Quinta Jornada
15 DE SEPTIEMBRE DE 1683
Una vez que dejé a Stilone Priàso volví, agotado, a mi cuarto. Ignoro de dónde sacaba entonces fuerzas para escribir mi diario, pero lo cierto es que lo hacía. Repasé las páginas ya escritas. Desconsolado, recapitulé los resultados de las tímidas pesquisas que había hecho entre los huéspedes del Donzello: ¿qué había descubierto? Prácticamente nada. Todas las ocasiones habían acabado en una falsa alarma. Había conocido hechos y circunstancias que guardaban muy poca relación con el triste final del señor de Mourai, y que no pocas veces me habían confundido más las ideas.
¿Qué sabía, en resumidas cuentas, de Mourai?, me pregunté mientras, todavía al escritorio, iba recostándome lentamente sobre un brazo. Envueltos en la manta del sueño, los pensamientos rodaban lejos, pero no se daban por vencidos.
Mourai era francés, se hallaba viejo y enfermo y tenía la vista muy débil. Contaba entre sesenta y setenta años. Había llegado acompañado por el joven músico francés Devizé y por Pompeo Dulcibeni. Parecía de extracción bastante elevada y de posición más que acomodada. Lo cual no contrastaba poco con su pésima salud: era como si en el pasado hubiese debido soportar largos padecimientos.
Además, ¿por qué un caballero como él se había alojado en el Donzello?
Por Pellegrino sabía que el barrio de Ponte, donde estaba situada nuestra posada, hacía tiempo que había dejado de ser el barrio de los grandes albergues, que ahora se encontraban en la zona de la piazza di Spagna. El Donzello era más adecuado para individuos de escasos recursos, o quizá para alguien que rehuye a personas de alto linaje. Pero ¿por qué motivo?
Mourai, además, nunca había salido de la posada, como no fuese al anochecer, y sólo para dar cortos paseos por los alrededores: no más allá de la piazza Navona o de la piazza Fiammetta…
La piazza Navona, la piazza Fiammetta: en ese instante las sienes comenzaron a latirme dolorosamente y, levantándome con gran esfuerzo de la silla, me tumbé como un fantoche en mi jergón.
A la mañana siguiente, ya avanzado el día, me desperté en la misma posición. Alguien había llamado a mi puerta. Era Cristofano, airado porque a esa hora aún no había empezado con ninguna de mis obligaciones.
Me incorporé en la cama con suma indolencia, tras poquísimas horas de sueño. En los pantalones palpé la gaceta de horóscopos que los saqueadores de tumbas le habían quitado a Stilone Priàso. Seguía bajo los efectos de los extraordinarios sucesos de aquella noche: el trayecto lleno de incertidumbres y de sorpresas en los subterráneos, el seguimiento de Stilone y, por último, las terribles vicisitudes del abate Morandi y de Campanella, que el napolitano me había contado antes del amanecer. Tan prolija mezcla de impresiones de los sentidos y del alma se mantenía aún bien viva en mí, no obstante el cansancio que me invadía, cuando soñoliento abrí el pequeño volumen. Quizá también debido a una fuerte jaqueca, no resistí la tentación de tumbarme de nuevo; al menos unos minutos, me dije. Y me puse a hojear el librito.
Al principio figuraba una larga y docta dedicatoria a un tal embajador Buonvisi, y luego otra no menos alambicada introducción dirigida al lector.
Había después una tabla titulada «Cálculo del ingreso del Sol», que también pasé por alto. Finalmente, encontré un «Discurso general sobre el año 1683»:
Principiará conforme al uso de la Santa Iglesia C. Romana el Viernes, el día primero de mayo, y según el antiguo estilo Astronómico, cuando el Sol haya dado toda la vuelta de los doce signos del Zodíaco, y haya regresado de nuevo al primer límite del signo de Aries, porque, Fundamentum principale in revolutionibus annorum mundi et introitus Solis in primum punctum Arietis. Es, pues, por medio del sistema Ticónico…
Abandoné nervioso tanto alarde de astronómica sabiduría. Más adelante leí que en el transcurso del año habría cuatro eclipses (ninguno de los cuales, sin embargo, se vería en Italia); y luego una tabla con un montón de números para mí completamente oscuros, titulada «Ascenso recto de la figura celeste del Invierno».
Me sentía desmoralizado. Todo me parecía complicado en demasía. Sólo buscaba alguna predicción de ese año, y además no disponía de mucho tiempo. Hasta que por fin encontré un título prometedor: «Lunaciones y Combinaciones y otros Aspectos de los Planetas para todo el año 1683». Había llegado a conjeturas pormenorizadas, divididas por estaciones y meses, que abarcaban todo el año. Pasé las páginas hasta que hallé, al fin, las cuatro semanas de septiembre:
Dispone de la Octava casa Saturno, que amenaza también a los viejos con peligros mortales.
Estaba desconcertado. Aquella predicción se refería a la primera semana del mes, y el viejo Mourai había fallecido misteriosamente unos días después. Busqué rápidamente la segunda semana, dado que Mourai había muerto el día onceno, y no tardé nada en detener la vista en otra página:
Acerca de las enfermedades, dispone de la Sexta casa Júpiter, que buscará dar la salud a muchos enfermos; empero, Marte en signo ígneo opuesto a la Luna demuestra que quiere atormentar a muchos con fiebres malignas, y morbos venenosos, pues sobre tal posición está escrito Lunam opposito Martis morbos venenatos inducit, sicut in signis igneis, terminaturque cito, & raro ad vitam. Dispone de la Octava casa Saturno, que mucho a la edad senil amenaza.
No sólo había anticipado que los viejos estaban nuevamente amenazados por Saturno, como se confirmaba plenamente con la muerte del señor de Mourai, sino que además había previsto los tormentos que mi amo y Bedford iban a padecer por «fiebres malignas y morbos venenosos». Es más, la mención al veneno quizá atañía sobre todo al viejo francés.
Retrocedí algunas líneas y reanudé la lectura de la primera semana, decidido a no abandonarla hasta que Cristofano volviese a llamarme.
Las venturas que se vayan desprendiendo del estado de los astros esta semana nos serán mandadas por Júpiter como señor que es de la casa real, él que para hallarse en la Cuarta casa con el Sol y Mercurio busca con astucia sacar a la luz un oculto tesoro; el mismo Mercurio, asistido por Júpiter en el signo de tierra, significa emanación de fuegos subterráneos y temblores con terrores, y sustos del género humano; por lo cual fue escrito: Eo item in terrae cardine, & in signo terreo fortunatis ab eodem cadentibus dum Mercurius investigat eumdem, terraemotus nunciat, ignes de térra producit, terrores, & turbationes exauget, minerías & terrae sulphura corrumpit. Saturno en la tercera casa, señor de la Séptima, promete gran mortalidad por medio de batallas y asaltos a la Ciudad, y, por estar encuadrado con Marte, anuncia una rendición de plaza considerable, y así lo quieren Alí y Leopoldo Austríaco.
Aunque no sin algunas dificultades (como las doctas referencias a los maestros de la doctrina astrológica), conseguí entender el texto. Y de nuevo me estremecí. En efecto, en la predicción del «descubrimiento de un oculto tesoro y de la emanación de fuegos subterráneos y terremotos con terror y susto del género humano», reconocí, de forma inequívoca, los recientes sucesos acaecidos en el Donzello.
¿El «oculto tesoro» que saldría a la luz a principios de mes acaso podía ser otra cosa que las enigmáticas cartas escondidas en el despacho de Colbert y hurtadas por Atto poco antes de la muerte del ministro, ocurrida, precisamente, el 6 de septiembre? Todo parecía clarísimo, y tremendo por ineluctable. Por lo demás, la fecha del deceso de Colbert, que desde luego no había muerto joven, coincidía con las «amenazas de vida para los viejos» de las que hablaba la gaceta.
También los «terremotos y fuegos subterráneos» me resultaban familiares. No podía dejar de pensar, en efecto, en el estruendo que al principio del mes había oído procedente de la bodega. El tremendo fragor nos hizo temer que empezaba un terremoto, cuando por suerte sólo dejó una grieta en la pared de las escaleras del primer piso. Pero poco faltó para que a don Pellegrino le diese un ataque al corazón.
¿Y qué decir de la «gran mortalidad por medio de batallas y asaltos a la Ciudad», como han predicho «Alí y Leopoldo Austríaco»? ¿Quién no reconocería ahí la batalla contra el turco y el asedio a Viena? Los propios nombres de los dos grandes astrólogos evocaban de manera inquietante al emperador Leopoldo de Austria y a los seguidores de Mahoma. Me asaltó el temor de avanzar en la lectura e inmediatamente volví a las páginas anteriores. Me detuve en el mes de julio, donde, como esperaba, se preveía el avance otomano y el principio del asedio:
El Sol en la Décima casa significa… sumisión de pueblos, de Repúblicas y de vecinos a un confinante suyo superior, y así lo quiere Alí…
En ese preciso instante llamó a mi puerta Cristofano.
Escondí la gaceta astrológica debajo del colchón y salí corriendo. La llamada del médico había llegado casi como una liberación: la exactitud con que el autor de la gaceta parecía haber adivinado los hechos (y massime los tristes y violentos) me había dejado patidifuso.
En la cocina, mientras preparaba la pitanza y al tiempo ayudaba a Cristofano a elaborar unos remedios para Bedford, seguía rumiando. Me apremiaba la necesidad de comprender: en cierto modo, me sentía prisionero de los planetas, y tenía la impresión de que la vida de todos nosotros, así en el Donzello como en Viena, estaba metida en un fatal brete, en un invisible embudo que nos conducía hacia donde tal vez no queríamos ir, mientras nuestras sentidas y confiadas plegarias deambulaban en el olvido de un cielo sombrío y despoblado.
—¡Vaya ojeras, chico! ¿Has sufrido insomnio las últimas noches? —preguntó Cristofano—. Es sumamente grave dormir poco: si la mente y el corazón se mantienen en vela, los poros no se abren y no permiten la evaporación de los humores corrompidos por los desgastes del día.
Admití que, en efecto, no dormía lo suficiente. Entonces Cristofano me advirtió que él no podía prescindir de mis servicios, y menos ahora que, con mi ayuda, por fin había conseguido mantener a los huéspedes perfectamente sanos. Además, añadió para animarme, todos habían elogiado mi buena labor.
Evidentemente, el médico ignoraba que aún no había hecho ninguna cura a Pompeo Dulcibeni, al joven Devizé ni a Stilone Priàso, en cuya compañía, sin embargo, había estado casi toda la noche. Y que, por consiguiente, la salud de al menos esos tres huéspedes no se debía a sus terapias, sino a la madre Naturaleza.
Con todo, Cristofano pretendía hacer algo más: se disponía a darme un preparado para dormir.
—Toda Europa lo ha experimentado miles de veces. Es bueno para el sueño y para casi todas las enfermedades intrínsecas del cuerpo, además de que sana cualquier tipo de llaga. No creerías la de milagros que he hecho con él —me aseguró el toscano—. Se llama licor magno y se elabora también en Venecia, en la Especiería dell’Orso, en el Campo di Santa Maria Formosa. La preparación es bastante larga, pero hay que terminarla en el mes de septiembre.
Y con una sonrisa extrajo de sus talegas, cuyo contenido ya ocupaba la mesa de la cocina, una curiosa jarra de arcilla.
—Es preciso empezar a preparar el licor magno en primavera, cociendo veinte libras de aceite común con dos de vino blanco añejo…
Mientras Cristofano enumeraba, con obsesiva minuciosidad, como era habitual en él, la composición y las milagrosas virtudes de su preparado, mi mente seguía divagando.
—… y ahora, pues estamos en septiembre, añadiremos hierba balsámica y una buena cantidad del finísimo aguardiente de don Pellegrino.
Su intención de saquear de nuevo la bodega de mi amo para sus mejunjes me distrajo bruscamente de mis pensamientos. Cristofano notó entonces mi despiste.
—Chico, ¿qué te ocupa tanto la mente y el corazón?
Le conté que esa mañana me había despertado con una triste idea: si era cierto, como algunos afirmaban, que nuestra vida estaba regida por los planetas y las estrellas, entonces todo era vano, incluidos los medicamentos que el propio Cristofano preparaba con tanto afán. Pero al momento me disculpé, justificando mi delirio con el cansancio.
Me miró perplejo y con una sombra de aprensión.
—No sé cómo se te han ocurrido esas cosas, pero no son ningún delirio. Antes al contrario: yo mismo siento gran respeto por la astrología. Sé que muchos médicos se mofan de esa ciencia, pero yo les replico con las palabras que les dedicó Galeno, a saber, medici Astrologiam ignorantes sunt peiores spiculatoribus et homicidis: los médicos que no saben de astrología son peores que los especuladores y los homicidas. Por no mentar lo que dicen Hipócrates, Escoto y otros escritores muy duchos, con los que también me burlo de los colegas escépticos.
Fue así como Cristofano, mientras seguía atareado con la preparación de la receta del licor magno, me refirió que incluso se estimaba que la peste negra había dependido de una conjunción entre Saturno, Júpiter y Marte acaecida el 24 de marzo de 1345, y que también la primera epidemia del mal francés había sido causada por la conjunción de Marte y Saturno.
—Membrum ferro ne percutito, cum Luna signum tenuerit, quod membro illi dominatur —declamó—. Que cada quirurgo evite cortar el miembro que corresponda al signo zodiacal en el que se encuentra la Luna aquel día, especialmente si la ofenden Saturno y Marte, que son los planetas maléficos para la sanidad. Ejemplo: si la generación del enfermo prevé un resultado negativo para una enfermedad dada, el médico puede con razón intentar salvarlo, curándolo en los días que los astros señalan como los más oportunos.
—¿De modo que a cada constelación del Zodíaco le corresponde una parte del cuerpo?
—Ciertamente. Cuando la Luna está en Aries, y tiene a Marte y a Saturno en contra, no han de hacerse operaciones de cabeza, de cara ni de ojos; si está en Tauro, de cuello, de nuca y de garganta; si está en Géminis, de hombros, brazos y manos; si está en Cáncer, de pecho, pulmones y estómago; si está en Leo, de corazón, espalda e hígado; si está en Virgo, de vientre; si está en Libra, de tibias, caderas, ombligo e intestinos; si está en Escorpión, de vejiga, pubis, huesos de la espalda, genitales y trasero; si está en Sagitario, de muslos; si está en Capricornio, de rodillas; si está en Acuario, de piernas; si está en Piscis, si no me equivoco, de pies y tobillos.
A continuación añadió que el tiempo más oportuno para una buena purgación es cuando la Luna se encuentra en Escorpión o Piscis. En cambio, es mejor evitar la administración de un medicamento cuando la Luna está en los signos rumiantes, unida a algún planeta retrógrado, porque entonces el paciente corre el riesgo de vomitar y de sufrir otras alteraciones perjudiciales.
—«Luna en los signos rumiantes, en los enfermos accidentes extravagantes», como enseñó el doctísimo Hermes. Y eso ha valido especialmente este año, que en primavera y en invierno ha tenido cuatro planetas retrógrados, tres de ellos en los signos rumiantes —concluyó.
—Pero entonces nuestra vida se reduce a una lucha entre planetas.
—No, eso demuestra, más bien, que con los astros, como con todo el resto de la Creación, el hombre puede construir su fortuna y su destrucción. De él depende servirse bien de la intuición, de la inteligencia y de la sabiduría que Dios le ha dado.
Me explicó que su experiencia como médico le había enseñado que los influjos planetarios marcaban una tendencia, una disposición, una inclinación, jamás un camino obligatorio.
La interpretación de Cristofano no negaba la influencia de las estrellas, sino que reafirmaba el juicio de los hombres, y sobre todo la supremacía de la voluntad divina. Poco a poco fui calmándome.
Entre tanto había terminado con mis cometidos. Para la comida había preparado unas gachas con harina de arroz, trozos de esturión ahumado, zumo de limón y, por último, una buena pizca de canela. Mas, como aún faltaban unas horas para la colación, Cristofano me dejó marchar, aunque no sin antes entregarme una botella de su licor magno con la prescripción de que tomase apenas un sorbo y me lo echase en el pecho antes de acostarme, con el fin de que inhalase los vapores saludables y disfrutase de un buen sueño.
—No olvides que también es excelente para curar las heridas y todos los dolores. Salvo las llagas del mal francés, que, ungidas con licor magno, provocan contracciones muy agudas.
Estaba subiendo las escaleras cuando a la altura del primer piso oí el eco de las notas punteadas de Devizé: estaba ejecutando otra vez el rondó que tanto me cautivaba y que tan admirablemente parecía pacificar el alma de todos.
Una vez en el segundo piso, oí musitar mi nombre. Miré hacia el fondo del pasillo y, asomando de la puerta entornada de su cuarto, vi las medias rojas del abate Melani.
—Necesito tu jarabe. La otra vez me sentó muy bien —dijo con voz grave, por miedo a que Cristofano estuviese cerca, mientras con gestos me pedía frenéticamente que entrase en su cuarto, donde en realidad, en vez de la administración de un jarabe, me aguardaban importantes novedades.
Antes de cerrar la puerta, el abate se detuvo un instante a escuchar embelesado el eco del rondó.
—¡Ah, el poder de la música! —suspiró arrebatado. Acto seguido se dirigió brioso hacia el escritorio—. Vayamos a lo nuestro, chico. ¿Ves esto? En estos pocos papeles hay más trabajo del que te puedes imaginar.
Sobre la mesa había un atado de hojas manuscritas que en mi anterior visita había visto que guardaba con cierta premura.
Me explicó que desde hacía tiempo estaba escribiendo una guía de Roma para los visitantes franceses, pues juzgaba que las que se vendían no se adecuaban a las exigencias de los viajeros, ni rendían justicia a la importancia de las antigüedades y de las obras de arte que podían admirarse en la sede del Papado. Me enseñó las últimas páginas que había escrito en París, de una caligrafía apretada y diminuta. Era un capítulo que versaba sobre la iglesia de Sant’Attanasio dei Greci.
—¿Y bien? —pregunté, ya sentado y sin salir de mi asombro.
—Durante mi estancia en Roma pensaba aprovechar mis horas de libertad para terminar mi guía. Esta mañana, justo cuando me disponía a ponerme manos a la obra, he tenido una iluminación.
Me contó entonces que cuatro años antes, en 1679, precisamente en la iglesia de Sant’Attanasio, había tenido un encuentro singular e inesperado. Después de estar un rato contemplando su noble fachada, obra de Martino Longhi, pasó al interior, donde, en una capilla lateral, se quedó admirando un hermoso lienzo de Trabaldesi. De pronto, con un sobresalto, reparó en la presencia, a su lado, de un extraño.
En la penumbra atisbo a un viejo sacerdote que, a juzgar por la capucha, debía de ser jesuita. Estaba muy encorvado, y el tronco y los brazos le temblaban de una forma leve pero constante. Se apoyaba en un bastón, mas iba con dos jóvenes criadas que le daban el brazo y lo ayudaban a caminar. Tenía una barba blanca bien cuidada, y las arrugas le surcaban con misericordia la frente y las mejillas. Los ojos, azules y penetrantes como dos puñales, hacían pensar que, años atrás, no había carecido de agudeza de ingenio ni de facilidad de palabra.
El jesuita, con los ojos clavados en los de Atto y una débil sonrisa, sentenció:
—Sí, vuestro ojo es… magnético.
El abate Melani, ligeramente inquieto, lanzó una mirada interrogante a las dos acompañantes del viejo sacerdote. Las dos jóvenes, sin embargo, callaron, como si no se atreviesen a hablar sin el permiso del anciano.
—En este vasto mundo, el arte magnético es muy importante —prosiguió el jesuita—, y si además llegas a ser maestro en la gnomónica catóptrica, o sea, en la horologiografía nueva especular, podrás evitar todos los pródromos coptos.
Las dos criadas callaban consternadas, como si ya otras veces hubiesen sido testigos de esa empachosa situación.
—Si además ya has emprendido el iter estático celeste —dijo el viejo con voz ronca—, no necesitarás espéculos melitenses o escrutinios fisicomédicos, porque el arte magno de la luz y de la sombra, liberado de la diatriba de las prodigiosas cruces y de la poligrafía nueva, te brindará toda la aritmología, la musurgia y la fonurgia que precises. —El abate Melani se quedó en silencio, inmóvil—. Pero el arte magnético no se puede aprender, pues forma parte del natural humano —argumentó luego el viejo prelado—. El imán es magnético. Sí, eso sí. Pero la Vis Magnética se desprende también de los rostros. Y de la música, cosa que tú sabes bien.
—¿De modo que me conocéis? —preguntó Atto pensando que sabía que había sido cantante.
—El magnético poder de la música lo vemos en las tarántulas —prosiguió el viejo como si Atto no hubiese hablado—. Puede curar al atarantado y combatir muchas cosas más. ¿Lo entiendes?
Y, sin que Atto tuviese tiempo de responder, el viejo soltó una sorda carcajada, que resonó dolorosamente en su interior. Todo su cuerpo su puso a temblar de tal modo que las dos jóvenes acompañantes tuvieron que sujetarlo con fuerza para que no perdiese el equilibrio. Por momentos, aquel desquiciado estallido de hilaridad parecía rayano en el sufrimiento, y deformó monstruosamente los rasgos de su cara, con los ojos ya arrasados en lágrimas.
—Pero, cuidado —dijo a duras penas el jesuíta siguiendo con su vaniloquio—, el imán anida también en el eros, y de ahí puede manar el pecado, y tú tienes ojo magnético, pero el Señor rechaza el pecado, ¡lo rechaza! —Y levantó el bastón tratando torpemente de golpear al abate Melani.
En ese instante, las dos criadas ya lo habían detenido, y una de ellas lo había calmado llevándolo hacia la puerta de la iglesia. Algunos fieles, distraídos de la oración, contemplaban intrigados la escena. El abate preguntó a la otra joven:
—¿Por qué ha acudido a mí?
La chica, sobreponiéndose a la timidez de los simples, le explicó que el viejo solía acercarse a desconocidos, a los que importunaba con sus elucubraciones.
—Es alemán. Ha escrito muchos libros, y ahora que no está en sus cabales no hace más que repetir los títulos. Sus cofrades se avergüenzan de él, confunde a menudo a los vivos con los muertos, y le permiten salir muy pocas veces. Pero no siempre se encuentra en este estado: con mi hermana y conmigo, que solemos acompañarlo en sus paseos, actúa a veces con absoluta cordura. Hasta escribe cartas, que nos entrega para que las despachemos.
El abate Melani, al principio irritado por la agresión del viejo, acabó conmovido por su penosa historia.
—¿Cómo se llama?
—Muchos lo conocen en Roma. Es el padre Athanasius Kircher.
La sorpresa hizo que me estremeciera de pies a cabeza.
—¿Kircher? Pero ¡¿no es ése el científico jesuita que decía que había encontrado el secreto de la peste?! —exclamé entusiasmado, recordando que de Kircher habían discutido animadamente los huéspedes de la posada al principio de nuestro encierro.
—Exactamente —confirmó Atto—. Pero quizá haya llegado el momento de que sepas quién era realmente Kircher. De lo contrario, no vas a entender nada de todo este embrollo.
Y así fue como Atto me ayudó a calibrar cuánto habían resplandecido el astro de Kircher y su doctrina, y por qué durante largos años toda palabra suya se consideró el más sabio oráculo.
El padre Athanasius Kircher había llegado a Roma por invitación del papa Urbano VIII Barberini, quien desde las universidades de Wurzburgo, Viena y Aviñón había oído referir cosas admirables sobre su erudición. Hablaba veinticinco lenguas, muchas de las cuales había aprendido tras pasar largas temporadas en Oriente, y llevó a Roma numerosos manuscritos árabes y caldeos, amén de una muy amplia muestra de jeroglíficos. Además poseía profundos conocimientos de teología, metafísica, física, lógica, medicina, matemáticas, ética, ascética, jurisprudencia, política, interpretación de las escrituras, controversia, teología moral, retórica y arte combinatoria. No hay nada más hermoso que el conocimiento del todo, solía decir, y, en efecto, con la mayor humildad y ad maiorem Deigloriam, había revelado los misterios de la gnomónica, de la poligrafía, del magnetismo, de la aritmología, de la musurgia y de la fonurgia, y merced a los secretos del símbolo y de la analogía, esclarecido los brumosos enigmas de la cabala y el hermetismo, reduciéndolos a la medida universal de la sabiduría primera.
Realizaba también extraordinarias experiencias con mecanismos y maravillosas máquinas de su invención. Así, en el museo que él fundó en el Colegio Romano, reunió un reloj accionado por una raíz vegetal que sigue el camino del Sol; una máquina que transforma la luz de una vela en formas fantásticas de hombres y animales; y, por último, innumerables instrumentos catóptricos, cistas paraestáticas, mantos mesópticos y tablas esciatéricas.
El doctísimo jesuíta se preciaba, y con motivo, de haber inventado una lengua universal que permitía hablar con cualquier persona del mundo, tan clara y perfecta que el obispo de Vigevano le escribió una carta manifestando su entusiasmo porque la había aprendido en apenas una hora.
El venerable profesor del Colegio Romano descubrió, además, la verdadera forma del Arca de Noé, llegando a establecer cuántos y qué animales tenía, de qué manera estaban colocados en su interior las jaulas, los trípodes, los comederos y los dornajos, e incluso dónde estaban ubicadas las puertas y las ventanas. Asimismo, demostró, geometrice et mathematice, que de haberse construido la Torre de Babel, ésta hubiese sido tan pesada que habría inclinado hacia un lado el globo terráqueo.
Pero Kircher era sobre todo un científico muy ducho en lenguas antiguas y desconocidas, sobre las cuales había publicado muchas obras en las que aclaraba misterios seculares, entre ellos, el origen de las religiones de los antiguos, y por vez primera hizo inteligibles el chino, el japonés, el copto y el egipcio. Descifró los jeroglíficos del obelisco de Alejandro que ahora se encuentra en la fuente de la piazza Navona, obra del caballero Bernini. La historia del obelisco, que Bernini restauró siguiendo las instrucciones de Kircher, era quizá una de las más extraordinarias que se contaban en relación con el jesuíta. Cuando el enorme resto lapídeo se encontró bajo las ruinas romanas del Circo Máximo, el jesuíta fue inmediatamente llamado al lugar del hallazgo. Aunque sólo eran visibles tres lados del obelisco, previo qué símbolos iban a aparecer en el lado que seguía enterrado. Y la previsión resultó exacta hasta en los detalles más oscuros.
—Pero cuando vos lo encontrasteis ya… —dije en ese momento de su relato.
—Habla sin miedo: ya chocheaba —replicó Atto.
Pues sí, al final de su vida el gran genio estaba senil. Su talento, explicó Atto, se había esfumado y su cuerpo correría muy pronto la misma suerte: el padre Kircher, en efecto, murió al cabo de un año.
—La locura es igual para todos, para el rey y para el campesino —sentenció el abate Melani, que añadió que en los días siguientes hizo un par de visitas a conocidos bien relacionados, quienes le confirmaron la penosa situación, a pesar de que los jesuitas trataban de que se divulgase lo menos posible—. Pero vayamos al grano —concluyó—. Si tienes buena memoria, recordarás que en el despacho de Colbert encontré una correspondencia procedente de Roma y dirigida en principio al superintendente Fouquet, escrita en una prosa que parecía de un eclesiástico, y en la que se hablaba de una noticia reservada, lamentablemente no especificada.
—Sí, claro que me acuerdo.
—Pues bien, esas cartas eran de Kircher.
—¿Y cómo podéis estar tan seguro?
—Tienes motivos para dudar: aún debo explicarte la iluminación que he tenido hoy. Sigo emocionado. Y la emoción es fámula del caos, cuando lo que nosotros necesitamos es poner orden en los hechos. Como tal vez recuerdes, al revisar las misivas noté que una de ellas empezaba curiosamente por mumiarum domino, lo que en un primer momento no entendí.
—Es verdad.
—Mumiarum domino significa «al amo de las momias», y se refiere, sin duda, a Fouquet.
—¿Qué son las momias?
—Son los restos mortales de los antiguos egipcios metidos en sarcófagos y preservados de la corrupción mediante vendas y misteriosos tratamientos.
—De todas formas, no comprendo: ¿por qué iba a ser Fouquet «el amo de las momias»?
El abate cogió un libro y me lo entregó. Era una colección de poemas del señor de La Fontaine, aquel que en sus versos exaltara el canto de Atto Melani. Lo abrí por una página que tenía una señal y algunas líneas subrayadas.
Jeprendrai votre heure et la mienne.
Si je vois qu’on vous entretienne,
J’attendrai fort paisiblement
En ce superbe appartement
Oú Yon afait d’étrange terre
Depuispeu venir a grand-erre
(Non sans travail et quelques frais)
Des rois Céphrim et Kiopés
Le cercueil, la tombe ou la biere:
Pour les rois, ils sont en poussiére.
…
Je quittai done la galerie,
Fort contentparmi mon chagrín,
De Kiopés et de Céphrim,
D’Orus et de tout son lignage
Et de maint autre personnage[11].
—Es un poema dedicado a Fouquet. ¿Lo entiendes?
—No muy bien —respondí irritado por aquellos prolijos e incomprensibles versos.
—Y, sin embargo, es simple. Céphrim y Kiopés son dos momias egipcias que el superintendente Fouquet había comprado. La Fontaine, que era un gran admirador suyo, habla de ellas en este ingenioso poemita. Ahora te pregunto: ¿quién se interesaba, aquí en Roma, por el antiguo Egipto?
—Eso lo sé: Kircher.
—Exacto. Kircher fue a estudiar personalmente las momias de Fouquet a Marsella, adonde llegaron por barco. Y luego plasmó los resultados de sus estudios en el tratado titulado CEdipus Ægiptiacus.
—De modo que Kircher y Fouquet se conocían.
—Claro. Recuerdo que en el tratado pude admirar incluso un hermoso dibujo de los dos sarcófagos que Kircher encargó a un cofrade jesuita. El autor de las cartas y Kircher son, pues, la misma persona. Pero sólo hoy he conseguido encajar todas las piezas y entender.
—También yo empiezo a entender. En una de las cartas Fouquet recibe el nombre de dominus mumiarum, es decir, «amo de las momias», porque compró los dos sarcófagos citados por Kircher.
—Te felicito, has dado en el clavo.
La situación, en efecto, era de lo más complicada. Dicho en pocas palabras, el abate Melani sabía ahora que Kircher había estado en contacto con el superintendente a causa de las momias que éste había comprado en Marsella y luego llevado consigo a París. Quizá en un encuentro personal, o por otro medio, Kircher le había confiado a Fouquet un secreto, sobre el cual, empero, en la correspondencia entre ambos, que Atto Melani había sustraído de la casa de Colbert, no había explicaciones, sino simplemente alguna insinuación.
—Así que habéis venido a Roma no sólo para hacer indagaciones sobre la presencia de Fouquet, sino también para descubrir el secreto de esas cartas.
Vi que el abate se quedaba pensativo, como si se le acabase de ocurrir una idea desagradable.
—En un primer momento, no. Pero ahora no puedo negar que el asunto se ha vuelto asaz intrigante.
—Y no os alojasteis en la posada del Donzello por pura casualidad, ¿verdad?
—Te felicito. ¿Cómo has llegado a esa conclusión?
—He reflexionado un poco. Además, he recordado que, según las cartas encontradas por vos, el superintendente fue visto por los espías de Colbert en la piazza Fiammetta, cerca de la iglesia de Sant’ Apollinare, y en la piazza Navona. A dos pasos de la posada, en ambos casos.
—Te felicito de nuevo. Había intuido tus dotes.
Entonces, espoleado por el elogio, me atreví. Cuando hice la pregunta, la voz me tembló un poco.
—El señor de Mourai era Fouquet, ¿no es cierto?
Atto Melani guardó silencio, pues su rostro ya era una respuesta. A ese mudo reconocimiento siguieron, obviamente, mis explicaciones. ¿Cómo me había dado cuenta? Ni yo mismo era capaz de explicarlo. Quizá fuese el concurso de varios hechos, insignificantes en cuanto tales, lo que me había dado la pista. Fouquet era francés, al igual que Mourai. Mourai era un hombre viejo y enfermo, de vista muy débil. Tras casi veinte años de cárcel, el superintendente debía estar en idénticas condiciones. Ambos tenían la misma edad: unos sesenta años, tal vez casi setenta. Mourai iba con un joven acompañante, el señor Devizé, que, sin embargo, no conocía Italia tan bien como su país y sólo sabía de música. Un fugitivo precisaba de un guía más experto en los azares de la vida: ése podía ser perfectamente Pompeo Dulcibeni. El viejo caballero, en efecto, mostraba en algunas de sus observaciones (el precio de los tejidos en Roma, el impuesto sobre la molienda, los suministros procedentes de la campiña romana) una gran familiaridad con los comercios y las mercancías.
Y eso no era todo. Si Fouquet estaba realmente escondido en Roma, o de paso por la ciudad, no podía apartarse mucho de su alojamiento. Y si era huésped de nuestra posada, ¿adonde iba a salir a dar dos pasos al anochecer, sino a la piazza Navona o a la piazza Fiammetta, pasando por delante de Sant’ Apollinare? Además, como ya había intuido, aunque confusamente, esa mañana en mi jergón, el alojamiento en el Donzello era más propio de alguien que no dispone de mucho pecunio; pues nuestro barrio, donde antaño se situaban las mejores posadas, pasaba por una inexorable decadencia. El anciano francés, empero, no daba en absoluto la impresión de carecer de medios, sino todo lo contrario. Probablemente, pues, quería evitar cualquier encuentro con otros caballeros franceses, tal vez, que, pese al largo tiempo transcurrido, podían reconocer un rostro tan popular como el del superintendente.
—Pero ¿por qué no me habéis dicho la verdad? —pregunté con voz alterada al final de mi razonamiento, mientras procuraba contener la emoción.
—Porque todavía no era indispensable. Si te contase siempre todo lo que sé, tendrías jaquecas —respondió tajante. Al momento, sin embargo, vi que cambiaba de humor y se conmovía—. Aún me queda mucho por enseñarte, salvo a deducir —añadió turbado.
Por primera vez estuve convencido de que el abate Melani no simulaba, sino que manifestaba toda la pena que sentía por su amigo desaparecido. Así, conteniendo con esfuerzo las lágrimas, me dijo que no había venido a Roma sólo para indagar la veracidad sobre los indicios de la presencia de Fouquet, y por ende para establecer si se habían difundido a propósito rumores falsos para desconcertar al Rey Cristianísimo y a toda Francia. El abate Melani, en efecto, había hecho el largo viaje de Francia a Italia con la esperanza de ver a su viejo amigo, del que ya sólo guardaba lejanos y dolorosos recuerdos. El abate había pensado que si Fouquet se hallaba realmente en Roma, estaría en peligro: el propio informador que había indicado a Colbert la presencia del superintendente en la Urbe, recibiría tarde o temprano órdenes de París. Era probable que le pidiesen que capturase a Fouquet o, si no tenía éxito en esa empresa, que lo eliminase.
De ahí que Melani, como él mismo explicó, hubiese llegado a Roma sumido en una desgarradora confusión de sentimientos encontrados: la esperanza de encontrar vivo al amigo que creía muerto después de años de lacerante encierro, el deseo de servir fielmente al rey y, por último, en el supuesto de que diese con Fouquet, verse implicado en lo que ocurriría después.
—¿A qué os referís?
—En París todo el mundo sabe que el rey nunca ha odiado a nadie tanto como al superintendente. Y si se llegaba a descubrir que Fouquet no había muerto en Pignerol, sino que estaba vivo y libre, seguramente su cólera se habría desencadenado de nuevo. —Atto me explicó a continuación que uno de sus hombres de confianza lo había ayudado en esta ocasión, como en otras anteriores, a ocultar su marcha—. Es un copista de extraordinario talento que sabe imitar perfectamente mi caligrafía. Es un buen hombre, se llama Buvat. Cada vez que me alejo de París a escondidas, él despacha mi correspondencia. Me escriben de todas las cortes de Europa para que les cuente los últimos sucesos, y a los príncipes hay que responderles en el acto —dijo ufano.
—¿Y cómo sabe vuestro Buvat lo que debe escribir?
—Algunas noticias de política, del todo previsibles, se las dejo escritas antes de irme; las novedades de la corte las consigue él pagando a ciertos criados, que son el mejor sistema de información de toda Francia.
Estaba a punto de preguntarle cómo había logrado ocultar su partida también al rey, pero Atto no se dejó interrumpir. Una vez en Roma, dijo, dio por fin con Fouquet y con nuestra posada. Pero la misma mañana en que llegó al Donzello, aquel al que seguíamos llamando señor de Mourai falleció trágicamente. El abate Melani, pues, apenas pudo ver morir entre sus brazos a su antiguo benefactor, que de manera tan singular había encontrado.
—¿Os reconoció?
—Por desgracia, no. Cuando entré en la habitación, ya estaba agonizando, murmuraba cosas sin sentido. Traté de reanimarlo con todas mis fuerzas, lo zarandeé, le hablé, pero ya era tarde. En tu posada ha muerto un gran hombre.
El abate Melani apartó la mirada, tratando quizá de ocultar una furtiva lágrima. Lo oí entonar, con voz trémula, una conmovedora melodía.
Ma, quale pena infinita,
sciolta hai ora la vita[12].
Me quedé sin palabras, abrumado por la emoción. Atto, repentinamente embargado, se fue a un rincón del cuarto. Evoqué las facciones y los gestos del viejo Mourai, tal y como lo había conocido durante aquellos días en el Donzello. Procuré recordar palabras, expresiones, tonos que pudiesen relacionarlo con la gran y desventurada figura del superintendente, según me lo había imaginado a partir de lo que me había contado el abate Melani. Me acordé de los ojos glaucos y casi privados de luz, del viejo cuerpo pálido y tembloroso, de los anhelantes labios agrietados; pero nada, nada que me hiciese pensar en la proverbial vivacidad de la Ardilla. O quizá sí: ahora recordaba la figura pequeña y delicada de Mourai, las mejillas hundidas pero nada rígidas pese a la edad. Y además su curvo perfil y las manos finas y nerviosas… Una vieja ardilla, sí, a eso se parecía el señor de Mourai. Ya no había gestos, ni palabras, ni miradas penetrantes: la Ardilla se preparaba para la paz eterna. El último esfuerzo, su postrero y repentino ascenso, lo había dado al árbol de la libertad: podía ser suficiente. A fin de cuentas, concluí para mis adentros entre las lágrimas que silenciosamente derramaba a borbotones, ¿qué importaba cómo hubiese muerto Fouquet? Había muerto libre.
El abate se volvió hacia mí con el rostro demudado por la conmoción.
—Mi amigo está ahora sentado a la derecha del Altísimo, entre los justos y los mártires —dijo con énfasis—. Has de saber que la madre de Fouquet contemplaba con aprensión el ascenso de su hijo, que lo hacía poderoso en las cosas del mundo, pero debilitaba su alma. Y todos los días rogaba a Dios que cambiase el destino del superintendente y lo llevase por el camino de la redención y la santidad. Cuando el fiel servidor La Forét fue a llevarle la funesta noticia del arresto, la madre de Fouquet, plena de dicha, se postró de rodillas y dio gracias al Señor exclamando: «¡Ahora sí que se hará santo!» —Atto tuvo entonces que callar porque se le había hecho un nudo en la garganta—. La predicción de aquella buena mujer —añadió cuando pudo continuar— se confirmó. Según un confesor de Fouquet, en los últimos días de su encierro purgó admirablemente su alma. Parece que también escribió algunas meditaciones espirituales. Se sabe con certeza que en las cartas a su esposa hacía mucho hincapié en la enorme gratitud que sentía por las plegarias de su madre, afirmando que estaba encantado de que se hubiesen cumplido. —El abate sollozó—: ¡Oh, Nicolás! El Cielo te ha pedido el precio más alto, pero te ha concedido una enorme gracia: te ha librado de aquel miserable destino de gloria terrenal que indefectiblemente conduce a un vano cenotafio.
Dejé que pasasen unos minutos para que se apaciguasen nuestros ánimos, y luego intenté cambiar de tema.
—Sé que no estaréis de acuerdo, pero tal vez haya llegado el momento de interrogar a Pompeo Dulcibeni o a Devizé.
—De eso nada —rebatió con vivacidad, abandonando céleremente todo rastro de desasosiego—. Si esos dos tienen algo que esconder, cualquier pregunta los pondría sobre aviso.
Se levantó para enjugarse el rostro. Rebuscó luego entre sus papeles y me entregó una hoja.
—Ahora tenemos que ocuparnos de otra cosa: de los indicios que hemos reunido. Recordarás que cuando entramos en la imprenta clandestina de Komarek, el suelo estaba lleno de hojas. Pues bien, tuve tiempo de coger un par. Dime si te recuerda algo.
Carácter Texto Parangona Cursiva.
LIBER JOSVE.
HEBRAICE JEHOSHUA.
Caput Primum.
Et factum estpost mortem Moysi serví Domini, ut loqueretur Dominus ad Josue filium Nun, ministrum Moysi, & diceret ei; Moyses seruus meus mortuus est surge & transi Jordanem istum tu & omnis populus tecum, in terram, quam ego dabo filiis Israel. Omnem locum, quem calcaverit vestigium pedis vestri, vobis tradam, sicut locutus sum Moysi. A deserto & Libano usque ad fluvium magnum contra Solis occasum erit terminus vester. Nullus poterit vobis resistere cunctís diebus vitae tuae: sicut fui cum Moyse, ita ero tecum: non dimittam, nec derelinquam te. Confortare & esto robustus: tu enim sorte divides populo huic terram…
—Parece el principio de otro pasaje de la Biblia.
—¿Y qué más?
La revisé a conciencia.
—También está impresa por un solo lado.
—Exacto. La pregunta, por consiguiente, es: ¿acaso en Roma se ha puesto de moda imprimir Biblias por una sola cara? Yo creo que no: haría falta doble cantidad de papel. Y los libros pesarían el doble, y duplicarían tal vez también su precio.
—¿Entonces?
—Entonces estas páginas no forman parte de un libro.
—¿Qué son, pues?
—Una prueba de maestría, por así decirlo.
—¿Una prueba tipográfica, queréis decir?
—No sólo eso: es el ejemplo de lo que el impresor es capaz de ofrecer al cliente. ¿Qué fue lo que contó Stilone Priàso a los saqueadores de tumbas? Komarek necesita dinero, y además de su humilde puesto de obrero en la imprenta de la Congregación de Propaganda Fide, hace algún trabajito clandestino. Pero, al mismo tiempo, debe de estar buscando clientes, por decirlo de algún modo, regulares. A lo mejor ya ha solicitado el permiso para trabajar como tipógrafo por su cuenta. Debe de haber preparado un muestrario para enseñar a los futuros clientes la calidad de su trabajo. Y, para enseñar un muestrario, basta una página.
—Creo que tenéis razón.
—Yo también lo creo. Y voy a demostrártelo: ¿qué dice en la primera línea de nuestra nueva página? «Carácter Texto Parangona Cursiva». No soy un experto, pero tengo para mí que «Parangona» es el nombre del carácter tipográfico empleado en este texto. En la otra página, en el mismo punto, leo «nda». Indicaba probablemente el nombre de una escritura redonda.
—¿Significa todo eso que hemos de sospechar de nuevo de Stilone Priàso? —pregunté inquieto.
—Tal vez sí, tal vez no. Lo seguro, eso sí, es que para encontrar a nuestro ladrón tenemos que buscar a un cliente de Komarek. Y Stilone lo es. Además, el ladrón de tus perlitas no debe de nadar en la abundancia, como le ocurre a nuestro gacetero. Que, por último, es de Nápoles, la misma ciudad de la que el viejo Fouquet partió hacia el Donzello. ¿Curioso, no? Pero…
—¿Pero?
—Todo es demasiado evidente. En cambio, el que envenenó a mi pobre amigo es listo y experto, y de cierto que ha tomado medidas para que nadie sospeche de él, para pasar inadvertido. ¿Te puedes imaginar en ese papel a un ser perennemente inquieto como Stilone Priàso? ¿No te parece absurdo, si él fuese el asesino, que vaya por ahí con una gaceta astrológica bajo el brazo? Hacerse pasar por astrólogo no es una buena tapadera para un sicario. Y apropiarse de tus perlitas como un vulgar ladrón de gallinas lo es aún menos.
Claro. Y Stilone Priàso parecía realmente astrólogo. Referí a Atto la tristeza y el dolor con que el napolitano me había contado la historia del abate Morandi.
Cuando dejaba el cuarto, decidí formular a Melani la pregunta que tenía guardada desde hacía tiempo.
—Don Atto, ¿creéis o no que existe alguna relación entre el misterioso ladrón y la muerte del superintendente Fouquet?
—No lo sé.
El abate mentía. Estaba seguro. Había terminado de repartir la comida y ya estaba en la cama, ordenando mis ideas, cuando sentí que una cortina fría y pesada había caído entre Atto y yo. Era indudable que el abate seguía ocultándome algo, como me había ocultado la presencia de Fouquet en la posada bajo nombre falso y, aún antes, las cartas descubiertas en el despacho de Colbert. ¡Y con cuánto desparpajo me había contado la historia del superintendente! Había hablado de él como si no lo viese desde hacía años, cuando con don Pellegrino lo había visto morir (y sopesé mentalmente la tremenda circunstancia) apenas unas horas antes. Había tenido incluso el descaro de insinuar que Dulcibeni y Devizé escondían algo sobre Mourai, alias Fouquet. ¡Y él se permitía decir eso! ¿Qué sacerdote de la mentira, qué virtuoso de la simulación era el abate Melani? Me maldije por no haber tenido en cuenta lo que había averiguado sobre él escuchando a escondidas a Cristofano, Devizé y Stilone Priàso. Y me maldije por lo halagado que me había sentido cuando elogió mi perspicacia.
Estaba sumamente irritado, y por ende tenía más ganas de enfrentarme al abate para someter a prueba mi capacidad de anticiparme a sus movimientos, de descubrir sus omisiones, de descifrar sus silencios y hacer inútil su facundia.
Casi mecido por el sutil rencor, trufado de envidia, que le tenía a Atto, rendido por la noche insomne, fui quedándome dormido. Renuncié de mala gana, cuando a punto estaba de caer vencido por el sopor, a pensar en Cloridia.
Por segunda vez en el mismo día fui despertado por Cristofano. Había dormido cuatro horas seguidas. Me sentía bien, ignoro si por la larga siesta o merced al licor magno que no había olvidado tomar ni frotarme en el pecho antes de acostarme. Tras cerciorarse de que me había repuesto, el médico se marchó tranquilo. En ese instante recordé que debía terminar la ronda para la administración de los remedios contra el contagio. Me vestí y cogí la talega con los frasquitos. Tenía el propósito de administrar primero una teriaca estomacal y una tisana con jarabe de búgula a Brenozzi, además de un sahumerio a Stilone Priàso, y luego bajar al primer piso, a los cuartos de Devizé y Dulcibeni. Fui a la cocina para calentar un poco de agua en el caldero.
Procuré acabar con el veneciano lo antes posible: no estaba dispuesto a aguantar que volviese a interrogarme con su molesta insistencia, haciendo preguntas que él mismo contestaba al instante, impidiéndome hablar. Además, no podía dejar de fijarme en sus partes bajas, por su desagradable manía de pellizcárselas en un contrapunto nervioso, a la manera de los jovenzuelos que, recién perdida la inocencia, pero aún sin experiencia de la vida, apremian con vanas y digitales interrogaciones a su apio. Vi que no había probado bocado, pero evité hacerle preguntas, por el temor de dar pábulo a un nuevo torrente de palabras.
A continuación llamé a la puerta del napolitano. Me hizo pasar, pero mientras colocaba mis cosas vi que él también había dejado intacta la comida. Le pregunté si no se encontraba bien.
—¿Sabes de dónde vengo? —me preguntó por toda respuesta.
—Sí, señor —respondí perplejo—, del reino de Nápoles.
—¿Has estado allí alguna vez?
—Ay, no, desde que vine al mundo, nunca he visitado ninguna ciudad.
—Pues bien, sabe que el Cielo jamás fue tan pródigo con sus benéficos influjos con ninguna otra tierra, y en todas las estaciones —comenzó a decir enfáticamente mientras le preparaba el sahumerio—. Nápoles, la capital más amable y populosa de las doce provincias del reino, se eleva a la orilla del mar como un majestuoso teatro, y la rodean suaves colinas y bellas llanuras. Edificada por una sirena de nombre Parténope, disfruta, merced a un collado cercano, llamado Poggio Reale, de innumerables frutos y purísimas fuentes e hinojos famosos y de toda clase de hierbas, tantas que a las cejas les sobran motivos para arquearse estupefactas. Y en su fértil playa de Chiaia, así como en las colinas de Posillipo, se recogen coliflores, guisantes, cardones y alcachofas, rábanos y raíces, y las más exquisitas hortalizas y frutas. Y no creo que pueda encontrarse lugar más fértil y más surtido de amenidades que las orgullosas costas de Mergellina, sólo turbadas por suaves céfiros, que merecieron recoger las cenizas inmortales del gran Marone y las del incomparable Sannazzaro.
Así que Stilone Priàso, me dije, no se hacía pasar por poeta tan a despropósito. Mientras tanto, él seguía con su retahila desde debajo de la sábana con que le había tapado la cabeza, inmersa en los vapores balsámicos.
—Más allá está la antigua ciudad de Pozzuoli, pródiga en espárragos, alcachofas, guisantes y calabazas tardías; y, en marzo, una nueva floración, para perplejidad de las gentes. Y frutos en Procida; y, en Ischia, acerolos blancos y rojos y excelentes vinos griegos y abundancia de faisanes. En Capri, hermosas terneras y perdices deliciosas. Carnes porcinas en Sorrento, caza en Vico, cebollas dulcísimas en Castell’a Mare, mújoles en Torre del Greco, salmonetes en Granatiello, vino del monte de Somma, antes llamado Vesubio. Y sandías y sobrasada en Orta, vernótico en Nola, turrón en Aversa, melones en Cardito, corderos en Arienzo, queso de búfala en Acerra, cardones en Giugliano, lampreas en Capua, aceitunas en Gaeta, legumbres en Venafro. Y truchas, vino, aceite y caza en Sora…
Por fin comprendí.
—Señor, ¿tratáis acaso de decirme que vuestro estómago no soporta mi cocina?
Se levantó y me miró con una punta de empacho.
—Es que, a decir verdad, aquí no se comen sino potajes. Pero el problema no es ése… —añadió arrastrando las palabras—. Verás, tu manía de echar canela en bodrios, soponcios, panetelas y gachas acabará por exterminarnos antes de que lo haga la peste. —Y de forma inesperada se puso a reír a mandíbula batiente.
Yo estaba confundido y humillado. Le rogué que se callase para que no lo oyesen los otros huéspedes. Pero ya era tarde. Brenozzi, en el cuarto de al lado, había oído sus quejas, y se carcajeaba como un poseso. Todo aquel escándalo llegó hasta el cuarto del padre Robleda, quien enseguida salió con el veneciano al pasillo. La coral hilaridad hizo que Stilone Priàso también abriese su puerta: le supliqué que volviese dentro, pero en vano. Fui objeto de un ataque implacable de pullas y mofas, so pretexto de la mala sazón de mis platos, que, por lo que parecía, sólo eran digeribles gracias al caritativo acompañamiento de las notas de Devizé. Hasta al padre Robleda le costó contener las risotadas.
Ninguno de ellos me había confesado aún lo que ocurría, me aclaró el napolitano, al saber, por Cristofano, que Pellegrino se había despertado. Así pues, podían contar ahora con que mi amo volviera a ocuparse de la cocina, aunque ello no iba a suponer ningún alivio para nuestras otras preocupaciones. Pero la situación, debido al reciente aumento de la dosis de canela, se había hecho insoportable. Entonces Priàso calló, al reparar en mi cara humillada y ofendida. Los otros dos se retiraron por fin a sus respectivos aposentos. El napolitano me puso una mano en el hombro.
—Vamos, chico, no te lo tomes tan a pecho: la cuarentena no ayuda a la buena educación.
Pedí perdón por haber abusado de la canela, guardé mis frasquitos y me despedí. Pese a toda la rabia y tristeza que sentía, decidí no manifestar ninguna reacción.
Bajé a la primera planta para llamar al cuarto de Devizé. Sin embargo, cuando llegué a su puerta, me detuve.
Del interior salían las notas, aún vacilantes, de su instrumento. Estaba afinándolo. Luego atacó una danza, tal vez una villanesca, y a continuación lo que hoy reconocería sin dificultad como una gavota.
Opté entones por llamar a la puerta de al lado, la de Pompeo Dulcibeni: si el caballero de Fermo se prestaba a que le diese su masaje, podría al tiempo disfrutar de los ecos de la guitarra de Devizé.
Dulcibeni aceptó la oferta. Me recibió como siempre, con ademanes austeros y cansinos, la voz débil pero firme, y la aguda mirada glauca.
—Entra, querido. Deja aquí tu talega.
Solía dirigirse a mí de ese modo, que era el trato habitual con los criados. Dulcibeni era el huésped del Donzello que más me intimidaba. Su tono, tan sereno como profundamente falto de calor cuando se dirigía a un inferior, parecía siempre a punto de delatar una impaciencia o un gesto de desprecio que, aunque nunca se manifestaban, forzaban al prójimo a contenerse desmedidamente en su presencia y, al cabo, a callarse. Por eso mismo yo lo tenía por el más solitario de todos. Durante las comidas, ni una sola vez me había dirigido la palabra. No parecía que lo afectase la soledad, sino al revés. Sin embargo, en su estrecha frente y en sus mejillas sonrosadas podía ver un profundo surco de amargura y el tormento propios de quien debe cargar un peso en soledad. Su único rasgo agradable era la debilidad que sentía por la buena cocina de mi amo, que de vez en cuando le arrancaba breves pero genuinas sonrisas y alguna frase ingeniosa.
Lo que habría sufrido él también por mi canela, me dije, pero ya no quería pensar más en eso.
Ahora, por primera vez, debía pasar una hora entera, o quizá más, a solas con él, y me sentí sumamente incómodo.
Había abierto la talega y extraído los frasquitos que necesitaba. Dulcibeni me preguntó qué contenían y cómo se aplicaban, y fingió un amable interés por mis explicaciones. Acto seguido le pedí que se descubriese la espalda y las caderas, y que se sentase a horcajadas en la silla.
Una vez que se abrió el traje de color negro por detrás y se despojó de su ridícula y vieja gorguera, noté que una larga cicatriz le atravesaba el cuello: a eso se debía, pensé, que Dulcibeni nunca se quitara ese anticuado cuello. Se colocó entonces como yo le había pedido y empecé a ungirlo con los aceites mandados por Cristofano. Los primeros minutos transcurrieron en una charla ligera. Los dos disfrutábamos del eco de las notas de Devizé: una alemanda, luego, quizá, una giga, una chacona y un minué en rondeau. Me vino a las mientes todo lo que me había dicho Robleda sobre las doctrinas jansenistas de las que Dulcibeni parecía adepto.
Éste me dijo, de improviso, que quería levantarse. Parecía indispuesto.
—¿Os sentís mal? ¿Acaso os molesta el olor del aceite?
—No, no, querido. Sólo quiero tomar un poco de tabaco.
Giró la llave de la cómoda y sacó tres libritos iguales muy bien encuadernados, de piel bermeja y arabescos de oro. Sacó entonces la tabaquera, bien hecha, taraceada de cerezo. La abrió, cogió una pizca de polvo, se lo acercó a la nariz y lo inhaló con fuerza hasta tres veces seguidas. Se quedó un instante inmóvil y luego soltó el aliento. Me miró y esbozó una expresión más cordial. Parecía apaciguado. Con sincero interés, se informó sobre las condiciones de los otros huéspedes de la posada. La conversación volvió entonces a languidecer. De cuando en cuando lanzaba un suspiro, cerraba los ojos y se acariciaba brevemente la blanca cabellera, que alguna vez debió de ser rubia.
Mientras lo miraba, se me ocurrió preguntarme lo que podía saber de la verdadera historia de su difunto compañero de cuarto. No podía quitarme de la cabeza las revelaciones que me acababa de hacer Atto sobre Mourai-Fouquet. Tuve la tentación de formularle alguna pregunta imprecisa sobre aquel viejo francés al que él (tal vez sin conocer su identidad) había acompañado desde Nápoles. Era incluso probable que se conociesen de antes y que se hubiesen tratado largo tiempo, en contra de lo que Dulcibeni había afirmado ante el médico y los oficiales del alguacil. Si ése era el caso, iba a resultarme muy difícil que el marquesano accediese a confirmármelo; así pues, concluí para mis adentros, lo mejor que podía hacer era tratar de entablar una conversación sobre lo que fuese e inducirlo a extenderse lo más posible, con la esperanza de obtener algún indicio. Tal y como ya había hecho —aunque con magros resultados— con los otros huéspedes.
Me empeñé, pues, en requerir la opinión de Dulcibeni sobre algún acontecimiento importante, como se estila para charlar con las personas mayores que nos cohiben. Tras prodigarme en reflexiones, le pregunté qué opinaba del asedio a Viena, donde estaba en juego el destino de toda la cristiandad, y si creía que el emperador acabaría derrotando a los turcos.
—El emperador Leopoldo de Austria no puede derrotar a nadie: ha huido —respondió secamente, y luego calló, dando a entender que la conversación había terminado.
Esperé, con todo, que añadiese alguna opinión más, mientras desesperadamente buscaba dentro de mí algo que me permitiese rebatir y así salvar el diálogo. Pero no se me ocurría nada, de modo que entre nosotros volvió a caer un pesado silencio.
Entonces concluí deprisa mi tarea con él y me despedí. Dulcibeni guardaba silencio. Cuando me disponía a salir, me dio por hacerle una última pregunta: me apremiaba saber si mis platos le merecían también una inclemente condena.
—No, querido, en absoluto —contestó recuperando su tono cansado—. Diría incluso que tienes buena madera. —Le di las gracias, reconfortado. Sin embargo, justo cuando iba a salir por la puerta, lo oí decir para sí, con un extraño murmullo, como de vientre—: Si no fuese por tus bodrios de estiércol y esa maldita canela. ¡No eres más que un pomillone, criado de pacotilla!
Eso me bastó. Nunca me había sentido tan humillado. No dejaba de ser verdad, me decía, lo que de mí pensaba Dulcibeni: por mucho que me desviviese, nunca conseguiría elevarme ni un ápice a los ojos de los demás, tampoco a los de Cloridia, desdichado de mí. Me estremecí de rabia y orgullo. Resultaba que un marmitón que aspiraba a tanto como yo (ser un día gacetero), no daba siquiera la talla para hacer de cocinero.
Mientras así gemía mi alma tras la puerta de Dulcibeni, me pareció oír un murmullo. Pegué la oreja para oír mejor, y cuál no sería mi sorpresa cuando descubrí que Dulcibeni estaba hablando con otra persona.
—¿Os sentís mal? ¿Acaso os molesta el olor del aceite? —preguntaba cortésmente la otra voz.
Me quedé turbado: ¿no era lo mismo que le había preguntado yo a Dulcibeni hacía un momento? ¿Quién podía estar en el cuarto, escuchando a escondidas? ¿Y por qué repetía eso? Pero lo que me sobresaltó de aquellas palabras fue sobre todo un detalle: era una voz femenina. Y no era la de Cloridia.
Siguieron unos instantes de silencio.
—El emperador Leopoldo de Austria no puede derrotar a nadie: ¡ha huido! —exclamó de improviso Dulcibeni.
¡Esa frase acababa de decírmela a mí! Seguí escuchando en vilo, por el estupor y el miedo a que me descubriesen.
—Sois injusto, no deberíais… —respondió tímidamente la voz femenina, de timbre curiosamente flébil y áspero.
—¡Calla! —la interrumpió Dulcibeni—. Si Europa estalla, sólo podremos alegrarnos.
—Espero que no habléis en serio.
—Escucha, por favor —dijo Dulcibeni en tono más conciliador—. Estas tierras nuestras son hoy por hoy, por decirlo de algún modo, una única gran casa. Una casa que hospeda a una única gran familia. Pero ¿qué puede pasar si los hermanos llegan a ser muchos? ¿Y qué si también sus mujeres son todas hermanas, y, por consiguiente, todos sus hijos son primos? No harán más que pelearse, odiarse, hablar mal los unos de los otros. Alguna vez estrecharán alianzas, pero todas demasiado frágiles. Sus hijos se unirán carnalmente en un obsceno festín, y a su vez generarán una prole disparatada, débil y corrupta. ¿Qué puede esperar una familia tan desgraciada?
—No lo sé, tal vez que… llegue alguien a pacificarla. Y sobre todo que los hijos no se casen más entre ellos —contestó dubitativa la voz femenina.
—Pues bien, si el turco conquista Viena —rebatió entonces Dulcibeni riendo sin ganas—, quizá tengamos por fin en los tronos de Europa un poco de sangre nueva. Lógicamente, después de que hayamos visto correr ríos de la vieja.
—Excusadme, pero no entiendo —dijo tímidamente su interlocutora.
—Es sencillo: todos los reyes cristianos son ya parientes entre sí.
—¿Cómo que todos son parientes? —preguntó la vocecita.
—Me hago cargo, necesitas algún ejemplo. Luis XIV, el Rey Cristianísimo de Francia, es primo por partida doble de su esposa María Teresa, infanta de España. Sus respectivos padres, en efecto, eran hermanos. Ello porque la madre del Rey Sol, Ana de Austria, era hermana del padre de María Teresa, Felipe IV de España; por su parte, el padre del Rey Sol, Luis XIII, era hermano de la madre de María Teresa, Isabel de Francia, primera esposa de Felipe IV. —Dulcibeni se detuvo unos instantes; sacó de una cómoda que tenía al lado la tabaquera y mezcló cuidadosamente el contenido, mientras reanudaba su parlamento—. Los respectivos suegros del rey y de la reina de Francia son, pues, también sus tíos carnales. Ahora te pregunto: ¿qué impresión dará ser sobrino de tus suegros, o, si lo prefieres, yerno de tus tíos?
No aguantaba más: tenía que averiguar quién era la mujer a la que se dirigía Dulcibeni. ¿Cómo diantre había entrado en el Donzello, no obstante la cuarentena? ¿Y por qué Dulcibeni le hablaba con tanto ardor?
Traté de entornar despacio la puerta, que al salir no había cerrado bien. Abrí una rendija y, conteniendo la respiración, pegué un ojo. Dulcibeni estaba de pie, los codos en la cómoda, y trajinaba con la tabaquera. Al hablar se volvía a su derecha, hacia la pared, donde debía estar la misteriosa huéspeda. Lamentablemente, yo no alcanzaba a verla. Y si empujaba más la puerta, me exponía a que me descubriesen.
Una vez que hubo aspirado con fuerza varias tomas de su tabaquera, Dulcibeni comenzó a agitarse y luego a hincharse, como si quisiera tomar aliento para sumergirse.
—El rey de Inglaterra es Carlos II Estuardo —prosiguió—. Su padre se casó con Enriqueta de Francia, una hermana del padre de Luis XIV. Por consiguiente, el rey de Inglaterra es también primo, por partida doble, tanto del rey de Francia como de su esposa española. Quienes, como ya sabes, son primos por partida doble. ¿Y qué decir de Holanda? Enriqueta de Francia, madre del rey Carlos II, además de ser la tía paterna del Rey Sol, era también la abuela materna del joven príncipe holandés Guillermo de Orange. En efecto, una hermana del rey Carlos y del duque Jacobo, María, se casó en Holanda con Guillermo II de Orange, nupcias de las que nació el príncipe Guillermo III, que se casó por sorpresa hace seis años con la primogénita de Jacobo, su prima carnal. Cuatro soberanos, pues, han mezclado ocho veces la misma sangre.
Removió la tabaquera y se la acercó a la nariz. Aspiró con frenesí, como si llevase largo tiempo forzado a privarse del tabaco. Acto seguido reanudó su arenga, pero ahora con el rostro lívido y la voz ronca.
—Otra hermana de Carlos II se casó con su primo, hermano de Luis XIV. Ellos también mezclaron la misma sangre. —Obligado a callar por un ataque de tos, se llevó a la boca un pañuelo, como si fuese a vomitar, y se apoyó en la cómoda—. Pero pasemos a Viena —siguió hablando Dulcibeni con cierta ansia en la voz—. Los Borbones de Francia y los Habsburgo de España son cuatro y seis veces primos de los Habsburgo de Austria. La madre del emperador Leopoldo I de Austria es hermana de Luis XIV. Pero también es hermana del padre de su esposa María Teresa, el rey Felipe IV de España, y es hija de la hermana del padre de su marido, el difunto emperador Fernando III. La hermana de Leopoldo I se ha casado con su tío materno, o sea, siempre Felipe IV de España. Y Leopoldo I se ha casado con su sobrina Margarita Teresa, hija del mismo Felipe IV y hermana de la esposa de Luis XIV. Así pues, el rey de España es tío, cuñado y suegro del emperador de Austria. Por lo tanto, tres familias de soberanos han mezclado mil veces la misma sangre. —La voz de Dulcibeni era ahora más alta, su mirada cada vez más trastornada—. ¿Qué me dices? —gritó de pronto—. ¿Te gustaría ser tía y cuñada de tu yerno?
Con impetuosa furia tiró al suelo y contra la pared los pocos objetos (un libro y una vela) que había sobre la cómoda. En la habitación se hizo el silencio.
—Pero ¿siempre ha sido así? —balbució por fin la voz femenina.
Dulcibeni recuperó su habitual actitud severa e hizo una mueca sarcástica.
—No, querida mía —respondió con tono didáctico—. En los lejanos orígenes, los reyes se aseguraban la descendencia casando a sus vástagos con la mejor nobleza feudal. Cada nuevo rey era la síntesis más pura de la sangre más noble de su tierra: en Francia, el soberano era el más francés de los franceses. En Inglaterra, el más inglés de todos los ingleses.
Justo en ese instante, por mi exceso de curiosidad, sin darme cuenta perdí el equilibrio y empujé la puerta. Por puro milagro, conseguí agarrarme a la jamba y no caer de bruces. La rendija se había abierto sólo un poco y Dulcibeni no había oído nada. Sudando y temblando de miedo, miré hacia la derecha del caballero marquesano, allí donde debía estar la mujer.
Tuve que esperar varios minutos para reponerme de la sorpresa: en lugar de una figura humana, en la pared no había más que un espejo. Dulcibeni hablaba solo.
Durante los instantes siguientes tuve que redoblar mis esfuerzos para comprender aquel planto exacerbado sobre reyes, príncipes y emperadores. ¿Estaba escuchando a un loco? ¿Con quién fingía Dulcibeni que hablaba?
Quizá, me dije entonces, lo obsesionara el recuerdo de una persona querida (una hermana, una esposa), ahora muerta. Y debía de ser un recuerdo bien desgarrador para que le inspirase tan triste e inquietante representación. Me sentí azorado y conmovido por aquel jirón de íntimo y solitario sufrimiento que, como un ladrón, le había robado. Y recordé lo reacio que había sido a hablar de esos temas al tratar yo de sacarlos a colación. Era probable que Dulcibeni prefiriese la compañía de un muerto a la de los vivos.
—¿Y luego? —continuó el marquesano, imitando la voz de jovencita con tono inocente y turbado.
—Y luego, y luego… —salmodió Dulcibeni—. Luego se impuso la sed de dominio, que ha llevado a todos a emparentarse con los otros soberanos de la tierra. Fíjate en la casa de Austria. Hoy su fétida sangre ensucia los sepulcros de sus aguerridos antepasados: Alberto el Sabio, Rodolfo el Magnánimo, Leopoldo el Gallardo y su hijo Ernesto I el Férreo, hasta Alberto el Paciente y Alberto el Ilustre. Una sangre que tres siglos atrás ya empezó a marchitarse, cuando engendró al desventurado Federico de los Bolsillos Vacíos, y después a Federico del Grueso. Labio y a su hijo Maximiliano I, muertos por una miserable panzada de melón. De ambos surge precisamente el insano deseo de reunir todas las ilimitadas posesiones hasbúrgicas, que Leopoldo el Gallardo, en cambio, había dividido sabiamente con su hermano. Pues esas tierras no se podían juntar: era como si un cirujano loco quisiese poner en el mismo cuerpo tres cabezas, cuatro piernas y ocho brazos. Para apagar su sed de tierras, Maximiliano I se casó tres veces: sus esposas le dieron en dote los Países Bajos y el Franco Condado, pero también la monstruosa barbilla que desfigura la cara de sus descendientes. Su hijo Felipe el Hermoso, en sus breves veintiocho años de vida, se hace con España al casarse con Juana la Loca, hija y heredera de Fernando de Aragón e Isabel de Castilla, además de madre de Carlos V y Fernando I. Carlos V culmina y al tiempo frustra el proyecto de su abuelo Maximiliano I: abdica y divide su reino, en el que nunca se pone el sol, entre su hijo Felipe II y su hermano Fernando I. Divide su reino, pero no consigue dividir la sangre: en sus descendientes la locura es ya imparable, el hermano desea a la hermana, y ambos quieren unirse a sus propios hijos. El hijo de Fernando I, Maximiliano II, emperador de Austria, se casó con la hermana de su padre, y con su esposa-tía engendró una hija, Ana María de Austria, que se casó con Felipe II, rey de España, su tío y primo, como hijo que era de Carlos V; de esas infaustas nupcias nació Felipe III de España, que se casó con Margarita de Austria, hija del hermano de su abuelo Maximiliano II, quien concibió al rey Felipe IV y a María Ana de España, que se casó con Fernando III, emperador de Austria, su primo carnal por ser hijo del hermano de su madre, unión de la que nace el actual emperador, Leopoldo I de Austria, y su hermana María Ana…
De pronto sentí asco. Aquella orgía de incestos acabó mareándome. El repugnante enredo de matrimonios entre tíos, sobrinos, suegros, cuñados y primos tenía algo de monstruoso. Cuando descubrí que Dulcibeni hablaba con el espejo, dejé de escucharlo con atención. Pero, al final, su abstrusa y lúgubre soflama me dejó a un tiempo intrigado y molesto.
Dulcibeni, sobreexcitado y lívido, se había quedado con la mirada perdida en el vacío, como si la cólera incontenible le ahogase la voz.
—No lo olvides —pudo por fin gemir, dirigiéndose nuevamente a su compañera imaginaria—. Francia, España, Austria, Inglaterra y Holanda: tierras desde hace siglos celosas de sus abolengos de opuestas estirpes, se hallan ahora sujetas al dominio de una sola estirpe sin tierra ni juramento. Una sangre autàdelphos, dos veces hermana de sí misma, como los hijos de Edipo y Yocasta. Una sangre extraña a la historia de todos los pueblos, pero que de todos los pueblos dicta la historia. Una sangre sin tierra ni juramento. Una sangre traidora.
Bodrios de estiércol: una vez en la cocina, recordé que con esas palabras Pompeo Dulcibeni había sellado mis desvelos culinarios sazonados con la preciada canela.
Tras recuperarme del empacho que me habían causado las elevadas y solitarias reflexiones del caballero marquesano, me acordé de las náuseas que, sin darme cuenta, yo mismo había provocado hasta ese día en los estómagos de los huéspedes. Decidí, pues, remediar la situación.
Bajé a la bodega. Fui hasta el nivel inferior, situado a considerable profundidad, donde pasaría más de una hora y a punto estuve de contraer un buen resfriado debido al cortante frío que reinaba. Revisé todo aquel espacio de techo bajo y exploré con la lámpara los rincones más recónditos, allí donde nunca me había aventurado o detenido, todos los anaqueles, incluidos los más altos, y las cajas de nieve, hasta casi tocar el fondo. En un amplio recoveco, oculto tras hileras de odres de vino, aceite y toda clase de legumbres y semillas secas, frutas escarchadas, verduras en bote y sacos de macarrones, gnocchetti, lasañas y orejones, descubrí bajo amplias telas de yute, o al fresco entre la nieve, un enorme surtido de carnes saladas, ahumadas, secas y envasadas. Don Pellegrino conservaba allí, como un amante celoso, lenguas en adobo y lechones, además de piezas de distintos animales: mollejas de ciervo y cabrito; callos de vaca lechera; patas, riñones y cerebro de puerco espín; ubres de vaca y de cabra; lenguas de carnero y de jabalí; paletillas de ciervo y de gamuza; hígado, patas, cuello y asadura de oso; lomo, costillas y solomillo de corzo.
Había además liebres, gallos de montaña, paveznos de la India, pollastros silvestres, pintadas, polluelos, pichones, palomas silvestres, faisanes y francolines, perdices y perdigones, becadas, pavones, pavipollos y pavas, patos y gallaretas, gansas, ocas, cocoleras, golondrinas, codornices, tórtolas, malvises, francolines, escribanos, hortelanos, oropéndolas, gorriones, papafigos de Chipre y de Candía.
Me imaginé estremecido cómo habría preparado todo aquello mi amo: cocido, asado, en caldereta, en guiso, estofado, frito, en picadillo, en pepitoria, a la cazuela, en jigote, en pastel, con salsas, con vinagres, con frutas y triunfos.
Atraído por el fuerte olor a ahumado y a alga seca, continué mi inspección, y, como me esperaba, debajo de más nieve prensada y otras telas de yute, en frascos llenos de sal, colgados en pequeños atados o en redes, encontré barbos, peces de San Pedro, solías, mújoles, meros, pejerreyes, corvinas, dentones, cabrillas, camarones, almejas, cangrejos, lachas, lampreas, aladroques, lenguados, caracoles, lucios, merluzas, lizas, róbalos, lapas, filetes de pez espada y de pez capón, gallos, rodaballos, caspas, pejesapos, ranas, sardas, escorpenas, caballas, esturiones, tortugas, telinas y tencas.
Yo nada sabía de la existencia de toda aquella abundancia, sólo estaba al corriente de las cosas frescas que los proveedores llevaban a la posada cada vez que se les abría la puerta de servicio. La mayor parte de las provisiones apenas las había entrevisto fugazmente cuando (rara vez, para mi desdicha) mi amo me encargaba sacar algo de la bodega, y cuando había tenido que acompañar a Cristofano.
Me asaltó una duda: ¿cuándo y a quién pensaba Pellegrino servir tantas y semejantes viandas? ¿Acaso esperaba hospedar a uno de esos suntuosos cortejos de obispos de Armenia que, como todavía se contaba en el vecindario, eran el orgullo del Donzello en los días de la desaparecida doña Luigia? Sospeché que mi amo, antes de ser despedido del puesto de ayudante de trinchante, se había lucrado hábilmente con los suministros que llegaban a la despensa del cardenal.
Cogí un tarro de ubres de vaca y volví a la cocina. Las desalé, les até las puntas y las puse a cocer. Corté luego una tanda en rodajas muy finas, las enhariné, doré y salteé antes de añadirles un buen chorro de salsa. Preparé otra tanda en estofado con hierbas aromáticas y especias, un poco de caldo y huevos. Hice una tercera tanda al horno con vino blanco, granos de uva y zumo de limón, frutas frescas, pasas, piñones y lonchas de jamón. Y una cuarta tanda la troceé, la mezclé con vino blanco y la envolví en pastaflora con especias, jamón, miga de pan, ajada y azúcar. Lo que quedaba lo cubrí con lonchas de tocino de jamón, le puse clavo de olor y lo envolví en una red, lo espeté y lo asé.
Acabé extenuado. Cristofano, que apareció en la cocina al final de mi largo trabajo, me encontró, casi desfallecido, en un rincón de la chimenea, empapado de sudor. Examinó y olió los platos colocados en fila sobre la mesa. Me dirigió una mirada paternal y satisfecha.
—Chico, yo me encargo de la distribución. Tú vete a descansar.
Lleno como estaba por las reiteradas y generosas pruebas que había hecho durante la preparación de mis platos, subí las escaleras hasta el desván, pero no fui a mi cuarto. Sentado en los escalones, disfruté, sin que nadie me viese, de mi merecido triunfo: durante una media hora larga, en los pasillos del Donzello resonaron tintineos, gemidos y chasquidos de satisfacción. Un coro de estómagos que tosían ruidosamente el aire acumulado decretó por fin que se podía retirar los platos. Unas lágrimas me asomaron a los ojos por el desquite que me había tomado.
Acto seguido me apresté a pasar por los cuartos, pues no quería renunciar a recibir la enhorabuena de los huéspedes del Donzello. Sin embargo, no bien llegué a la puerta del abate Melani, reconocí su melancólico canto. El tono desgarrador de su voz me llamó tanto la atención que agucé bien el oído:
Ahi, dunqu’è pur vero;
aunque, dunqu’è pur vero…[13]
Repetía la estrofa de manera asaz dulce y con variaciones melódicas siempre nuevas y sorprendentes.
Aquellas palabras me turbaron, pues me parecía que las había oído en un tiempo y un lugar desconocidos. De pronto, tuve una iluminación: ¿no me había contado mi amo Pellegrino que el viejo señor de Mourai, alias Fouquet, antes de expirar había murmurado, en un último y supremo esfuerzo, una frase en lengua italiana? Ahora me acordaba: el moribundo había proferido precisamente las palabras del aria que Atto estaba entonando: «Ahi, dunqu’è pur vero».
¿Por qué, me pregunté, el anciano Fouquet había pronunciado en italiano sus últimas palabras? Recordé también que Pellegrino había visto a Atto, agachado sobre el rostro del viejo, hablándole en francés. ¿Por qué, entonces, Fouquet había murmurado esa frase en italiano?
Mientras, Melani continuaba con su canto.
Dunque, dunqu’è pur vero,
anima del mió cor,
che per novello Amor
tu cangiasti, cangiasti pensiero[14].
Al final oí que reprimía con esfuerzo los sollozos. Debatiéndome entre el embarazo y la compasión, no me atreví a moverme ni a hablar. Sentía una enorme pena por aquel eunuco que ya no era joven: la mancilla que su cuerpo de niño había sufrido por la avidez paterna le había brindado la fama, pero a la vez lo había condenado a una vergonzosa soledad. Quizá Fouquet no tuviera nada que ver, me dije. Aquella frase, pronunciada por el superintendente ya agonizante, podía ser una simple exclamación de estupor ante la muerte; cosa que, según había oído, no era en absoluto inusual entre los moribundos.
El abate había empezado otra aria, cuyo tono era bastante más lúgubre y angustioso.
Lascia speranza, ohimé,
ch’io mi lamenti,
lascia ch’io mi quereli.
Non ti chiedo mercé,
no, no, non ti chiedo mercé[15].
Recalcaba la última frase y la repetía hasta el infinito. ¿Qué podía atormentarlo, me pregunté, mientras en su quedo y discreto canto exclamaba apenado que no quería pedir piedad? En ese instante, detrás de mí apareció Cristofano. Estaba haciendo sus visitas.
—Pobrecillo —me susurró refiriéndose a Atto—. Atraviesa un momento de desconsuelo. Como nos ocurre a todos, por otra parte, en esta infame reclusión.
—Claro —respondí pensando en el soliloquio de Dulcibeni.
—Dejémoslo desahogarse en paz. Pasaré a visitarlo más tarde y le daré una infusión calmante.
Mientras nos alejábamos, Atto seguía cantando.
Lascia ch’io mi disperi…[16]