Memorias del Marqués de Bradomín

LLEGADO que fui a la fragata, recogíme a mi camarote, y como estuviese muy fatigado, me acosté en seguida. Cátate que no bien apago la luz empiezan a removerse las víboras mal dormidas del deseo que desde todo el día llevaba enroscadas al corazón, apercibidas a morderle. Al mismo tiempo sentíame invadido por una gran melancolía, llena de confusión y de misterio. La melancolía del sexo, germen de la gran tristeza humana. El recuerdo de la Niña Chole perseguíame con mariposeo ingrávido y terco. Su belleza índica, y aquel encanto sacerdotal, aquella gracia serpentina, y el mirar sibilino, y las caderas ondulosas, la sonrisa inquietante, los pies de niña, los hombros desnudos, todo cuanto la mente adivinaba, cuanto los ojos vieran, todo, todo era hoguera voraz en que mi carne ardía. Me figuraba que las formas juveniles y gloriosas de aquella Venus de bronce florecían entre céfiros, y que veladas primero se entreabrían turgentes, frescas, lujuriosas, fragantes como rosas de Alejandría en los jardines de Tierra Caliente. Y era tal el poder sugestivo del recuerdo, que en algunos momentos creí respirar el perfume voluptuoso que al andar esparcía su falda, con ondulaciones suaves.

Poco a poco cerróme los ojos la fatiga, y el arrullo monótono y regular del agua acabó de sumirme en un sueño amoroso, febril e inquieto, representación y símbolo de mi vida. Despertéme al amanecer con los nervios vibrantes, cual si hubiese pasado la noche en un invernadero, entre plantas exóticas, de aromas raros, afroditas y penetrantes. Sobre mi cabeza sonaban voces confusas y blando pataleo de pies descalzos, todo ello acompañado de mucho chapoteo y trajín. Empezaba la faena del baldeo. Me levanté y subí al puente. Heme ya respirando la ventolina que huele a brea y algas. En aquella hora el calor es deleitante. Percíbense en el aire estremecimientos voluptuosos: El horizonte ríe bajo un hermoso sol.

Envuelto en el rosado vapor que la claridad del alba extendía sobre el mar azul, adelantaba un esquife. Era tan esbelto, ligero y blanco, que la clásica comparación con la gaviota y con el cisne veníale de perlas. En las bancas traía hasta seis remeros. Bajo un palio de lona, levantado a popa, se guarecía del sol una figura vestida de blanco. Cuando el esquife tocó la escalera de la fragata ya estaba yo allí, en confusa espera de no sé qué gran ventura. Una mujer viene sentada al timón. El toldo solamente me deja ver el borde de la falda y los pies de reina calzados con chapines de raso blanco, pero mi alma la adivina. ¡Es ella, la Salambó de los palacios de Tequil!… Sí, era ella, más gentil que nunca, velada apenas en el rebocillo de seda. Hela en pie sobre la banca, apoyada en los hercúleos hombros de un marinero negro. El labio abultado y rojo de la criolla sonríe con la gracia inquietante de una egipcia, de una turania. Sus ojos, envueltos en la sombra de las pestañas, tienen algo de misterioso, de quimérico y lejano, algo que hace recordar las antiguas y nobles razas que en remotas edades fundaron grandes imperios en los países del sol… El esquife cabecea al costado de la fragata. La criolla, entre asustada y divertida, se agarra a los crespos cabellos del gigante, que impensadamente la toma al vuelo y se lanza con ella a la escala. Los dos ríen envueltos en un salsero que les moja la cara. Ya sobre cubierta, el coloso negro la deja sola y se aparta secreteando con el contramaestre.

Yo gano la cámara por donde necesariamente han de pasar. Nunca el corazón me ha latido con más violencia. Recuerdo perfectamente que estaba desierta y un poco oscura. Las luces del amanecer cabrilleaban en los cristales. Pasa un momento. Oigo voces y gorjeos: Un rayo de sol más juguetón, más vivo, más alegre, ilumina la cámara, y en el fondo de los espejos se refleja la imagen de la Niña Chole.

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