Memorias del Marqués de Bradomín

COMENZABAN los pájaros a cantar en los árboles del jardín, saludando al sol, cuando nosotros, ya dispuestos para la jornada de aquel día, nos asomamos a la reja. Las albahacas, húmedas de rocío, daban una fragancia intensa, casi desusada, que tenía como una evocación de serrallo morisco y de verbenas. La Niña Chole reclinó sobre mi hombro la cabeza, suspiró débilmente, y sus ojos, sus hermosos ojos de mirar hipnótico y sagrado, me acariciaron románticos. Yo entonces le dije:

—¿Niña, estás triste?

—Estoy triste porque debemos separarnos. La más leve sospecha nos podría costar la vida.

Pasé amorosamente mis dedos entre la seda de sus cabellos, y respondí con arrogancia:

—No temas: Yo sabré imponer silencio a tus criados.

—Son indios, señor… Aquí prometerían de rodillas, y allá, apenas su amo les mirase con los ojos fieros, todo se lo dirían… ¡Debemos darnos un adiós!

Yo besé sus manos apasionado y rendido:

—¡Niña, no digas eso!… Volveremos a Veracruz. La Dalila quizá permanezca en el puerto: Nos embarcaremos para Grijalba: Iremos a escondernos en mi Hacienda de Tixul.

La Niña Chole me acarició con una mirada larga, indefinible. Aquellos ojos de reina india eran lánguidos y brillantes: Me pareció que a la vez reprochaban y consentían. Cruzó el rebocillo sobre el pecho y murmuró poniéndose encendida:

—¡Mi historia es muy triste!

Y para que no pudiese quedarme duda, asomaron dos lágrimas en sus ojos. Yo creí adivinar, y le dije con generosa galantería:

—No intentes contármela: Las historias tristes me recuerdan la mía.

Ella sollozó:

—Hay en mi vida algo imperdonable.

—Los hombres como yo todo lo perdonan.

Al oírme escondió el rostro entre las manos:

—He cometido el más abominable de los pecados: Un pecado del que sólo puede absolverme Nuestro Santo Padre.

Viéndola tan afligida, acaricié su cabeza reclinándola sobre mi pecho, y le dije:

—Niña, cuenta con mi valimiento en el Vaticano. Yo he sido capitán en la Guardia Noble. Si quieres, iremos a Roma en peregrinación, y nos echaremos a los pies de Gregorio XVI.

—Iré yo sola… Mi pecado es mío nada más.

—Por amor y por galantería, yo debo cometer uno igual… ¡Acaso ya lo habré cometido!

La Niña Chole levantó hacia mí los ojos llenos de lágrimas, y suplicó:

—No digas eso… ¡Es imposible!

Sonreí incrédulamente, y ella, arrancándose de mis brazos, huyó al fondo de la celda. Desde allí, clavándome una mirada fiera y llorosa, gritó:

—Si fuese verdad, te aborrecería… Yo era una pobre criatura inocente cuando fui víctima de aquel amor maldito.

Volvió a cubrirse el rostro con las manos, y en el mismo instante yo adiviné su pecado. Era el magnífico pecado de las tragedias antiguas. La Niña Chole estaba maldita como Mirra y como Salomé. Acerquéme lleno de indulgencia, le descubrí la cara húmeda de llanto, y puse en sus labios un beso de noble perdón. Después en voz baja y dulce, le dije:

—Todo lo sé. El general Diego Bermúdez es tu padre.

Ella gimió con rabia:

—¡Ojalá no lo fuese! Cuando vino de la emigración, yo tenía doce años y apenas le recordaba…

—No le recuerdes ahora tampoco.

La Niña Chole, conmovida de gratitud y de amor, ocultó la cabeza en mi hombro:

—¡Eres muy generoso!

Mis labios temblaron ardientes sobre su oreja fresca, nacarada y suave como concha de perlas:

—Niña, volveremos a Veracruz.

—No…

—¿Acaso temes mi abandono? ¿No comprendes que soy tu esclavo para toda la vida?

—¡Toda la vida!… Sería tan corta la de los dos…

—¿Por qué?

—Porque nos mataría… ¡Lo ha jurado!…

—Todo será que no cumpla el juramento.

—Lo cumpliría.

Y ahogada por los sollozos se enlazó a mi cuello. Sus ojos llenos de lágrimas, quedaron fijos en los míos como queriendo leer en ellos. Yo fingiéndome deslumbrado por aquella mirada, los cerré. Ella suspiró:

—¿Quieres llevarme contigo sin saber toda mi historia?

—Ya la sé.

—No.

—Tú me contarás lo que falta cuando dejemos de querernos, si llega ese día.

—Todo, todo debes saberlo ahora, aun cuando estoy segura de tu desprecio… Eres el único hombre a quien he querido, te lo juro, el único… Y, sin embargo, por huir de mi padre, he tenido un amante que murió asesinado.

Calló sollozante. Yo, tembloroso de pasión, la besé en los ojos, y la besé en los labios. ¡Aquellos labios sangrientos, aquellos ojos sombríos tan bellos como su historia!…

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