la manera más extraña por los dueños de estos pequeños «comercios»: una pirámide minúscula de tomates junto a un tubo de pasta dentífrica, un frasco de loción contra los mosquitos junto a un paquete de cigarrillos, una arroba de cerillas y una caja metálica de té. Godwin dice que antes, en tiempos de la dictadura, acampar al aire libre y a la luz de las velas era mejor que permanecer dentro de un local iluminado. Al ver aproximarse el ejército, la persona rápidamente apagaba la vela y desaparecía en la oscuridad. Antes de que el ejército hiciese acto de presencia, no había ya ni un alma. La vela es buena, porque uno lo ve todo sin ser visto él mismo. Con una estancia iluminada, en cambio, sucede todo lo contrario, por lo que ésta resulta más peligrosa.

Al final de la carretera principal, enfilamos un abrupto camino lateral de tierra. A la luz de los faros no se ve más que un estrecho túnel que se abre entre dos paredes de exuberante vegetación de un verde intenso. Estamos en el África del trópico húmedo, frondosa, espléndida, en permanente estado de germinación, multiplicación y fermentación. Tras atravesar aquel túnel, lleno de curvas y de recodos que forman un laberinto complicado y caótico, llegamos a un lugar en que, de repente, se planta ante nosotros la pared de una casa. Allí se acaba el camino. Godwin detiene el coche y para el motor. Nos rodea un silencio absoluto. Es ya tan tarde que ni siquiera se oyen los grillos y, por lo visto, no hay perros en los aledaños. Sólo reaccionan los mosquitos, impacientes y furiosos porque hemos tardado tanto. Godwin llama a la puerta con los nudillos. Ésta se abre, arrojando al exterior una decena de niños medio dormidos y semidesnudos. Después sale una mujer, alta, seria y cuyos movimientos rebosan dignidad, solemnidad incluso. Es la madre de Godwin. Después de los saludos iniciales, lleva a todos los niños a una estancia y en la otra nos prepara un dormitorio: extiende unas esteras en el suelo.

A la mañana siguiente me asomo a la ventana. Tengo la impresión de encontrarme en un inmenso jardín tropical. Palmeras, plátanos, tamarindos y cafetos, todo esto crece a mi alrededor; la casa está sumergida en una maraña de espesa vegetación. Hierba alta y arbustos entrecruzados campan por sus respetos de un modo tan todopoderoso y asedian tanto desde todos los rincones, que no dejan gran espacio para las personas. El patio de Godwin es pequeño, tampoco he visto ningún camino (excepto aquel por el cual habíamos venido) ni, lo que resulta aún más extraño, ninguna casa, aunque Godwin me había dicho que visitaríamos una aldea. En esta región de África, tan tupidamente cubierta de vegetación, las aldeas no se extienden a lo largo de los caminos (a menudo ni tan siquiera los hay), sino que tienen las casas diseminadas en vastos espacios, muy distantes unas de otras. Lo único que las une son unos senderos ocultos entre la eterna espesura, inescrutables para el ojo inexperto. Hay que ser habitante de la aldea para orientarse en sus trazados, direcciones y cruces.

Salgo con los niños a buscar agua, pues son ellos los encargados de tal cometido. A unos doscientos metros de la casa fluye un arroyo, cubierto de bardanas y juncos, del que apenas mana agua. En él, con mucha dificultad y no menos tiempo, los críos acaban llenando sus cubos. Luego, los transportan sobre la cabeza de tal manera que no se pierda ni una gota. Para ello, concentrados y atentos, tienen que caminar intentando mantener el equilibrio de sus menudos cuerpos infantiles.

El agua de uno de los cubos se destina a las abluciones matutinas. La gente se lava la cara de manera que no se gaste mucha cantidad. Así pues, coge del cubo un puñadito del precioso líquido que a continuación extiende por el rostro, meticulosa pero no demasiado enérgicamente, para que no se le escape a través de los dedos. La toalla no es necesaria porque desde el amanecer arde el sol y la cara se seca enseguida. Luego, cada cual arranca un trocito de la rama de un arbusto y muerde su punta hasta reducirla a pulpa. Como resultado, se obtiene un pincel de madera. Con él nos lavamos los dientes, minuciosamente y durante un rato bien largo. Hay personas que se pasan horas haciéndolo: para ellas, se trata de una ocupación, como lo es para otras masticar chicle.

A continuación, y dado que es un día festivo por partida doble (es domingo y han venido visitas de la ciudad), la madre de Godwin prepara un desayuno. Por lo general, en las aldeas no se come más que una vez al día, por la noche, y en la estación seca, una vez cada dos días, si es que se come. Nuestro desayuno se compone de té y un trozo de torta de harina de maíz, y también hay un cuenco de matoke (un plato hecho de plátanos verdes hervidos). Los niños se comportan igual que polluelos en el nido: no apartan los ojos, ávidos, del cuenco de matoke, y cuando su madre, finalmente, les da permiso para comer, lo engullen todo en un segundo.

Permanecemos todo este tiempo en el patio. El objeto que enseguida nos llama la atención es una losa rectangular de piedra que ocupa el centro: es el masiro, el sepulcro de los antepasados. En África, los ritos funerarios son muy diversos. Algunos pueblos selváticos dejan los cuerpos directamente en el bosque, para que los devoren las fieras. Otros sepultan sus muertos en lugares apartados, unos cementerios sencillos y sin adornos. Hay pueblos cuyos miembros entierran a sus allegados bajo el suelo de la casa donde viven. Sin embargo, lo más frecuente es que se los sepulte en las proximidades de la casa: en el patio o en el jardín; la cosa es tenerlos cerca para sentir su consoladora presencia. La fe en los espíritus de los antepasados, en su poder protector, en su cuidado, aliento y benevolencia solícitos, sigue siendo muy viva y constituye una fuente de ánimo y confianza. Al tenerlos a nuestro lado, nos sentimos más seguros; cuando no sepamos qué hacer, ellos acudirán en nuestra ayuda con un consejo y —lo que es sumamente importante— nos prevendrán a tiempo de dar un paso equivocado o de escoger un mal camino. Así que todas las casas, al igual que los corrales, tienen dos dimensiones: la visible y palpable, y esa otra, oculta, misteriosa y sagrada; y si puede, la gente procura visitar regularmente su casa natal, esa ultracasa en que recupera fuerzas y afirma su identidad.

Aparte del sepulcro de los antepasados, hay un segundo objeto de interés en el patio: la estructura de la cocina. Se trata de un hoyo excavado en la tierra y rodeado por tres paredes de barro en cuyo fondo se ven tres piedras tiznadas, formando un triángulo. Sirven para colocar la olla, y para combustión se usa carbón vegetal. Un ingenio de lo más sencillo, inventado en el neolítico, y, no obstante, tan útil todavía.

Aún es por la mañana, hace un calor soportable, así que Godwin ha decidido visitar a sus vecinos, no sin antes permitirme acompañarlo. La gente de aquí vive en unas casas de barro sencillas y cubiertas por tejados de uralita, que, al mediodía, quema como una parrilla al rojo vivo. En lugar de ventanas, en las paredes simplemente aparecen huecos, y las puertas, hechas por lo general de tablas de contrachapado o de planchas de hojalata, están débilmente fijadas, sin marcos; son más bien simbólicas pues ni siquiera están provistas de picaportes ni cerraduras.

El que llega hasta aquí desde la ciudad es considerado un gran señor, un Creso, un lord. Aunque la ciudad no está tan lejos, pertenece a un mundo diferente, mejor; al planeta de la abundancia. Y lo saben ambas partes, tanto los de la ciudad como los del campo. Y por eso el urbanita es consciente de que no puede aparecer por aquí con las manos vacías. De ahí que los preparativos de un viaje a una aldea supongan un gasto considerable de tiempo y dinero. Cuando, en la ciudad, alguno de mis conocidos compra algo, enseguida aclara: «Tengo que llevarlo a la aldea.» Recorriendo las calles, mira las mercancías y reflexiona: «Esto sería un buen regalo para cuando vaya al campo.»

Regalos y más regalos. Es la cultura de un continuo regalarse cosas. Puesto que a Godwin no le ha dado tiempo de hacer compras, obsequia a sus vecinos con unos rollos de chelines ugandeses que, con discreción, les mete en los bolsillos.

Primero visitamos a Stone Singewenda y a su esposa, Victa. Stone tiene veintiséis años y vive metido en casa: a veces lo emplean en alguna que otra obra, pero ahora no consigue encontrar trabajo. La que trabaja es Victa: cultiva una parcela de mandioca, y viven de ello. Victa cada año pare un hijo. Llevan cuatro años casados y tienen cuatro hijos, y el quinto está en camino. La costumbre obliga a ofrecer algo de comer o de beber a las visitas, pero Victa y Stone no nos ofrecen nada: no tienen qué.

Todo lo contrario que su vecino Simón. Éste enseguida coloca ante nosotros un platito de cacahuetes. Pero Simón es un hombre acaudalado: tiene una bicicleta, y, gracias a ella, una ocupación. Es un bicycle trader. Hay pocos caminos grandes en el país. Como pocos son los camiones. Millones de personas viven en unas aldeas a las que no lleva ningún camino ni llegan los camiones. Esta gente es la más perjudicada y la más pobre. Vive lejos del mercado, demasiado lejos como para transportar hasta allí, sobre la cabeza, esos pocos bulbos de cassava o de yams, ese racimo de matoke (plátanos verdes) o ese saco de sorgo, es decir, las frutas y verduras que crecen en su zona. Al no poder venderlas, no tienen ningún dinero y, por eso mismo, no pueden comprar nada: el desesperante círculo de la miseria se cierra. Pero he aquí que, con su bicicleta, aparece Simón. Su velocípedo está equipado con un sinfín de objetos útiles, de fabricación casera: portaequipajes, bolsas, pasadores, palancas… Sirve más para acarrear cosas que para montar. Con esta bicicleta y cobrando un precio muy bajo (bajo, porque todo el tiempo nos movemos por una economía de céntimos), Simón (y otros como él, que se cuentan a miles) transporta para las mujeres la mercancía hasta el mercado (para las mujeres, porque el pequeño comercio es ocupación de ellas). Simón dice que cuanto más lejos un camino grande, un camión y un mercado, tanto más grande es la pobreza. La peor de todas reina allí donde los campesinos viven tan lejos de un mercado que son del todo incapaces de llevar sus productos al mismo. Y como la gente de Europa que viene al país —apunta perspicaz— sólo visita ciudades y viaja por carreteras grandes, ni siquiera se imagina cómo es nuestra África.

Apolo es uno de los vecinos de Simón. Es un hombre de edad indefinida, flaco y de pocas palabras. Está de pie delante de su casa y, sobre una tabla de madera, plancha una camisa. Tiene una plancha de carbón vegetal, inmensa, vieja y oxidada. La camisa es aún más vieja. Para describirla, tendría que echar mano del lenguaje de los críticos de arte, del de los posmodernistas caprichosos, del de los especialistas en suprematismo, el visual-art y el expresionismo abstracto. La prenda es nada menos que una obra maestra del patchwork, informel, collage y pop-art, un prodigio de la más viva imaginación de aquellos sastres laboriosos junto a los cuales hemos pasado al venir aquí por la carretera de Kampala. La camisa en cuestión ha debido de pasar por tantas agujas cosiéndole remiendos sobre los agujeros, muestra tantos retazos de telas de textura, estampado y grosor de lo más diversos, que no hay manera de adivinar de qué color era y de qué tejido estaba hecha la prenda original, aquella primera tataracamisa que dio comienzo al largo proceso de cambios y modificaciones cuyo efecto se extiende ahora ante Apolo, sobre su tabla de planchar.

Los baganda son gentes muy pulcras en lo que a limpieza y ropa se refiere. Al contrario de sus compatriotas, los karamajong, que desprecian las vestimentas al considerar que la única belleza está en un cuerpo humano desnudo, los baganda se visten cuidadosa y meticulosamente, tapando los brazos hasta las muñecas y las piernas hasta los tobillos.

Apolo dice que ahora las cosas van bien porque se ha acabado la guerra, pero que también van mal porque ha bajado el precio del café (estamos en los años noventa), y ellos viven de su cultivo. Nadie quiere comprarlo, nadie lo viene a buscar. El café se estropea, los cafetales se asilvestran, y ellos no tienen dinero. Suspira y, con suma atención, conduce su plancha entre los remiendos y las costuras, como hace el marinero con su barco entre arrecifes traicioneros.

En un momento de nuestra charla, de entre la espesura de los plátanos sale una vaca, tras ella unos pastorcillos la mar de traviesos y agitados y, cerrando el cortejo, un anciano encorvado. Es Lule Kabbogozza. En 1942, Lule estuvo en la guerra, en Birmania, y habla de ello como del único acontecimiento de su vida. A partir de entonces, nunca ha salido de la aldea. Ahora pasa estrecheces, como los demás. What I eat?, se pregunta a sí mismo. Cassava. Day and night cassava. Pero tiene un carácter bueno y optimista, y, con una sonrisa, señala hacia la vaca. A principios de cada año se reúnen varias familias, sacan sus cuatro monedas de donde pueden y compran en el mercado una vaca. La vaca pace en la aldea: hay hierba suficiente. Cuando se acercan las Navidades, la sacrifican. Todo el mundo se reúne para la ocasión. Todos miran a ver si se reparte con justicia. Ofrecen una gran cantidad de sangre en sacrificio a los antepasados (no hay ofrenda más preciada que la sangre de vaca). El resto lo asan y hierven allí mismo. Es la única vez en el año que los campesinos comen carne. Más tarde comprarán otra vaca y dentro de un año de nuevo habrá fiesta.

Si para entonces me hallare de paso por la zona, estaré invitado. Habrá pombe (cerveza de plátano), habrá waragi… ¡Y tendré tanta carne cuanto quiera!