8
Un castillo de naipes
Un niño desorientado Como
un animal rabioso
Una biografía interesante
Sombras por todas partes
Un chiste oculto en todo esto
Brillantes, inteligentes y ambiciosos
Disfrazado
de policía y preguntando por el niño
Hay algo frente a mí. Una luz débil y amarillenta que siluetea lo que quizá es una casa.
O quizá...
Tomo aire de nuevo. Un paso. Otro. Otro más, maldita sea.
Y de algún modo me las apaño para llegar a la solitaria bombilla sobre la puerta de un caserón que ha visto tiempos mejores.
Me apoyo en la puerta, intentando recuperar el aliento, y noto cómo cede ante mis manos y se abre con un crujido que suena casi humano.
Miro a mis espaldas. Silencio y oscuridad. Y quizá, a lo lejos, más allá de ellos...
Meneo la cabeza y entro en la casa.
Aquí no ha vivido nunca nadie, me digo.
No puedo saberlo, en realidad. Lo único que veo a la luz que se cuela por la puerta entreabierta es la silueta de un par de muebles y los primeros peldaños de una escalera.
Pero lo sé. Aquí no ha vivido nunca nadie.
Busco un interruptor en las paredes y al fin mi mano da con lo que parece uno. Lo conecto y apenas puedo evitar un salto cuando la luz se enciende.
Estoy en un amplio recibidor que parece desembocar en una cocina. A un lado una puerta medio carcomida da paso a lo que podría ser una cuadra y, junto a ella, unas escaleras me llevan al piso de arriba. Al otro lado hay una puerta tras la que se adivina un lavabo.
El papel de las paredes está desvaído y empieza a caerse en algunas partes. Los escalones son de madera, como el pasamanos. El suelo es resbaladizo e irregular.
La escalera se sume en la oscuridad a los pocos metros.
Sin embargo, al final comí con Paloma.
Me interceptó cuando iba rumbo a la máquina, me preguntó qué estaba haciendo y, cuando se lo dije, insistió en compartir su comida conmigo. Confieso que no me hice mucho de rogar.
Comimos en mi despacho. Creo que hasta aquel momento no me había dado cuenta de lo tranquilizadora que me resultaba la presencia de Paloma. Había algo en su lenguaje corporal, en el modo en que se movía, miraba a su alrededor y lo hacía todo suyo con un gesto, que tenía la virtud de hacerme sentir en calma, no sólo conmigo misma, sino con el resto del mundo.
Seguía pensando que sonreía demasiado a menudo, pero incluso eso estaba empezando a resultarme agradable. Hasta la semana anterior había sido para mí poco más que una fantasía apetecible, una posibilidad que nunca había pensado seriamente en materializar. Ahora, a medida que ganaba consistencia, que iba volviéndose más «real», por usar las palabras de Iván, empezaba a comprender lo adictiva que resultaba, el modo sutil y casi imperceptible en que conseguía que, cuanto más tenía de ella, más quisiera tener.
Todo eso pasó por mi cabeza mientras intercambiábamos trivialidades separadas por mi mesa y tres o cuatro tápers llenos de comida de los que íbamos picoteando sin ninguna prisa.
Me gustaba. Más de lo que había pensado en un principio.
Al acabar la comida no me dejó ayudarla a recoger. Dispuso de todo con rapidez y eficiencia y, antes de que quisiera darme cuenta, la mesa estaba recogida y limpia. Mientras se deshacía de las últimas migas de pan, de pie a mi lado, sonrió, se encogió de hombros y me dio un beso tan rápido que no tuve oportunidad de responder a él.
—Te dejo con tus cosas, jefa —dijo con un gesto burlón, justo antes de irse.
¿Y cuáles eran mis cosas?
Muchas, quizá demasiadas, y ninguna de ellas parecía tener sentido.
Cuanto más intentaba encajar las piezas del rompecabezas, más absurdo me resultaba el panorama que se iba dibujando.
Un castillo de naipes, me decía una y otra vez.
Sí, y con la forma de una novela de intriga esotérica barata, añadía.
Estuve en el despacho como cosa de una hora sin llegar a ningún lado. Cuando me fui, Paloma no estaba en su sitio. Seguramente alguien la habría llamado.
Fue tonto, pero me habría gustado verla antes de salir.
El gimnasio volvía a parecer desierto. Y, ahora que lo pensaba, la ciudad me había parecido demasiado tranquila aquella tarde, mientras me dirigía hacia él.
Cierto que era más o menos la hora de la siesta, pero eso no justificaba la sensación de que las calles estaban demasiado vacías.
Pasé ante la recepción, crucé por delante del cuartito de Taira (allí estaba, por supuesto, garabateando con algo que casi parecía furia en uno de sus cuadernos) y fui hacia los vestuarios. Cuando salí, algunos minutos después, Taira me estaba esperando en un rincón del tatami.
Entrecerró los ojos y, durante unos instantes, me sentí examinada a fondo. Luego, se encogió de hombros y dijo:
—Calentamiento.
Obediente, hice lo que me mandaba e inicié mis ejercicios.
Tiempo atrás, llevada por la curiosidad, había intentado averiguar qué me estaba enseñando exactamente Taira. No tardé en descubrir que era algo llamado ninjutsu y que se suponía que era, para gran regocijo de Iván, el arte marcial de los ninjas. Básicamente era una técnica mestiza que pillaba un poco de allí y otro poco de allá y que se basaba más en la destreza que en la pura fuerza bruta.
Cuando le pregunté a Taira si eso era lo que estábamos haciendo, su único comentario fue recriminar mi mala pronunciación del japonés y seguir con los ejercicios como si nada hubiera pasado.
Bueno, ninjutsu o no, lo que practicaba con Taira me dejaba en buena forma, potenciaba mis reflejos y me enseñaba unos cuantos trucos que, si bien no había tenido nunca ocasión de poner en práctica en el mundo real, podían llegar a serme útiles algún día. Así que tampoco iba a quejarme.
El que sí parecía a punto de quejarse era Taira. No hacía más que chasquear la lengua, como si mis movimientos fueran especialmente torpes aquella tarde.
—Lenta —decía de vez en cuando—. Distraída —añadía algo después.
Tras cada palabra se lanzaba sobre mí y, una y otra vez, acababa dando con mi espalda en el tatami. Hasta ahora nunca había conseguido derribarlo, aunque más de una vez había tenido la sensación de que estaba a punto de conseguirlo, pero aquella tarde le bastaba un solo gesto, o dos o tres movimientos veloces, para que fuera yo la que acabase en el suelo.
De pronto, justo después de derribarme una vez más, se detuvo, frunció el ceño y dijo:
—Espera.
Volvió un par de minutos después con lo que parecían dos katanas de madera y un par de protectores de esgrima para la cara.
—¿Qué?
Me lanzó una de las espadas, y de milagro, conseguí agarrarla por la empuñadura. Me tiró después la máscara y me las apañé para pillarla con la otra mano.
—Distraída. No motivada —dijo él mientras se quitaba las gafas—. Probaremos esto.
Sin gafas su rostro parecía el de un niño desorientado, pero esa impresión se desvaneció enseguida en cuanto se puso la máscara, cogió la katana con ambas manos y adoptó lo que, supuse, era una posición de ataque.
¿De qué iba?
Lo más que sabía de una katana era por qué lado se agarraba. Bueno, sí, y que si eras Uma Thurman podías enfrentarte a toda la yakuza con éxito y luego llevar la espada como equipaje de mano en el avión sin que nadie te chistara.
Pero yo no era Uma Thurman, evidentemente.
Tampoco parecía que a Taira eso le importase gran cosa, porque con un grito seco se lanzó contra mí y tuve que hacer verdaderas filigranas para desviar su estocada.
—Distraída —dijo una vez más, su voz medio ahogada por la máscara.
—Espere un momento... —empecé a decir.
—Te concentras —dijo él, en un tono que no admitía discusión—. O haré daño. Probablemente haré daño de todas formas.
Estuve a punto de irme de allí y aún ahora no estoy del todo segura de por qué no lo hice. Orgullo, tal vez. La sensación de que irme era admitir la derrota, aunque fuera una derrota absurda en una lucha que no tenía sentido.
Así que me puse la careta, agarré la katana con ambas manos intentando imitar lo mejor posible la postura de Taira y esperé.
No tuve que hacerlo mucho.
Un nuevo grito seco y cortante y estaba otra vez sobre mí. Y parecía ir en serio.
No sé cómo pero me las apañé para detener sus golpes. Mi estilo debía de ser deplorable, y si alguien nos hubiera estado mirando, lo habría encontrado ridículo. Pero detuve sus malditos golpes.
A medida que pasaba el tiempo iba subiendo el ritmo, atacando cada vez más rápido, y hubo un momento que tuve la sensación de que me estaba enfrentando a Yoda en El ataque de los clones, con el condenado enano verde saltando de un lado a otro y atacándome sin parar con su sable.
Pero no me tocó. El cabrón me había entrenado bien, porque con estilo o sin él, me las arreglé para parar sus estocadas con mi propia espada. No podía hacer mucho más, pero teniendo en cuenta que ni siquiera había esperado eso, ya podía sentirme satisfecha.
Los brazos me dolían, la espada me pesaba y sentía las manos agarrotadas. Pero no paré, no me rendí y en ningún momento le pedí que parase.
De pronto se detuvo y se quedó totalmente inmóvil, con la espada en alto. Jadeaba, no tanto como yo, pero creo que era la primera vez que lo veía así.
Bajó la katana, se quitó la máscara y me miró con aquellos perdidos ojos de miope.
Lenta, solemnemente, se inclinó ante mí. Hasta entonces, se había limitado a un rápido gesto de la cabeza, pero ahora se dobló por la cintura y estuvo un largo rato así, mientras yo trataba de reaccionar y, al fin, le devolvía la reverencia.
—Estilo deplorable —dijo mientras recogía mi máscara y mi espada de madera—. Buenos reflejos. Instinto correcto. Dúchate. Ven luego a mi cuarto.
No esperó a que le respondiese; dio media vuelta y dejó el tatami.
¿Estilo deplorable? ¿Y qué había esperado el maldito enano?
Mientras intentaba relajarme bajo el chorro de agua caliente comprendí que sus palabras no habían sido un reproche, sino una simple descripción. Buenos reflejos, había añadido. Instinto correcto.
Y, qué narices, el cabrón se había inclinado ante mí.
Seguía escribiendo en su cuaderno y no alzó la vista de él al oírme entrar. Se limitó a señalarme una silla y, sin dejar de escribir, dijo:
—Siéntate, por favor, Viola-san.
Era la primera vez que me llamaba por mi nombre. Y, desde luego, nunca antes me había dado el tratamiento de respeto. ¿Qué pasaba? ¿Me había ganado el derecho a un nombre y un tratamiento aquella tarde?
Pero me senté sin decir nada y esperé a que terminase de escribir. Lo hizo a los pocos segundos, cerró el cuaderno, enroscó la pluma y la dejó con cuidado a un lado de la mesa.
—Eres buena —dijo—. Demasiado vieja ya. Lástima. Pero tienes instintos correctos. Tienes reflejos. Y tienes rabia. Todo eso bueno.
¿Rabia? Y entonces me vi a mí misma repeliendo sus ataques, y en ese momento comprendí que me había pasado gritando buena parte de la lucha. No como él, con sus gritos secos y precisos, sino aullando como un animal rabioso.
—¿Quieres seguir? —preguntó de repente.
—Seguir, ¿el qué?
—Aikido. Aprender a usar bokken. Tal vez, quién sabe, espada, algún día.
¿Quería?
Fingí que lo dudaba, pero lo cierto era que sí. Llevaba algo más de año y medio entrenando con Taira y, aunque había sido una experiencia satisfactoria (más cada vez, a medida que notaba cómo mi cuerpo respondía y mis reflejos mejoraban), nunca lo había sido tanto como aquella tarde. Me di cuenta en ese momento de que había disfrutado como una maldita loca, de que me lo había pasado de miedo durante toda la pelea, de que cada vez que conseguía esquivar un golpe o parar una estocada me sentía como nunca. ¿Quería? Claro que sí.
Así que me encogí de hombros y dije:
—Tal vez —con lo que no creo que lo engañase ni por un segundo.
—No tengo tiempo para «tal vez» —dijo—. Tengo para «sí». Y no mucho.
—De acuerdo —claudiqué—. Sí.
Asintió.
—Mejor. Esperas aquí sábado. Nueve mañana. Trae coche. Tú conduces. Elegiremos bokken.
Estaba preparada para una parrafada (o su equivalente en el estilo telegráfico de Taira) sobre el misticismo del guerrero y su arma, o que era fundamental elegir el arma correcta con el espíritu adecuado, o... yo qué sé. En cualquier caso, quedé chasqueada, porque Taira se limitó a quedarse en silencio y mirarme.
Así que dije:
—De acuerdo.
—Bien.
Y sin más, abrió de nuevo su cuaderno y se puso a escribir.
Me levanté sin estar muy segura de cómo me sentía, me despedí y eché a andar hacia la puerta. Casi llegaba cuando lo oí carraspear.
—Viola-san —dijo.
—¿Sí?
—Ten cuidado.
Su rostro seguía tan inexpresivo como siempre, pero en su voz había auténtica preocupación. No supe muy bien qué responder a sus palabras, así que no lo hice.
No me di cuenta de lo tarde que era hasta que salí a la calle. ¿Cuánto tiempo había pasado en el maldito gimnasio?
Estaba empezando a anochecer y, aunque había más gente, las calles seguían estando demasiado vacías.
No me gustaba. Pero tampoco tuve mucho tiempo para pensar en ello porque al poco de poner el pie en la calle empezó a sonar el móvil. Me di cuenta entonces de que tenía tres llamadas perdidas y no me costó mucho suponer que las tres eran de Iván, que era quien llamaba ahora.
—¿Dónde te habías metido? —soltó en cuanto descolgué.
Le dije que salía del gimnasio.
—¿Cómo estás? —pregunté después.
Hubo un momento de vacilación y luego dijo:
—Bien.
No insistí; el tono tajante en que había respondido no invitaba a ello. Por no mencionar que era bastante sintomático.
—¿Puedes venir esta noche?
—Claro. ¿Cuándo?
—No sé. Cuando quieras. Cuando te venga bien.
Miré la hora. Eran casi las nueve.
—¿Ahora?
Le pareció bien y colgamos poco después. Tuve la sensación de que iba a decirme algo justo antes, pero cambiaba de idea en el último instante. Ya me lo diría tarde o temprano, pensé, siempre lo hacía.
Pasé por mi despacho, dejé en él la bolsa de deporte y luego fui a recoger el coche. Media hora más tarde Iván me abría la puerta de su apartamento y me recibía con una sonrisa nerviosa.
Estuve a punto de preguntarle de nuevo si estaba bien, pero me lo pensé mejor y me limité a pasar.
—Supongo que no has cenado —dijo—. Podemos pedir algo. O puedo hacer pasta.
Dejé que eligiera y acabamos encargando unas hamburguesas. Iván no se distinguía precisamente por lo equilibrado de su alimentación (o de su forma de vida, ya que estamos), pero yo no era la persona más adecuada para protestar por ello visto que compartía buena parte de sus gustos, algunas de sus manías y, tal vez, un poco de su pereza.
Era evidente que tenía bastantes cosas que contarme y, aunque intentó esperar a que llegase la comida, no tardó en claudicar ante su propia impaciencia.
—He hecho lo que me pediste —dijo mientras cogía una de las dos carpetas que había en la mesa—. Así que he investigado un poco al amigo Mastropiero.
—Iván...
—Vale, he investigado a Tomás —rectificó, en tono burlón—. ¿Qué?, ¿ya ha habido jolgorio, jadeos y jocunda? ¿Sólo jolgorio? ¿Sólo jadeos? ¿Algo de jocunda?
—Iván...
—Vale, ninguna de las tres cosas. Pues como esperes a que él tome la iniciativa, vas lista. El voto de castidad, ya sabes.
—¿De dónde has sacado...?
—¿Que te gusta? Del modo en que lo miras, de la forma en que reaccionas cuando está cerca y de lo tonta que te pones cuando menciono su nombre. ¿Te parece suficiente?
No respondí. En realidad no había gran cosa que responder. Iván tenía razón. Me fastidiaba que la tuviese, pero negarlo no habría servido para nada.
—En cualquier caso, lo he investigado, como me pediste. —Abrió la carpeta y fue extendiendo su contenido por la mesa—. Ha tenido una biografía interesante, el amigo Mastrop... Tomasito, perdón.
Les eché un vistazo a los papeles que Iván iba extendiendo sobre la mesa. No tenía ni idea de cómo los había conseguido, pero trazaban una biografía (al menos en lo público) bastante detallada de Tomás.
Un currículum bastante impresionante: doctorado en Teología, en Historia, en Antropología. Varios años en Roma. Unos cuantos más viajando por el mundo, participando en excavaciones arqueológicas o en investigaciones sobre tribus amazónicas. Más de doscientos artículos en revistas científicas. Un libro. No estaba nada mal.
—Sí, parece que Tomás se ha movido bastante —dijo Iván—. Por lo que he podido deducir a partir de sus artículos, su interés principal son las religiones primitivas. Especialmente en Oriente Próximo, alrededor de la Media Luna Fértil y todo eso. Tiene sentido. Al fin y al cabo, es donde se supone que aparecieron las primeras civilizaciones y, con ellas, las primeras religiones más o menos organizadas.
Recordé lo que me había dicho Tomás acerca de su interés por los cultos «preyavídicos» o algo parecido.
—¿Le interesan las religiones antiguas de los judíos?
Iván asintió, impresionado.
—En efecto. Parece ser su área favorita. Los restos de politeísmo que aún quedan en la Biblia. Rastros de cultos matriarcales. Los mitos babilonios de la creación del mundo que los judíos fusilaron en el Génesis. Esas cosas... El tío es hábil, porque se las apaña para hablar de todo eso sin parecer que pone en duda la doctrina católica, lo que tiene su mérito. —Se encogió de hombros—. Es jesuita, al fin y al cabo.
Repasé algunas de las fotografías que Iván había impreso. Me llamó la atención una en la que un Tomás muy joven —¿cuántos años tendría, veintidós, veintitrés?, no muchos más— estaba tocado con algo parecido a un turbante, posando entre unas ruinas en mitad del desierto. Leí el pie de foto: «Irak, 1987».
—Y luego, de pronto, hará unos siete años, decide dejar de viajar, le da carpetazo a todo esto y no vuelve a publicar nada. Un par de años en una misión en Brasil y, tras eso, se vuelve a España. Y así es como acaba de coadjutor de la parroquia de San Andrés.
Salir al mundo, recorrerlo frenéticamente buscando... ¿qué? ¿Los rastros de Dios antes de que fuera Dios? Y luego, de repente, volver al útero.
No tenía sentido. O quizá sí.
En aquel momento sonó el timbre. Iván fue a abrir y volvía poco después con la cena. Devoramos nuestras hamburguesas en silencio, repasando aquí y allá algunos de los papeles que Iván me había impreso.
Artículos. Más fotos. La portada de un libro titulado El dios dividido. Actas de un simposio de antropología en Massachusetts. Más fotos. Más artículos...
¿Adónde me llevaba eso?
A que mi cliente había tenido una vida agitada, dentro de su estilo sacerdotal. ¿Se había cansado de ella? ¿Había vuelto buscando tranquilidad y, tal vez, un poco de aburrimiento? ¿Eso era todo?
Podía serlo, pero presentía que había algo más.
Terminamos de comer e Iván se echó hacia atrás en el sofá mientras fumaba un cigarrillo.
—¿Qué opinas?
Parecía muy satisfecho consigo mismo. Tanto que no tardé en sospechar que todo aquello que me había mostrado no era más que el inicio. Los entrantes, tal vez, mientras el plato fuerte esperaba, casi seguro, en la otra carpeta.
—Interesante —dije.
Abrió la boca, seguramente para echarme algo en cara, pero el timbre volvió a sonar.
—Ajá, aquí llega Tomás —dijo Iván poniéndose de pie. Sin darme tiempo a decir nada, añadió—: Guarda todo eso en la carpeta, mejor que no lo vea.
Se fue mientras yo hacía lo que me acababa de pedir. Así que Tomás. Al que, seguramente, había dado cita después de haber hablado conmigo y de haber calculado cuánto tiempo le iba a llevar enseñarme la información que había recopilado sobre él.
Bien, me dije, preparémonos para el plato fuerte.
Tomás venía con el alzacuellos. Y era evidente que no se había afeitado en un par de días, lo cual, por otra parte, le sentaba de miedo. De hecho, me sorprendí pensando que tenía que sentarle aún mejor un aire general de desaliño y descuido. Un poco como a Viggo Mortensen en El señor de los anillos... antes de que lo lavasen y lo peinasen en El retorno del Rey y la mitad de su atractivo se desvaneciera.
Se sentó, aceptó el ofrecimiento de una cerveza que le hizo Iván (y aproveché para pedir yo también una) y luego se quedó a la espera mientras Iván nos traía las bebidas y también tomaba asiento.
—Me he pasado las últimas veinticuatro horas investigando —dijo éste—. Y, de paso, muerto de miedo.
No dije nada mientras echaba un largo trago de la botella. Tomás se inclinó un poco hacia delante y asintió levemente.
—Antes me preguntaste si estaba bien —siguió Iván. Hablaba con prisa, casi comiéndose las palabras, dejándolas detrás como si fueran algo molesto o peligroso—. Y te dije que sí, pero la verdad es que no. —Tomó aire—. No estoy bien. En las inmortales palabras de Marcelus Wallace, «estoy a mil jodidas millas de estar bien».
Se detuvo y se mordió la parte izquierda del labio. Con fuerza. No era un gesto que me resultase desconocido. Y no era nada tranquilizador.
—Ayer por la noche, cuando salí de tu casa, estaba muerto de miedo. Asustado hasta... yo qué sé hasta dónde. La ciudad estaba llena de sombras por todas partes, y tenía la sensación de que en cualquier momento iban a caer sobre mí. No me tranquilicé hasta que llegué a casa y encendí todas las luces. Y no las he apagado desde entonces.
Apoyé una mano sobre su pierna. Él posó su mano sobre la mía, la apretó y sonrió. Pero seguía mordiéndose el labio.
—Eso no es todo. Había algo que no podía quitarme de la cabeza. Ese puñetero símbolo. Esa especie de «yo» en hebreo dentro de dos círculos. Estaba en todas partes. Mirase a donde mirase, estaba allí. Con los ojos abiertos o cerrados, era igual. Estaba siempre allí, no podía quitármelo de encima. Así que hice lo único que sé hacer.
Se inclinó hacia la mesa y cogió la segunda carpeta.
—Investigué. Escudriñé. Me colé por donde pude. Y en los sitios en los que no podía colarme me las apañé para que otros los hicieran por mí. En este día he cobrado todos los favores que me debían en los veinte últimos años y, seguramente, me he empeñado para los veinte próximos.
Abrió la carpeta. Tomás y yo nos inclinamos hacia delante.
—Eso alejó el miedo. Revolver. Buscar información. Sacar a la luz lo que estaba oculto. Tratar de encontrarle sentido a todo. —Iba a preguntarle qué había encontrado, pero me detuvo con un gesto de la mano—. No, dejad que lo haga a mi modo. Dejad que lo cuente a mi manera, por favor.
Había algo tremendamente frágil en aquel «por favor». Era algo más que una súplica. Más que un grito de ayuda.
—Dijiste que era un símbolo de protección, si no recuerdo mal. —Tomás asintió—. Y por lo que he podido ver, es cierto. Contra el Mal, me parece que fueron tus palabras, lo cual no deja de tener su gracia, porque según algunas interpretaciones que he leído sirve también para protegerse de la cólera de Dios.
—El dios de un hombre... —empezó a decir Tomás.
—Es el diablo de otro. Sí, ya me esperaba esa salida. Lo que me sorprende es que venga de un sacerdote de nuestra Santa, Católica, Apostólica y Romana Iglesia. Aunque después de haber repasado tu currículum no me sorprende tanto, si te soy sincero. —Tomás ni siquiera pestañeó ante esas palabras—. Al fin y al cabo los judíos lo hicieron a menudo: convertir en demonios a los dioses de sus vecinos. Belcebú, sin ir más lejos, que empezó como el diosecillo tribal de Zebulón y acabó convertido en el Señor de las Moscas. Interesante, fascinante y todo eso, pero vamos a lo que importa, ¿os parece?
Los dos asentimos.
—No es que haya mucho sobre el simbolito en cuestión, ni en la red ni fuera de ella, pero sí algunas cosas. Es un signo bastante antiguo y, de hecho, posiblemente sea anterior al culto a Yavé. Y según algunos no es hebreo en origen, sino cananeo. Pero, en todo caso, lo poco que he podido averiguar de él coincide con lo que nos contaste: se ha usado para protegerse contra el mal de ojo, contra el demonio, contra la ira de un dios cabreado, ese tipo de cosas. Hay un individuo bastante pirado que afirma que fue ése el símbolo que los judíos pintaron con sangre en sus puertas para protegerse del ángel vengador la noche antes de irse de Egipto. Pero también afirma que es el nombre del dirigente de una civilización extraterrestre en Rigel-4 y que el Arca de la Alianza es un aparato de comunicación hiperespacial. Así que mejor dejamos esa línea de investigación, si os parece bien.
Buena parte de la tensión había desaparecido de su cuerpo, a medida que se iba entusiasmando más y más con lo que nos contaba. Era como un niño, disfrutando de cada pizca de información que presentaba a los adultos y de cada palmadita de reconocimiento que recibía de ellos. Más de una vez estuve a punto de soltar «qué mayor» a alguno de sus comentarios, pero conseguí callarme a tiempo.
—Como digo, no hay gran cosa sobre el simbolito de marras. Pero una de las pocas que encontré me llevó a un sitio bastante interesante.
Rebuscó por la carpeta y dio con una foto en blanco y negro. La dejó en el centro de la mesa y esperó unos segundos.
—El lugar es Osaka. La fecha, 1973. Y el cadáver que estáis viendo se llamaba Asano Minamoto... bueno, Minamoto Asano si nos ponemos pejigueras. Miembro de la Compañía de Jesús; que, como siempre, está en todas partes.
Me di cuenta de que Tomás apretaba la mandíbula. Iván, entretanto, sacó una foto, una ampliación del pecho del cadáver. No me sorprendió ver que había grabado en él el mismo símbolo que en el cuerpo del Retrepao.
—Parece ser que se lo hizo con su propio tanto. Que, por cierto, tenía un gran valor histórico-artístico y todas esas cosas y había ido pasando de padre a hijo desde tiempos inmemoriales. Según algunos, desde la época en que los Minamoto fueron sogunes. Lo cual me recuerda lo de tu señor Miyagi, ya que estamos en ello.
—¿Qué?
—Sí, ya sabes, el japo del gimnasio que te da clases de artes ninja. Me dijiste que se llamaba Taira, si no recuerdo mal. Y los Taira y los Minamoto se pasaron varios siglos dándose de bofetadas. Bueno, en realidad, los Taira se pasaron varios siglos recibiendo bofetadas de los Minamoto. Ya sé que te encantan las casualidades, Uve, así que ésta tiene que volverte loca. Para dos japoneses que conocemos (bueno, a este pobre diablo más bien de lejos), resulta que tienen los apellidos correspondientes a dos de los clanes más míticos del Japón feudal. Tiene que haber un chiste oculto en todo esto, aunque no sé cuál. Ah, ya sabía que se me olvidaba algo.
Hablaba de nuevo atropelladamente, y además se estaba alejando de lo que nos quería contar, así que supuse que estaba llegando a un momento delicado. Soltar información irrelevante a toda velocidad era un modo de tranquilizarse a sí mismo, de buscar el valor suficiente para seguir adelante.
—Resulta que tu Taira no es el primer Taira que nos honra con su presencia. Tuvimos otro que vivió aquí durante algo más de veinte años. ¿Recuerdas la vieja mansión en ruinas de la Providencia? Bueno, pues ésa fue su casa. Saltó por los aires en los años setenta, aún no se sabe muy bien por qué, aunque los friquis locales están convencidos de que hubo algo turbio. Seguro que tienen razón.
Tomó aire y, durante unos segundos, se quedó mirando la foto.
—Pero volvamos al pobre Asano, que lo hemos dejado ahí tirado en medio sin ninguna consideración por su lamentable estado. Como he dicho, su cadáver apareció en Osaka en el año setenta y tres. Y, por lo que dice el informe forense, fue su propia mano la que tatuó en su pecho el simbolillo de marras. Si añado que además murió de miedo (aunque el informe no lo dice así, claro), seguro que hasta os empieza a sonar familiar.
Sacó una nueva foto de la carpeta, pero le dio la vuelta antes de que pudiéramos verla.
—No encontré mucho más de lo que os he dicho sobre el símbolo. Así que me puse a investigar a Asano. Jesuita. Japonés. De buena familia. Y con una carrera sorprendentemente oscura dentro de la orden y de la Iglesia en general. Lo cual es extraño, porque formaba parte de un grupo brillante de jóvenes sacerdotes de los que, al parecer, se esperaban grandes cosas. Cosas que no se cumplieron para ninguno: todos ellos han tenido carreras nada destacables en el seno de nuestra amadísima Madre Iglesia. Algunos hasta parecen evaporarse durante varios años.
Por fin, lentamente, como si estuviera revelando su jugada maestra, dio la vuelta a la foto. En ella se veían cinco jóvenes en sotana y uno de ellos, con su evidente aspecto japonés, no podía ser otro que Asano. Estaban sin duda en alguna ciudad italiana, posando sonrientes junto a algún edificio renacentista.
—¿Reconoces a alguien? —le preguntó Iván a Tomás.
Éste asintió.
—De hecho, reconozco la foto. La he visto, o al menos una copia de ella.
Me di cuenta de que Iván mascullaba una maldición mental, chasqueado por que Tomás le hubiera chafado su gran momento de revelación. Sin embargo, se rehízo enseguida y siguió hablando, como si incluso las palabras de su antiguo condiscípulo encajaran en sus planes:
—No me sorprende. En la sacristía de tu parroquia, seguramente. O en el cuarto de tu párroco, en todo caso. Querida Uve —dijo volviéndose hacia mí—, aquí tienes a los cinco curitas más prometedores de mil novecientos sesenta y seis. De izquierda a derecha, el padre Enrico Castiglione, el padre Lazlo Marlovic, el padre Minamoto Asano, el padre Walter Kovacs... y el padre Julián Goróspide, párroco de San Andrés.
A aquellas alturas, el último nombre no era ninguna sorpresa, aunque me las apañé bastante bien para parecer impresionada. Y en realidad, sí que lo estaba.
—Todos ellos jesuitas, todos ellos con veintidós años y todos ellos brillantes, inteligentes y ambiciosos. Y todos ellos convertidos en sacerdotes grises y mediocres a los pocos años. Promesas frustradas. Más que eso, en realidad, porque el padre Kovacs parece la versión jesuítica del Guadiana: desaparece y no se sabe nada de él durante años, reaparece brevemente en una nunciatura vaticana, vuelve a la oscuridad, aparece de nuevo... y muere hace aproximadamente quince meses. En cuanto a los otros, son más fáciles de seguir, pero en realidad no hay gran cosa que seguir. Todos llevan una existencia bastante anodina y no destacan prácticamente en nada. De no ser por la extraña muerte de Asano en los años setenta, no habría en ellos nada de particular.
—Quince meses —murmuró Tomás.
Iván se volvió hacia él, sorprendido.
—Sí, quince meses. ¿Eso te da alguna pista?
Tomás parecía indeciso.
—No lo sé. Diría que es una tontería, pero... bueno, después de esto no me atrevo a llamar tontería a nada. Hace quince meses, el estado de salud del padre Goróspide empezó a declinar. Y su decrepitud física, y temo que también mental, ha ido acelerándose desde entonces.
—¿Recuerdas la fecha?
—No sé. No hubo un día exacto en que de pronto empezara a chochear. —Arrugó la frente y trató de hacer memoria—. A principios de diciembre de hace dos años, más o menos. No antes, creo. Y para Navidad ya era bastante evidente su declive. Así que tuvo que ser por esas fechas.
—Sí. Coincide. Kovacs murió a finales de noviembre. Supongo que el golpe de saber que era el último superviviente del grupo afectó bastante a tu párroco.
—¿El último? —pregunté.
—Sí, todos han ido muriendo. De un modo nada sospechoso, al menos en apariencia. Dejando aparte la muerte de Asano, las demás se debieron a accidentes, problemas de salud, cosas así. Aunque confieso que no me costaría nada saltar sobre cualquier teoría conspiranoica que me explicase esas muertes como parte de una terrible y oculta trama esotérica. Pero, dado que siempre estoy dispuesto a saltar sobre esas teorías, no soy muy de fiar en ese aspecto.
Tomás se echó hacia atrás y se apoyó en el sofá, con el índice en los labios y el ceño fruncido.
—Quizá no sea tan conspiranoica —dijo al fin, tan bajo que nos costó oírlo.
En realidad, era lo que yo misma estaba pensando y no me atrevía a decir en voz alta. Sí, vale, lo que había construido Iván era, por sí mismo, otro castillo de naipes, tan inestable como el que había creado yo en mi mente aquella mañana.
Pero un castillo unido al otro formaba... nada sólido, todavía, pero algo lo bastante estable para que no se cayera de un solo soplido. Aún no tenía forma, pero empezaba a tener cimientos.
Ante las palabras de Tomás, Iván suspiró aliviado.
—Gracias —dijo.
Tomás sonrió.
—No hay de qué.
Y, por supuesto, yo rompí el momento diciendo:
—¿Y qué coño vamos a hacer ahora?
No había mucho que pudiéramos hacer, en realidad, al menos en aquellos momentos. Pasamos las siguientes horas escudriñando lo que Iván había ido descubriendo desde que se había ido de mi casa.
No era gran cosa. Buena parte estaba compuesta de rumores, teorías sin demasiada base y datos poco fiables y sin contrastar.
Y sin embargo, al mismo tiempo era impresionante. Porque las escasas pizcas de información real que había parecían encajar con el resto como si no pudieran hacerlo con nada más. Por no mencionar que, para haber recopilado todo aquello en un solo día, Iván tenía que haber estado pegado a su ordenador hasta que el teclado empezó a echar humo.
Y había algo más, algo que Tomás llevaba queriendo decir desde hacía tiempo pero que tardó en decidirse a soltar:
—Conocí a Kovacs —dijo de repente. Habíamos pasado los últimos minutos tratando de dilucidar qué había ido a hacer Asano a Osaka la noche en que murió—. De hecho, fue en la misma época en que me tatué esto en el antebrazo. —Hizo una pausa—. Podríamos decir que Kovacs es el responsable de que dejase mi vida nómada y volviera a... casa.
Ni Iván ni yo habíamos esperado algo como eso. Tomás recibió nuestra sorpresa con una sonrisa desganada, mientras se frotaba las palmas de las manos y trataba de encontrar el modo más adecuado de contarlo.
—No lo reconocí hasta ahora —dijo—. No hasta ver algunas de las fotos que Iván ha conseguido. Ha cambiado bastante con los años. Y, desde luego, no se llamaba Walter Kovacs cuando lo conocí.
Había sido en Irak, nos dijo, durante unas excavaciones en una antigua ciudad sumeria. No quiso entrar en detalles y lo contó de un modo rápido, con prisa por librarse de ello y pasar a otra cosa.
El tatuaje fue una exigencia de uno de sus ayudantes, un iraquí que sólo accedió a llevarlo al lugar al que quería después de que se lo hiciera.
—¿Qué lugar? —preguntó Iván.
Tomás se encogió de hombros. Una zona de las ruinas que no estaba abierta a los investigadores occidentales. Una parte de la antigua ciudad que era claramente más antigua que el resto. La mayoría de ella estaba bajo el suelo y Tomás suponía, a partir de ciertos indicios, que se trataba del centro religioso de la vieja urbe. Aquella parte de las ruinas estaba en manos de un grupo iraquí que no permitía la presencia de occidentales. Los ingleses, que eran los que controlaban aquella zona del país, intentaban llevarse bien con las autoridades locales, así que no se sentían muy inclinados a presionar a los nativos a menos que fuera estrictamente necesario o se tratase de una cuestión de seguridad.
—Así que accedí a tatuarme. Lo curioso es que no reconocí el símbolo. No hasta que volví a casa y vi al padre Goróspide. —Incómodo, cambió de postura—. No importa. Eso puede esperar.
El guía lo llevó a donde quería, o eso pensaba Tomás. Fue un viaje extraño, irreal, descendiendo continuamente por un túnel de escalones desgastados, iluminados por un par de linternas y rodeados de un silencio denso y agobiante.
Por fin llegaron a una cámara subterránea que los nativos estaban desenterrando a medias, con infinito cuidado. En lo que había sido el centro de la sala había algo parecido a un altar. Tomás se acercó...
—Y no recuerdo mucho más, la verdad —dijo—. Tú tienes un agujero en tu mente, Iván. Y yo tengo dos.
En la memoria de Tomás había gritos, confusión, oscuridad y la sensación de que algo se acercaba y debía huir de allí como fuera. Su siguiente recuerdo consciente era despertarse de noche en medio de las ruinas y estremecerse de frío.
A su alrededor había un pelotón de soldados británicos. Y con ellos, el hombre al que Tomás había identificado como Walter Kovacs.
—Era él. Después de haber visto las fotos estoy completamente seguro.
No se identificó ante Tomás ni, desde luego, iba vestido como un sacerdote.
—Pero lo parecía. No sé cómo explicarlo. —Se encogió de hombros—. Notas esas cosas, supongo.
Al principio había hecho como si Tomás no estuviera allí. Sólo después de hablar con el comandante de los ingleses se volvió hacia donde él estaba.
—Me dijo que tenía mucha suerte. Y que no siempre la tendría. Que mejor me volvía a casa y dejaba de meter las narices donde no debía.
Tomás, aún aturdido, no había replicado nada. Se dejó llevar por los soldados de vuelta a su tienda de campaña y pasó el resto de la noche en un estado medio febril. A la mañana siguiente volvió a ver a Kovacs.
—Me repitió lo mismo que me había dicho la noche antes. Luego, de pronto, su rostro se suavizó. «Dar avisos no es mi costumbre —añadió—. Será mejor que aproveche éste.»
Tomó aire.
—Y lo hice. No sé por qué, pero lo hice. Había algo en él que te empujaba a hacerle caso. Era peligroso. Era... No sé, ¿os acordáis del Terminator malo en la segunda película, disfrazado de policía y preguntando por el niño? Bueno, era algo así. Tenía una misión y más me valía no interponerme en ella. —Tragó saliva—. Tuve miedo, supongo.
Estuvimos un rato en silencio. Tomás se arremangó de repente y contempló el tatuaje de su antebrazo.
—Antes de desaparecer me tocó el tatuaje y sonrió. Fue la única vez que vi emoción en sus ojos. Parecía nostalgia. «Esto puede protegerlo de algunas cosas —dijo—. Pero no de sí mismo. Tenga cuidado.» Y lo he tenido, os lo aseguro.
Iván intentó decir algo, pero no pudo. Yo encendí un cigarrillo, me acerqué a la ventana y la abrí. El aire frío de la noche se coló dentro de la habitación. Me apoyé en la ventana y fumé. Sólo fumé. En aquellos momentos no pensaba nada. No quería hacerlo. Sólo existíamos el cigarrillo, la noche y yo. El resto del mundo era una ilusión. Al menos de momento.
Terminé el cigarrillo, cerré la ventana y volví al mundo real. Iván y Tomás no parecían haberse movido en todo aquel tiempo. Mientras me sentaba, Iván me sonrió, nervioso, y le devolví la sonrisa. Tomás seguía arremangado y no apartaba los ojos de las fotos y los documentos desparramados sobre la mesa.
Alzó la vista de repente y fue como si nos viera a los dos por primera vez. Luchó por sonreír y acabó consiguiéndolo con esfuerzo.
—Como ha dicho Uve hace unos minutos —dijo—, ¿qué coño vamos a hacer ahora?