CAPITULO IV
SEDUCCIONES Y
TRAICIONES
Recuerdo estos versos del Blasón de los falsos amores:
Si un vanidoso
sin experiencia
cae en sus manos
es un pájaro
cazado con liga
ni más ni menos.
Éste es el lugar más indicado para traer a colación ese blasón[19] de las mujeres mentirosas. Brice no tenía nada de vanidoso, es decir, de gallito. Tenía más de treinta años y había adquirido una dura, amarga experiencia, que no le servía para nada. Enfrentado al eterno poderío de la mujer armada de sus artificios, ante la devoradora avidez de su propio sueño, estaba indefenso como un niño. Mañuela le imponía su voluntad por medio de la vieja Encarnación. Tras haber aceptado una cita, ella había pasado por su lado sin concederle siquiera una mirada, y, no obstante, yo sospechaba que su carroza de lujo y aquel espléndido vestido salían del conciliábulo con la madre en los aposentos privados de Brice.
Esto no era más que el principio. La señora volvió; el encuentro debió de ser tempestuoso. No asistí a él; había desistido limitándome a vigilar de lejos a mi amigo. ¿Qué le dijo ella? Lo ignoro, ciertamente mentiras, o más bien verdades a medias, pasajeras, porque la verdad inmutable, esa de la que tratamos de alimentarnos, no existía para aquella criatura excesivamente imaginativa; ella la inventaba a cada instante y la modificaba a su antojo en cuanto dejaba de serle útil a su egoísmo. Cosa curiosa, el objeto de ese egoísmo no era ella, sino Mañuela. Esa mujer llorona, ruin, sumida en la superstición, consagraba a su hija todos los recursos de su doblez. Tanto que temía los golpes, y sin embargo se arriesgaba a recibirlos con tal de seguir al servicio de la suerte de Mañuela. Todo lo que pudiera contribuir a la ascensión de su hija, lo emprendía, temblando, pero lo emprendía. Es difícil saber si la señora Encarnación amaba a Mañuela hasta el punto de olvidar, como madre abnegada, el más visceral de sus instintos miedosos, o si más bien, al reencontrar en su hija un poder de seducción superior al que ella había ejercido en otros tiempos, se obstinaba instintivamente en triunfar para realizar en aquella otra Encarnación el destino frustrado de sus años mozos.
Michault había vendido unas gemas siguiendo instrucciones de Brice. Otra vez la vieja debió de salir de nuestro palacio con la faltriquera repleta. Hice que la siguieran. Michault regresó diciendo que ella y su hija vivían desde hacía cierto tiempo en una casa decente detrás de Santa Estela. ¿Cómo no?
Así las cosas, transcurrieron unos cuantos días que dediqué a Soledad. Mi futuro estaba a su lado; cada hora que pasaba me alejaba un poco más de mi pasado aventurero. Con las ventajas y las facilidades que da la riqueza, yo reaparecía en un mundo cuya antigua hostilidad se trocaba ahora en sonrisas.
Decidido a casarme con Soledad, pero sin querer hacerlo con un nombre prestado, estaba obligado a esperar a que Brice se decidiera a irse de Cumaña o a disolver definitivamente nuestra sociedad. Todavía estábamos unidos por ciertos lazos; había que dejar que los acontecimientos los rompieran… o que los estrecharan, lo que era poco probable.
Todos los días Soledad y yo pasábamos largas horas en el salón de mármol, o bien, con los lebreles y los esclavos, nos íbamos a cazar liebres en las mesetas del norte. A Soledad no le gustaba la caza, pero sí la embriaguez del galope alado; mientras que yo, con nuestros caballos árabes y berberiscos, reencontraba, ahora convertida en un placer, la que había sido la labor cotidiana de mi juventud en los establos del amo Laribois. Por aquel entonces, cuando llevaba nuestros caballos a la Triousonne, montando a pelo en nuestros ejemplares lemosines, haciéndolos caracolear y saltar las cercas, no podía imaginar que algún día, con un halcón al puño y una princesa extranjera a mi lado, conduciría mi jauría erguido en una silla de cuero de Damasco tachonada de plata, con una cabalgadura digna de un rey volando entre mis espuelas. No era que esos esplendores me extasiaran, pero durante demasiado tiempo había mascado el fruto amargo de la vida y ahora podía paladear a mis anchas lo más grato de su sabor.
A menudo, después de la siesta, íbamos a los jardines sobre el mar para disfrutar de aquel ambiente incomparable. Una tarde vimos allí a don Guzmán. El secretario del virrey ya no era la especie de rata de biblioteca que nos había recibido en su madriguera tan bien escondida, ni tampoco el viejo indiscreto, y hasta descarado, del Alcázar. Su coche, una especie de calesa con el escudo de la corona, navegaba como una suntuosa galera en medio del oleaje de cortesanos a caballo que rodeaban al poderoso personaje, saludándolo, riéndole las gracias. Los coches de las mujeres, unas menudas mecedoras de mimbre, formaban alrededor de la calesa una espumosa orla de muselinas y linón. Todo aquello se movía, agitado por una suerte de vaivén interior incluido dentro del lento desplazamiento del paseo.
El cortejo avanzó hacia nosotros. No podíamos fingir que no lo habíamos visto venir, así que saludé al secretario. Me hizo un gesto con la mano; la calesa se detuvo paralizando la cabalgata. Don Guzmán se apeó y acudió hacia nosotros. Yo también bajé de mi caballo.
—Mi querido conde —dijo—, primero las damas, así que vengo a presentarle mis respetos a doña Merques; os ruego que me excuséis por haber interrumpido vuestra enternecedora conversación. Señora, soy el más humilde de vuestros esclavos.
Empezó a desgranar sus cumplidos hipócritas al final de los cuales siempre tenía preparada alguna pregunta. Sonreía mientras todo en él centelleaba, sus ojos, sus dientes, su Toisón de Oro, sus sortijas; más refinado aún en presencia de una mujer. Soledad respondía gentilmente. Yo la sentía tan a gusto y tan inmersa en su decorado, y aquella compañía parecía de tan buena ley que, perdiendo poco a poco mi desconfianza, me dejé arrastrar hasta encontrar simpático a aquel homúnculo tan decente y exótico como indiscreto. A fuerza de congraciarse, parecía querer que le perdonaran su pasión por averiguarlo todo, que era más fuerte que él. Llamó a algunos de los caballeros que no se habían atrevido a acercarse.
—Éste es don Esteban Helecho, que fue compañero de vuestro padre —le dijo a Soledad—, y éste, don Látigo, que era muy amigo de vuestro hermano, según tengo entendido. Allí veo a doña Lenguaraz, que se muere de ganas por conoceros. ¡Mucho ojo, señora, dicen las malas lenguas que está enamorada de vuestro esclavo y que corréis el riesgo de que os desfigure la cara, sólo por sus malditos celos! Le presentaremos al conde, eso la tranquilizará; en fin, eso espero.
De pronto estábamos sumergidos en un mar de cortesanos. Don Guzmán había arrimado su coche al de Soledad, y en ese momento le pedía detalles sobre el naufragio de la Portuguesa. Tuve miedo de que ella, en su afán por decir la verdad, pronunciara alguna palabra peligrosa, pero el viejo sólo parecía interesado en las impresiones de mi compañera; y se las hacía narrar minuciosamente. Esa dramática historia nos granjeó la simpatía de los presentes.
—Mi querido conde —me dijo don Guzmán cuando la calesa se detuvo en la reja dorada a punto de entrar en el patio del palacio virreinal—, hacedme el favor de venir mañana por la noche al Alcázar. —Bajó la voz y me guiñó un ojo susurrándome al oído, como si anunciara un acontecimiento trascendental—: Todo parece indicar que allí se verá lo nunca visto.
Se frotó las manos con un gesto de intenso júbilo interior y se despidió de nosotros con cortesía.
* * *
Confieso que me importaba un comino esa cosa «nunca vista» que había que ir a ver al Alcázar. Pero, tanto por diplomacia como por educación, tuve que acceder a la invitación, que se reiteró a través de un billete dirigido a Brice y a mí, de puño y letra del secretario, indicándonos la sala y el palco donde nos esperaría. La sala en cuestión se parecía a cualquiera de nuestros teatros europeos, pero sin techo; estaba rodeada por una sola galería de palcos enmarcados en columnitas salomónicas que soportaban baldaquinos con adornos de pasamanería; unas butacas agrupadas en torno a mesitas bajas ocupaban el suelo embaldosado en suave declive; el fondo del escenario sólo estaba decorado por una inmensa concha de estuco pintado.
Encontramos a don Guzmán en uno de los palcos, muy cerca del tablado. Nos agradeció que aceptáramos la invitación y nos hizo hablar de los teatros de Francia. ¿Eran como aquél? Tuvimos que describírselos, contarle historias. Aquí no se representaban obras de teatro; no, qué va, sólo eran bailadoras, cantantes y músicos. ¡En nuestro país el escenario pertenecía a los caballeros! Qué curioso era aquel hombre. Pero, chist, ya se oían los primeros compases, íbamos a presenciar lo nunca visto.
—¡Lo nunca visto, señores! —repitió arrellanándose cuan enano era en su butaca.
Los caballeros que lo rodeaban se callaron y se hizo un silencio general en medio del cual se elevó, cada vez con más brío, un rasgueado sostenido. Una mujer salió al escenario, acompañada en la gran concha blanca por su sombra muy negra: ¡Mañuela!
Esta vez no estaba desnuda, al contrario. Lucía una blusa ceñida y un gran vestido que se ensanchaba en campana arrastrándose detrás de ella. Una mantilla volaba alrededor de su cara. Pero sus tacones marcaban la misma cadencia que en Galapas había martillado nuestros corazones con su ritmo endemoniado. Danzó con su viperina destreza, trazando con los brazos, con las ondulaciones de su falda y las del cuerpo unos ardientes arabescos que excitaban el deseo, provocándolo y embaucándolo en sus propios abrazos. Luego evocó en un compás noble y mesurado unas figuras de pureza y gracia, las viejas mentiras con las que nos había engañado. Encarnó a unas aldeanas bailando al son de una guitarra monótona y candorosa. Tomó prestadas de los negros cimarrones sus danzas voluptuosamente lentas; de los moros, sus giros. A veces se paraba y cantaba. Su voz rutilaba sobre toda aquella gente allí reunida del mismo modo que antaño había derramado sobre nosotros sus espejismos, su caudal de sueños. Brice ni se movió. Sólo su rostro mate estaba un poco más pálido. Yo tenía el corazón oprimido.
—¡Genial, magnífico, señores! —exclamó don Guzmán—. ¡Ya os lo había dicho, lo nunca visto! ¡Genial! Tenemos que ver de cerca a esa divinidad. Tendrá muchas cosas que contarnos. ¿Me acompañáis, mi querido conde, y vos, señor D’Autremont?
Así volvió a entrar Mañuela en nuestra existencia convirtiéndose para Brice en una realidad cercana, palpable, distinta de sus anteriores encarnaciones. Ya no era la mujer-niña que él había liberado en Galapas, ni la criatura perversa y letal cuyos maleficios habían matado a dos de los nuestros. Ahora era una mujer poderosa en su gracia, capaz de estremecer, hacer llorar, reír, gritar a las multitudes, capaz de tratar con una coquetería en el fondo desdeñosa a un grande de España, un pequeño grande de España; una mujer salida de la crisálida donde Brice, en el fondo de su corazón, había asistido al esplendor de esa metamorfosis.
Ella lo dominaba a su antojo. Y si he de decir la verdad, hasta yo padecía su poderío, y don Guzmán, y todo el mundo, incluso las damas, quienes se la disputaban desde que su fama se propagó por la ciudad. Ella nos despreciaba a todos, ésa era en parte la fuente de su fuerza; el resto le venía de su propia superioridad. En su cuerpo, en su rostro radiante, residía una fuerza de la naturaleza semejante a la del viento, los volcanes, la violenta y secreta energía subterránea de la vida. Mientras nosotros seguíamos ocupados en nuestro modesto trabajo de zapa, de horizonte en horizonte, ella irrumpía entre los fulgores de la tempestad para asegurar una dominación salvaje, telúrica, la fría y solemne ferocidad de la naturaleza.
Con respecto a Brice, su actitud apenas difería de la que había manifestado en Galapas: lo recibió en el camerino como a los demás, como a don Esteban Helecho que la cortejaba, aunque quizá dejándose tentar un poco más por él, con un no sé qué de sobrentendido, como si entre ellos existiera una especie de fatalidad que confería a Brice cierta esperanza privándola a ella de la veleidad de resistirse a sus galanteos.
—Querido amigo —le dijo don Guzmán—, si no fuera porque esta beldad parece irremediablemente inhumana, yo diría que de todos nosotros sois el que más goza de su favor. ¡Ah, estos franceses! Decidme, me gustaría saber…
Y se puso preguntón en tono confidencial.
Días lentos y bochornosos, días inconclusos. Algo de inacabado gravitaba sobre el transcurso del tiempo. Nada cuajaba. Proyectos y esperanzas permanecían en suspenso, colgados en un rincón en tinieblas. Estábamos nerviosos y exasperados. Yo empezaba a ahogarme en aquel palacio de cristal, cansado de disimular el secreto del que dependía nuestra vida; incluso el esplendor de aquella ciudad me resultaba fastidioso. De buena gana hubiera renunciado a lo que me faltaba por coger del tesoro, con tal de encontrarme con Soledad en una buena nave y rumbo a un lugar más seguro.
Una mañana Frémin me anunció que había visto a Gómez, nuestro mayordomo, deslizarse por la noche en la casa de la tía Encarnación. Al cabo de unos días, don Guzmán, cuyas amables maneras se habían vuelto más íntimas, me preguntó si nos gustaría asistir a una ejecución. Decliné esa invitación dándole las gracias.
—¡Qué lástima! ¡Qué lástima! Será un acto bien curioso de ver. Es un pirata del que creo haberos hablado, un inglés llamado Ballater. Ahora que han terminado de… pues… de darle tormento, mañana le darán garrote. Yo iré, yo iré. No creáis que soy cruel… cada vez que asisto a una ejecución salgo enfermo. Pero verlo es una emoción tan fuerte, algo que, como comprenderéis, hay que experimentar. ¿Cómo podéis saber que algo así pasará tan cerca de vos sin sentir la obligación de estar allí? ¿Cómo lo conseguís?, decídmelo, mi querido conde, explicádmelo…
Siempre esa insaciable curiosidad, ese querer saberlo todo, acumular todos los secretos, como esos insectos que empujan unas bolas de inmundicias que van creciendo y redondeándose a medida que las devoran. Derramé en esa oreja sin fondo el vago y exiguo óbolo de mi íntimo secreto, y cansado, excedido, me aventuré a visitar a nuestros viejos camaradas.
Alojados en una hostería de la calle de Villard, una de las calles del barrio más pobre de la ciudad, vivían como príncipes con gustos de rufianes. Sus días pasaban entre el vino y los juegos de azar; tenían mesa franca, intercambiaban sus amantes y, a veces, por la noche, bajaban a la rada para contemplar con nostalgia los buques que se hacían a la mar. Aquellos hombres simples no encontraban en su existencia tan acomodada la felicidad que habían esperado. Se esforzaban por ahogar su desencanto en el desenfreno. Georges Nightingale era más feliz. Nos había hecho llegar desde su hacienda un billete donde enumeraba sus bueyes, sus caballos, sus acres de pradera, sus surcos de maíz. Parecía plenamente satisfecho y nos indicaba el camino para que lo fuéramos a visitar, añadiendo que era lo único que le faltaba para que su felicidad fuera completa. Seguía conservando la buena pasta de un gentil campesino. La vida es así, coge a la gente y hace con ella lo que quiere; a nosotros nos corresponde movernos, si podemos, para descubrir nuestro verdadero personaje. Ni Tom ni Will Whale, ni ninguna de esas almas, había comprendido cuál era el suyo.
Me los encontré jugando con dos oficiales ingleses. Will llevaba un espléndido jubón de terciopelo amaranto, arrugado. Una moza muy guapa, extenuada y ajada, dormía sentada en la única rodilla de Tom. Un tufo a alcohol flotaba en el ambiente. Sobre la mesa donde volaban las cartas, la cera consumida de los candelabros colgaba en racimos amarillos. A veces, un puñetazo marcando una baza, o bien una silla echada hacia atrás violentamente, hacían rodar una botella vacía. Todos parecían bastante excitados.
Me dirigí a Tom, quien se levantó dejando caer a la bella durmiente, y me llevó a un patio detrás de la casa.
—¿Y bien, qué es lo que hay?… Espera un momento. —Fue a una fuente para meter la cabeza debajo del chorrito del caño—. Ya está, soy todo oídos, Antoine —dijo sacudiendo la cabeza para esparcir el agua de sus cabellos.
Le conté lo que sabía a propósito de Gómez, de Ballater.
—¿Dónde está el capitán con su doncella?
¿Qué podía responder?
—Por fin, ¿nos vamos o no?
Me encogí de hombros.
—Me gustaría que os ocuparais un poco de Mañuela y sobre todo de la tía Encarnación. Sospecho que no se contentará con el dinero que Brice le ha dado. Michault vigila a Gómez, pero él no puede verlo todo.
—De acuerdo —aceptó Tom—. Pero escúchame, sólo vamos a esperar otros quince días. Si Brice no quiere irse, entonces te nombraremos capitán.
—¡Vamos, hombre! ¿Yo, capitán? ¡Estás soñando!
—Bueno, si no quieres, cada uno se irá por su lado. ¡Al diablo con el tesoro, el cayo, los espías y este poblacho! ¿Qué es lo que está pasando…?
En la casa se oyó un jaleo. Nuestros amigos irrumpieron en el patio con los oficiales, empujándose brutalmente. Los gritos de «ladrón», «tramposo», alternaban con los puñetazos. Un derechazo directo al mentón de Frémin Cotard lo hizo tambalearse. Sacó su espada. Traté de separarlos.
—¡Oh, déjalos! —Dijo Tom—. Ya no aguantan más, tienen que divertirse.
Frémin, a quien de todas maneras yo agarraba por el brazo, me mandó a paseo. Borracho sin lugar a dudas, tenía cara de estar realmente indignado.
—No hay derecho, no hay derecho —gritaba— a que un godam[20] toque a un caballero. A éste lo voy a matar —dijo lanzando una estocada al vacío entre los dos oficiales, lo cual probaba que por lo menos veía a tres ingleses.
Uno de los oficiales había dejado su arma en la casa; pero el otro desenvainó arañando a Frémin en el brazo izquierdo. Nuestro amigo se puso en guardia, esquivando torpemente algunas estocadas. Retrocedió, justo a tiempo para pasarse la mano por el rostro. Cuando volvió al ataque, la contracción de su mandíbula mostraba que la embriaguez del duelo disipaba en sí la del vino. Atacó. Un par de fintas, y la sangre empezó a manar. A su vez, el inglés dio un paso atrás. Frémin aprovechó para quitarse la camisa y se enfrascó en una serie de paradas combinadas. De repente se ofreció sacando el pecho desnudo. Su adversario arremetió a fondo… y no encontró nada delante de él.
—¡Déjalo ya! —le grité a Frémin.
Con las aletas de la nariz palpitantes, el relámpago de su ojo respondió que no me haría caso. Dio una estocada, más bien un impulso sin vigor que tocó el hierro enemigo en el quite. Su mano giró y partió en un fulminante cambio de filos. El inglés dio un par de pasos y cayó con la hoja de la espada en el lugar de su alma. Sólo oímos un suspiro. La guarnición dorada, en forma de cruz, fulguraba encima del muerto.
Remangándose las calzas, Frémin aspiró una bocanada de aire. Se estiró voluptuosamente esparciendo gotas de su sangre.
—¡Ah —dijo—, qué bien se siente uno después de esto!
No estaba del todo claro que el señor corregidor fuera de la misma opinión, de modo que ordené una retirada inmediata. Mientras el inglés indemne se desgañitaba llamando a la guardia, me llevé de prisa y corriendo a Tom, a Will, a Frémin y a los demás a nuestra residencia. Lo mejor era mandarlos a la hacienda del gran Georges, donde estarían más seguros. Michault los vistió con esas ropas baratas que gastan los mestizos. Menos de dos horas después del duelo, yo los acompañaba así disfrazados hasta la salida de la ciudad.
En la planicie desierta me detuve, y seguí mucho tiempo con la mirada a la pequeña tropa perdiéndose en la sabana. Las ruedas de una carreta chirriaron en el terraplén donde había dejado mi caballo.
Un muchacho acostado sobre un cargamento de maíz bromeaba allí fastidiando a una chica morena cuya risa se perdió detrás de los muros. Pasaron unos peones con unos bueyes, arreando a las bestias hacia el este. Di media vuelta y ya regresaba lentamente, absorto en mis pensamientos, cuando un galope de cascos me hizo levantar la cabeza y ponerme a cubierto del peligro; se trataba de un pelotón de dragones amarillos que desembocaba en una callejuela. Se detuvieron, indecisos. El oficial que estaba al mando me gritó de lejos.
—¿Señor, habéis visto pasar por aquí a cinco o seis mestizos a caballo?
No pude dejar de experimentar un sobresalto, pero con aire de indiferencia le respondí:
—Sí, desde luego, señor lugarteniente. —E indicándoles el este, donde aún se dibujaba a lo lejos la estela de los peones entre las altas hierbas, añadí—: Deben de ser aquellos que van por allí.
—Muchas gracias —gritó el lugarteniente—. ¡Vamos, al galope!