EL POZO
Alguien me despierta; noto un tacto suave y liviano. El rostro que se inclina sobre mí es oscuro, veo encima de él un turbante blanco, tan claro que casi resulta luminoso, como cubierto de fósforo. Aún es de noche pero al derredor de mí todo está en movimiento. Las mujeres desmontan las cabañas y los niños amontonan leña en el lugar del fuego. Hay mucha prisa en todo este ir y venir de un lado para otro, una auténtica carrera contra reloj: hacer todo lo posible antes de que aparezca el sol y empiece el tórrido día. De modo que hay que levantar el campo cuanto antes y volver a emprender camino. Estas personas no sienten ningún apego al lugar en que se hallan. Pronto se irán de aquí sin dejar rastro. En sus canciones, que entonan en las noches, siempre se repite el mismo estribillo: «¿Mi patria? Mi patria está allí donde llueve.»
Pero aún queda mucho hasta la noche. Primero hay que prepararse para el viaje. O sea, antes que nada, abrevar las camellas. La operación se prolonga durante mucho tiempo, dado el inmenso caudal de agua que éstas son capaces de tragar, haciendo acopio para el futuro, cosa de la que no es capaz un ser humano, ni ningún otro. A continuación los chicos las ordeñan y llenan con su leche, de sabor un tanto agrio y avinagrado, unos odres de piel planos. Luego beben en el pozo las ovejas y las cabras. Hay unas doscientas. Están al cuidado de las mujeres. Los últimos en beber son las personas, primero los hombres, y tras ellos, las mujeres y los niños.
En el horizonte aparece ahora la primera línea de luz, anuncio del día y llamada a la oración matutina. Los hombres rezan después de lavarse el rostro con un puñadito de agua, siendo así que la ablución exige la misma concentración que la plegaria: ni una sola gota, igual que ninguna palabra de Dios, puede desperdiciarse.
Las mujeres sirven ahora a los hombres sendos cuencos de té. Es un té que se hierve con azúcar y menta, espeso como la miel y nutritivo; en la estación seca, cuando falta comida, tiene que bastar para todo el día, hasta el segundo cuenco: la cena.
Sale el sol, todo se inunda de luz y ya es hora de ponerse en marcha. Abre la comitiva el rebaño de camellas, conducido por los hombres y los muchachos. Lo siguen las ovejas y las cabras, envueltas en nubes de polvo. Y tras ellas, van las mujeres y los niños. Éste es el orden en que suelen caminar por el desierto los grupos de personas y animales, pero en esta ocasión, al mismísimo final, va también Hamed con su burro y, además, yo. Hamed es un pequeño comerciante de Berbera en cuyo hotelito he pasado la noche. Cuando me dijo que se disponía a ir con sus primos a Las Anod, a visitar a su hermano, le pedí que me llevase con él.
Pero ¿dónde está Berbera? ¿Y Las Anod? Ambas localidades están situadas en el norte de Somalia. Berbera, en el golfo de Adén, y Las Anod, en la meseta de Haud. De manera que esta mañana mis compañeros de viaje han rezado vueltos hacia el norte, es decir, en dirección a La Meca, teniendo el sol a su derecha, mientras que ahora, cuando nos ponemos en marcha, lo tenemos a la izquierda. He aquí la geografía del mundo local, compleja y embrollada, pero Dios nos libre de equivocarnos en algo: en las condiciones que reinan en este desierto, un error significa la muerte. Todo aquel que en alguna ocasión haya visitado estos parajes sabe que se trata de los lugares más tórridos del planeta. Y sólo aquel que los ha conocido sabrá de qué estoy hablando. En la estación seca, el día, sobre todo alrededor de las doce, se convierte en un infierno imposible de soportar. Literalmente nos asamos al fuego. Es verdad que todo arde a nuestro alrededor. Incluso la sombra quema y el viento abrasa. Como si a nuestro lado pasase un meteorito cósmico incandescente y, con su radiación térmica, fuese convirtiéndolo todo en ceniza. A esas horas la gente, los animales y las plantas se quedan inmovilizados, se petrifican. No se oye nada; todo se sume en un silencio sepulcral, sobrecogedor.
Y precisamente ahora caminamos por una extensión vacía hacia ese fenómeno cegador que aquí es la hora punta del día abrasador, hacia esa atormentadora experiencia de calor y agotamiento de la cual no puede uno huir ni protegerse. Nadie dice nada, como si la marcha consumiese toda la atención y energía, y eso que se trata de un quehacer cotidiano, de una rutina monótona, de un modo de vida. Sólo de vez en cuando se oye el restallido de los golpes descargados en el lomo de alguna camella perezosa y los gritos ahogados de las mujeres riñendo a las indisciplinadas cabras.
Se acercan las once cuando la columna aminora la marcha, luego se detiene y se dispersa. Ahora cada cual intenta ocultarse del sol. La única manera de hacerlo consiste en meterse bajo una de las ahorquilladas acacias que crecen aquí y allá y cuyas copas, achatadas y de ramaje enmarañado, tienen forma de paraguas: allí hay sombra, y con ella, esa brizna de frescor oculto. Es que aparte de estos árboles no hay más que arena y más arena. Aunque en algún que otro lugar aparecen, también, unos arbustos solitarios, espinosos y desgreñados. Y matas de hierba áspera y quemada. Y hebras de musgo, grises y frágiles. Y, muy de vez en cuando, piedras sobresaliendo de la arena, rocas erosionadas por el viento y guijarrales dispuestos sin orden ni concierto.
—¿No habría estado mejor quedarnos junto al pozo? —pregunto, exhausto, a Hamed. Apenas si llevamos tres días de viaje, pero ya no tengo fuerzas para seguir andando. Apoyados contra el tronco nudoso de un árbol, estamos sentados en un círculo estrecho de sombra, tan menguado que, además de nosotros, sólo cabe en él la cabeza del borrico mientras que todo su cuerpo se abrasa al sol.
—No —me contesta—, porque desde el oeste vienen ogadenos y no tenemos fuerza suficiente para rechazarlos.
En este momento me doy cuenta de que nuestro viaje no es un simple trasladarse de un lado para otro sino que, al caminar, participamos en una lucha, en unas maniobras peligrosas e incesantes, en acciones de guerra y escaramuzas que pueden acabar mal en cualquier momento.
Los somalíes constituyen un solo pueblo de varios millones de habitantes. Tienen lengua, historia y cultura comunes. Al igual que territorio. Y la misma religión: el islam. Una cuarta parte de esta comunidad vive en el sur y se dedica a la agricultura, cultivando sorgo, maíz, frijoles y plátanos. Pero la mayoría se compone de nómadas, propietarios de rebaños. Precisamente me hallo ahora entre ellos, en un vasto territorio semidesértico, allá por entre Berbera y Las Anod. Los somalíes se dividen en varios clanes grandes (tales como issaq, daarood, dir, hawiye) y éstos, a su vez, en clanes menores, que se cuentan por decenas, y estos últimos, finalmente, en grupos emparentados, por centenares e incluso miles. Los lazos familiares, las alianzas y los conflictos entre todas estas comunidades y constelaciones de linaje conforman la historia de la sociedad somalí.
El somalí nace en algún lugar junto a un camino, en una cabaña-refugio o, simplemente, bajo el cielo raso. Jamás sabrá su lugar de nacimiento, que tampoco será inscrito en parte alguna. Al igual que sus padres, no tendrá una aldea o un pueblo natal. Tiene una única identidad: la que marca su relación con la familia, el grupo de parientes y el clan. Cuando se encuentran dos desconocidos, empiezan diciendo: ¿Que quién soy? Soy Soba, de la familia de Ahmad Abdul ah, la cual pertenece al grupo de Mussa Araye, que, a su vez, pertenece al clan de Hasean Said, el cual forma parte de la unión de clanes isaaq, etc. Tras semejante presentación, le toca el turno al segundo desconocido, quien procederá a facilitar los detalles de su origen y definir sus raíces, y ese intercambio de información, que se prolonga durante largo rato, resulta sumamente importante, pues ambos desconocidos intentan averiguar lo que los une o separa, y si se fundirán en un abrazo o se abalanzarán el uno sobre el otro con un cuchillo. A todo esto, la relación particular entre las dos personas, su simpatía o antipatía mutuas, no tiene ninguna importancia; la actitud hacia el otro, amistosa u hostil, depende de cómo se presentan en el momento dado las relaciones entre sus respectivos clanes. La persona privada, particular, el individuo, no existe; sólo cuenta como parte de este u otro linaje.
Cuando el niño cumple ocho años, se le concede un gran honor: a partir de este momento, junto con sus compañeros, se encargará de cuidar de un rebaño de camellos, el tesoro más preciado de los nómadas somalíes. Entre ellos, todo se mide por el valor de los camellos: la riqueza, el poder, la vida. Sobre todo la vida. Si Ahmed mata a un miembro de otra familia, la suya tiene que pagar a la del muerto una indemnización. Si ha matado a un hombre, cien camellos; y si a una mujer, cincuenta. Si no, ¡habrá guerra! Sin camellos la persona no puede existir. Se alimenta de la leche de las hembras. Traslada su casa a lomos del animal. Sólo vendiéndolo puede fundar una familia: entrar en posesión de una esposa exige pagar un precio, siempre en camellos, a los parientes de la elegida. Finalmente, salvará la vida, pagando la correspondiente indemnización con dichos animales.
El rebaño que poseen todos los grupos familiares se compone de camellos, cabras y ovejas. Aquí no se puede cultivar la tierra. Es una arena seca y abrasadora en que no germina nada. De modo que el rebaño se convierte en la única fuente de ingresos, de vida. Pero los animales necesitan de agua y pastos. Y aquí, incluso en la estación de las lluvias no abundan, y en la seca la mayoría de los pastos desaparece del todo y los arroyos y los pozos pierden mucha profundidad, cuando no toda el agua. Entonces llegan la sequía y el hambre, y muere el ganado así como mucha gente.
Ahora el pequeño somalí empieza a conocer su mundo. Lo aprende. Esas acacias solitarias, esas matas de hierba espinosa, esos baobabs gigantescos se convierten en señales que le dicen dónde está y por dónde debe caminar. Esas rocas altas, esos barrancos verticales llenos de piedras, esas peñas rocosas salientes le indican el camino, le enseñan las direcciones y no le permiten perderse. Pero el paisaje en cuestión, que en un principio le parece legible y conocido, no tarda en despojarle del sentimiento de seguridad. Pronto resulta que los mismos lugares y laberintos, las mismas composiciones de señales que lo rodean ofrecen un aspecto en la época quemada por la sequía y otro diferente, cuando, en la estación de las lluvias, se cubren de un verde frondoso; que las mismas crestas y hendiduras rocosas cobran unas formas, profundidad y color en los horizontales rayos del sol de la mañana y otras, muy distintas, al mediodía, cuando caen sobre ellas rayos verticales. Sólo entonces comprenderá el chiquillo que un mismo paisaje entraña un sinfín de composiciones que varían y cambian y que hay que saber cuándo y en qué orden se suceden y qué significan, qué le dicen y qué le advierten.
Y ésta es su primera lección: que el mundo habla haciéndolo en muchas lenguas, y que constantemente hay que aprenderlas. Aunque a medida que pasa el tiempo, el chico recibe también otra lección: conoce a su planeta, el mapa del mismo y los caminos e itinerarios en él señalados, sus direcciones, trayectorias y trazado. Aunque, aparentemente, no se vea nada alrededor, nada más que extensiones desnudas y desiertas, lo cierto es que estas tierras las cruzan numerosos caminos y senderos, rutas e itinerarios, cierto que invisibles en la arena y entre las rocas, pero no menos impresos de modo imborrable en la memoria de las gentes que llevan siglos atravesándolos. En este lugar empieza el gran juego somalí, el juego de la supervivencia, de la vida: dichas rutas conducen de pozo en pozo, de pasto en pasto. Como consecuencia de guerras, conflictos y regateos seculares, cada grupo familiar, cada unión y clan tiene sus propias rutas, pozos y pastos reconocidos por la tradición. La situación casi roza lo ideal cuando se trata de un año de lluvias abundantes y pastos frondosos, cuando los rebaños cuentan con un número de cabezas moderado y no han nacido demasiados niños. Pero basta que llegue la sequía —lo que, al fin y al cabo, se repite a menudo—, para que desaparezca la hierba y se sequen los pozos. Entonces, toda esa red de caminos y senderos, tan primorosamente tejida durante años para que los clanes al trasladarse no se topen unos con otros y no pisen territorio ajeno, de pronto pierde vigencia, se enmaraña, resquebraja y estalla en mil pedazos. Empieza una búsqueda desesperada de pozos en los que aún hay agua, intentos de alcanzarlos a cualquier precio. Desde todas partes, los hombres conducen a sus rebaños a esos escasos lugares donde todavía se conservan briznas de hierba. La estación seca se convierte en época de fiebre, tensión, furia y guerras. Afloran entonces los peores rasgos del ser humano: la desconfianza, la astucia, la avaricia y el odio.
Hamed me dice que la poesía de su pueblo habla a menudo del drama y la aniquilación de aquellos clanes que, atravesando el desierto, no han conseguido llegar hasta un pozo. Esas peregrinaciones de trágico final duran días, incluso semanas enteras. Las primeras en caer muertas son las ovejas y las cabras. Pueden aguantar sin agua apenas unos pocos días. Luego les llega el turno a los niños. «Luego, los niños», dice, sin añadir nada más. Ni siquiera dice cómo reaccionan sus madres y sus padres, ni cómo se los entierra. «Luego, los niños», repite y vuelve a sumirse en el silencio. Hace tanto calor que incluso hablar resulta difícil. Acaba de pasar el mediodía y no hay con qué respirar. «Luego, mueren las mujeres», continúa al cabo de unos instantes. Los que aún viven no pueden detenerse durante demasiado tiempo. Si se detuviesen cada vez que muere alguien, jamás llegarían a un pozo. Una muerte causaría otra, y otra, y otra. El clan que seguía su ruta, que ha existido, desaparecería en algún lugar del desierto. Nunca más podría averiguar nadie hacia dónde se dirigía aquella gente. Ahora tengo que imaginarme ese camino que no existe, es decir, que no se ve, y en él a un nutrido grupo de personas y animales que va menguando por momentos y se vuelve cada vez más pequeño. «Durante un tiempo siguen con vida los hombres y los camellos». El camello puede aguantar sin beber unas tres semanas. Y recorre largas distancias: quinientos kilómetros e incluso más. Durante todo este tiempo, la camella tendrá algo de leche. Esas tres semanas son el límite extremo de supervivencia para el hombre y el animal, si se quedan solos en la tierra «¡Solos en la tierra!», exclama Hamed, y hay en ese grito suyo un timbre de terror, pues se trata precisamente de aquello que el somalí no es capaz de imaginarse: quedarse solo en la tierra. El hombre y el camello siguen viaje en busca de agua, de un pozo. Caminan cada vez más despacio y cada paso que dan les exige un mayor esfuerzo. Y es así porque la tierra que pisan ni por un momento deja de estar envuelta en las llamas del sol; el calor tórrido, que sale de todos los rincones, lo abrasa todo: las piedras, la arena y el aire. «El hombre y el camello mueren juntos», dice Hamed. Esto ocurre cuando el hombre ya no encuentra leche: las ubres de la camella están vacías. Secas y agrietadas. Por lo general, al nómada y a su animal les quedan aún fuerzas suficientes como para arrastrarse hasta alguna sombra. Se los encuentra más tarde, muertos, en algún lugar sombreado o allí donde al hombre le había parecido ver una penumbra.
—Sé de qué se trata —interrumpo a Hamed—, porque pude contemplar el fenómeno con mis propios ojos en Ogadén. Recorríamos entonces el desierto en camiones con el fin de buscar a unos nómadas amenazados de muerte por hambre y llevarlos al campamento de Gode. A mí me resultaba de lo más chocante que cada vez que encontrábamos a unos somalíes al borde de la muerte, acompañados de unos camellos en el mismo estado, aquellos hombres por nada del mundo querían separarse de sus animales, aun a sabiendas de que no los aguardaba sino una muerte segura. Estuve allí con un equipo de salvamento compuesto por gente joven, un grupo que pertenecía a la organización humanitaria Save. Tenían que emplear la fuerza para separar al pastor de su camello —ambos reducidos a meros esqueletos—, pero acababan llevando al campamento al hombre, que los insultaba y maldecía. No por mucho tiempo, sin embargo. Aquella gente recibía diariamente tres litros de agua, que tenía que bastarle para todo: beber, cocinar, lavar. Y como ración diaria de comida, medio kilo de maíz. Y también, una vez por semana, una saquito de azúcar y un trozo de jabón. Pues bien, aquellos somalíes eran capaces aun de hacer ahorros, de vender el maíz y el azúcar a los mercaderes que deambulaban por el campamento, de acumular una suma de dinero necesaria para comprar un camello y huir al desierto.
No sabían vivir de otra manera.
A Hamed no le extraña. «Nuestra naturaleza es así», dice, ni tan siquiera con resignación, sino incluso con un cierto matiz de orgullo. La naturaleza es ese algo a lo que no hay que oponerse, ni intentar mejorarla, ni hacer nada con vistas a independizarnos de ella. La naturaleza nos es dada por Dios y por lo tanto es perfecta. La sequía, el calor, los pozos vacíos y la muerte en el camino también son perfectos. Sin ellos, el hombre no sentiría el goce auténtico de la lluvia, el sabor divino del agua y la dulzura vivificante de la leche. El animal no sabría disfrutar de la hierba jugosa ni embriagarse con el olor de un prado. El hombre no sabría qué es eso de ponerse bajo un chorro de agua fresca y cristalina. Ni siquiera se le ocurriría pensar que esto significa, simplemente, estar en el cielo.
Son las tres de la tarde y el calor empieza a amainar. Hamed se levanta, se enjuga el sudor y se arregla el turbante. Va a participar en un shir, reunión de todos los hombres adultos. Los somalíes no tienen ningún poder superior que los gobierne, ninguna jerarquía. El único poder se reduce a esta clase de reuniones, donde todo el mundo puede hacer uso de la palabra. En el shir, nadie se pierde las partes que aporta el servicio de espionaje infantil. Y es que los niños no descansan. Desde la mañana hacen una prospección del terreno y escudriñan la zona: ¿no habrá por casualidad en las proximidades algún clan de fuerza grande y peligrosa? ¿Dónde está el pozo más cercano hasta el cual podemos llegar los primeros? ¿Podemos seguir caminando tranquilos o se cierne sobre nosotros alguna amenaza? Todos estos asuntos serán debatidos uno tras otro. Shir significa jaleo, bulla, griterío y desbarajuste, pero al final se acaba por tomar la decisión más importante: por dónde seguir viaje. Entonces nos colocaremos en el orden establecido desde hace siglos y nos pondremos en marcha.