LEVANTARSE DE UN SALTO EN MEDIO DE LA OSCURIDAD

Alba y crepúsculo. Son las horas más agradables en África. El sol o todavía no achicharra o ya no nos atormenta. Deja vivir, deja existir.

Las cataratas de Sabeta distan de Addis-Abeba veinticinco kilómetros. Viajar en coche por Etiopía es una especie de compromiso que se negocia a cada instante: todos saben que el camino es viejo, estrecho y lleno de gente y vehículos, pero saben asimismo que tienen que caber en él, y no sólo caber sino también moverse, trasladarse e intentar alcanzar sus destinos. A cada momento, ante todo conductor, pastor de ganado o viandante surge un obstáculo, un rompecabezas, un problema que exige solución: cómo pasar sin chocar con el vehículo que viene en sentido contrario, cómo llegar hasta las vacas, los carneros y los camellos sin pisar a los niños y a los tullidos que andan arrastrándose; cómo pasar al otro lado sin caer bajo las ruedas de un camión, sin ensartarse en los cuernos de un buey, sin arrollar a una mujer que lleva sobre la cabeza un peso de veinte kilos, etc., etc. Y, sin embargo, nadie grita a nadie, nadie se enfada, ni maldice, ni blasfema, ni amenaza: todos corren su slalom con paciencia y en silencio, hacen piruetas, esquivan choques y embestidas, maniobran y se zafan del peligro, se agolpan y, sobre todo —lo más importante—, avanzan. Si se produce un embotellamiento, todos, tranquilos y a una, tomarán parte en la operación de desatascarlo; si se forma una multitud compacta, todos, milímetro a milímetro, acabarán solucionando la situación.

El río, rápido y poco profundo, fluye por un agrietado lecho de piedras, bajando cada vez más hasta alcanzar un abrupto salto, desde el cual se precipita al abismo. Son las cataratas de Sabeta. Arriba, en el curso alto del río, un pequeño etíope, tal vez de no más de ocho años, se gana el pan haciendo lo siguiente: se quita toda la ropa ante la mirada de los visitantes y, arrastrado por las rápidas aguas, baja sobre su culito desnudo por el pedregoso fondo hasta el borde del precipicio. Cuando se detiene junto al abismo, cuyo estruendo llega desde abajo, los espectadores lanzan dos gritos: el primero, de terror y el segundo, inmediatamente después, de alivio. El niño se levanta, se vuelve de espaldas y se inclina, enseñando el trasero a los turistas. No hay en este gesto ningún desprecio ni falta de respeto. Todo lo contrario: orgullo y deseo de tranquilizar a quienes lo miramos, mostrándonos que, al tener —¡fijaos!— la piel de las nalgas tan bien curtida, puede bajar por un lecho erizado de piedras afiladas sin hacerse daño alguno. En efecto, la piel parece tan dura como las suelas de las botas de un alpinista.

Al día siguiente, en la cárcel de Addis-Abeba. Ante la entrada, bajo un estrecho tejado de hojalata, una cola de personas esperando la hora de visita. Puesto que el gobierno es demasiado pobre como para uniformar a la policía, la guardia de las prisiones, etc., los jóvenes descalzos y apenas vestidos que deambulan junto a la verja no son sino los vigilantes de la cárcel. Debemos persuadirnos de que tienen poder, de que deciden si nos dejarán entrar, tenemos que creer en ello y esperar hasta que acaben de discutir, seguramente acerca de si nos permitirán o vetarán el paso. La vieja prisión, construida todavía por los italianos, era utilizada por el régimen pro moscovita de Mengistu para encerrar y torturar a los miembros de la oposición; ahora, en cambio, el poder actual mantiene metidos entre rejas a hombres de los círculos más próximos a Mengistu, miembros del Comité Central, ministros, generales del ejército y de la policía.

Levantada por Mengistu, encima de la entrada se ve una gran estrella en compañía de una hoz y un martillo, y en el interior de la cárcel, en el patio, un busto de Marx (es una costumbre soviética: en las entradas de los gulags se colgaban retratos de Stalin y en el interior se erguían monumentos a Lenin).

El régimen de Mengistu, tras diecisiete años de existencia, cayó en el verano de 1991. El propio líder huyó en avión a Zimbabwe, en el último momento. Es extraordinaria la suerte que ha corrido su ejército. Con ayuda de Moscú, Mengistu construyó el ejército más poderoso de África al sur de Sáhara. Contaba con cuatrocientos mil soldados y tenía misiles y armas químicas. Estaban en guerra con él guerrilleros de las montañas del norte (Eritrea, Tigre) y del sur (Oromo). Justamente en el verano de 1991 hicieron retroceder a las fuerzas gubernamentales hasta Addis-Abeba. Una semblanza de los guerrilleros: muchachos descalzos, a menudo niños, desarrapados, hambrientos y mal armados. Los europeos, temiendo una matanza terrible tras su entrada, empezaron a huir de la ciudad. Pero sucedió otra cosa, algo que podría servir de tema para una película asombrosa y titulada Aniquilación de un gran ejército. Al enterarse de la huida de su líder, aquel ejército poderoso y armado hasta los dientes se desmoronó en pocas horas. Los soldados, hambrientos y desmoralizados, en un instante se convirtieron en mendigos, ante los ojos de los atónitos habitantes de la ciudad. Con un kaláshnikov en una mano, extendían la otra pidiendo algo para comer. Los guerrilleros tomaron la ciudad prácticamente sin lucha. Los soldados de Mengistu, tras dejar abandonados tanques, lanzaderas de misiles, aviones, cañones y carros blindados, se marcharon (cada uno por su cuenta) —a pie, montando muías, en autobuses— a sus aldeas, a casa. Si alguna vez pasáis por Etiopía, en muchas aldeas y ciudades veréis a hombres sanos y fuertes sentados en los umbrales de las casas sin hacer nada o en los taburetes de los modestos bares junto a los caminos: no son sino soldados del gran ejército del general Mengistu, que había de conquistar África pero que se desmoronó en un solo día del verano de 1991.

El preso con el que hablo se llama Shimelis Mazengia y fue uno de los ideólogos del régimen de Mengistu, miembro del Politburó y secretario del Comité Central para la ideología, en una palabra, una especie de Suslov etíope. Mazengia tiene cuarenta y cinco años y es inteligente. Responde con cautela, sopesando sus palabras. Va vestido de sport, con un chándal de color claro. Aquí todos los presos van vestidos «de paisano»: el gobierno no tiene dinero para fabricarles uniformes penitenciarios. Vigilantes y presos, todos visten igual. He preguntado a uno de los guardias si los presos, al tener el mismo aspecto que cualquier otro hombre de la calle, no intentan aprovechar esta circunstancia para huir. Me ha mirado con asombro, ¿huir? Aquí por lo menos tienen un cuenco de sopa, mientras que en libertad pasarían mucha, muchísima hambre, como todo el pueblo. Son enemigos, ¡no locos!, ha subrayado.

Los oscuros ojos esconden inquietud, temor incluso. Se mueven sin parar, desvían la mirada, como si su portador, atrapado, buscase febrilmente una salida. Dice que la huida de Mengistu fue una sorpresa para todos ellos, es decir, para los hombres más próximos al líder. Mengistu trabajaba día y noche; y no porque le interesasen los bienes materiales, sino el poder absoluto. El poder; con él tenía suficiente. La suya era una mentalidad cerrada, incapaz de ningún compromiso. Las matanzas del terror rojo que durante varios años había hecho estragos en el país el preso las define como «lucha por el poder». Sostiene que «las dos partes habían matado». ¿Cómo juzga su propia participación en la cúpula del poder de un régimen que, incluso al caer, había causado tanta desgracia, destrucción y muerte (por orden de Mengistu se fusiló a más de treinta mil personas, aunque hay fuentes que dan la cifra de trescientas mil)? Recuerdo que, cuando a finales de los años setenta, se recorría Addis-Abeba por la mañana, se veía en las calles los cadáveres de los asesinados (cosecha de cada noche). Me responde con filosofía: la historia es un proceso muy complejo. Comete errores, camina errática, busca y a veces entra en un callejón sin salida. Sólo el futuro lo juzgará todo y encontrará la justa medida.

Él y otros catorce hombres ligados al viejo régimen (la nomen-klatura etíope) llevan aquí tres años, sin saber qué será de ellos: ¿más cárcel?, ¿un proceso?, ¿fusilamiento?, ¿salida en libertad? Pero también el gobierno se plantea la misma pregunta: ¿qué hacer con ellos?

Estábamos sentados en una habitación pequeña, creo que una garita de vigilancia. Nadie escuchaba nuestra conversación, ni nadie tampoco insistió en que la acabásemos. Como suele suceder en África, lo que reinaba era un enorme desbarajuste, la gente entraba y salía y, en la mesa de al lado, no paraba de sonar un teléfono que nadie atendía.

Al final de la entrevista, dije que quería ver el lugar donde se hallaban los confinados. Me condujeron a un patio rodeado por un edificio de dos plantas, con galerías. Las celdas estaban dispuestas a lo largo de ellas de tal manera que todas las puertas daban al patio. Una multitud de presos, hacinados, no paraba de deambular por allí. Me fijé en sus rostros. Eran rostros, asomando entre las barbas y tras las gafas, de profesores de universidad, de sus ayudantes y alumnos. El régimen de Mengistu había tenido a muchos partidarios entre ellos. Se trataba, en términos generales, de heraldos de la versión albanesa del socialismo, en su variante de Enver Hoxha. Cuando se produjo la ruptura entre Tirana y Pekín, los admiradores etíopes de Hoxha disparaban en las calles de Addis-Abeba sobre sus compatriotas maoístas. Durante meses la sangre empapó las calles. Tras la huida de Mengistu, los soldados de su ejército se marcharon a sus casas, y se quedaron solos los académicos. Cazarlos y meterlos en aquel patio hacinado no supuso mayores dificultades.

Alguien trajo de Londres un número de Hal-Abuur (Journal of Somalí Literature and Culture), revista trimestral somalí, publicado en verano de 1993. Los conté: de entre sus diecisiete autores, científicos y escritores —intelectuales somalíes de primera fila— nada menos que quince vivían en el extranjero. He aquí uno de los problemas de África: la mayor parte de su intelligentsia vive fuera del continente; en los EEUU, en Londres, en París, en Roma… En sus países, in situ, han quedado: abajo, las masas formadas por un campesinado ignorante, atemorizado y explotado hasta la última gota de sudor; y arriba, la clase de los burócratas corruptos hasta la médula o la soldadesca arrogante (el lumpenmilitariat, como la define el historiador ugandés Ali Mazrui). ¿Cómo puede África desarrollarse, participar en la gran transformación del mundo, sin la intelligentsia, sin una propia clase media culta? Además, cuando un académico o escritor africano es objeto de represalias en su patria, lo más normal es que éste no busque refugio en otro país de su continente sino, y sin dilación, en Boston, Los Ángeles, Estocolmo o Ginebra.

En Addis-Abeba, me traslado a la universidad. Es la única en todo el país. Me asomo a la librería universitaria. Es la única en todo el país. Estantes vacíos. No hay nada: ni libros ni revistas. Nada. Tal situación se presenta en la mayoría de los países africanos. Tiempo ha, lo recuerdo bien, había una buena librería en Kampala y otra (incluso tres), en Dar es Salam. Ahora, nada, en ninguna parte. Etiopía es un país cuya superficie iguala a la de Francia, Alemania y Polonia juntas. Viven allí más de cincuenta millones de personas, dentro de pocos años serán sesenta, dentro de una par de décadas, más de ochenta, etc., etc.

¿Entonces tal vez?

¿Alguien?

¿Aunque sólo fuese una sola?

En mis ratos libres voy al África Hal, una edificación enorme y decorativa que corona una de las colinas sobre las que se levanta la ciudad. Aquí, en mayo de 1963, se celebró la primera cumbre africana. Aquí vi a Nasser, a Nkrumah, a Haile Selassie, a Ben Bella, a Modibo Keita… Grandes nombres en aquel entonces. En el vestíbulo donde se encontraban, ahora juegan al ping-pong unos chicos y una mujer vende chaquetas de piel.

El África Hal es la ley de Parkinson en versión libre y triunfal. Años ha no había aquí más que un edificio, y ahora se ven varios. Cada vez que vuelvo a Addis-Abeba, siempre contemplo la misma imagen: en las proximidades del África Hal se alza una nueva construcción, a cual más grande y lujosa. En Etiopía, los sistemas cambian —primero el feudal autocrático, luego el marxista-leninista, actualmente, el federal democrático—; África también cambia —se vuelve cada vez más pobre—, pero todo esto no tiene ninguna importancia: la victoriosa e inquebrantable ley que ordena seguir ampliando la sede del principal poder africano, el África Hal, funciona sin dependencia ni condicionamiento alguno.

El interior: pasillos, despachos, salas de reuniones; todo repleto de papeles, desde el suelo hasta el techo. Los papeles revientan armarios y archivadores, asoman de los cajones y se caen de las estanterías. Por todas partes hay aglomeraciones de mesas, a las cuales se sientan muchachas bellísimas de todos los confines de África.

Las secretarias.

Busco un documento. Se llama «Lagos Plan of Action for the Economic Development of Africa 1980-2000». En 1980 se reunieron en Lagos los líderes de África con el fin de reflexionar sobre cómo salir de la crisis en la cual se había sumido el continente, cómo salvarlo. Y elaboraron entonces dicho plan de acción, una biblia, la panacea, la gran estrategia para el desarrollo.

Mis búsquedas y preguntas no surten efecto. La mayoría ni siquiera ha oído hablar de ningún plan de acción. Otros sí han oído pero no saben nada preciso. Finalmente los hay que sí han oído y hasta saben cosas concretas, pero no tienen el texto. Pueden proporcionarme el decreto referente a cómo aumentar la producción de cacahuetes en Senegal. Cómo combatir la mosca tse-tse en Tanzania. Cómo limitar la sequía en el Sahel. Pero ¿cómo salvar a África? No, no tienen ningún plan en este sentido.

Algunas de las conversaciones mantenidas en el África Hal en cuestión: la primera, con Babashola Chinsman, vicedirector de la Agencia para el Desarrollo de la ONU. Joven y enérgico, procede de Sierra Leona. Es uno de esos africanos a los que el destino ha sonreído. Un representante de la nueva clase global: un Tercer Mundo que se sienta en las organizaciones internacionales. Un chalet en Addis-Abeba (oficial), otro en Freetown (propio, alquilado a la embajada de Alemania), un piso particular en Manhattan (porque los hoteles no son santo de su devoción). Una limusina, con chófer, el servicio… Mañana, una conferencia en Madrid; dentro de tres días, en Nueva York; dentro de una semana, en Sydney. El tema, siempre el mismo; el sempiterno tema africano: cómo mitigar la situación de los hambrientos.

La conversación resulta simpática, interesante. Chinsman:

— no es verdad que África esté estancada; África se desarrolla, no sólo es el continente del hambre;

— el problema es más amplio, mundial: 150 países en vías de desarrollo presionan a 25 países desarrollados, en los cuales, por añadidura, hay recesión y cuya población no aumenta;

— es sumamente importante que se promocione en África un desarrollo de las regiones. Lamentablemente, lo obstaculiza una infraestructura atrasada: faltan medios de transporte, camiones, autobuses; los caminos son pocos y malos, y las comunicaciones deficientes;

— esta estructura de comunicaciones tan deficiente hace que el noventa por ciento de aldeas y pueblos vivan incomunicados: no tienen acceso al mercado y, por eso mismo, al dinero;

— paradojas de nuestro mundo: si calculamos los gastos de transporte, servicio, almacenaje y conservación de alimentos, el precio de una comida (por lo común, un puñado de maíz) para un refugiado de cualquier campamento, por ejemplo en Sudán, es mayor que el de una cena en el restaurante más lujoso de París;

— tras treinta años de independencia, por fin empezamos a comprender que la educación es importante para el desarrollo. El trabajo del campesino que sabe leer y escribir es diez o quince veces más rentable que el del campesino analfabeto. La sola educación, sin inversiones de ninguna clase, ya de por sí aporta beneficios;

— lo más importante es tener un multidimensional approach to development: desarrollar las regiones, las comunidades locales, desarrollar más bien la interdependence, antes que una ¡intercompetition!

John Menru, de Tanzania:

— África necesita una nueva generación de políticos que sepan pensar de la nueva manera. La presente tiene que marcharse. En lugar de pensar en el desarrollo, sólo piensa en cómo mantenerse en el poder;

— ¿una salida para África? Crear un nuevo clima político:

a) aceptar, como obligatorio, el principio del diálogo;

b) garantizar la participación de la sociedad en la vida pública;

c) respetar los derechos humanos básicos;

d) empezar la democratización.

Si hacemos todo esto, los políticos de nuevo cuño surgirán solos. Políticos que tendrán su propia visión de las cosas, clara y nítida. Una visión clara y nítida; he aquí lo que nos falta hoy;

— ¿qué es peligroso? El fanatismo étnico. Puede llevar a que el principio étnico alcance una dimensión religiosa, convirtiéndose en sustituto de la religión. ¡He ahí lo peligroso!

Sadig Rasheed, sudanés. Uno de los directores de la comisión económica para asuntos de África:

— África tiene que despertarse, espabilar;

— hay que parar el proceso, en marcha, de la marginación de África. No sé si lo conseguiremos;

— ignoro —y me temo que no— si las sociedades africanas serán capaces de adoptar una actitud autocrítica, de la que dependen tantas cosas.

Exactamente sobre el mismo tema hablo un día con A., un inglés viejo que lleva años viviendo en África. A saber: la fuerza de Europa y de su cultura, a diferencia de otras culturas, radica en su capacidad crítica y, sobre todo, en su capacidad para la autocrítica. En su arte de análisis e investigación, en sus búsquedas continuas, en su inquietud. La mente europea reconoce que tiene límites, acepta su imperfección, es escéptica, duda y se plantea interrogantes. Otras culturas carecen de tal espíritu crítico. Más aún, tienden a la soberbia, a considerar todo lo propio como perfecto; en una palabra, se muestran todo menos críticas con ellas mismas. Las culpas de cualquier mal las cargan, exclusivamente, sobre otros, sobre fuerzas ajenas (complots, espías, dominación exterior, en la forma que sea). Perciben toda crítica como un ataque maligno, como una prueba de discriminación, como racismo, etc. Los representantes de estas culturas consideran la crítica como una ofensa a sus personas, como un intento premeditado de humillarlos, incluso como una forma de ensañarse con ellos. Si se les dice que su ciudad está sucia, lo perciben como si les dijésemos que lo están ellos, que tienen sucias las orejas, el cuello, las uñas, etc. En lugar de sentido autocrítico, llevan dentro un montón de resentimientos, complejos, envidias, rencores, enojos y manías. Esto hace que, desde el punto de vista de su cultura, de su estructura, sean incapaces de progresar, de crear en ellos, en su interior, una voluntad de cambio y desarrollo.

¿Pertenecen las culturas africanas (pues son muchas, tantas como sus religiones) al grupo de las intocables y desprovistas de sentido crítico? Africanos como Sadig Rasheed empezaron a planteárselo al querer encontrar una respuesta a la pregunta de por qué, en la carrera de los continentes, África queda rezagada.

¿La imagen de África que se ha forjado Europa? Hambre, niños-esqueletos, tierra tan seca que se resquebraja, chabolas llenando las ciudades, matanzas, el sida, muchedumbres de refugiados sin techo, sin ropa, sin medicinas, sin pan ni agua.

De modo que el mundo se apresura a socorrerla.

Igual que en el pasado, África es hoy contemplada como un objeto, como reflejo de una estrella diferente, terreno de actuaciones de colonizadores, mercaderes, misioneros, etnógrafos y toda clase de organizaciones caritativas (sólo en Etiopía su número supera las ochenta).

Sin embargo, más allá de todo esto, África existe para sí misma y dentro de sí misma, como un continente aparte, eterno y cerrado, tierra de bosques de plátanos, de campos de mandioca, pequeños e irregulares, de selva, del inmenso Sáhara, de ríos que van secándose lentamente, de florestas cada vez más ralas, de ciudades monstruosas y cada vez más enfermas; como una parte del mundo cargada con una especie de electricidad inquieta y violenta.

Dos mil kilómetros a través de Etiopía. Los caminos, vacíos. Montañas y más montañas. En esta estación del año (es invierno en Europa) son verdes. Gigantescas, aparecen magníficas a la luz del sol. Todo alrededor se sume en el silencio. Pero basta detenerse, sentarse al borde del camino y aguzar el oído. Allá, a lo lejos, se oyen voces agudas y monótonas. Son cantos de niños que, desparramados por las lomas circundantes, recogen leña, vigilan rebaños y siegan hierba para el ganado. No se oyen voces de personas mayores, como si sólo se tratase de un mundo infantil.

Y así es. La mitad de la población de África aún no tiene cumplidos los quince años. Todos los ejércitos nutren sus filas con niños, los campamentos de refugiados están repletos de niños y son niños los que trabajan los campos y venden en el mercado. Y en la casa, al niño le corresponde el papel más importante: es el responsable del abastecimiento del agua. Cuando todo el mundo duerme todavía, los chicos pequeños se levantan de un salto en medio de la oscuridad y corren hacia las fuentes, los estanques y los ríos en busca de agua. La tecnología moderna ha resultado ser un gran aliado de estos críos, pues les ha regalado el bidón de plástico, ligero y barato. Hace una veintena de años, dicho bidón revolucionó la vida africana. En el trópico, el agua es la condición de supervivencia. Puesto que la canalización no es muy corriente por aquí y el agua no abunda en ninguna parte, a menudo hay que trasportarla a grandes distancias, a veces a más de quince kilómetros. Durante siglos enteros habían servido para este fin pesadas vasijas de piedra o barro. La cultura africana no conoce el transporte rodado, la gente lo lleva todo ella misma, preferentemente sobre la cabeza. Las vasijas las cargaban las mujeres, de acuerdo con el tradicional reparto del trabajo en el hogar. Además, un niño ni siquiera habría podido levantar una vasija como aquéllas, y en este mundo pobre, en una casa casi nunca había más que un solo recipiente.

Y he aquí que apareció el bidón de plástico. ¡Un milagro! ¡Una revolución! En primer lugar, es relativamente barato (aunque en algunas casas sea el único objeto de valor): cuesta unos dos dólares. Pero lo más importante es que ¡es ligero! Como también lo es el que se fabrique en varios tamaños, de modo que incluso un niño muy pequeño puede transportar unos litros de agua.

¡Todos los niños la acarrean! Ahora mismo vemos a un tropel de alborotada chiquillería que, jugando y dándose empujones, se dirige a una fuente lejana en busca de agua. ¡Qué enorme alivio para la mujer africana, agotada hasta el límite de sus fuerzas! ¡Qué cambio tan grande en su vida! ¡Cuánto tiempo ha ganado ahora para ella misma y para la casa!

Pero eso no es todo. El bidón de plástico tiene un número de virtudes ilimitado. Una de las más importantes radica en que sustituye a la persona en una cola. Había que hacerla (allí donde el agua se trae en cisternas) durante días enteros. Estar a la intemperie bajo el sol del trópico es una tortura. Antes no se podía dejar la vasija e irse a la sombra, porque la podían robar, y era demasiado cara. Ahora, en cambio, en lugar de personas, se forman colas de bidones de plástico, mientras sus dueños se refugian del sol o se van al mercado o a hacer alguna visita. Al viajar por África, se ven muchas de esas kilométricas y multicolores filas de bidones esperando a que aparezca el agua.

Unas palabras más a propósito de los niños. Basta detenernos por un momento en alguna aldea o pueblo, o incluso, sencillamente, en medio del campo, para que enseguida nos rodee un nutrido grupo de niños. Todos, indescriptiblemente harapientos. Todos, con unos inimaginables andrajos que hacen las veces de pantalones y de camisas. Como única fortuna, como único alimento, una calabaza pequeña con un poquito de agua. Todo pedazo de pan o de plátano desaparecerá, engullido, en un abrir y cerrar de ojos. Entre estos niños, el hambre es algo habitual, una forma de vida, una segunda naturaleza. Y, sin embargo, lo que piden no es pan ni fruta, ni siquiera dinero.

Piden un lápiz.

Un bolígrafo. Su precio: diez centavos. Sí, pero ¿de dónde sacarlos?

Y a todos ellos les gustaría ir a la escuela, les gustaría estudiar. A veces incluso van a la escuela del poblado (un lugar al aire libre, a la sombra de un gran mango), pero no pueden aprender a escribir porque no tienen con qué hacerlo, no tienen lápiz.

En algún lugar cerca de Gonder (llegaréis a esta ciudad de los reyes y de los emperadores de Etiopía, avanzando desde el Golfo de Adén en dirección a El Obeid, Tersef, N’Djamena y el lago Chad), encontré a un hombre que caminaba del Norte al Sur. Es, en realidad, la única cosa importante que se puede decir de él: que iba del Norte al Sur. Bueno, también se puede añadir que iba en busca de su hermano.

Estaba descalzo, vestía un pantalón corto lleno de remiendos y, sobre los hombros, algo que en tiempos habría podido llamarse una camisa. Aparte de esto, tenía tres cosas: un bastón de caminante; un trozo de lienzo, que por las mañanas le servía como toalla, en las horas del peor calor, para protegerse la cabeza, y durante el sueño, para taparse; y, también, un receptáculo para agua, de madera y con cierre, que llevaba colgado del hombro. No tenía ningún dinero. Si la gente que encontraba a su paso le daba de comer, comía; si no, hambriento, seguía su viaje. Pero como había pasado hambre toda su vida, no había en ello nada de extraordinario.

Se dirigía al Sur porque tiempo atrás su hermano había partido de casa precisamente en aquella dirección. ¿Cuándo? Hacía mucho. (Hablé con él valiéndome del chófer, que sabía cuatro palabras en inglés y toda referencia al pasado la definía con una única expresión: hace tiempo.) Él también caminaba desde hacía tiempo. Había partido de algún lugar cercano a Keren, en las montañas de Eritrea.

Sabía cómo dirigirse al Sur: por la mañana tenía que ir directamente hacia el sol. Cuando se topaba con alguien, le preguntaba si no conocía a un tal Solomón (el nombre de su hermano). La gente no se extraña al oír semejante pregunta. Toda África se halla en constante movimiento, recorriendo caminos y perdiéndose. Unos huyen de la guerra, otros de la sequía, los de más allá del hambre. Huyen, deambulan, se extravían. El hombre que iba del Norte al Sur no era sino una gota anónima en una de las tantas riadas humanas que inundan los caminos del continente negro, perseguidas por el miedo o la muerte, o guiadas por la esperanza de encontrar un lugar mejor bajo el sol.

¿Por qué quería encontrar a su hermano? ¿Por qué? No comprendía la pregunta. Por una causa obvia, evidente por sí misma, que no necesitaba explicaciones. Se encogió de hombros. A lo mejor lo invadió un sentimiento de lástima por el hombre al que acababa de conocer y el cual, aunque bien vestido, era más pobre que él, porque le faltaba algo importante y preciado.

¿Sabía dónde se encontraba? ¿Que el lugar donde estábamos sentados ya no era Eritrea sino Etiopía, un país diferente? Esbozó la sonrisa del hombre que sabe mucho, en cualquier caso del hombre que sabía una cosa a ciencia cierta: que para él, en África no había fronteras ni países, tan sólo tierra quemada, en la cual un hermano buscaba a otro hermano.

Junto al mismo camino —sólo que hay que bajar hasta el fondo de una abismal hendidura entre dos abruptas laderas de la montaña— se levanta el monasterio de Debre Libanos. En el interior de la iglesia hace frío y reina la oscuridad. Después de las horas pasadas en un coche inundado por la cegadora luz del sol, la vista tarda mucho en acostumbrarse a un lugar semejante y que en un primer momento parece sumido en la oscuridad más absoluta. Al cabo de un rato se distinguen unos frescos en las paredes y también se ve que en el suelo, cubierto por esteras, yacen, boca abajo, unos peregrinos etíopes vestidos de blanco. En uno de los rincones, con voz soñolienta y que se apaga por momentos, un monje viejo canta un salmo en ge’ez, lengua hoy ya muerta. En esta atmósfera de recogimiento místico y silencioso, todo parece estar más allá del tiempo, de la medida y de la gravedad; más allá del ser.

No se sabe cuánto llevan esos peregrinos en el monasterio: a lo largo del día he salido y entrado en él varias veces y ellos seguían allí, inmóviles sobre sus esteras.

¿Un día? ¿Un mes? ¿Un año? ¿La eternidad?