CAPITULO VII
CAIN

No, no conseguía dejar a Brice expuesto a no se sabe qué tortuosa intriga. La Inquisición es un poder terrible. ¿Quién nos había delatado? ¿Hands o la tía Encarnación? Eso ya no importaba; sólo contaba el hecho. El día de mañana Brice daría con sus huesos en alguno de esos in pace donde, según dicen, no se puede dar ni un paso, y donde a veces uno termina asado como en un horno, o sencillamente muerto de hambre y devorado por las ratas. ¡No, de ninguna manera! Decidí actuar enérgicamente, incluso por la fuerza si fuera preciso. Iría a casa de la vieja con la pistola al cinto…

—Brice ha venido a verte —dijo Michault entrando en mi aposento.

—¡Al fin se te ve el pelo! —exclamé al ver a nuestro capitán—. Hermano mío, puedes decir…

—Está bien, está bien. No tienes que soltar tantos berridos.

—Berreo todo lo que me da la gana. ¿Sabes una cosa?, ¡la Inquisición nos busca por el saqueo de las Galapas! Nos han denunciado.

—¿Y qué quieres que haga, gandul? Mañana ya no estaré aquí; allí adonde voy tu sacrosanta Inquisición no irá a buscarme.

—¡No me digas…! ¿Y adónde vas?

—Al cayo, a buscar el resto de las piedras preciosas y los lingotes de oro.

—Escucha, Brice, ¿quieres que hablemos seriamente para saber en qué situación estamos y si todavía podemos entendernos?

—Soy todo oídos —aceptó, tomando asiento.

Le relaté lo que me había pasado con Hands, luego con Tom y los otros, y finalmente con don Guzmán.

—Don Guzmán te ha engañado. No tiene suficientes pruebas para arrestarnos, y ya le gustaría amedrentarnos para que saliéramos pitando de aquí por nuestra propia voluntad. Hands no puede hacer gran cosa, porque arriesga tanto como nosotros. En cuanto a Tom y sus muchachos, hiciste bien. Por lo que respecta a mí, es muy simple, necesito dinero: voy a por la caja de caudales.

—¿Necesitas dinero? —exclamé—. ¿Pero, y tu bolsa?

Esbozó una sonrisa de lástima.

—¡Mi bolsa! ¿Y eso qué quiere decir… mi bolsa? Se la entregué a alguien para que comprara baratijas. Es diez veces, cincuenta, cien veces el contenido de mi bolsa lo que me hace falta para que alguien me considere el único hombre capaz de realizar sus más fantásticos caprichos. No se engaña, no se deja a un hombre así como así, ¿entiendes, muchacho? —Su risa se volvió un tanto amarga, y agregó—: Es el único medio.

—Muy bien —dije—. Después de todo, con tal de que salgas de aquí, es mejor así. Pero ¿qué harás cuando hayas cogido tu parte del resto del tesoro?

—Ése es mi problema. Todavía no me habéis otorgado la marca negra —sonrió irónicamente—, así que sigo siendo vuestro capitán. Yo os conduciré al cayo, compartiremos el tesoro según las reglas de la ley, os dejaré de vuelta en el mismo lugar de donde salimos y, liberado de mis compromisos, os entregaré mi bastón de mando. ¿Te parece justo?

—¡Oh, sí, no te quepa duda!

—¿No te gusta la idea?

—Sí, sí. No es la idea lo que no me gusta, eres tú.

Se puso de pie. Sentí que iba a montar en cólera. ¿Para qué discutir? Sólo serviría para lastimarnos. Desde hacía unos tres meses no habíamos hecho otra cosa que caminar en sentidos diametralmente opuestos. ¿Cómo entendernos desde tan lejos? Cedí.

—Supón que no he dicho nada. Estoy de acuerdo en lo de ir al cayo. Tom y Will nos esperan en Trujillo. Probablemente habrán encontrado un barco. Sólo tenemos que reunimos con ellos; ése será nuestro punto de partida, así como el final de nuestra asociación.

—¡Choca estos cinco! —dijo Brice—. Vale.

Le di la mano sin placer.

—Sólo nos queda vender todo esto —dije mostrándole la casa—. Mientras tanto, buscaré una barca que nos lleve a Trujillo. Que yo sepa, seremos cuatro a bordo, porque mi mujer viene conmigo hasta Trujillo, donde luego nos esperará.

—¡Tu mujer! ¿Hay que felicitarte o darte las condolencias?

—En Galapas me habrías felicitado.

—Bueno, bueno. No, yo no llevo a nadie conmigo. En cuanto a esta casucha, para qué perder el tiempo vendiéndola, somos bastante ricos. Sólo tenemos que partir, olvídate de esta casa.

Mi sentido práctico se sublevaba contra la perspectiva de ese despilfarro; hubiera preferido lanzar por la ventana un puñado de diamantes. Por eso me mantuve en mis trece. Mientras Brice fletaba un velero de tres palos, yo le revendí nuestro palacio al mismo judío que nos lo había vendido. Otra vez me robó. Por última vez recorrí la residencia con Soledad. En el jardín nos encontramos a Michault, que también paseaba.

—Y bien —le pregunté—, ¿qué piensas de todo esto?

Desgajó una naranja de una rama y la miró distraídamente mientras la pelaba dándole vueltas entre los dedos.

—¡Bah —dijo mordiendo la fruta—, mujeres!

* * *

Zarpamos de Trujillo el 15 de noviembre. La época del año era buena. En el puerto nos habíamos encontrado con Tom Hawkins y nuestros amigos. Tenían preparado para hacerse a la mar un hermoso bricbarca que había costado casi su peso en oro; pero no estábamos para tacañerías. El mascarón de proa era una cariátide que sostenía el arranque del bauprés. En el espejo de popa, debajo de la barandilla a la moda castellana, esculpidas a relieve en la madera, las letras doradas de un nombre afortunado: Estrella de Mar. Más arriba, en el pico de la cangreja, ondeaba la bandera española, porque nunca más debíamos surcar los mares con la oriflama negra, blasonada con un corazón ensangrentado encima de la orgullosa divisa: La Libertad.

Mientras el Estrella de Mar navegaba tranquilamente hacia el sur, Frémin Cotard no reprimió un nostálgico pesar.

—¡Qué vida de burgueses! —dijo acodado en la borda desde donde escupía al agua, cual un mosquetero entona una triste mediodía de domingo en la guarnición de una ciudad fronteriza.

—¿Y qué quieres? —le respondí—. Ahora somos caballeros que hemos hecho fortuna.

—¿Dónde quedaron los tiempos en que la buscábamos? ¡Ah, el dinero…! —Volviéndose de repente hacia mí, descargó un puñetazo en la batayola—. ¡El dinero —soltó enérgicamente—, el dinero es una mierda!

Frémin Cotard sólo sabía soñar con los desmesurados placeres de las matanzas; en nuestros peores momentos su sed de violencia jamás se había saciado. No es que fuera cruel, sino que le gustaba batirse. Si alguien se lo prohibía, entonces realmente arriesgaba su pellejo. En otros escenarios, por ejemplo en el ejército del rey, hubiera sido un héroe.

A decir verdad yo no estaba tan desengañado como él, quizá porque tenía menos imaginación. Yo había vivido la aventura sin desearla. Sólo la amistad, una suerte de fidelidad a nuestro pasado común, me había comprometido en este último viaje. Lo único que deseaba era que todo acabase cuanto antes. Cuando estuviéramos de vuelta en Trujillo, con el ciclo concluido y nuestra alianza extinguida, colgaría unos hábitos tan gastados como ella para reincorporarme a mi verdadera condición. Soledad me esperaba en Trujillo, en el convento de las carmelitas descalzas, donde alojan a las damas pensionistas.

Había pensado en dejarla al cuidado de don Guzmán, pero como en nuestra última entrevista había habido tantas reticencias, no pude depositar toda mi confianza en aquel hombre. No compartía la opinión de Brice con respecto a él, que había querido asustarnos para librarse de nosotros. Estaba seguro de su sinceridad cuando comparaba su interés por nosotros con el afán de un coleccionista por un objeto curioso. No había ninguna bondad en el origen de sus sentimientos. En modo alguno quería evitarme problemas, sino simplemente, como decía, dejarme que prosiguiera una carrera que excitaba su maniática curiosidad. Por otra parte, no podía amar a nadie; sólo a la verdad, y nada más que a la fría verdad.

Admiraba con cuánta destreza había sabido ponerme en guardia sin decir a las claras qué peligro nos amenazaba. Las casas que se comunicaban. ¡Pues claro, ya me lo temía! El aposento de donde salió Brice cuando fui a buscarlo a casa de Mañuela no estaba dentro del perímetro de la casa de la vieja. Para entrar allí, Brice pasaba y volvía a pasar por un corredor al que daba una mirilla. ¿Pero cuál era la casa contigua? ¿Y quién, alojándose allí, podía estar al corriente de lo que se hacía en casa de Mañuela y entenderse con las dos mujeres sin que jamás lo vieran?

Don Guzmán lo sabía (él lo sabía todo). Había pronunciado una larga y bella perorata; pero ese nombre no lo había dicho.

«Alguien os ha denunciado». ¿Alguien? Nadie podía estar interesado en denunciarnos. Ni Hands ni nuestros antiguos enemigos, con quienes habíamos ajustado las cuentas, ni tampoco Mañuela. Al menos de momento, ella parecía amar a Brice, quizá al mismo tiempo que a otros, pero ciertamente lo amaba, porque no era de las que se vende por cualquier cantidad de dinero, y yo había visto su tenebrosa cabellera desparramada sobre la cama, en la alcoba de color púrpura.

Bruscamente un rayo de luz se abrió paso en mis ideas. ¡Don Esteban! ¿Acaso Don Guzmán no me había dado esa pista indirectamente? Recordaba algunas frases sueltas: «¿Creéis que realmente está celoso?». «¿Habéis visto a don Esteban?». Y otra vez, durante nuestra última entrevista, había subrayado: «Para gran perjuicio de mi querido Esteban…». Volvía a ver a ese alto caballero enjuto, con sus ojos profundamente hundidos, un hombre capaz de urdir cualquier intriga cruel. En el saludo del enmascarado anaranjado, al finalizar la Fiesta de los Locos, intuía algo de su pinta altanera.

¡Naturalmente, las dos casas eran suyas! Imaginé que la vieja Encarnación debía de tener más confianza en sus plantaciones y sus rebaños que en el misterioso tesoro de Brice. Pudiera ser que ella hubiera tratado de imponerle a su hija ese vejestorio y que, para zaherirlo, Mañuela hubiera recibido a Brice en la alcoba que don Esteban le destinaba. Era posible que Mañuela se exhibiera en el teatro del Alcázar para exacerbar los celos de don Esteban, que le pagara a Gómez para que nos espiara, que la vieja Encarnación, decidida a desembarazarse de nosotros, nos hubiera denunciado, pues yo no creía capaz a don Esteban de una acción tan vil. Sí, realmente, todo eso era posible, pero ahora ya no tenía importancia, sólo habían pasado unos cuantos días y ya todo resultaba lejano. Ni los celos de don Esteban ni las traiciones de la tía Encarnación constituían ya ningún peligro.

Pensé con ternura en un grupo de hidalgos a orillas de la Triousonne donde ya nadie me conocía; o bien, si Soledad no quería dejar este clima, en alguna tranquila residencia de Veracruz. Aquí o allá, nuestra vida transcurriría lejos de las intrigas, en la quietud y el cariño.

Así pues, considerando esta navegación como la última, o una de las últimas de mi vida, y mientras la proa del Estrella de Mar cortaba en dos la líquida superficie, dediqué todas mis facultades a disfrutar de las sensaciones del viaje y volví a encontrar un nuevo encanto en cosas que ignoraba a fuerza de conocerlas.

Hasta ahora había recorrido el mar con indiferencia, ni lo amaba ni lo detestaba; era el escenario obligado de nuestra rutina. Liberado de esa esclavitud, descubría su poder de seducción. Por la mañana las olas eran malvas; el cielo parecía nacer de ellas y hundirse a ratos en sus crestas en una pulverización anaranjada. La cubierta, blanca, surgía con su hermosa forma ovalada de las sombras que el castillo proyectaba sobre ella. Las pirámides de los dos mástiles cargados de velas se impregnaban de un color rosado. Los reflejos malvas y azules que giraban con la luz resaltaban la convexidad de cada vela. El encaje de los obenques y los brandales se dibujaba con extraordinaria precisión sobre esas blancuras opalinas, y en las puntas de las vergas los racimos de poleas se balanceaban como frutas maduras. La balaustrada del castillo de popa, con sus dos escaleras laterales por donde seguían trepando las sombras, tenía toda la nobleza de un pasamanos de mármol en un delicioso jardín. Al final, un rayo hacía destellar los cristales de los fanales de popa. Subí a la botavara, ese palo horizontal que se extiende por encima de la toldilla; y apoyado en la hinchazón de la vela cangreja, sentí vibrar en mí toda la fuerza del viento.

Ahora era capaz de comprender el valor de la monotonía que impregna la existencia a bordo. Ella es la sustancia de esta vida suspendida entre el mar y el cielo, es la penetrante tranquilidad de todo lo que es inmenso y capaz de poner el alma en contacto con la inmensidad. ¡Y la noche! Las claridades argentinas reflejándose en las velas, el espejeo del oleaje, o bien las tinieblas apenas abrillantadas por la plata de las crestas de espuma. ¡En el silencio, el eterno coloquio del mar con el viento, la nave que «chacharea» con las olas!

Cuando iba a decirle adiós, más cerca de ellas a causa de esa próxima separación, realmente amé a la mar y a esa nave tan ligera que se inclinaba hacia una u otra aleta con movimientos de pájaro que sufre, que se queja o traduce su alegría por medio de esos ímpetus. Amé el mar no sólo en la infinitud de sus horizontes, sino en la materia densa y transparente donde se abre la momentánea oquedad de sus olas; en la textura ligera, porosa, sólida e inestable que forma el tejido de su red translúcida, en los minuciosos movimientos que configuran su inmovilidad debajo de esa corona de espuma que se destruye y se recrea sin cesar.

Esta magnífica realidad me había rodeado mucho tiempo sin que yo comprendiera su sentido más profundo, y ahora me había bastado amar para penetrarlo. Es el corazón el que comprende, no la inteligencia. El amor me había dado no sólo la belleza de Soledad, esa sensual y espiritual dulzura de la mujer, sino toda la belleza del mundo. El amor no tiene fronteras, no se limita; al contrario, multiplica las fuentes de nuestro encantamiento. La suavidad de una carne que nos embriaga, la hace extensiva a todas las materias; la perfección de un cuerpo se la comunica a todas las formas; la sutileza de los colores que nos embelesan cuando los contemplamos en los ojos, en las mejillas, en los labios o en los hombros de la mujer amada, la transmite a todos los colores que existen bajo el sol; gracias al amor reencontramos ese ardor y esa debilidad con que nos inunda el embrujo de una mujer en todas nuestras sensaciones. El amor no es sólo una gesticulación o un sentimiento; es una manera de ser, otro nacimiento, es la Gracia.

Así soñaba, acodado en la popa como hacía antaño a bordo del infernal Walrus. Pero todo aquello que entonces me resultaba tan árido y amargo se me aparecía ahora en su poderoso esplendor. Por fin era un hombre.

* * *

Después de haber salido de Trujillo, como ya dije, navegamos hacia el oeste dando bordadas para evitar corrientes desfavorables. Al cabo de tres días, esperamos todo un turno de guardia para entrar de lleno en la dirección de esos vientos fijos que llaman alisios. Entonces el Estrella de Mar puso proa al sur.

Aparte de nosotros, la tripulación estaba integrada por esclavos moros y algunos cimarrones. Todo el mundo estaba bajo las órdenes de Brice. Georges Nightingale había sido ascendido al rango de artillero mayor, es decir, que tenía poder absoluto sobre los dos trabucos naranjeros y el pequeño pedrero que componían todo nuestro armamento. Georges era el único que había sido promovido. Los demás, incluido yo, nos limitamos a reanudar las mismas funciones que desempeñábamos cuando hacíamos incursiones a bordo del Walrus, después de la destitución de Flint. Brice era capitán; yo, bossman; Tom Hawkins, contramaestre; Frémin Cotard, segundo contramaestre; Will Whale, carpintero; Michault Cul d’Oue, cocinero.

Pero ¡qué diferencia! Brice vivía como un verdadero capitán, es decir, retirado en la toldilla o en su cámara cuyas tres ventanas, muy entrada la noche, aún iluminaban nuestra estela. Y desde que huimos vergonzosamente de una urca berberisca, Frémin trataba de ahogar en vano su rencor en el humo del tabaco. Se irritaba y montaba en cólera con todos por cualquier nimiedad. En cuanto a Will, armaba pequeños barcos dentro de botellas vacías.

Al principio nuestro viaje fue muy tranquilo, al menos por lo que respecta al tiempo y las incidencias de la navegación; pero al sexto día una repentina turbonada nos sorprendió antes de que pudiésemos recoger las bonetas altas, pues Brice se negó a hacerlo a pesar de estar el cielo bastante nublado. Tras lo cual vino el desorden, ya que nuestra tripulación no era de las mejores. Por un momento temimos que la nave fuera arrastrada por el vendaval. Ensañándose en los paños más altos de su arboladura, la tormenta la había inclinado. La cubierta estaba casi vertical, el mar pasaba en torbellinos por encima de la borda. Eso apenas duró lo que dura un relámpago. La excelente estabilidad del bricbarca lo salvó. Saltó encabritándose bajo el peso del agua, y se enderezó en un titánico esfuerzo. Expulsado de su cocina en medio de un diluvio de cacerolas, Michault se abrazó al palo trinquete gritando:

—¡Ahora sí que se ha armado un follón de mil demonios! Ya el viento amainaba, la turbonada huía de nosotros. Brice estaba furioso. La tomó con Frémin, que estaba al mando de la brigada de guardia. También irritado, Frémin no se anduvo con chiquitas y le cantó las cuarenta. Brice estaba equivocado. En su condición de segundo contramaestre, Frémin cargaba con la responsabilidad de una maniobra ejecutada con demasiada lentitud, pero un capitán más diligente hubiera recogido mucho antes las velas altas, causa de todo el desorden. Pero Brice había dejado de ser un capitán diligente. El barco, el viaje y sus viejos camaradas no eran para él más que un medio para llegar al tesoro y coger de él lo necesario para deslumbrar a una mujer insaciable. Pese a que eran justos, los reproches de Frémin lo hirieron en lo más hondo. Permanecí al lado de Brice en la toldilla (así llaman también al castillo de popa). Vi palidecer sus pómulos, un temblor estremeció su labio. Se llevó la mano al cinto.

—¡Me cago en Dios! —Blasfemó en voz baja Michault—. ¡Si no lo detenéis, habrá jaleo!

—¡Eh, capitán —exclamé—, ojo a sotavento!

Instintivamente, levantó la cabeza. Le cogí el brazo.

—¿Cuáles son las órdenes?

—¡Que cojan a esos dos gavieros de proa y les pongan grilletes! —aulló—. Yo les enseñaré a maniobrar, ya que el que dirige a la marinería es incapaz de hacerlo. Y que vuelvan a desplegar esas bonetas junto con todas las velas altas.

—¿Con el tiempo como está?

—¿Quién es el capitán, tú o yo? ¿Me harás el favor de decírmelo, eh? ¿Acaso tú también me vas a joder como los demás? Estoy harto de ti, ¿lo entiendes? ¡Estoy hasta los mismísimos cojones de verte siempre metiendo las narices en mis asuntos! ¿Hablo claro?

Transmití la orden. Para sus hombres, Frémin Cotard la repitió en español, encogiéndose de hombros ostensiblemente.

—Los castigados —dijo Brice— van a recibir mañana por la mañana seis caladas.

Y sin más nos volvió rabiosamente la espalda para volver a su cámara.

La calada es sin duda un castigo menos cruel que los azotes, pues no hace manar la sangre y, sin embargo, los marineros le temen más. Consiste en amarrar (amojelar, dicen los marinos) una bala de cañón o un lingote de arrabio al extremo de una cuerda, donde también se fija una pieza de madera a guisa de palanca. Los pies del castigado descansan sobre esa palanca. El hombre es atado por los tobillos y por la cintura, con los puños alzados por encima de la cabeza. Después de pasar a través de un sistema de poleas hasta la punta de una verga alta orientada fuera del navío, la otra punta de la cuerda cae sobre la cubierta. Halando de ese extremo, se suspende al hombre a una altura de unos doce pies por encima de las olas. Entonces se suelta el cable y, rápidamente arrastrado por el peso de la bala de cañón, el castigado cae en picado hundiéndose en el mar tanto tiempo como se suelte la cuerda. Luego lo vuelven a izar y otra vez lo dejan caer. Cada caída es una calada.

Aunque tenga la apariencia de una broma de mal gusto, es un castigo sumamente cruel. El vértigo de la caída, la larga inmersión que viene después, y finalmente la rápida repetición de esas penosas sensaciones hacen de la calada algo inhumano y, sin embargo, era tenida en mucha honra[22]. Un capitán de navío está en su derecho de ordenar ese tormento.

Aquella noche no tuve presencia de ánimo para sentarme a comer en la misma mesa con Brice. Ismael, el grumete, le llevó la comida a su camarote, donde comió solo. Will, Frémin, Tom, Georges y yo comimos en silencio, tristemente. Tom estaba taciturno, Frémin silbaba sin decir nada. Sentíamos con pesar cómo se moría en nosotros algo que había sido precioso. Will Whale masculló: «Todo esto es asqueroso».

Al día siguiente, muy temprano, Brice salió al puente de proa. Yo estaba de guardia.

—Que todo el mundo suba a cubierta —me dijo.

—Brice, ¿podemos hablar un momento?

—¿Para qué…? No vale la pena.

—¿Estás empeñado en que te detesten?

Se rió burlonamente.

—Estoy empeñado en hacer lo que me da la reverenda gana. Lo demás…

—Eres un loco y un ingrato. ¡Y todo por una chiquilla!

Se acercó hasta casi tocarme, tan cerca que vi temblar su labio.

—Voy a olvidar lo que he oído —silbó entre dientes.

Al poco rato, una soga pasada por la punta de la gran verga balanceaba un cabo encima del agua. Lo trajeron a cubierta para atarlo a la bala de cañón y a la palanca. Tras salir por las escotillas, la tripulación formó en el alcázar, a lo largo de la borda de babor. Tom Hawkins, Frémin Cotard, Will Whale y Georges Nightingale estaban detrás de mí. Brice daba las órdenes, dejándonos al margen. Llevaron a los dos castigados al pie del mástil.

—A las velas inferiores —gritó Brice—. Bracead las vergas para ciar.

El buque frenó bruscamente y se quedó al pairo a la sombra de las velas del mastelero mayor, balanceándose con el movimiento de las olas.

—Vamos, Frémin, ata a uno de esos perillanes y prepárate para halar las poleas.

Frémin salió de nuestro grupo. Dio un paso al frente y respondió con una voz vibrante donde había tanto de desafío como de testarudez:

—¡No, no y no!

—¡Cerdo! —aulló Brice loco de rabia—. No me provocarás con tu insolencia tres veces. Tú lo has querido. ¡Toma!

Traspasado por un balazo en el pecho, Frémin trastabilló hacia atrás y cayó en mis brazos. Lo único que tuve tiempo de hacer fue el gesto para agarrarlo. Estábamos petrificados, atónitos. Cuando los otros pudieron venir a ayudarme, nuestro camarada había expirado balbuceando:

—Está bien… es mejor así…

Lo depositamos en la cubierta. El movimiento del oleaje hacía rodar su cabeza poderosa. ¡Tantos azares que había vivido para acabar de esta manera!

—¡Caín! —gritó Will Whale esgrimiendo el puño hacia la toldilla—. ¡Caín!

Todo nuestro dolor y el desprecio expresados en el grito de Will hicieron retroceder a Brice. Se pasó la mano por la cara, arrojó la pistola como si le quemara los dedos, y nos volvió la espalda torpemente.

—¡Eh, vosotros —gritó Tom a la tripulación—, desatad a esos muchachos! Éste ya ha pagado por ellos.

Todos se quitaron sus bicornios para desfilar ante Frémin.

Lo sumergimos cuando se puso el sol. Mientras resbalaba amortajado por la plancha embreada hacia el agua donde las estrellas fueron a su encuentro, izamos por última vez, a modo de postrer saludo a ese valiente caballero, una bandera negrísima donde las manos piadosas de Will cosieron encima de un corazón triturado esta divisa demencial: «La Libertad».