19
A esto le quedan dos afeitados
Un cubo de madera medio podrida
La oscuridad crecía y lo iluminaba todo
El espacio se barajaba a sí mismo
Tratando de saciar su hambre
Mi cuerpo se decidió por mí
Ha ido por los pelos
Hacia ninguna parte
Sin guantes
Seguí respirando
Es como si me hubieran vuelto del revés y me recompusieran de la forma equivocada.
Floto en mitad de un paisaje que no comprendo. Un lugar donde nada tiene sentido y las formas son algo absurdo y cambiante. Donde los objetos tienen hambre y la luz pesa. Donde el viento se arrastra por el suelo y el cielo es una herida que no deja de sangrar.
No. Es peor aún. Porque, en realidad, lo que acabo de decir tiene sentido. O al menos es posible describirlo aunque suene absurdo.
Pero este sitio que ni siquiera parece un sitio no puede ser descrito. Nada en él tiene una sola cualidad que pueda describir en términos humanos.
¿Humanos?
Alzo las manos y, al menos ellas, sí que son comprensibles. Mis manos, con sus diez dedos. Toco mi cuerpo y lo noto mío. Al menos eso no ha cambiado.
Pero todo lo demás, todo lo que hay a mi alrededor es una amenaza que se cierne sobre mí y que no comprendo.
No había mucho que ver, en realidad.
No sé muy bien qué había esperado encontrarme al entrar en la ermita, pero lo que nos mostró la luz de las linternas no fue más que una ruina prosaica y decrépita que sólo estaba en pie por la más afortunada de las casualidades.
A los lados pudimos ver lo que quizá habían sido bancos una vez, pero que ahora no eran más que restos podridos de tablas medio invadidos por la maleza. Al fondo estaba el altar, una piedra irregular encerrada en una red de plantas trepadoras. Y, a un lado de ella, un bulto en forma de cruz que, al enfocarlo con la linterna, resultó ser una maraña de ortigas y enredaderas bajo las que, quizá, había un cristo crucificado. Mi primera reacción al ver aquello fue recordar aquel viejo personaje de cómic, la Cosa del Pantano, y por la expresión en el rostro de Iván me pareció que él pensaba algo parecido.
En cuanto al techo, no existía. Sobre nosotros se abría un cielo nocturno cuajado de estrellas en el que no se veía ni una nube.
—Vaya —murmuró Iván. Sonaba decepcionado.
Lo interrogué con la mirada.
—No sé —dijo, encogiéndose de hombros—. Había esperado algo más... algo distinto. No cuatro paredes a punto de venirse abajo y un puñado de maleza y enredaderas. Es tan poco...
Se encogió de hombros otra vez y yo asentí.
Tomás y Kovacs no nos prestaban atención. Se acercaron al altar y, tras unos minutos de trabajo, consiguieron limpiarlo de plantas trepadoras. Sólo entonces Iván y yo fuimos hacia donde estaban. Al ver acercarse nuestra luz, Tomás se volvió hacia nosotros y preguntó, en uno tono ligeramente burlón:
—¿Estabais muy ocupados?
No respondimos. Nos agachamos a su lado y contemplamos las inscripciones del altar. Si es que aquello eran inscripciones. El tiempo y las enredaderas se habían ensañado con ellas a conciencia y parecían poco más que líneas naturales sobre la roca; sus contornos se habían suavizado tanto que en algunos sitios ni siquiera eran visibles y había que seguirlos con la yema de los dedos para darse cuenta de que, en efecto, allí había algo.
—A esto le quedan dos afeitados —murmuró Iván.
Tomás no respondió y siguió ayudando a Kovacs. Me sorprendió que Iván estuviera tan tranquilo. Al fin y al cabo, aquél era el lugar de sus pesadillas, el sitio donde la oscuridad había devorado a sus amigos, el hueco permanente en su cabeza durante casi toda su vida adulta, el hogar del coco y el hombre del saco, la guarida de la oscuridad.
No, no estaba fingiendo. Realmente estaba tranquilo, como si acabase de enfrentarse a los monstruos de su infancia y hubiera descubierto que no eran más que un montón de trapos sobre una silla a los que la luz de la luna había dado una apariencia inquietante.
En cuanto a Tomás, estaba concentrado en su trabajo, siguiendo con sus dedos las inscripciones de la piedra. Nada más parecía existir para él en ese momento y no pude por menos que preguntarme si sumergirse de ese modo en lo que hacía no sería más que una forma de mantener a raya el miedo.
Sólo que miedo... ¿a qué?
Como disparadas a ráfaga, distintas explicaciones totalmente pedestres acudían a mi mente. Uno tras otro, los acontecimientos de los días pasados fueron reducidos a algo manejable, real y prosaico. Todo tenía explicación, todo podía mirarse de una forma racional y comprensible.
Así que lo que había bajo el altar, pensé, no era más que un trozo de madera medio podrida. Ningún grumo de oscuridad iba a desparramarse de las aristas de un cubo.
Nos habíamos hipnotizado a nosotros mismos, nos habíamos dejado llevar y nos habíamos convencido de que algo que, simplemente no podía existir, era cierto.
Eso era todo. No había nada más.
No dije nada de todo esto en voz alta, sin embargo. Dejaría que apartasen el altar, que encontraran el cubo y que encerraran dentro del artificio de espejos de Iesu lo que había en su interior. Que, por supuesto, no era nada. Cenizas, tal vez. Nada remotamente sobrenatural, cada vez estaba más segura de eso.
—Ajá —exclamó Kovacs.
Hizo algo en un lado del altar y éste empezó a deslizarse poco a poco hacia la derecha. No tardó en quedar un hueco al descubierto. En él, un trapo sucio y viejo bajo el que podía haber algo. Sí, seguramente un cubo de madera medio podrida.
Nada más.
Vi que Kovacs se ponía unos guantes y le hacía una seña a Tomás. Éste asintió, sacó el cubo de Iesu de la bolsa en que lo guardaba, lo dejó en el suelo y, con un chasquido, lo desplegó. Entretanto, Kovacs apartaba los trapos a un lado.
Y mostraba exactamente lo que esperaba ver. Un cubo de madera, ennegrecido y medio podrido por los años.
Nada más, me repetí de nuevo.
Me encogí de hombros y me acerqué un poco, mientras las manos enguantadas de Kovacs hacían girar el cubo de madera, buscando seguramente la fisura por donde... por donde nada, en realidad, porque no había nada allí dentro y nada podría salir al exterior.
Estaba en uno de los vértices, un hueco minúsculo en forma de cuña.
—Ajá —repitió Kovacs.
Con un gesto, nos pidió que retrocediéramos. Así lo hicimos. Tomás contenía la respiración e Iván parecía desconcertado. En cuanto a mí... obedecí sin rechistar, deseando que Kovacs terminase de una vez con aquella farsa y nos fuéramos ya de allí.
Con un cuidado infinito, Kovacs alzó el cubo de madera y lo extrajo del hueco del altar.
Sentí un zumbido y di un nuevo paso hacia atrás.
Y, por un instante, tuve la sensación clara y precisa de que mis pies no encontraban el suelo, de que a mis espaldas lo único que había era un agujero sin fondo que me llevaba hacia el olvido.
Algo me sujetó y, al volver la vista, vi que Iván me agarraba por el brazo.
—¿Estás bien? —preguntó en un susurro.
—He tropezado —dije.
Pero no era eso. No había tropezado. No había nada con lo que tropezar. De hecho, por un segundo, no había habido nada en ningún sitio.
Kovacs sujetaba el cubo entre sus manos enguantadas. Hizo ademán de depositarlo sobre la cruz de espejos que Tomás había desplegado en el suelo.
Y, de pronto, se detuvo.
Frunció el ceño. Parpadeó y volvió a fruncir el ceño.
Basta, me dije. Deja de jugar, pon el cubo donde quieres ponerlo, cierra la cruz de Iesu y vámonos de aquí de una maldita vez.
Pero Kovacs seguía inmóvil.
—¿Qué pasa? —preguntó Iván.
Nada, pensé. No pasaba nada. ¿Qué iba a pasar?
Pero sí que pasaba, dijo una voz dentro de mí. Claro que pasaba. Por supuesto que pasaba. ¿No lo ves, estúpida?, dijo una voz en mi cabeza que era la mía.
No, no veo nada, respondí.
Claro que sí.
He dicho que no.
Pero mentía. Porque lo estaba viendo. En una de las aristas del cubo, en aquel espacio minúsculo en forma de cuña.
Lo veía.
Algo denso, oscuro, tan oscuro que al mirarlo tenía la sensación de que me había vuelto ciega. Un... hilo, un filamento lleno de una luz insoportablemente negra.
No.
Pero lo veía. Estaba allí, saliendo poco a poco de la fisura en el cubo, reptando hacia la realidad de un modo tan lento que no parecía estar moviéndose. Era como si aquella cosa que no era nada estuviera quieta por completo y el universo se fuese moviendo milímetro a milímetro hacia ella.
No. No veo nada.
Pero lo veía. Lo sentía. Y no podía apartar la vista de él.
¿De qué, si ahí no hay nada?
Pero esa nada seguía saliendo, explorando lo que la rodeaba, cegando nuestros ojos allí donde asomaba.
—Rápido —susurró Tomás.
Sólo que Kovacs no se movía. Perdido en la contemplación de aquello, parecía haberse olvidado de todo cuanto lo rodeaba. Tomás apretó los dientes y avanzó hacia él.
Se oyó un estampido y, de pronto, Kovacs regresó al mundo. Abrió los ojos, sorprendido, soltó el cubo y cayó al suelo.
El cubo de madera se hizo pedazos contra la piedra sobre la que estaba el altar.
Tomás gritó.
Iván y yo nos volvimos.
Había alguien en la puerta de la ermita.
La oscuridad crecía y lo iluminaba todo.
El cielo estaba abajo, a un lado, detrás. El espacio no tenía sentido.
A lo lejos, alguien suspiró.
Fue como si el tiempo se cansara de repente. Cada segundo era una batalla perdida de antemano, librada con una lentitud exasperante y destinada a no acabar nunca.
La persona que estaba en la puerta de la ermita echó a andar. Un paso la llevó a nuestro lado. El siguiente la hizo desaparecer entre las sombras. El tercero la situó junto al altar. Al dar el cuarto flotó sobre nosotros, atrapada por una red de estrellas confusas. Con el quinto paso me rozó. En el sexto estaba de nuevo en la puerta de la ermita. El séptimo la llevó más allá de todo lo conocido y la trajo de vuelta. El octavo...
Parpadeé. Volví a hacerlo. No sirvió de nada.
El universo a nuestro alrededor no tenía ningún sentido. El espacio se barajaba a sí mismo como un mazo de cartas.
Frente a mí (pero también detrás y en ningún sitio), la pálida señorita McCallaghan sostenía una pistola humeante en una mano y una katana ensangrentada en la otra. Sonreía. Su piel parecía el parche de un tambor. Algo brillaba dentro de ella.
—Ahhh —dijo en mi oído, gritó en la distancia, escribió en las paredes—. Eres tú. Me hiciste daño.
Iván intentó moverse hacia todas partes. El filo de una espada se lo impidió. Tomás, medio agachado, miraba a su alrededor sin comprender.
La oscuridad que había estado dentro del cubo era ahora una criatura llena de seudópodos y hambre. Se movía sin control, pero lo hacía de un modo insufriblemente lento.
—Me las he apañado bastante bien, ¿no crees? Al menos este receptáculo me ha servido hasta el momento.
Abrí la boca. Intenté hablar. Para mi sorpresa, lo conseguí:
—¿Quién eres?
—¿No me conoces? Estabas conmigo, alimentándome. Te liberaste y me clavaste esa cosa de madera. Dolió. Te aseguro que dolió. Pero no fue suficiente para destruirme.
—Ishtar.
Asintió, y eso llevó su cabeza al otro extremo del universo.
—Es un nombre que he usado —dijo, gritó, susurró, cantó—. Quizá vuelva a usarlo.
Dio media vuelta y contempló la cosa oscura y llena de luz que reptaba en el suelo. Viva. Hambrienta, llena de dolor y de rabia. Sonrió.
—Suficiente —dijo—. Será suficiente. Al menos para empezar.
En el suelo, alguien gimió. Kovacs, tal vez. Iván intentó moverse de nuevo. El cañón de un arma le aconsejó que permaneciera inmóvil.
Tomé aire. Creo que tomé aire. Al menos seguía con vida. Intenté pensar. Resultaba tan difícil...
Retrocedí un paso. Me detuve. Estaba junto al amasijo de ortigas y enredaderas que cubrían el cristo crucificado.
—No puedes escapar —dijo ella.
—Ya veremos.
Descolgué el bokken que llevaba a la espalda. El tacto de la madera en mis manos hizo que las cosas volvieran a tener sentido, de algún modo.
Arriba estaba arriba, y abajo, abajo. Lo que me rodeaba se volvió comprensible, casi familiar. Frente a mí, al otro lado del altar, lo que había sido la señorita McCallaghan era ahora una criatura apergaminada y brillante que apuntaba a Tomás con una pistola y sostenía el filo de una katana junto al cuello de Iván. Kovacs, en el suelo, gemía.
Y a su lado había algo que no existía, que no era. Que, simplemente, no estaba allí, aunque siguiera moviéndose y reptando, tratando de saciar su hambre.
Acomodé mis manos alrededor de la empuñadura del bokken. ¿Por qué?, me dije. ¿Qué había en aquella madera que hacía que todo dejase de girar a mi alrededor y las cosas volvieran a su sitio? ¿Qué había hecho Iesu?
—Suéltalo.
Negué con la cabeza.
—¿Quieres que mueran?
No respondí.
—Suéltalo.
Me miraba sin pestañear, pero de algún modo supe que su atención estaba igualmente centrada en Tomás e Iván. Lo que había dentro de ella brillaba cada vez con más fuerza, y su piel estaba empezando a humear. Aquí y allá vi que se agrietaba.
—No ganas nada matándolos —conseguí decir.
—Satisfacción —respondió ella.
Apenas quedaba ya nada de la pálida señorita McCallaghan. Lo que tenía ante mí era poco más que una percha, un traje, una funda. Y lo que había debajo era una criatura hecha de luz y lujuria. El reverso de la cosa oscura y hambrienta que había en el suelo y, en realidad, no estaba allí. Su complementario, tal vez.
Y quería unirse con él, tal como Kovacs había dicho. Fundirse.
Y yo no podía permitirlo. Aunque matase a Iván y Tomás, aunque destrozase todo cuanto quería, aunque no fuera capaz de creer en nada de lo que estaba viendo, simplemente no podía permitirlo.
Porque entonces nada tendría sentido. Ya no habría más arriba y abajo, el norte y el sur serían un mal chiste; las estaciones, un recuerdo mítico, y el tiempo, una criatura caprichosa y cansina.
Tenía que detenerla.
Sólo que no podía.
Parpadeé una vez más. Me mordí el labio, buscando una salida a aquella situación.
No la había.
Simplemente no podía permitir que ella y aquello se unieran y se convirtieran en una sola criatura. Si en toda mi vida he sabido algo con certeza, era eso.
Pero...
Ishtar sonrió.
—No hay nada que puedas hacer —dijo.
Su voz apenas era humana. Sonaba como un mecanismo, una máquina gastada y chirriante a la que apenas le quedaban fuerzas. El cuerpo que la contenía seguía humeando, a medida que el brillo en su interior aumentaba.
Un brillo extraño, que no iluminaba nada.
Estaba consumiendo el cuerpo que usaba, comprendí. Seguramente llevaba consumiéndolo desde que lo había poseído, la noche anterior. Y no pasaría mucho tiempo antes de que lo devorase por completo.
Y en ese momento, tal vez...
Fue como si me hubiera leído el pensamiento.
—Puedo usar otros... trajes —dijo con una voz pastosa y apenas inteligible.
¿Podía? Seguramente. Sin embargo, algo me hizo comprender que eso no era del todo cierto. Estaba débil. Ya no era la criatura poderosa de la noche anterior. Habíamos interrumpido su vínculo con lo que la alimentaba y ahora era débil, frágil, vulnerable.
Pero peligrosa.
—Suéltalo —repitió.
—No.
¿Qué podía hacer? A un gesto suyo, la cabeza de Iván dejaría de estar unida a su cuerpo y el rostro de Tomás se convertiría en un amasijo irreconocible. Pero dejar que se saliera con la suya no era una opción.
Me quedé inmóvil, sujetando el bokken con tanta fuerza que apenas sentía mis manos. Y, durante un instante eterno, ella no hizo nada. Se limitó a mirarme llena de rabia y deseo mientras su cuerpo empezaba a desmoronarse.
Luego sonrió, y jamás en toda mi vida he visto nada tan horrible como esa sonrisa.
Suéltalo, decía una voz dentro de mí. Suelta el bokken. Que se joda el universo, no puedes sacrificar a Iván y Tomás.
Pero no lo solté. Permanecí inmóvil, agarrada a la maldita espada de madera como si no hubiera nada más real en todo el mundo, mientras la katana en su mano trazaba un arco hacia el cuello de Iván y su dedo empezaba a crisparse alrededor del gatillo de la pistola.
De pronto, algo apareció en su frente. Algo metálico y afilado que empezó a fundirse casi enseguida al contacto con aquella piel humeante. La katana cayó de su mano. La pistola se convirtió en un peso muerto al final de su brazo. Y alguien gritó, de pronto:
—¡Ahora!
Desde el suelo, con el hombro convertido en un charco de sangre y el otro brazo extendido en la dirección en la que había lanzado el cuchillo, Kovacs me miraba.
—¡Ahora! —repitió.
Y, de algún modo, mi cuerpo se decidió por mí y, empuñando en alto el bokken corrí, crucé el altar de un salto y caí sobre el cuerpo que empezaba a desmoronarse.
Sólo que llegué tarde.
El bokken se hundió en un pellejo vacío que ya no contenía nada y en el que la luz se apagó de repente.
Ishtar no estaba. Y lo que quedaba de la señorita McCallaghan se iba desmoronando rápidamente.
—No te muevas.
Era la voz de Tomás, y mi primer impulso fue girarme y mirarlo.
—No te muevas —repitió.
No lo hice, aunque no sabía qué ocurría. Mantenía el bokken en alto y estaba jadeando como si acabara de correr una maratón. Frente a mí, Iván trataba de asimilar el hecho de que estaba vivo y el mundo no se había acabado.
—Joder —murmuró.
—Da un paso hacia delante —dijo Tomás—. Muy despacio.
Así lo hice, intentando no pensar en lo que estaba pasando y sin conseguirlo del todo.
—Bien. Otro más. Despacio. Luego, puedes volverte. No hagas ningún movimiento brusco.
Seguí sus instrucciones al pie de la letra.
En el suelo, a escasos centímetros de donde yo había estado, la cosa que no estaba allí se agitaba furiosa, como si buscase una presa esquiva.
Oscura. Llena de luz. Vacía. Imposible. Un punto ciego dentro del universo que se movía hacia todas partes buscando algo.
—Joder —repitió Iván—. Ha ido por los pelos.
—Esto no ha acabado —dijo una voz tras Tomás.
Era Kovacs, que intentaba trabajosamente ponerse de pie. El disparo de Ishtar le había destrozado el hombro, y su brazo izquierdo pendía totalmente inútil. Tenía que estar pasando por una tortura insoportable, pero el único signo de ello que había en su rostro era el sudor que resbalaba por su frente.
—Ella aún está aquí —hablaba despacio, eligiendo cada palabra con cuidado—. Tenemos que acabar de una vez. O...
Asentimos.
—No estoy en condiciones de manipular...
Tomás no esperó a que terminase la frase. Se acercó a Kovacs y, con cuidado, lo despojó de los guantes.
—Dime qué tengo que hacer.
—Es sencillo. —La sonrisa que cruzó su rostro fue como un latigazo—. Pero no debes cometer ningún error. Vamos. Esté alerta, detective —añadió, volviéndose a mí—. Ella aún puede volver.
Estar alerta. Sí, claro, facilísimo. Cómo no. Estar alerta, ante ¿qué? Ishtar había dejado atrás su traje, así que ¿dónde demonios estaba ahora? ¿Se había metido en un escarabajo?, ¿había infestado las hormigas con su presencia?, ¿estaba en todas partes repartida en mil trozos?, ¿era de nuevo una esfera de luz con ganas de montarse una orgía? ¿Dónde estaba, y cómo narices iba a encontrarla?
Pero no dije nada de todo esto en voz alta y me limité a asentir.
Tomás y Kovacs se arrodillaron. En el suelo, lo que no estaba allí pareció sentirlos y sus movimientos dejaron de ser un caos frenético y desorientado. Se volvió hacia ellos. Precavido, desconfiado.
—Tómalo —dijo Kovacs.
Tomás asintió y casi lo pude oír tragar saliva. Luego, muy despacio, acercó sus manos enguantadas a aquel caos oscuro e imposible. Hizo una copa con ellas y dejó que aquello se vertiera en ellas.
Debería haber estado vigilando los alrededores, buscando algún rastro de Ishtar, pero no podía apartar la vista de lo que Tomás, guiado por Kovacs, estaba haciendo.
Cada uno de sus movimientos era como un paso de ballet. Medido, preciso. E insufriblemente lento. Milímetro a milímetro, Tomás fue llevando el fragmento de Yavé hacia la cruz hecha de espejos. En la copa de sus manos, la criatura había dejado de moverse, como si en aquel lugar hubiera encontrado un refugio inesperado. No sabía de qué estaban hechos los guantes que Tomás había tomado de Kovacs (y algo dentro de mí me dijo que era mejor no preguntar), pero estaban funcionando.
La sentí de pronto. Una presencia malévola que se arrastraba entre las sombras.
¿Dónde?
A mi izquierda. A mi derecha. Detrás de mí. Por todas partes.
No, maldita sea, céntrate. ¿Dónde?
Tomás casi había llegado a la cruz de espejos cuando lo vi. Más allá de las ortigas y las enredaderas, al otro lado del altar. Donde deberían haber estado los restos del cristo crucificado.
Sí, allí, comprendí. Ella se ocultaba allí y se preparaba para saltar sobre...
No esperé. Eché a correr y hundí el bokken con todas mis fuerzas en aquella maraña de vegetación. Oí un ruido, creo. Una mano de madera medio carbonizada salió de entre las enredaderas y se quedó inmóvil de pronto. Contuve un grito de triunfo.
Y luego, algo brillante, afilado y lleno de lujuria atravesó la vegetación, saltó más allá de mí y cayó sobre la cosa oscura que Tomás llevaba en sus manos.
Caíamos.
Pero no había sitio alguno al que caer.
Sobre nosotros, a nuestro alrededor, más allá de lo que podíamos ver, dentro, fuera, allá, aquí, en todas partes, algo estaba muriendo y naciendo al mismo tiempo.
Había oscuridad. Había hambre. Había lujuria y rabia.
Un punto ciego. Un lugar que no existía.
Una esfera de luz que temblaba de deseo.
Y algo nuevo que estaba naciendo poco a poco a medida que cada uno se fusionaba con el otro. Los antiguos dioses morían, los viejos demiurgos agonizaban, los yinns dejaban de existir.
Y su hijo, la suma de lo que eran y lo que habían sido estaba naciendo.
Nosotros, entretanto, caíamos.
Hacia ninguna parte.
Miedo. Dolor. Frío. Oscuridad.
Luz.
Hambre y rabia.
Una caricia.
Un rostro que no lograba reconocer pero en el que reconocía cuanto quería, cuanto deseaba y todo lo que temía.
Muerte.
Un amanecer que no terminaba jamás y que estaba cubierto de sangre.
Gritos. Rabia. Dolor.
Un tacto familiar, una voz casi reconocible, un sabor que estaba a punto de recordar.
Hambre. Sexo.
Nada.
Todo.
Una herida abierta en un horizonte que sangraba tiempo a borbotones.
Una mano fría y llena de garras que me deseaba como nunca nadie me había deseado, que me conocía como yo misma no podía conocerme, que me buscaba y me recorría como si fuera mi propia mano.
Luz. Oscuridad.
Un vacío lleno de gritos.
Hambre.
Una caricia. Una lágrima.
De algún modo, las cosas empezaron a cobrar sentido.
Caíamos. Seguíamos cayendo hacia ninguna parte. Pero de alguna manera, el universo tal como lo habíamos conocido estaba también allí.
Débil. Apenas sobreimpreso a la nada hacia la que caíamos.
Parpadeé y, al hacerlo, comprendí que aún tenía un cuerpo. Que no estaba sola.
Kovacs, el rostro torcido en una mueca de dolor, el parche sobre su ojo convertido en un abismo sin final. Iván incrédulo, aterrado, una brizna de yerba en una tormenta interminable. Tomás lleno de decisión, la mandíbula crispada en un gesto implacable y los ojos mirándome en una súplica que no lograba comprender.
Todos estábamos allí.
Cayendo hacia ninguna parte.
Pero también en el suelo, en la ermita, en la noche estrellada.
Estábamos y no estábamos.
La realidad iba y venía, una criatura caprichosa y vana que no terminaba de decidirse.
Pero estaba allí.
Al menos a veces. Entre un latido y otro aparecía, se desvanecía, volvía a aparecer.
Kovacs. Iván. Tomás. Yo. Estábamos y no estábamos.
Tomás.
Tomás.
Tomás.
Tomás en una postura inverosímil, en cuclillas, con su mano derecha tocando algo a la altura de sus pies y su brazo izquierdo extendido hacia arriba, buscando... ¿qué?
La realidad volvía y entonces veía en qué apoyaba Tomás la mano. El suelo. No, algo en el suelo, una estructura hecha de espejos con forma de cruz.
Y su otra mano...
Pero la realidad se iba otra vez, jugaba a nuestro alrededor. Caíamos en la nada.
Su otra mano se extendía hacia una criatura imposible hecha de luz y oscuridad, de algo que no podía existir, de hambre y deseo. Una criatura que eran dos. Que casi eran uno. Que estaba muriendo y volviendo a nacer.
Caíamos.
Tomás.
Su mano sobre la cruz hecha de espejos. Su otra mano buscando a la criatura que intentaba nacer.
Sin guantes.
Sus manos desnudas. Sin guantes. Buscando.
¡No!
Pero las palabras no salían de mi boca. No tenía boca. No existía. Sí, era yo, yo, ¡yo, maldita sea!, estaba allí, tenía que ir hacia Tomás, impedirle que hiciera lo que pretendía, correr, saltar, derribarlo...
Caíamos.
Y la mano izquierda de Tomás entraba en contacto con la criatura que se estaba formando, que moría para nacer.
En ese momento, la realidad volvió para quedarse.
Hubo un resplandor. Un fogonazo que duraba para siempre. Y la cosa que estaba naciendo pasó a través de Tomas y cayó sobre la cruz de espejos, que se cerró de pronto y formó un cubo.
Dejamos de caer. El suelo, frío y húmedo sobre mi rostro, fue lo más maravilloso que había sentido en miles de años.
Habíamos vuelto.
A unos metros había un cubo, cerrado. Y dentro de él, una criatura que intentaba nacer.
Iván estaba al otro lado. Kovacs, a mi espalda.
Y nadie más.
La realidad había vuelto para quedarse, sí. Pero era una realidad más pequeña, una realidad que había disminuido lo suficiente para que Tomás ya no existiese.
No pude llorar. No pude maldecir. Apenas pude moverme.
Iván, aturdido, logró incorporarse al cabo de un rato. Kovacs se arrastró hacia el cubo, lo tomó con su mano sana y lo guardó entre sus ropas.
Yo seguía medio tumbada, tratando de negar lo que había pasado y sin conseguirlo.
—Uve...
Alcé la vista. Iván me miraba indeciso, sin saber qué más añadir.
—Uve... —repitió.
Ponerme en pie me costó cuanto tenía.
Kovacs, apoyado en el altar, nos miraba implacable.
—Hemos hecho lo que teníamos que hacer.
—A la mierda —masculló Iván—. A la mierda tú, el puñetero «lo que teníamos que hacer» y la puta madre que os parió a todos.
Estaba llorando. No me conmovió.
—Vámonos, Uve.
No dije nada, pero me dejé llevar por Iván hasta la puerta de la ermita. Kovacs, tras unos segundos, nos siguió.
A unos metros de la puerta yacía el cadáver de Taira, con un profundo tajo que le cruzaba el cuerpo desde el hombro hasta la cintura.
Tampoco sentí nada al verlo.
Miré hacia el cielo.
Las estrellas eran algo burlón, una cosa indiferente y fría que, como mucho, condescendía a reírse de nosotros de vez en cuando.
Iván. Kovacs.
Taira.
Tomás.
Yo.
Qué importábamos. Qué habíamos importado nunca. Nuestras pequeñas batallas, nuestras fútiles guerras, nuestros estúpidos momentos de paz, los instantes triviales de ternura y los años más triviales aún de dolor.
—Vamos, Uve —dijo Iván.
Fui. Me habría costado el mismo trabajo quedarme, o lanzarme desde un precipicio. Respirar o no hacerlo era una cuestión irrelevante. Que decidiera el azar.
Seguí respirando.