Memorias del Marqués de Bradomín

JUAN DE GUZMÁN tenía la cabeza pregonada, aquella magnífica cabeza de aventurero español. En el siglo XVI hubiera conquistado su Real Ejecutoria de Hidalguía peleando bajo las banderas de Hernán Cortés, y acaso entonces nos dejase una hermosa memoria aquel capitán de bandoleros con aliento caballeresco, porque había nacido para ilustrar su nombre en las Indias saqueando ciudades, violando princesas y esclavizando emperadores. Viejo y cansado, cubierto de cicatrices y de gloria, tornaríase a su tierra llevando en buenas doblas de oro el botín conquistado acaso en Otumba, acaso en Mangoré. ¡Las batallas gloriosas de alto y sonoro nombre! Levantaría una torre, fundaría un mayorazgo con licencia del Señor Rey, y al morir tendría noble enterramiento en la iglesia de algún monasterio. La piedra de armas y un largo epitafio, recordarían las hazañas del caballero, y muchos años después, su estatua de piedra, dormida bajo el arco sepulcral, aún serviría a las madres para asustar a sus hijos pequeños.

Yo confieso mi admiración por aquella noble abadesa que había sabido ser su madrina sin dejar de ser una santa. A mí seguramente hubiérame tentado el diablo, porque el capitán de los plateados tenía el gesto dominador y galán, con que aparecen en los retratos antiguos los capitanes del Renacimiento: Era hermoso como un bastardo de César Borgia. Cuentan, que al igual de aquel príncipe, mató siempre sin saña, con frialdad, como matan los hombres que desprecian la vida, y que, sin duda por eso, no miran como un crimen dar la muerte. Sus sangrientas hazañas son las hazañas que en otro tiempo hicieron florecer las epopeyas. Hoy sólo de tarde en tarde alcanzan tan alta soberanía, porque las almas son cada vez menos ardientes, menos impetuosas, menos fuertes. ¡Es triste ver cómo los hermanos espirituales de aquellos aventureros de Indias no hallan ya otro destino en la vida que el bandolerismo caballeresco!

Aquel capitán de los plateados también tenía una leyenda de amores. Era tan famoso por su fiera bravura como por su galán arreo. Señoreaba en los caminos y en las ventas: Con valeroso alarde se mostraba solo, caracoleando el caballo y levantada sobre la frente el ala del chambergo entoquillado de oro. El zarape blanco envolvíale flotante como alquicel morisco. Era hermoso, con hermosura varonil y fiera. Tenía las niñas de los ojos pequeñas, tenaces y brillantes, el corvar de la nariz soberbio, las mejillas nobles y atezadas, los mostachos enhiestos, la barba de negra seda. En la llama de su mirar vibraba el alma de los grandes capitanes, gallarda y de través como los gavilanes de la espada. Desgraciadamente, ya quedan pocas almas así.

¡Qué hermoso destino el de ese Juan de Guzmán, si al final de sus días se hubiese arrepentido y retirado en la paz de un monasterio para hacer penitencia, como San Francisco de Sena!

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