CAPITULO I
EL PASO DEL ASNO

—¡Eh, Antoine! Ya es de día.

Como todas las mañanas, apenas rompía el alba, así me sacaba de mis sueños el maestro de postas Laribois. Con los ojos legañosos, aún medio dormido, me aferré al jergón. Mis pies buscaron a tientas los travesaños de la escalera de mano que bajaba del henil a la caballeriza. El olor de las bestias flotaba en el ambiente y, paso a paso, me iba sumergiendo en esas cálidas emanaciones, como si fueran una prolongación de mi sueño. A través de las lágrimas provocadas por mis bostezos, la linterna oscilante en la mano del amo poblaba con mil estrellas el aire viciado en el que relucían vagamente las poderosas grupas. Los caballos relincharon cuando olieron el pienso. Unos criados roncaban entre las pajas mientras ya restallaban los chanclos de las sirvientas en el embaldosado de la sala, donde encendían el fuego soplando las brasas cubiertas por la ceniza.

Cuando salí afuera el relente del amanecer me cubrió el rostro acabando de despabilarme. Fui a lavarme en la fuente helada, junto con los postillones que pernoctaban en nuestra venta y cuyos cabellos se erizaban con el heno arrancado al lecho de paja.

—¡Quien buena cama tiene, buenos sueños tiene! —dijo Pierre Cornillon, el palafrenero.

¡El bueno de Pierre! Siempre tenía algún refrán para cualquier ocasión, y creía en ellos a pies juntillas.

En cuanto a mi cama, fue el azar (al que también llaman destino) el que me la otorgó como mejor le vino en gana. Incluso cuando creí ser dueño de mi vida, capaz de forjarla a mi antojo, lo ineluctable la inclinó en una u otra dirección. El azar puso a Marion en mi camino. Y cuando empecé a cortejarla, de nuevo ese hado, bajo la apariencia del amor, me condujo al baile en el ventorrillo de la tía Cathy, donde cada domingo encontraba a Marion.

Aquel día, cuando la diligencia de Toulouse, después de haber mudado los tiros en nuestra posta a eso de las cuatro de la tarde, desapareció por la esquina en medio de un estruendo de cristales, cascabeles y latigazos, el amo nos pagó a cada uno tres perras chicas. Con ese viático, nuestro salario de la semana, nos fuimos de juerga al granero de la tía Cathy. Tras enviudar, la vieja había vendido las bestias, vaciado los pajares, abierto ventanas y nivelado el suelo del establo. Llegábamos de dos leguas a la redonda para bailar en aquel rústico bodegón al son de un violín desafinado, una vihuela y una zanfonía.

Los tres criados y yo salimos de allí apoyándonos en las sirvientas. Con nuestro zigzag cubríamos el camino a todo lo ancho, íbamos cantando, cortando por los atajos y corriendo cuesta abajo por los prados. Las faldas se hinchaban, las alas de las cofias volaban al viento. Al atravesar el bosque de los Ahorcados, los gritos y las risas suscitaron misteriosos ecos allí donde un sendero apenas trazado serpentea en la penumbra de los matorrales.

Adelanté a los demás. Tenía que estar solo cuando a lo lejos, entre los últimos árboles, apareciera Marion esperándome en la linde del bosque, etérea bajo un rayo de luz. Levantó la mano y, recogiéndose un poco la larga falda, corrió a mi encuentro abriéndose paso a través de un oleaje de helechos. Yo también corrí gritando su nombre atesorado durante toda una semana en el secreto de mi corazón. Ella se precipitó sobre mi pecho, jadeando y palpitante.

El baile no era sino un pretexto. Durante una hora nos mezclábamos con los bailarines que daban vueltas, separándose, saludándose, enlazándose otra vez, al ritmo estridente de la zanfonía, en un revuelo de cofias, cintas, volantes y faldones; en un martilleo de chanclos acompasado por el vocerío de los mozos. Luego, cuando la embriaguez de la danza y los vapores del clarete empezaban a aturdir a todos los presentes, nosotros dos nos escabullíamos del ventorrillo con mil precauciones, porque la gente se va de la lengua muy fácilmente, y la tía Cathy no quería un marido como yo para su sobrina.

Nos internamos corriendo en el bosque. Empezaba a anochecer. A veces el frío viento hacía tiritar a Marion; yo la calentaba exhalando mi aliento en sus manos. Otras, al contrario, la serenidad de la noche impregnaba la bóveda vegetal que nos cubría. Caminábamos en silencio, mi brazo estrechándole su cintura, henchidos de la pura alegría de estar juntos y solos. Sin embargo, el ardor de la juventud y el apetito de la carne no tardaban en hacernos rodar, boca contra boca, sobre un lecho de hierba, enlazados en unos tímidos abrazos en los que ni yo me atrevía a coger demasiado, ni ella a darme más de la cuenta.

¡Pero cómo no apetecer más si sentía estremecerse entre mis brazos la voluptuosidad de su cuerpo!

—Marion, amiga mía, ¿me permites besar las dulces palomas cuyos picos siento a través de tu blusa?

Se negó con delicadeza, los ojos llenos de lágrimas.

—¡Oh, te quiero tanto, Marion!

Poco a poco cedió, pobre presa jadeante. Me avergonzaba acosarla, pero yo era un hombre.

Una de aquellas noches, en medio de una caricia apasionada, ella se puso rígida entre mis brazos. Al cabo de un rato me susurró:

—Deja que me vaya. Tengo que regresar; mi tía se preocupará mucho si no me encuentra en la casa. Espérame en el Paso del Asno. Acudiré a la primera hora de la luna, cuando mi tía se haya dormido.

El Paso del Asno era una laguna en un apartado claro del bosque. En verano las muchachas iban a bañarse allí, ocultas tras una cortina de juncos que llegaban hasta las ramas bajas de los plátanos.

Cuando estuve cerca del lago, me tumbé boca arriba sobre el musgo. La sangre latía en mis sienes; una fiebre opresiva, pero exquisita, ardía en la palma de mis manos. Encima de mí, a través de una claraboya abierta en el follaje, veía el lucero del alba. Un autillo vino a posarse a mi lado.

Enseguida, una sombra más densa dibujando mi silueta en el suelo me indicó que la luna se elevaba. Fui hasta la orilla del lago y caminé con precaución por la frágil ribera que se desmoronaba bajo mis pasos. La superficie del agua semejaba un manto de plomo salpicado en el centro por una gran limpidez argentada que se difuminaba en las profundidades de la frondosidad circundante, escarchándose en los tallos de los juncos. Una rana rompió el macilento reflejo lunar, dejando caer sobre él las tres gotas de su canto que rebotaron acompañadas por otro batracio, y después fue todo un concierto.

Una llamada y una leve carrera interrumpieron la sinfonía. Marion aún lucía su vestido de baile. El rocío empapaba los vuelos de su falda tornándolos más pesados. Extendí mi chaqueta sobre la hierba, donde hice que mi amada se sentara a mis pies.

Las estrellas palidecían en un cielo menos opaco cuando la dejé. Tenía que estar en la venta a la hora en que el amo me despertaba. Marion era mía, pero eso no había cambiado lo más mínimo la rueda del mundo. Mi amiga no conseguía desprender sus brazos de mi cuello, ni yo separarme de sus labios.

—No te vayas, quédate un poco más… un momento más.

Por fin me aparté de ella, que volvió a tumbarse en la hierba, inmersa en el oleaje de sus cabellos.

—¿No vas a regresar a tu casa?

—Voy a quedarme un rato —respondió—. Aquí podré pensar mejor en ti. No dejes de venir a verme esta noche.

Le di mi palabra. Nos besamos una vez más, ¡por última vez!; un beso salado de lágrimas.

—No llores, cariño. Nos veremos de nuevo esta noche.

Ella me dedicó una triste sonrisa. Yo me fui, mirando hacia atrás, hacia ella. La oscuridad de la noche agonizante me privó muy pronto de su imagen. La vi una última vez, pálida en una alfombra de flores blancas. Le envié todo mi fervor en un beso silencioso; un último beso, por última vez.

* * *

—¡Ah, por fin estás aquí, pilluelo! —me espetó Laribois cuando entré furtivamente en la cuadra.

Por mucho que corrí, el alba ya recortaba en la puerta un descolorido rectángulo. Pensé en Marion que estaría pasando frío, allá lejos, envuelta en la bruma que brotaba del lago.

—¿Qué horas son estas de llegar, de dónde vienes? —gruñó el patrón levantando su fanal—. ¡Y qué facha traes! Sin chaqueta, acalorado y… ¡alabado sea Dios!, tienes sangre en las calzas.

¡Sangre! Una tenue mancha en la tela, una gota que había rodado lentamente entre los pliegues, formando una oscura red que un roce había extendido en diversos puntos: la sangre de Marion.

—Una zarza me desgarró la piel —dije, mas cerré los ojos, de emoción y ternura.

—Pobre muchacho, te caes de sueño. Eso te pasa por irte de picos pardos y por hacerte el gallito. Peor para ti; ya aprenderás que el placer es bueno si no perjudica el trabajo. Ve a buscar tu horca y dale forraje a las bestias, y también de beber.

El maestro de postas se alejó, mientras yo lavaba la sangre de mis calzas en el abrevadero de los caballos, y lo oí murmurar:

—¡Igualito que su difunto padre, genio y figura hasta la sepultura!

El amo Laribois me quería mucho. No tenía hijos y me trataba como si yo lo fuera. Era el hijo de Thibault, del Breuilh, a quien llamaban el Pelirrojo: el hermano mayor de mi madre. Ésta me había dejado en su casa como criado porque éramos pobres, pero él quiso que yo aprendiera a leer y a escribir y todos los días me mandaba adonde el cura, ora con unos pollos, ora con una botella de vino; a cambio, el párroco Cibot me enseñaba la letra de molde, los números y hasta un poco de latín.

¡Igualito que mi padre! Así que él también se había llevado a una muchacha a los bosques preñados por el silencio nocturno; él también había conocido esa ola que atrae a los cuerpos, enroscándolos y confundiéndolos en apasionada embriaguez. ¡Luego entonces yo había nacido de un abrazo semejante al nuestro de aquella noche! Marion… El mango de la horca se me escapó de las manos y caí de rodillas en la pajaza. ¡Marion, mi querida Marion!

Balbuceé su nombre; creía estrecharla todavía contra mí, y ya estaba muerta. Allá, en el lago de aguas estancadas y misteriosas, sus cabellos se enredaban con los tallos de los nenúfares.

El sol no había llegado a su ocaso; las frutas maduraban en las ramas; el viento agitaba las hierbas, reflejando el agua la mentira del cielo, y Marion estaba muerta. Y con ella, todo lo que yo más quería porque daba sentido a mi vida: su risa, el destello nacarado en sus ojos, aquel ademán suyo de tocarse la mejilla separando los dedos, el movimiento de su cuello cuando se volvía hacia mí, el sonido de mi nombre en sus labios, hasta su silencio, su quietud, exuberancia de vida truncada; de todo eso, polvo desparramado al viento, no quedaba nada, ninguna huella, ningún vestigio; nada.

Me enteré de mi desgracia por un buhonero ambulante que había pasado junto al lago esa mañana. Jeantou era un buenazo; una noticia tan siniestra no le sentaba bien a su cara regordeta iluminada por una sonrisa ni a su noble mirada de perro fiel. Sentado en el jergón, rodeado por un corro de palafreneros y sirvientas, cortaba con su cuchillo unos trozos de queso que engullía sin ceremonias y luego masticaba lentamente mientras hablaba.

—La encontraron los hijos de Japet cuando fueron a segar su prado en el Paso del Asno. Bajo los árboles, entre los juncos, descubrieron un bulto blanco en el agua y lo engancharon con sus horcas. Era Marion, como pudieron comprobar cuando la sacaron a la orilla. Estaba hinchada y despeinada. El mayor de los Japet corrió a dar la noticia. Cuando la tía Cathy llegó, se deshizo en gritos y llantos. Luego acudió el capitán preboste con sus hombres; y descubrieron un lugar, cerca de la laguna, donde dijeron que había rastros de lucha y la hierba permanecía aplastada. Allí encontraron la chaqueta de un hombre.

Jeantou se calló, masticó plácidamente y bebió un trago de vino.

—Había manchas de sangre en la chaqueta. Afirmaron que habían violado a la pobre muchacha antes de arrojarla al agua. Ahora que tienen la chaqueta, seguro que encontrarán al chico que lo hizo. A mí estas cosas no me gustan. ¡No hay piedad en este mundo! Las jovencitas han de andarse con mucho cuidado. Allá ellas si no quieren seguir mi consejo. Hay muchas que se lo buscan… ¿verdad, Pecosa? —dijo dándole una palmada en la nalga a una rolliza sirvienta, que se apartó de él largándole un puntapié.

Todos rieron un poco, pero aun así, una sombra pasó sobre los rostros. Al tiempo que los oía y veía sus gestos, un torbellino se abría paso dentro de mí, llevándose mis fuerzas; ya no sentía la tierra bajo mis pies.

—Caramba, Antoine —exclamó uno de los criados—; ¿qué diablos te pasa?

—Pobrecito —dijo la Pecosa—, es que Marion era muy amiga suya.

—¡Es verdad! Bailaron juntos ayer por la noche…

—¡Dejadlo en paz, al pobre! Ven conmigo, muchacho.

La mujer me acompañó al henil donde estaba mi jergón; y por fin pude llorar contra su pecho maternal.

—Vosotros erais novios[1]. ¡Tú la llevaste a la laguna, pobrecito! ¿Es tu chaqueta la que han encontrado allí?

Asentí con la cabeza.

—¿Era la primera vez?

Volví a asentir en silencio.

—Se caería al agua al ir a lavarse. El frío la habrá matado enseguida. Vamos, llora, pequeño mío.

Ella también lloró; sentí sus lágrimas calientes en mis cabellos. Al cabo de un rato, me dijo:

—Tienes que marcharte, Antoine.

En efecto, quizá debería irme, pero eso sería como acusarme. Nadie me creería cuando contara lo que había pasado. La verdad de los acontecimientos casi nunca resulta fácilmente creíble. No tiene en cuenta ni la lógica ni la razón, estas grandes anteojeras del espíritu. Incluso mi dolor, independientemente de las pruebas abrumadoras, se volvería contra mí. Pero marcharme era traicionar el recuerdo de nuestro amor al desaparecer como un culpable que huye de su crimen. No podía dejar que creyeran… ¡Dios mío, la gente iba por los caminos con esa idea atroz en la cabeza… que yo había asesinado a Marion!

Intuí todo eso oscuramente, y dije:

—No, Catherine, no quiero irme.

—Te encarcelarán.

—Mala suerte.

¡Oh, mil veces ingenuo! En el fondo de mí mismo creía candorosamente en la fuerza de la verdad, una verdad que consideré que era mi obligación compartir con mis seres queridos. Por eso fui a ver al amo Laribois y le conté lo sucedido.

Me escuchó en silencio. Estábamos solos en la cocina, debajo de la campana de la chimenea. Maquinalmente, nuestro amo seguía dándole vueltas a una salsa. Yo hablaba con la cabeza entre las manos.

—¡Mi pobre Antoine, en qué lío te has metido! Si me lo hubieras explicado a tiempo…

No lo dejaron acabar. Se oyó un gran ruido en el patio y empujaron la puerta. El capitán preboste entró seguido de dos soldados de la gendarmería. Tenía mi chaqueta en la mano.

—¡Demasiado tarde! —se lamentó Laribois.

En su emoción dejó caer la cacerola de barro, que se hizo añicos en las baldosas.

—Señor maestro de postas, nos han dicho que esta chaqueta pertenece a uno de sus criados; ¿la reconocéis?

—Sí —confesé saliendo de detrás de la chimenea con los ojos enrojecidos y el rostro abotargado por las lágrimas—. Es mía.

—¡Ah, vaya! —profirió el capitán—. ¿Sabes dónde la hemos encontrado?

—Sí.

—Pues bien, amigo mío, tienes que acompañarnos ante el juez.

—¡Espere —exclamó el amo—, el chico va a explicar lo que pasó! Me lo ha contado todo… no ha hecho nada malo.

—Mi misión no consiste en escuchar nada, sea lo que sea, sino únicamente en llevarme al propietario de esta chaqueta. Adiós, señor Laribois.

Me ataron las manos y tuve que ir detrás de los caballos, tirado de una cuerda. La gente gritaba al verme pasar de esa manera infamante.

De todo lo que ocurrió después, sólo recuerdo ese largo camino, atado a la cuerda; trayecto que tan corto me resultara cuando me dirigía hacia mi amor. En cuanto a la confrontación inhumana (me ordenaron que cogiera la mano de Marion, y me acusaron de haberla asesinado porque temblaba y no me desmayé), en cuanto al horror de los interrogatorios, únicamente conservo algunas imágenes inconexas. Vuelvo a ver el rostro descompuesto de la tía Cathy cuando le grité que si su avaricia y su vanidad no nos hubieran obligado a escondernos, mi pobre Marion estaría con vida.

Echó espumarajos de rabia.

—¡Maldito seas! ¿Lo oís, señor juez? Como si mi sobrina hubiera sido capaz de frecuentar a este miserable perro de cuadra. ¡Sólo montar su casa te hubiera costado cinco mil escudos!

¡Escudos!

Y la voz del juez:

—¿Alguien puede confirmar vuestras relaciones con la víctima?

¿Quién podía hacerlo… si nos habíamos visto obligados a ocultarnos?

A pesar de todo, alguien acudió a hacer esa declaración tratando de salvarme al precio de una mentira. Se trataba de Catherine, la Pecosa. Afirmó que nos había visto varias veces, de noche, en el bosque, cogidos del brazo. Mintió con audacia, aunque resultó en vano; lloró al mirarme y la acusaron de ser mi amante.

Recuerdo la expresión enojada del juez cuando reiteré, por última vez, mi inocencia, y también a un perro callejero que durante todo un día siguió al retortero la carreta a la que me ataron para llevarme al tribunal de primera instancia; un perro pelón al que le habían cortado dos dedos de cola. Uno de los soldados lo mató por la noche porque le robó su pan.

Asimismo me acuerdo de la espantosa duda reflejada en los ojos del amo Laribois cuando me miró antes de declarar ante el tribunal. Él tampoco podía sustraerse a la apariencia de verdad que mostraban las pruebas.

Lo interrogaron a propósito de la versión de los hechos que yo le había dado antes de la llegada del capitán. Respondió que me había creído.

—¿Y ahora?

Alzó la mirada al Cristo clavado en el madero que extendía sus brazos encima del juez. Vi cómo juntaba las manos y agachaba la cabeza.

—No puedo creer que mienta.

Por último, puesto que tengo que borrar de mi mente hasta el más nimio vestigio de ese pasado, recuerdo la sala donde, tras amarrarme con correas a un macizo sillón empotrado en las baldosas, un hombre y su ayudante con estampa de herreros me aprisionaron las piernas entre unas tablas. La sala semejaba un taller, de no ser porque toda una pared chorreaba humedad, despidiendo un olor a moho. Por lo demás, estaba limpia, con el desorden habitual de un lugar donde se trabaja; el verdugo manipulaba sus instrumentos con la pericia de un artesano que sabe lo que hace; el magistrado que presidía la escena no demostraba tenerme ninguna ojeriza. Debía de sufrir una indigestión, porque eructaba cada dos por tres, pero sus palabras no traslucían animadversión hacia mí, a lo sumo un matiz de indiferencia en su voz. Cumplía con su oficio; un oficio que ya no le deparaba ninguna sorpresa.

Se trataba de llegar al convencimiento absoluto de que yo había cometido el crimen. Los hombres necesitan comprender, estar seguros. Con tal de satisfacer ese instinto, todas las atrocidades les parecen pocas.

El ayudante puso una cuña de madera entre mis carnes y las tablas, a la altura de las rodillas.

—Como de costumbre —dijo el juez.

El verdugo levantó el mazo. Me preguntaron si tenía algo que declarar. Me encogí de hombros, sólo querían una confesión. El juez hizo un gesto, y me preparé para resistir el dolor. El mazo se abatió; se me escapó un alarido. No había previsto que la dentellada de la madera produjera ese desgarramiento en la carne, ni el hormigueo de la sangre cristalizada en mis venas que se hinchaban. ¡El segundo golpe, de prisa, de prisa! La espera era peor que el mazazo. Pero el verdugo me examinó, como un médico escudriña pacientemente el resultado de un fármaco. Una gota de sudor rodó por mi sien y rodeó la oreja. Todavía siento su lento cosquilleo.

—¿Tenéis algo que decir?

Cerré los ojos y, de nuevo, el mazo cayó. La sangre salpicó las tablas. Me sacudí furiosamente para zafarme y saltar sobre aquellos hombres, estrangularlos o degollarlos a dentelladas. Un escalofrío me recorrió de pies a cabeza. Aullé como un perro enloquecido. A la tercera cuña, vomité; a la quinta, confesé. Eso no le bastó a aquella gente que tanto afán de saber mostraba. Entonces, a toda prisa, inventé las circunstancias de mi crimen. Me hicieron firmar un papel, luego me desataron y por fin pude desmayarme.

La Pecosa vino a verme al calabozo. Me besó en la boca y sentí que con la lengua empujaba algo duro entre mis labios. Al mismo tiempo, con los ojos me daba a entender que debía callarme. Cuando se fue con el carcelero, me saqué de la boca una delgada lámina de acero dentado. Con eso pude serrar los barrotes de la ventana. Me escapé por la noche, la víspera del día en que iban a ahorcarme.

Arrastrando una pierna, conseguí llegar al bosque. Acosado por los gendarmes, caminando de noche y durmiendo de día en escondites precarios, alimentándome de zanahorias crudas, frutas y huevos, avancé lentamente hacia el oeste, evitando las aldeas y ciudades.

Un hombre me disparó con un mosquete, una noche, cuando robaba huevos. En otra ocasión, me persiguió un perro que me mordió la pierna sana. Padecía unos cólicos terribles. A menudo me acostaba en lo profundo de un matorral para morir, pero siempre volvía a incorporarme y echaba a andar; sin embargo, estaba demasiado débil, la únicas fuerzas que me quedaban eran las que produce el odio. Aborrecía la crueldad y la injusticia de un mundo que me había reducido a una condición tan miserable. Me detestaba a mí mismo por haberme rendido ante el dolor y por traicionar a mi amor. ¡Para qué me había fugado, si ya había hecho lo peor confesando un crimen que no había cometido! Lloré pensando en Marion.

Hubo días lluviosos, soleados, borrascosos, temporadas de un calor agobiante en que los insectos zumbaban en la maleza. Luego las hojas enrojecieron y, desde mi escondrijo, vi a los labriegos aguijoneando a sus bueyes en la llanura. Mi cuerpo empezaba a acostumbrarse al extraño régimen a que estaba sometido; poco a poco recuperé las fuerzas. Alargué las etapas. Los paisajes cambiaron. Las aldeas eran cada vez más escasas; los pinos y los alcornoques sustituían a los castaños, los nogales y los abedules. Un atardecer, a finales de otoño, trepé a un árbol, y al ponerse el sol columbré en el horizonte un leve espejeo: el mar.

A partir de aquel día me acerqué a la costa y la recorrí hacia el sur, sin saber a ciencia cierta dónde estaba ni adónde iba. Confiaba vagamente en que de un momento al otro llegaría a la frontera de España. En la venta había oído hablar de ese país, y pensé que allí estaría a salvo y podría vivir tranquilo. ¿Cómo? Ni siquiera me lo preguntaba, lo único que me importaba era el presente.

* * *

Una noche, cuando la luna brillaba con un destello magnífico, bajé hasta la orilla del mar en busca de esos pequeños moluscos que viven adheridos a las rocas. Para despegarlos, hay que arrancarlos muy deprisa, con un golpe del pulgar, cuando los bordes de la concha no están unidos a la piedra. Si uno falla, se aferran a la roca tan tenazmente que es imposible arrancarlos sin un instrumento de hierro, y yo no tenía más herramienta que mis manos. Me enfrasqué en esa faena. De pronto un estruendo estalló en mis oídos.

—¡Eh, tú! —Gritaron.

Pegué un salto. Una pistola me encañonaba la sien. El resplandor de una lámpara sorda me deslumbró.

—¿Qué diantres haces aquí, gandul? —me increpó el hombre de la pistola.

—¿Es que acaso sois gendarmes?

Un vendaval de risas y gruñidos se levantó a mi alrededor.

—No precisamente, pipiolo. No parece que te gusten mucho los gendarmes, ¿eh? ¿Qué delito has cometido?

—¿Y eso qué os importa? Si no sois gendarmes, seguid vuestro camino y dejad que me busque en paz la comida.

—¡Vaya, hombre! Fíjate qué casualidad que nuestro camino acaba aquí. Tenernos algo que hacer en esta cala y no nos gustan los curiosos.

—Eh, patrón —dijo uno—, mire, allí está la señal.

A lo lejos, en el mar, una luz subía y bajaba.

—¡Todos a vuestros puestos —ordenó el hombre—, eh, los vigías, ojo avizor!

—¿Qué hacemos con este gilipollas, lo despachamos?

—¿Tendríais estómago para hacerle daño a un pazguato que teme a los gendarmes? Amarradlo, que no se mueva de aquí. Cuando hayamos terminado, lo dejaremos marchar.

Pasó el tiempo. Nada perturbaba el fragor de las olas. Sentado, atado de pies y manos, contemplé el mar.

—Ahí vienen —dijo alguien.

Se oyó un chapoteo. Buscando en esa dirección, vi dos barcos (más tarde supe que esas embarcaciones se llaman pinaza y chalupa, respectivamente) saltando entre las olas. Los hombres se pusieron a descargar unos bultos y desaparecieron en la noche llevándolos a cuestas. Cuando terminaron, el patrón sacó de su cinturón dos bolsas y se las alargó a uno de los marinos, que iba vestido con un extravagante atuendo: calzones con grandes vuelos, camisa holgada con mangas abombadas, una chaqueta muy corta y una especie de gorro rojo.

Una idea se abrió paso poco a poco en mi cabeza empujándome hacia aquellos dos hombres. Me acerqué a ellos dando saltitos.

—Patrón, me gustaría irme en ese barco.

Me miró meneando la cabeza.

—No es mala idea, pipiolo. Así no podrás denunciarnos. ¿Qué te parece, Bill?

—¿Quién es?

—Un zángano muerto de hambre que le tiene miedo a los gendarmes.

—¿De dónde sales?

—Vengo de allá —indiqué señalando el norte, y añadí—: Querían ahorcarme.

—Embarca. Si el viejo te acepta, no hay problemas. Si no, te arrojarán al agua. De todas maneras, saldrás bien del apuro.

Me metieron en uno de los barcos y luego el tal Bill subió detrás de mí.

—Adiós, Piarille.

—Hasta la próxima, Bill.

—Eso no tardará mucho, nos vamos al sur. Aquí y ahora esto huele mal para nosotros… ¡Vosotros, a remar, hala!

El barco empezó a subir y a bajar, yo me balanceaba con él. Íbamos en silencio a través del cabrilleo y el rugido de las olas hacia la luz que danzaba, un punto minúsculo en la noche. A medida que se precisaba, se distinguía en la oscuridad una gran masa borrosa, negra, coronada por el encaje de los mástiles y los aparejos. El fanal, a ras de agua, iluminaba una escala oscilante por la que trepé con mis compañeros. Una vez arriba, el que llamaban Bill me cogió por el brazo y me empujó hacia la popa del navío. Tropecé con unos rollos de cuerdas, abrieron una puerta, tropecé una vez más con el umbral sobrealzado que impide que el agua de la cubierta entre en los camarotes, y me encontré en una vasta cámara con paredes y techo de madera. Una lámpara se balanceaba en la viga maestra, su resplandor destacaba en fuerte contraste la armazón de la nave, cuyo esqueleto se hacía aquí más evidente. La luz se concentraba en la casaca escarlata que lucía un hombre corpulento apoltronado detrás de una mesa.

What’s it? —gruñó al vernos.

Bill le respondió en la misma lengua.

Además de su reluciente casaca, el hombre sentado vestía unas calzas blancas tirantes en los muslos. Un pañuelo de seda negra ceñido a la cabeza no dejaba ver ni uno solo de sus cabellos. La cara larga, colorada, estaba perforada por dos ojillos de un gris pálido y una boca cuyo labio superior se hundía hasta desaparecer a la sombra de la nariz cubierta de fibras violetas, mientras que el inferior, mucho más grueso, avanzaba por encima de la barbilla, como un belfo. La mano poderosa, chorreando encajes, empuñaba un vaso del que el hombre bebió un trago con ademanes bruscos. En la mesa de oscura madera había una botella en una funda de mimbre junto a un par de pistolas, un tricornio con una cinta donde estaba metida una pipa y un instrumento de cobre que más tarde supe era un cuadrante. Atravesada en la mesa, una espada mantenía desplegado un rollo de cartas náuticas.

De aquel hombretón, arrellanado con los muslos abiertos, un brazo colgando por encima del respaldo del sillón, la mirada opaca, emanaba una singular sensación de majestuosa fuerza maléfica. Sentí un malestar cuando su mirada helada se posó sobre mí. Me dio miedo, aunque no había dicho nada amenazador en particular. A decir verdad, con sus mejillas mofletudas y aquellos morros, parecía infinitamente más bonachón que el magistrado cuyo interrogatorio había padecido en la prisión. Pero me parecía intuir en él, a través de su carne y su grasa, un alma seca, una capacidad de disfrutar con la crueldad.

Le dijo algo más a Bill al tiempo que me calibraba con la mirada. Sus ojos clavados en mí se animaron. Pestañeó, lo cual le dio a sus pupilas un brillo más agradable. Entonces me di cuenta de que eran azules, de un azul verdoso pálido, como el mar al amanecer, y no tuve ante mí más que a un hombre obeso y condescendiente que me miraba con indulgencia. Volvió a llenar su vaso y me lo ofreció.

—Bebe, chaval —dijo en francés—. ¿Así que quieres venir con nosotros?

—Sí, señor.

—Llámame capitán. ¿Nunca has oído hablar del viejo Flint?

—No, capitán. Vengo de muy lejos, de tierra adentro, de un lugar donde apenas saben que existen los barcos.

God damn! Tú sí que sabes hablar. ¡Así que hay gente que todavía no conoce el nombre de Flint!

—¡Bah! —exclamó Bill—. Ya son muchos los que lo conocen para desgracia y desvelo de sus noches toledanas.

Los dos se echaron a reír. Devolví el vaso a la mesa.

—¡Me parece que te gustan los tragos, chaval! ¿Qué me dices de ese ron?

—Es tan bueno como nuestro aguardiente de ciruela.

De nuevo rieron a carcajadas.

—¿Habéis oído a este pazguato? —se burló Bill.

Un sopor y un ligero mareo empezaron a invadirme. Al fin y al cabo, después de tantos días, ésos eran los primeros hombres que se mostraban buenos conmigo; por fin podía relajarme un poco. Sentí que mis labios dibujaron una forma desde hacía mucho olvidada; la de una sonrisa.

Well —dijo Flint—, si sabes hacer algo, te quedarás con nosotros. ¿Cuántos años tienes?

—Cumplí veintidós años la noche de San Juan; sé leer, escribir, contar…

—Bien, bien. Llevarás el diario de a bordo y, mientras, aprenderás a correr por el marchapié y a hacer un ayuste como si fueras uno de los condenados hijos del viejo gaviero. Todo el mundo tiene derecho a vivir. Cuando estés desocupado, te ocuparás de las cuentas, y participarás en el tiroteo con los demás cuando ataquemos a los soldados del rey, si estamos de suerte. Éste es ahora tu destino, ¿te gusta?

No esperó mi respuesta. Sus ojos se habían apagado. Nos echó con un ademán, se ladeó en su sillón y bebió un gran trago de ron.