CAPITULO
I
LA «PORTUGUESA»
Al dejar el cayo de los Papagayos, hicimos rumbo este sudeste. Con nuestra lenta y extraña embarcación, había que calcular por lo menos diez días de navegación para llegar a Cumaña. Las calmas dilataron ese plazo y al cabo de quince días, en opinión de Brice, todavía no avistaríamos tierra hasta el día siguiente. Aquella noche, al ponerse el sol, se afirmó el viento y nuestra nave, con sus velas hinchadas, alcanzó una buena velocidad. Will Whale sostenía el timón y Brice estaba de vigía en la proa mientras yo dormitaba a su lado. Los demás, cansados de remar todo el día, dormían a pierna suelta.
La voz de Brice me sacó de mi somnolencia.
—¡Eh, Antoine, mira ahí enfrente!
Me froté los ojos. Observando entre los foques, distinguí a cerca de una milla un fulgor rojizo que se reflejaba en el mar.
—¡Un barco que arde!
—Sí —dijo Brice—, y desde hace mucho tiempo; llevo más de una hora viendo ese resplandor.
La piragua se deslizaba directamente hacia la nave en llamas. A decir verdad, más que arder se consumía; no se veían brotar las llamas, su estado era de incandescencia.
—Si conseguimos acercarnos —dijo mi amigo—, puede que encontremos algo interesante. Despierta a todo el mundo.
Cuando nos aproximamos comprobamos que el barco era una especie de carraca caduca y destartalada, a mitad de camino entre el lugre y el bergantín, algo más bien ruinoso, uno de esos cascos siempre en vísperas de hundirse y sin embargo infatigables, que arrastran de puerto en puerto su armazón devorada por la taraza y osificada por la segregación calcárea de varias capas de conchas. La banda parecía en parte intacta. Al arrimarnos descubrimos una chalupa colgando en la aleta de estribor, volcada, con la proa sumergida en el agua y todavía trincada a la popa. En su precipitación por huir, en medio del pánico enloquecido, los tripulantes del barco habían largado las guindalezas a destiempo y la chalupa se había vuelto del revés. Uno de los ocupantes, con el pie atrapado entre un barril y el banco del remero, con medio cuerpo bajo el agua, oscilaba al ritmo de las olas con esa docilidad característica que da a los ahogados un aspecto de bienaventurada tranquilidad.
—Vosotros —ordenó Brice—, estad listos para desabordar en caso de peligro, yo voy a subir.
—Voy contigo —le dije.
Trepamos sin esfuerzo por el barbiquejo del bauprés, porque la proa de la nave, ligeramente escorada a estribor, se hundía. La cubierta estaba más o menos quemada, y el agua, que entraba por unas brechas que el incendio abriera en la cinta, le disputaba al fuego los restos del trancanil. Los trozos de mástiles derribados, hundidos entre las ruinas del puente en el tórrido abismo de la cala, ardían en breves llamas que se reflejaban en la noche. Eran esos resplandores lo que habíamos visto de lejos. En la parte delantera, la marea creciente empezaba a alcanzar el nivel del castillo; pero el alcázar estaba en gran medida intacto aunque recubierto por los escombros humeantes de la gavia. Arriba, el palo de mesana, despojado de sus velas y de su sobremesana, con un resto del pico de la cangreja extendiendo al cielo su brazo desesperado, tenía la apariencia de una horca tiznada emergiendo en medio de una residencia saqueada. Trepando por lo que quedaba de borda llegamos a esa zona del barco.
—¡Bah —exclamé al ver el montón de madera, cordajes y velas chamuscadas—, esto sí que es un árbol derribado por el viento! ¿Qué esperas encontrar aquí?
—Quizá algo que nos facilite la estancia en Cumaña. Todo lo que podamos encontrar, como ropa por ejemplo, será mejor que esta indumentaria de salvajes si queremos hacernos pasar por unos náufragos decentes. ¿Habías pensado en eso? Vamos, sube allí arriba —agregó Brice mostrándome lo alto del castillo de popa—, yo voy a buscar en el interior.
Apartando un jirón de la cangreja para encontrar los peldaños de la escalera del entrepuente, mi pie tropezó con un bulto blando. ¡Increíble! Dos pies calzados con finos zapatos de piel y un faldón de muselina estampada salían de debajo de la vela.
—¡Una mujer!
Me arrodillé y aparté la lona.
—¿Y bien? —preguntó Brice.
Un soplo débil pero constante levantaba el pecho de la joven mujer que yo sostenía entre los brazos.
—Está herida en la frente, pero no parece nada grave.
En medio de un ancho cardenal, una cortadura superficial le abría el cuero cabelludo. La sangre coagulada y los hermosos cabellos rubios habían formado un pegote, lo que demostraba que los humores se habían derramado sin causar daño. No presentaba ningún síntoma de fractura.
Mientras prodigaba a la superviviente mis más atentos cuidados, ya que su juvenil y tierno semblante dramáticamente iluminado por el resplandor del incendio suscitaba en mí no sé qué fiebre, Brice visitaba la popa. Regresó con una botella de ron y me la alargó en silencio, luego desapareció. Al cabo de un rato bastante largo, durante el cual y bajo el efecto del ron los colores volvieron al rostro de la herida, reapareció cargado de ropa y con un libro encuadernado en piel bajo el brazo. Con la barbilla le mostré a mi enferma, que suspiraba empezando a volver en sí.
—¿Qué hacemos con ella?
—Hubiera sido preferible dejarla donde estaba, pero ahora… Vamos, decide, es tuya.
Escuché los gemidos del casco abriéndose poco a poco bajo el empuje de las olas, los silbidos del fuego en su lucha contra el agua, los chorros de vapor, prolongados y ahogados como suspiros. Esa lamentable sinfonía me heló la sangre en las venas. Se me antojó que salvando a aquella mujer que se había quedado sola a bordo de la nave agonizante, era el alma del viejo barco, tan servicial con los hombres, lo que me llevaba. Desde el fondo de mi pasado emergió un recuerdo de caridad y ternura que me recordó a Marion; un brazo firme tendido cuando, como esta niña, aún no flotaba a orillas de la muerte hubiera podido conservármela. Quizá podría salvar ese dulce y bello tesoro, y entregárselo a alguien para quien ella era también el consuelo de la vida. En cuanto a las complicaciones, ¡qué le íbamos a hacer!
—Me la llevo.
—Tú mismo. —Brice se puso de pie en la borda—. ¡Eh, Tom! ¿Me oyes…? Liberad esta chalupa de sus guindalezas, ponedla a flote, vaciadla; y además, acércate un poco, toma, aquí tenéis camisas y calzas, ponéoslas. Voy a ver si encuentro más cosas. Antoine va a pasaros una mujer que ha encontrado. Despabilaos de una vez, en cuanto esté lista esa chalupa nos la llevamos a remolque.
Cuando nos fuimos, la mujer, ya vendada, se había dormido. Brice ocupó su puesto, hojeaba el libro descubierto en el camarote del capitán de la nave; se trataba del diario de a bordo. Mi amigo levantó la cabeza cuando a nuestra espalda los restos del barco desaparecieron de pronto en un gorgoteo.
—Se llamaba la Portuguesa —dijo. Y al cabo de un rato añadió—: Esa jovencita, si te interesa saberlo, se llama doña Soledad de Arumna y Merques. Es huérfana, viajaba con su hermano. Has conseguido un buen botín.
¡Un buen botín! Contemplé a la hermosa Soledad, desmadejada, mucho más impresionante aún con su frente herida y sus pálidos labios. Sacudida por sobresaltos, inconsciente, se abandonaba en mis brazos. Me invadió un sentimiento de compasión por la pobre muchacha. Bajo la Cruz del Sur que titilaba, en medio de la monótona melancolía del viento silbando entre las velas, me sentí horrorizado por mis años rebeldes, tan vanos como estériles. Hacía mucho que el odio a los hombres se borrara en mi corazón; en su lugar sólo había indiferencia. Pero ahora, al entrar en contacto con aquella niña cuya vida dependía de mí, la atávica fraternidad entre los seres humanos conmovía mi árido corazón.
Avistamos Cumaña dos días después, al amanecer. Doña Soledad estaba casi recobrada de la violenta conmoción que había experimentado en la Portuguesa cuando, al salir precipitadamente de su camarote, se vio envuelta en un torbellino de humo y fuego. Emergió alelada, embotada, del sueño que se apoderó de ella después que la acosté en nuestra embarcación. Había dormido durante dos días y una noche con breves interrupciones, en realidad no volvió en sí hasta que la tierra brotó entre las brumas del alba acompañada por el sol. Me costó obtener de ella algunos detalles del siniestro que Brice quería saber. Las imágenes de aquella trágica noche habían impresionado las facultades de la joven de manera tan intensa y confusa a la vez, que no lograba poner en orden sus ideas. Llegué a la conclusión de que, arrancada del sueño por un tumulto inexplicable, se había vestido atropelladamente para salir afuera. En cuanto transpuso la puerta, se vio envuelta en el incendio.
—¡Oh, aquellas lenguas ardientes, aquel humo que me asfixiaba! ¡Grité con todas mis fuerzas!
Su hermano la oyó, la cargó y la llevó a un sitio seguro en el castillo de popa.
—El fuego no llegaba hasta allí, sólo caían pavesas, la noche estaba toda iluminada. Unos hombres gritaron que la tripulación se había ido, que había que buscar una chalupa y echarla al agua. Yo era la única mujer a bordo.
—¿Vuestro hermano se fue?
—Sí. «Espérame, no tengas miedo», me dijo internándose en la humareda. Sólo lo entreví un instante, en medio del chisporroteo, y ya no volví a verlo. ¡Oh, Juan, Juanito! Era todo lo que tenía en el mundo.
—Seguramente lo encontraremos allí adonde vamos —le dije para calmarla.
Por la descripción que me hizo de él, sabía que nunca más lo vería, ya que se trataba del ahogado de la chalupa. Feliz ella que aún ignoraba su final.
—¿Entonces fue el mástil lo que se cayó?
—Sí. Yo estaba esperando allá arriba, quería bajar, pero tenía miedo de que Juan no me encontrara en aquel caos. ¡Tenía miedo, Virgen santísima, cuánto miedo! De pronto, en lo alto de la noche, oí un crujido como un alarido terrible y vi caer sobre la cubierta una pirámide enorme. Quise retroceder, tropecé, sentí un gran golpe en la cabeza…
Se detuvo jadeante.
—¡Vamos, vamos, ya ha pasado todo, señora, ya no hay nada que temer!
Tomé sus manos entre las mías; ella me dejó hacer, calmándose poco a poco.
Atando cabos supe lo que me faltaba por conocer de la historia de doña Soledad. Su madre había muerto hacía poco; su padre, oficial del ejército español, había caído durante la guerra de Sucesión. Al quedarse solos en el mundo, su hermano y ella pagaron un pasaje en la Portuguesa para trasladarse a una pequeña hacienda en el sur, único patrimonio que poseían; él confiaba en que la haría prosperar. A juzgar por lo que pude comprender, el orden brillaba por su ausencia a bordo de la nave. El capitán era un borracho; la tripulación hacía lo que le venía en gana. El incendio debió de declararse de resultas de alguna negligencia y, abandonando a los pasajeros a la buena de Dios, los marinos más o menos borrachos se precipitaron a la primera chalupa para huir.
—¿Y ahora qué va a ser de mí? ¡No tengo a nadie, no tengo dinero…!
—Pues bien —le dije—, no se preocupe más de la cuenta, doña Soledad. Ya está de regreso a Cumaña. Esa línea que se ve allí es tierra. Dentro de cinco horas atracaremos; si quiere quedarse algún tiempo conmigo, yo me ocuparé de usted. Soy inmensamente rico, no tema, no será una carga para mí.
»Y además —añadí—, yo también soy una especie de náufrago; tenemos que ayudarnos mutuamente. Ya que el destino ha querido que la salvara de ese naufragio, no seré yo quien la abandone ahora. Además, usted puede sernos muy útil, a mis amigos y a mí; basta con que declare que nosotros éramos pasajeros de la Portuguesa cuando usted subió a bordo. Más tarde le explicaré el motivo de esa mentira. No es nada grave, se lo juro, pero gracias a ese pequeño embuste nuestra deuda de gratitud será más grande que el agradecimiento que merecemos de su parte.