
A NIÑA CHOLE reposaba con sueño
cándido y feliz: En sus labios aún vagaba dormido un rezo. Yo me
incliné para besarlos: Era mi primer beso de esposo. La Niña Chole
se despertó sofocando un grito:
—¿Qué hace usted aquí, señor?
Yo repuse entre galante y paternal:
—Reina y señora, velar tu sueño.
La Niña Chole no acertaba a comprender cómo yo podía hallarme en su celda, y tuve que recordarle mis derechos conyugales, reconocidos por la Madre Abadesa. Ante aquel gentil recuerdo se mostró llena de enojo. Clavándome los ojos repetía:
—¡Oh!… ¡Qué terrible venganza tomará el general Diego Bermúdez!…
Y ciega de cólera porque al oírla sonreía, me puso en la faz sus manos de princesa india, manos cubiertas de anillos, enanas y morenas, que yo hice prisioneras. Sin dejar de mirarla, se las oprimí hasta que lanzó un grito, y después dominando mi despecho, se las besé. Ella, sollozante, dejóse caer sobre las almohadas: Yo, sin intentar consolarla me alejé. Sentía un fiero desdeño lleno de injurias altaneras, y para disimular el temblor de mis labios que debían estar lívidos, sonreía. Largo tiempo permanecí apoyado en la reja, contemplando el jardín susurrante y oscuro. El grillo cantaba, y era su canto un ritmo remoto y primitivo. De tarde en tarde llegaba hasta mí algún sollozo de la Niña Chole, tan apagado y tenue, que el corazón siempre dispuesto a perdonar, se conmovía. De pronto, en el silencio de la noche, una campana del convento comenzó a doblar. La Niña Chole me llamó temblorosa:
—¿Señor, no conoce la señal de agonía?
Y al mismo tiempo se santiguó devotamente. Sin desplegar los labios me acerqué a su lecho, y quedé mirándola grave y triste. Ella, con la voz asustada, murmuró:
—¡Una monja se halla moribunda!
Yo entonces tomando sus manos entre las mías, le dije amorosamente:
—¿Y esto te causa miedo?
—¡Oh!… ¿Quién será? Ahora entrega su alma a Dios Nuestro Señor. ¿Será alguna novicia?
Sonriendo diabólicamente, le dije:
—¡Acaso sea yo!…
—¿Cómo, señor?
—Estará a las puertas del convento el general Diego Bermúdez.
—¡No!… ¡No!…
Y oprimiéndome las manos, comenzó a llorar. Yo quise enjugar sus lágrimas con mis labios, y ella echando la cabeza sobre las almohadas, suplicó:
—¡Por favor!… ¡Por favor!…
Velada y queda desfallecía su voz. Quedó mirándome, temblorosos los párpados y entreabierta la rosa de su boca. La campana seguía sonando lenta y triste. En el jardín susurraban los follajes, y la brisa que hacía flamear el blanco y rizado mosquitero, nos traía aromas. Cesó el toque de agonía, y juzgando propicio el instante, besé a la Niña Chole. Ella parecía consentir, cuando de pronto en medio del silencio, la campana dobló a muerto. La Niña Chole dio un grito y se estrechó a mi pecho: Palpitante de miedo, se refugiaba en mis brazos. Mis manos, distraídas y paternales, comenzaron a desflorar sus senos. Ella, suspirando, entornó los ojos, y celebramos nuestras bodas con siete copiosos sacrificios que ofrecimos a los dioses como el triunfo de la vida.
