Novena Jornada
19 DE SEPTIEMBRE DE 1683
—Mira, mira aquí. Éste es joven.
Manos y ojos de ángeles misericordiosos me atendían. Había llegado al término del largo viaje. Pero yo ya no estaba: mi cuerpo debía de encontrarse en otro lugar, mientras que yo gozaba del calor benéfico que desde el Cielo se irradia sobre todas las almas buenas. Esperé a que se me mostrase el camino.
Pasaron unos instantes sin tiempo, hasta que las manos de uno de los ángeles me palparon suavemente. Leves y confusos murmullos iban despertándome poco a poco. Al cabo pude captar una brizna de aquel coloquio celeste:
—Revisa mejor al otro.
Tras fugaces pero quizá eternos segundos, comprendí que los alados mensajeros celestes me habían dejado temporalmente. Era probable que, de momento, no necesitase sus caritativos cuidados. Me ofrecí, pues, a la divina luz que el benigno Cielo extendía sobre mí y sobre otras almas errantes.
En contra de lo que pensaba, seguía teniendo ojos para ver, oídos para oír y carne para disfrutar de la aurora santa y tibia que me impregnaba. Abrí entonces los párpados, y delante de mí apareció el símbolo divino de Nuestro Señor usado por los primeros cristianos siglos atrás: un magnífico pez plateado que me contemplaba misericordioso.
Por fin alcé la vista hacia el resplandor, mas al punto hube de protegerme la cara con una mano.
Era de día y estaba al sol, tendido en una playa.
No tardé en comprender que estaba vivo, mas en deplorable estado. En vano busqué con la mirada a los dos ángeles (o lo que fuesen) que se habían ocupado de mí. Me dolía atrozmente la cabeza y mis ojos no soportaban la luz diurna. De improviso me di cuenta de que, aunque con sumo esfuerzo, podía ponerme en pie. Las rodillas me temblaban, y en el suelo fangoso era muy fácil que resbalase.
Entonces, apretando los párpados, eché una ojeada a mi alrededor. Me hallaba, sin duda, en la orilla del Tíber. Amanecía, y algunas barcas de pescadores surcaban plácidamente las aguas del río. En la margen opuesta estaban las ruinas del antiguo Ponte Rotto. A la derecha, la indolente silueta de la isla Tiberina, coronada por dos ramales del río que la acarician suavemente desde hace milenios. A la izquierda, la colina de Santa Sabina se recortaba contra el cielo del alba. Ya sabía dónde me encontraba: la desembocadura de la Cloaca Máxima, que nos había arrojado a Atto y a mí al río, quedaba un poco más a la derecha. Por suerte, la corriente no nos había arrastrado río abajo. Guardaba el confuso recuerdo de haber salido de las aguas y de haber sido lanzado, con los huesos molidos, a la desnuda tierra. Era un milagro seguir vivo. Si todo eso hubiese ocurrido en invierno, me dije, con seguridad habría entregado mi alma al Señor.
Para consolarme lucía el sol septembrino, recién asomado al límpido cielo. Empero, no bien la mente se me despejó, me percaté de que estaba lleno de mugre y agarrotado, y un escalofrío incontenible empezó a recorrerme todo el cuerpo.
—¡Suéltame, rufián, suéltame! ¡Socorro!
La voz llegaba de atrás. Me di la vuelta y vi que obstruía el camino un alto seto silvestre. De un salto lo crucé y encontré al abate Melani tirado en el suelo, también él cubierto de fango, ya sin fuerzas para gritar: estaba devolviendo con violentas arcadas. Dos hombres, o mejor dicho dos siniestros sujetos, estaban inclinados sobre él, pero en cuanto comprobaron que me acercaba, se levantaron y echaron a correr, desapareciendo detrás del pequeño promontorio que dominaba la playa. Ningún pescador de las barcas que navegaban en las inmediaciones dio muestras de haber reparado en la escena.
Atto sufría violentas convulsiones y vomitaba el agua que había tragado durante nuestro desastroso naufragio. Le sujeté la cabeza, esperando que el líquido que expulsaba no lo ahogase. Pasado un rato, estuvo otra vez en condiciones de hablar y respirar con normalidad.
—Los muy cabrones…
—No os esforcéis, don Atto…
—… Ladrones. Los cogeré.
Me faltaba valor (y me faltó siempre) para confesarle a Atto que en aquellos dos ladrones había visto yo a los benditos ángeles de mi despertar. En vez de cuidar de nosotros, nos habían registrado detenidamente para robarnos. El pez plateado que había visto a mi lado no era una epifanía sagrada, sino un pescado abandonado.
—Al fin y al cabo, no han encontrado nada —dijo Atto entre un escupitajo y otro—. Lo poco que llevaba encima lo he perdido en la Cloaca Máxima.
—¿Cómo os sentís?
—¿Cómo quieres que me sienta, en estas condiciones y a mi edad? —replicó abriéndose el justillo y la camisa embarrados—. Si de mí dependiese, me quedaría aquí al sol hasta que se me pasase el frío. Pero no podemos.
Entonces me sobresalté. En breve Cristofano empezaría la ronda matutina de los cuartos.
Así, ante las miradas intrigadas de un grupo de pescadores que se disponían a desembarcar allí mismo, nos alejamos.
Recorrimos un callejón paralelo a la ribera dejando a la derecha el Monte Savello. Los pocos transeúntes con los que nos cruzábamos nos miraban estupefactos por nuestro aspecto sucio y desesperado. Yo había perdido los zapatos y caminaba cojeando y tosiendo sin parar. Atto aparentaba treinta años más y la ropa le quedaba como si la hubiese hurtado de una tumba. Maldecía a media voz por el reumatismo y los dolores musculares que le habían provocado la humedad y los tremendos afanes de la noche. Ya nos dirigíamos hacia el Pórtico de Octavia, cuando bruscamente cambió de rumbo.
—Aquí tengo muchos conocidos, vayamos por otro sitio.
Pasamos entonces por la piazza Montanara y luego por la piazza Campitelli. El gentío era cada vez mayor.
En el dédalo de callejuelas angostas y tortuosas, húmedas y oscuras, mal empedradas, saboreaba, ay, la proximidad del fango y el polvo, el mal olor, el griterío de siempre. Cerdos y lechones hozaban entre la basura amontonada alrededor de humeantes calderos de pasta y anchas sartenes, donde, pese a la temprana hora, el pescado ya se doraba, haciendo caso omiso de los bandos y los edictos de pública sanidad.
Oí a Atto murmurar algo con desagrado y rabia mientras el repentino estruendo de las ruedas de un carro acallaba sus palabras.
Una vez vuelta la calma, el abate Melani prosiguió:
—¿Es que, como los puercos, tenemos que buscar la paz en los excrementos, la serenidad en la basura, el reposo en el burdel de las calles destrozadas? ¿Para qué vivir en una ciudad como Roma si hemos de movernos como bestias y no como hombres? ¡Te lo suplico, Santo Padre, líbranos del estiércol! —Lo miré con gesto interrogativo—. Son palabras de Lorenzo Pizzati da Pontremoli —respondió—. Un parásito de la corte del papa Rospigliosi. Pero cuánta razón tenía: él escribió esa súplica sin pelos en la lengua a Clemente IX hará veinte años.
—Pero ¡entonces Roma ha sido siempre así! —exclamé sorprendido, pues me había imaginado la Urbe del pasado en un marco muy distinto y fabuloso.
—Como ya te he dicho, en aquellos años yo estaba en Roma, y puedo asegurarte que desde entonces las calles se reparan, mal, casi cada día. Si a eso sumas las alcantarillas y los tubos, donde había obras te ahogabas. Para protegerse del agua de lluvia y de los desechos, ya entonces era preciso salir con botas hasta en agosto. Pizzati estaba en lo cierto: Roma se ha convertido en una Babel donde el bullicio es constante. Ya no es una ciudad: es un establo —dijo el abate remarcando la última palabra.
—¿Y el papa Rospigliosi no hizo nada por mejorar la situación?
—Claro que sí, muchacho. Pero ya sabes lo zotes que son los romanos. Se intentó, por ejemplo, proyectar un sistema público de recogida de desperdicios; se mandó a los ciudadanos limpiar la calle delante de su puerta, especialmente en verano. Todo en balde.
De pronto el abate tiró de mí con violencia y ambos nos apretujamos en la angosta acera; acababa de librarme por un pelo de la acometida de un enorme y lujoso carruaje. El humor de Atto se ensombreció aún más.
—Carlos Borromeo decía que para medrar en Roma se precisan dos cosas: amar a Dios y poseer un carruaje —sentenció con acritud Melani—. ¿Sabes que en esta ciudad hay más de mil?
—¿Son entonces la causa del estrépito lejano que oigo incluso cuando por las calles no pasa ninguno? —dije desconcertado—. Pero ¿adonde van todos esos carruajes?
—Oh, a ningún sitio. Ocurre sencillamente que los nobles, los embajadores, los médicos, los abogados famosos y los cardenales romanos se desplazan siempre en carruaje, incluso para hacer trayectos muy cortos. Y eso no es todo: pasean sólo en carruaje, y a menudo con varios a la vez.
—¿Tienen familias tan numerosas?
—No —contestó Atto entre risas—. Salen a pasear con un séquito de otros cuatro o cinco carruajes para darse más lustre. Pero los cardenales y los embajadores, cuando hacen una visita oficial, pueden llegar a ir hasta con trescientos. Con los inevitables atascos y las cotidianas polvaredas que eso supone.
—Ahora me explico la pelea por un espacio a la que asistí hace tiempo en la piazza in Posterula: eran los palafreneros de dos carruajes nobiliarios, y menuda paliza se dieron.
En ese momento Atto volvió a tomar otro camino.
—Aquí también pueden reconocerme. Hay un joven canónigo… Vayamos hacia la piazza San Pantaleo. —Extenuado como estaba, me quejé de tantas vueltas complicadas—. Calla y no llames la atención —me dijo Atto alisándose el pelo blanco y marchito—. Menos mal que pasamos desapercibidos en medio de esta bestial confusión —murmuró, para enseguida añadir con voz casi inaudible—: Odio tener esta facha.
Atto sabía muy bien que lo más prudente era atravesar el concurrido mercado de la piazza Navona y evitar que nos vieran, solos y vagabundos, en medio de la piazza Madama o de la via di Parione.
—Hemos de llegar a la casa de Tiracorda lo antes posible —anunció Atto—, pero sin que nos descubran los centinelas del alguacil que están de guardia frente a la posada.
—¿Y luego?
—Procuraremos entrar en el establo y salir por los subterráneos.
—Pero eso será dificilísimo, cualquiera puede reconocernos.
—Lo sé. ¿Se te ocurre algo mejor?
Así pues, nos aprestamos a meternos entre el gentío de la piazza Navona. Mas cuál no sería nuestra contrariedad al encontrar la plaza casi vacía; sólo había algunos corros aquí y allá, en cuyo centro, subidos a una tarima o a una silla, oradores barbudos y sudados arengaban y predicaban agitando los brazos. No había mercado, ni vendedores, ni puestos de fruta y verdura, ni muchedumbre.
—Maldición, es domingo —dijimos Atto y yo casi al unísono.
El domingo no era día de mercado: por eso había poca gente en la calle. La cuarentena y el exceso de aventuras nos habían hecho perder la cuenta de los días.
Como todos los días festivos, los dueños de la plaza eran curas, predicadores y hombres devotos que con sermones edificantes atraían, unos con la sutileza de la lógica y otros con la estentórea potencia de su voz, a pequeños grupos de curiosos, a estudiantes, a eruditos, a holgazanes, a mendigos y a cortabolsas dispuestos a aprovechar la distracción de los espectadores. En lugar del alegre caos del mercado, reinaba entonces una atmósfera grave y plúmbea; las nubes, como propiciadas por aquel clima, cubrieron de repente el cielo.
Cruzamos la plaza contritos por aquel chasco, sintiéndonos todavía más desnudos e indefensos de lo que ya estábamos. Enseguida nos alejamos del centro y fuimos hacia el lado derecho, por el cual avanzamos de puntillas, con la esperanza de pasar inadvertidos. Me sobresalté cuando un niño salió de un corrillo y, señalándonos, llamó al adulto que lo acompañaba. Éste se quedó mirándonos, pero afortunadamente no tardó mucho en apartar la vista de nuestra furtiva y miserable presencia.
—Van a descubrirnos, maldición. Intentemos confundirnos con la gente —dijo Atto indicándome un corro cercano.
Nos mezclamos, así, en un pequeño pero compacto grupo reunido alrededor de un invisible punto central. Estábamos apenas a dos pasos de la gran fuente de los cuatro ríos, obra del caballero Bernini, situada en el medio de la plaza. Casi amonestadoras con su marmórea fuerza, las cuatro titánicas estatuas antropomórficas de las divinidades acuáticas parecían participar de la atmósfera sagrada de la plaza. Desde el interior de la fuente, un león de piedra me escrutaba, feroz pero impotente. Sobre el monumento, un obelisco lleno de jeroglíficos y coronado por una pequeña pirámide dorada, se proyectaba, de forma casi natural, hacia el Altísimo. ¿Acaso no era aquél el obelisco que había descifrado Kircher, como alguien me había dicho días antes? Pero tuve que interrumpir mis preguntas, pues en ese instante la gente se apretó más para escuchar mejor el sermón.
En el bosque de cabezas, espaldas y hombros sólo pude vislumbrar durante breves segundos al predicador. Se trataba, según colegí por su sombrero, de un fraile jesuíta; era un hombrecillo rechoncho, de rostro encarnado, tocado con un tricornio que le bailaba en el cráneo y un verbo torrencial con el que deleitaba a sus espectadores.
—… ¿Y cuál es la vida devota? —lo oí declamar—. Pues yo os digo: hablar poco, llorar mucho, ser burlado ora por éste, ora por aquél; soportar la pobreza en la vida, la enfermedad en el cuerpo, los insultos contra el honor, los agravios contra los bienes. ¿Puede semejante vida no ser de lo más infeliz? Pues yo os digo: ¡sí! —Entre el público se elevó un murmullo de incredulidad y escepticismo—. ¡Lo sé! —prosiguió con vehemencia el predicador—. Las personas de ingenio están hechas a esos males, y hasta prefieren padecerlos voluntariamente. ¡Y si no los encuentran en su camino, salen a buscarlos! —Otro inquieto murmullo recorrió a los espectadores—. Como Simón de Cirene, que se fingió loco para que el pueblo se mofase de él. ¡Como Bernardo de Claraval, que tenía mala salud y se refugiaba en las ermitas más gélidas e inclementes! ¡Podrían haber actuado de otro modo»! ¿Y por ello los juzgáis miserables? No, no, oíd lo que dice el gran prelado Salviano…
El abate Melani me dio un empujón para llamar mi atención.
—Creo que tenemos campo libre, vámonos.
Nos dirigimos hacia la salida de la piazza Navona más próxima al Donzello, confiando en que los últimos pasos no nos deparasen ninguna sorpresa desagradable.
—El gran prelado Salviano puede decir lo que se le antoje, pero yo no veo la hora de cambiarme de ropa —resopló Atto, ya al límite de sus fuerzas.
Aunque me faltó valor para mirar hacia atrás, tuve la horrible sensación de que alguien nos seguía.
Cuando ya estábamos a punto de salir indemnes de la peligrosa huida, acaeció algo imprevisible. Atto caminaba delante de mí, pegado al muro de un edificio, y de pronto vi dos manos robustas y decididas que salían como un rayo de una puerta, lo atrapaban y lo arrastraban hacia el interior. Estaba tan cansado y lo que acababa de ver me resultó tan atroz, que poco faltó para que me cayese privado al suelo. Me quedé paralizado, sin saber si escapar o pedir ayuda, pues en ambos casos corría el serio peligro de ser identificado y arrestado.
Fue entonces cuando oí a mi espalda, celestial como jamás hubiese podido imaginar que sonase, una voz familiar:
—Entapújate tú también en el tapujo.
Por mucho que el abate Melani despreciase a los saqueadores de tumbas, creo que en aquella ocasión le costó bastante disimular la gratitud que les debía por su intervención. Y es que Ugonio no sólo había sobrevivido milagrosamente a la Cloaca Máxima, sino que, tras encontrar a Ciacconio, nos había seguido y —aunque con métodos algo bruscos— puesto a salvo. Luego Ciacconio se había encargado de introducir a Atto en la casa de la piazza Navona adonde a continuación Ugonio me había conminado a entrar.
Una vez allí, y sin darnos tiempo a preguntar, los saqueadores de tumbas nos hicieron pasar por otra puerta y bajar por una escalera muy empinada que conducía a un angosto y muy tétrico pasillo sin ventanas. Ciacconio sacó de debajo de su mugriento gabán un candil ya encendido, según me pareció, por inverosímil que resulte. Nuestro salvador estaba tan empapado como nosotros, pero su paso era el de siempre, rápido y firme.
—¿Adonde nos lleváis? —inquirió Atto, por una vez sorprendido por una situación de la que él no era dueño.
—La plazucha Navonia es arriesgadiza —contestó Ugonio—, y, por ser más padre que parricida, es más salúbrico el subpanteonio.
Recordé que durante una de las exploraciones del túnel C, los saqueadores de tumbas nos habían enseñado una entrada que daba al patio de un edificio situado detrás del Panteón, en la piazza della Rotonda. Durante un cuarto de hora largo, nos condujeron de bodega en bodega a través de una sucesión ininterrumpida de puertas, escaleras, almacenes abandonados, peldaños de piedra y túneles. Ugonio sacaba de vez en cuando su aro repleto de llaves, abría una puerta, nos hacía pasar y volvía a cerrarla con cuatro o cinco vueltas. Atto y yo, exhaustos, caminábamos empujados por los saqueadores como dos mortajas ya listas para dejar la Tierra.
Llegamos por fin a una especie de gran portal de madera, que, chirriando, se abrió a un patio. La luz del día nos hirió los ojos. Del patio pasamos a un callejón, y de éste a otro patio medio abandonado, al que se accedía por una verja que no tenía cerradura.
—Apróntense vucedes en el tunuelo —nos apremió Ugonio, señalando en el suelo algo que parecía una trampilla de madera.
Levantamos el tablón, y lo que vimos fue un pozo asfixiante y oscuro. Pero éste tenía una barra colocada de través con una cuerda que llegaba hasta el fondo, por la que nos descolgamos. Ya sabíamos adonde íbamos a salir: a los subterráneos que convergían en el Donzello.
Mientras la tapa de la trampilla se cerraba sobre nuestras cabezas, vi desaparecer los rostros encapuchados de Ugonio y Ciacconio en la luz del día. Me hubiese gustado preguntarle a Ugonio cómo había conseguido sobrevivir al naufragio en la Cloaca Máxima y cómo diablos había salido, pero no quedaba tiempo. Cuando bajaba por la cuerda, durante un instante fugaz me pareció que la mirada de Ugonio y la mía se cruzaron. Entonces, de forma inexplicable, tuve el convencimiento de que él sabía en qué estaba yo pensando: me alegraba que se hubiese salvado.
Tan pronto como regresé a mi cuarto, me cambié a toda prisa y escondí la ropa sucia y enfangada. Acto seguido fui a la habitación de Cristofano con la intención de justificar mi ausencia con una improbable visita a la bodega. Demasiado extenuado para preocuparme, estaba resignado a afrontar las preguntas y objeciones para las que no tendría respuesta.
Pero Cristofano dormía. Quizá todavía rendido por la crisis de la víspera, se había acostado sin cerrar siquiera la puerta. Estaba tumbado en su cama, con casi toda la ropa puesta.
No se me ocurrió despertarlo. Antes de la cita que había fijado con Devizé en el cuarto de Bedford, aún me quedaba tiempo para dormir un rato.
Pero el descanso, en contra de lo que esperaba, no fue reparador, pues tuve sueños martirizantes y convulsos que me hicieron revivir la atroz aventura subterránea: primero el encuentro con la Compañía de la Muerte y los terribles momentos pasados bajo la barca volcada; luego los inquietantes hallazgos en la isla del mitreo y, por último, la larga pesadilla en la Cloaca Máxima, donde había creído conocer la muerte. Por eso, cuando los nudillos de Cristofano resonaron en mi puerta, me desperté casi más cansado que antes.
El médico tampoco tenía muy buen aspecto. Dos grandes ojeras azuladas marcaban su rostro demacrado, y unos ojos llorosos miraban al vacío. Además, su robusto cuerpo, siempre tan erguido, estaba ligeramente encorvado. No me saludó ni me preguntó nada, gracias a Dios, sobre aquella noche.
Es más, tuve que recordarle que ya era casi la hora de que nos ocupásemos de repartir la comida a los huéspedes. Antes, sin embargo, había que pensar en lo urgente. Había llegado el momento, en efecto, de poner en práctica las teorías de Robleda: en esa ocasión la peste de Bedford sería tratada con las notas de la guitarra de Devizé. Fui a avisar al jesuíta de que nos disponíamos a seguir sus indicaciones. Llamamos al músico y luego pasamos al cuarto de al lado, el del pobre inglés.
El joven Devizé había llevado un escabel para poder tocar en el pasillo sin necesidad de entrar en el cuarto del apestado y poner en peligro su salud. La puerta se quedaría abierta con el fin de que penetrasen (tal era nuestra esperanza) los benéficos sonidos de la guitarra. Cristofano, por su parte, se colocó al lado del lecho de Bedford para observar sus reacciones, siempre que llegase a tenerlas.
Yo me aposté discretamente en el pasillo, a pocos pasos del intérprete. Devizé se sentó en el escabel, buscó la posición más cómoda y estuvo unos segundos afinando su instrumento. Por fin, para soltar los dedos, atacó primero una alemanda, luego una courante y finalmente una severa zarabanda. Paró para afinar de nuevo y pidió noticias del enfermo a Cristofano.
—Nada. —Devizé reanudó el concierto con una gavota y una giga—. Nada. Nada de nada. Es como si ni siquiera oyese —dijo desanimado e impaciente el médico.
Fue entonces cuando Devizé tocó lo que yo tanto ansiaba, la única danza de las que le había oído ejecutar aparentemente capaz de arrebatar la atención y el corazón de todos los huéspedes de la posada: el soberbio rondó que su maestro Francesco Corbetta había escrito para María Teresa, reina de Francia.
Como suponía, yo no era el único que esperaba aquellas notas de fatal encanto. Devizé ejecutó el rondó una, dos y hasta tres veces, como si quisiese dar a entender que también a él —por motivos ignotos— esas notas le resultaban de lo más dulces y delicadas. Todos, arrobados por igual, permanecimos en silencio. Aunque habíamos escuchado aquella composición muchas veces, nunca nos saciaba.
Ahora bien, cuando escuchaba el rondó por cuarta vez, de súbito el placer de los sonidos me hizo evocar algo. ¿Qué había dicho Devizé unos días antes?, me pregunté, arrullado por la cíclica repetición del retornelo. Sí, que las estrofas alternas del rondó «contenían siempre nuevos retos armónicos, todos los cuales concluían de manera inesperada, casi como si fuesen ajenos a la buena doctrina musical. Y una vez alcanzado el cénit, el rondó empezaba bruscamente su final».
¿Y qué había leído el abate Melani en la carta de Kircher? Que la peste también es cíclica y tiene, «al final, algo inesperado, misterioso, ajeno a la doctrina médica: el morbo, una vez que alcanza el punto álgido, senescit ex abrupto, esto es, empieza a caer bruscamente».
Las palabras que Devizé había usado para describir el rondó eran casi idénticas a las que Kircher había empleado para explicar cómo actuaba la peste…
Esperé a que la música concluyese para formular la pregunta que tendría que haber hecho hacía mucho, mucho tiempo:
—Señor Devizé, ¿este rondó tiene algún nombre?
—Sí, Les baricades mistérieuses —respondió lentamente.
No podía creérmelo. Les baricades mistérieuses: ¿no eran las mismas palabras oscuras que Atto Melani había farfullado la tarde anterior mientras dormía?
No tuve tiempo de responderme: mi alma ya corría desbocada hacia otras barricadas misteriosas, las arcanae óbices de la carta de Kircher…
Mi mente se ofuscó. Así, arrojado al mar del recelo y con el exasperante soniquete de esas dos palabras latinas resonando en mis oídos, de pronto me sentí mareado. Me levanté, pues, de un salto y me fui a toda prisa a mi cuarto ante las atónitas miradas de Cristofano y de Devizé, que en ese instante empezaba a tocar de nuevo el mismo motivo.
Cerré la puerta, aplastado por el peso de aquel descubrimiento y por todas las consecuencias que, como la avalancha más destructiva, podía acarrear.
El terrible misterio de las arcanae óbices de Kircher, los misteriosos obstáculos que encubrían el secretum vitae, habían por fin cobrado forma ante mis ojos.
Necesité unos momentos de reflexión, totalmente solo, en mi cuarto. Y no porque precisase aclarar mis ideas, sino porque tenía que decidir con quién podía compartirlas.
Atto y yo estábamos tras la pista de las arcanae óbices, es decir, las «misteriosas barricadas» que poseen la suprema virtud de acabar con la peste, mencionadas por Kircher en su delirante carta a Fouquet. Por otra parte, al abate, mientras dormía, le había oído mentar escuetamente, en la lengua de su país de elección, las «baricades mistérieuses». Y ahora, al preguntar a Devizé cómo se llamaba el rondó que tocaba para curar al apestado Bedford, hete aquí que descubro que se titula, precisamente, Les baricades mistérieuses. Alguien, sin duda, sabía mucho más de lo que estaba dispuesto a reconocer.
• • •
—¡No entiendes absolutamente nada! —exclamó el abate Melani.
Acababa de despertarlo de un profundo sueño para pedirle explicaciones, y reaccionaba de ese modo al fuego de la novedad: con palabras y gestos incandescentes. Me pidió que le repitiese todo lo ocurrido, palabra por palabra: le conté, pues, que Devizé había tocado el rondó para sanar a Bedford, y que el músico me había dicho, con la mayor naturalidad, que el título de aquella composición era Les baricades mistérieuses.
—Perdóname, pero tienes que dejarme tres minutos para meditar —dijo casi abrumado por lo que le había narrado.
—Sabéis, de todas formas, que deseo una explicación y que…
—De acuerdo, de acuerdo, pero ahora déjame pensar.
Accedí a su petición, pero pasado un rato volví a llamar a su puerta. Tenía de nuevo los ojos tan alerta y pugnaces que nadie habría dicho que se había despertado hacía escasos minutos.
—Justo ahora, cuando ya rondamos la verdad, has decidido ser mi enemigo —dijo con tono casi abatido.
—Enemigo no —me apresuré a corregirlo—. Pero debéis entender…
—Vamos —me interrumpió—, procura razonar.
—Permitidme que os diga, don Atto, que esta vez puedo razonar perfectamente. Y me digo: ¿cómo es posible que conocierais el título del rondó, y que aquél sea también la traducción de arcanae óbices?
Me sentí orgulloso de poner entre la espada y la pared, aunque sólo fuese durante un instante, a aquel individuo tan sagaz. Lo escruté con ojos preñados de recelo y acusación.
—¿Has terminado?
—Sí.
—Bueno —replicó por fin—. Ahora déjame hablar. En sueños me has oído susurrar «baricades mistérieuses», si he entendido bien.
—Así es.
—De acuerdo. Como tú también sabes, tal es, más o menos, la traducción de arcanae óbices.
—Exacto. Y quisiera que me explicaseis de una vez por todas cómo sabíais vos…
—Calla, calla. ¿No lo entiendes? No se trata de eso.
—Pero vos…
—Confía en mí una última vez. Lo que me dispongo a contarte hará que cambies de parecer.
—Don Atto, yo ya no puedo seguir estos misterios, y además…
—Ya no precisas seguir nada. Ya lo tenemos. El secreto de las arcanae óbices está entre nosotros, y puede que sea más tuyo que mío.
—¿Qué queréis decir?
—Que lo has visto, o mejor dicho oído, más veces que yo.
—¿Cómo…?
—El secretum vitae que preserva de la peste está contenido en esa composición.
En esa ocasión fui yo quien necesitó tiempo para hacerme a esa idea sobrecogedora. En el maravilloso rondó que tanto me había fascinado anidaba el misterio de Kircher y Fouquet, del Rey Sol y de María Teresa.
Así, inerme como me hallaba por la sorpresa, Atto esperó a que balbuciese indefenso:
—Pero yo creía…, no es posible.
—Lo mismo me dije yo en un primer momento, aunque lo entenderás si recapacitas. Sigue mi razonamiento: ¿acaso no te he dicho que Corbetta, el maestro de Devizé, era experto precisamente en el arte de incluir mensajes en clave en sus composiciones?
—Sí, es cierto.
—Bien. Y el propio Devizé te ha dicho que el rondó de las Baricades mistérieuses fue compuesto por Corbetta, quien luego, antes de morir, se lo regaló a María Teresa de España.
—Eso también es cierto.
—Bien. En la dedicatoria del rondó, que tú has visto con tus propios ojos, se lee «a Mademoiselle»: la esposa de Lauzun. Lauzun estaba en la cárcel con Fouquet. Y Fouquet había recibido el secreto de la peste de Kircher. Ahora bien, cuando aún era superintendente, Fouquet debió de encargar a Corbetta, de común acuerdo con Kircher, que pusiese en clave musical el secretum vitae, es decir, las arcanae óbices o misteriosas barricadas o como queramos llamarlas, que salvan de la peste.
—Pero también Kircher, según me habéis dicho, sabía cifrar mensajes en temas musicales.
—Así es. De hecho, no descarto que Kircher entregase a Fouquet el secretum vitae ya cifrado en notaciones musicales. Aunque es probable que sólo fuesen borradores. ¿Recuerdas lo que te contó Devizé? Corbetta compuso el rondó a partir de una melodía ya existente. Estoy seguro de que se refería a Kircher. Y no sólo eso: el propio Devizé, al tocarlo reiteradamente con su guitarra, podría a su vez haber perfeccionado la ejecución, hasta el punto de hacer inconcebible que una armonía tan sublime sea capaz de ocultar un mensaje en clave. Increíble, ¿verdad? Hasta a mí mismo me cuesta convencerme.
—Entonces el superintendente debió de conservar celosamente el secretum vitae en forma de rondó.
—Sí. No sé cómo, pero aquellas notaciones se libraron de todas las requisas que sufrió mi pobre amigo Nicolás.
—Hasta que en Pignerol…
—… se las confió a Lauzun. ¿Sabes qué pienso ahora? Que fue el mismo Lauzun quien escribió la dedicatoria «a Mademoiselle» y luego entregó a su mujer la partitura para que ésta se la hiciese llegar a la reina María Teresa.
—Pero Devizé me ha dicho que el rondó era un regalo de Corbetta para la reina.
—Una patraña sin importancia. Una manera de hilvanar una historia simple. La verdad es que después de que Corbetta lo compusiera, y antes de que llegase a María Teresa, el rondó pasó por las manos de Fouquet, Lauzun y Mademoiselle.
—Hay algo que no me cuadra, don Atto: ¿no sospechabais que Lauzun estaba recluido en Pignerol cerca del superintendente para sonsacarle el secreto?
—Es probable que Lauzun sirviese a dos amos. En vez de espiar y traicionar a Fouquet, preferiría hablarle con claridad, entre otras cosas porque la Ardilla tenía gran agudeza de mente. Lauzun, pues, lo ayudaría a acordar su libertad con el rey a cambio del secretum morbi. Sin embargo, y aunque ello lo honra, tuvo buen cuidado de no revelar a Su Majestad Cristianísima que Fouquet poseía además el secretum vitae, esto es, el rondó. Es más, Lauzun y Mademoiselle aprovecharían la oportunidad de vengarse del rey enviando el valioso antídoto contra el contagio a los enemigos de Su Majestad. Empezando, y me duele inmensamente decirlo, por la reina María Teresa, su esposa, que Dios tenga en su gloria.
Estuve un rato absorto en mis pensamientos, reconstruyendo mentalmente todos los episodios que me había expuesto Atto.
—En efecto, aquella música tiene algo extraño —observé atando cabos en la memoria—, es como… un ir y venir, siempre igual y siempre distinta. No soy capaz de explicarlo bien, pero me recuerda lo que Kircher dejó escrito sobre la peste: el morbo se aleja y regresa, se aleja y regresa, hasta que por fin muere, justo cuando alcanza su máxima expresión. Es como si… esa composición hablase.
—¿No me digas? Pues mejor aún. A mí también me había parecido, desde que lo oí antes de que nos aislaran, que ese rondó tenía algo misterioso e inefable.
En el ardor de nuestros razonamientos había olvidado por completo el motivo por el que había ido a ver al abate Melani: quería una explicación acerca de las palabras que había pronunciado en el sueño. Pero, una vez más, Atto no me dejó hablar.
—Óyeme bien. Nos quedan aún dos problemas sin resolver. Primero, para qué sirve el antídoto del secretum vitae contra el secretum morbi, y, en consecuencia, contra Su Majestad Cristianísima. Segundo: qué está tramando Dulcibeni. Ya sabemos que viajaba con Devizé y Fouquet antes de que mi pobre amigo —aquí la voz de Atto volvió a aplacarse bajo el peso de la emoción— llegase a tu posada para morir.
Cuando me disponía a recordarle que aún había que descubrir quién o qué era responsable de la extraña muerte de Fouquet, así como dónde habían acabado mis perlitas, el abate me levantó paternalmente la barbilla con la palma de la mano y continuó:
—Ahora te pregunto: si yo hubiese sabido a qué puerta llamar para encontrar las arcanae óbices que menciona Kircher, ¿habría perdido todo este tiempo sólo para disfrutar de tu compañía?
—Bueno, tal vez no.
—A buen seguro no. Habría procurado arrancarle directamente a Devizé el secreto de su rondó. Y tengo para mí que no me habría costado mucho, porque es probable que Devizé no sepa con exactitud qué contiene el rondó de las Baricades mistérieuses. Y, por lo mismo, tampoco sabrá mucho de Corbetta, Lauzun, Mademoiselle y los complicados entresijos de esta historia. —Justo en ese instante nuestros ojos se cruzaron—. No, chico. He de decirlo: eres francamente valioso para mí, pero nunca he pretendido engañarte para contar con tus servicios. Ahora, empero, el abate Melani debe pedirte un último sacrificio. ¿Vas a seguir obedeciéndome?
El eco de un grito me ahorró la respuesta: pude reconocer fácilmente la voz de Cristofano.
Dejé al abate y me fui corriendo al cuarto de Bedford.
—¡Triunfo! ¡Maravilla! ¡Victoria! —repetía el médico jadeante, la cara roja por la emoción, la mano en el corazón, la espalda contra la pared para no caerse.
Eduardus Bedford, el joven inglés, estaba sentado en el borde de su cama y tosía estentóreamente.
—¿Puedo beber un vaso de agua? —inquirió con voz ronca, como si se hubiese despertado de un largo sueño.
Al cabo de un cuarto de hora, toda la posada se agolpaba alrededor del boquiabierto Devizé ante la puerta de Bedford. Jubilosos y sin aliento por la alegre sorpresa, los huéspedes del Donzello habían confluido, cual bullente arroyo, en el pasillo de la primera planta, y ahora todo eran exclamaciones de estupor y preguntas para las que ni siquiera esperaban respuesta. Aún no se atrevían a acercarse a Cristofano ni al inglés redivivo: el médico, en efecto, que ya había recuperado el dominio de sí, estaba examinando meticulosamente al paciente. El dictamen no tardó en llegar:
—Se encuentra bien, muy bien, caray. Diría que nunca ha estado mejor —sentenció Cristofano, abandonándose luego a una carcajada liberadora que contagió a los demás.
Bedford, al revés que mi amo, don Pellegrino, había recuperado perfectamente la conciencia. Preguntó qué le había pasado, por qué se hallaba completamente vendado de aquella guisa tan extraña y el motivo de que le doliesen tanto todos los miembros: las sajaduras de las bubas y las incisiones para las sangrías habían causado estragos en su joven cuerpo.
No se acordaba de nada. Cuando los huéspedes, con Brenozzi a la cabeza, le formulaban preguntas, él no hacía más que poner los ojos como platos y mover cansinamente la cabeza.
Mas no todos los huéspedes, según pude observar, tenían el mismo humor. Frente al contento del padre Robleda, de Brenozzi, de Stilone Priàso y de mi Cloridia (que me regaló una linda sonrisa), estaba el silencio conmovido de Devizé y la cérea palidez de Dulcibeni. Vi que Atto Melani preguntaba algo en voz baja a Cristofano. Luego se alejó y subió las escaleras.
Sólo entonces, en medio de toda la algazara, Bedford comprendió que había tenido la peste y que había sido dado por muerto durante varios días. Se le demudó el rostro.
—¡Entonces, la visión…! —exclamó.
—¿Qué visión? —le preguntaron casi a coro.
—Veréis…, creo que he estado en el Infierno.
Contó entonces que lo único que recordaba de su mal era una repentina sensación como de caída hacia las profundidades y el fuego. Y que, después de largo tiempo, había aparecido ante el mismísimo Lucifer. El demonio, con la piel verde y bigotes y mosca en el mentón (como los de Cristofano, acotó), le había clavado en el cuello una de sus enormes garras, de las que manaban lenguas de fuego, e intentado arrancarle el alma. Al no conseguirlo, Lucifer lo había atravesado varias veces con su horcón, casi hasta desangrarlo. Luego la inmunda Bestia había cogido su pobre cuerpo ya deshecho para arrojarlo a la pez hirviente. Bedford juraba que todo le había parecido horrendamente real y que jamás habría creído que se podía sufrir tanto. En aquella pez el joven había permanecido mucho tiempo, retorciéndose de dolor, y había pedido perdón a Dios por todos sus pecados y su poca fe, y rogado al Altísimo que lo librase de aquel Hades infernal. Luego todo había quedado sumido en la oscuridad.
Habíamos escuchado en religioso silencio; ahora, sin embargo, las voces de los huéspedes pugnaban por proclamar con más fuerza el milagro. El padre Robleda, que durante el relato no había cesado de persignarse, se apartó del grupo para dirigirse a Bedford y, conmocionado, lo bendijo con la señal de la cruz. Tras lo cual algunos se arrodillaron y también se santiguaron.
Sólo el médico tenía el rostro ceñudo. Sabía perfectamente, al igual que yo, que el origen de la visión de Bedford no era sino el recuerdo de las cruentas terapias a las que lo había sometido Cristofano mientras yacía víctima de la peste. La diabólica garra que quería arrancarle el alma eran los chipirones imperiales, con los que Cristofano le había provocado los vómitos; asimismo, en el terrorífico horcón nos fue fácil reconocer los instrumentos con los que el médico le había hecho las sangrías; y, en la pez hirviente, el humeante calderón en el que lo habíamos introducido para el baño de vapor.
Bedford tenía hambre, aunque también, dijo, un gran ardor de estómago. Cristofano me mandó entonces que le calentase un poco de sopa de pichón que había sobrado de la comida. Eso lo tonificaría y le pacificaría las vísceras. Pero, justo en ese momento, el inglés se quedó dormido.
Decidimos, pues, dejarlo descansar, y todos bajamos a los salones de la planta baja. Curiosamente, ninguno de los huéspedes se disculpaba por haber salido de su cuarto sin permiso del médico, ni Cristofano reparó en que tendría que haberles llamado la atención y obligado a recogerse. Era como si la peste hubiese desaparecido: la reclusión había concluido por un acuerdo tácito, y nadie la mencionó siquiera.
Los huéspedes del Donzello dieron muestras de estar también muy hambrientos. Tuve, pues, que bajar a la bodega, decidido a guisar algo bien sabroso y con mucha sustancia para celebrar. Así, mientras con la cabeza inclinada y los pies metidos en las cajas de nieve escogía cabezas y patas de cabritos, pollastras, mollejas de cordero, y carnero para preparar una caldereta, un montón de pensamientos bullían en mi mente. ¿Cómo explicar la curación de Bedford? Devizé, por consejo del padre Robleda, había tocado para él, de modo que podía ser cierta la teoría del jesuíta sobre el magnetismo de la música. Por otra parte, todo indicaba que el inglés se había despertado sólo después de oír Les baricades mistérieuses… Pero ¿aquel rondó no era una simple clave del secretum vitae? Eso, al menos, pensaba el abate Melani. Y ahora, en cambio, resultaba que esa melodía era capaz de curar… No, no conseguía poner el menor orden en todo aquello. Tenía que hablar con Atto cuanto antes.
Cuando subía oí la voz de Cristofano. En el salón vi que el abate se había unido al grupo.
—¿Qué decir? —se preguntaba el médico dirigiéndose a la pequeña asamblea—. No sé si se ha curado por el magnetismo de la música, como dice el padre Robleda, o por mis tratamientos. Pero la verdad es que se ignora la causa de que la peste desaparezca tan de repente. Lo más admirable es que Bedford no había dado el menor signo de mejoría. Es más: estaba agonizando. Y muy pronto habría tenido que comunicaros que ya no le quedaban esperanzas.
Robleda asintió enfáticamente con la cabeza hacia los demás, como dando a entender que ya estaba al corriente del dramatismo de esos momentos.
—Sólo os puedo decir —prosiguió Cristofano— que no es el primer caso. Hay quien explica tales curaciones misteriosas con la convicción de que la peste no se queda en los enseres, ni en las casas ni en otras cosas materiales, sino que puede desaparecer como por ensalmo de la noche a la mañana. Recuerdo que, hallándome aquí en Roma durante la peste de mil seiscientos cincuenta y seis, al no dar con ningún remedio, se decidió convocar un gran ayuno y muchas procesiones a las que había que ir descalzo. La gente, en sayo, los ojos arrasados en lágrimas, afligida y triste, pedía allí perdón por sus pecados. Dios mandó entonces al arcángel Miguel, que fue visto por todo el pueblo romano el ocho de mayo sobre el Castillo, empuñando la espada ensangrentada: a partir de aquel día la peste cesó de golpe y ya no hubo más contagios, tampoco a través de la ropa o los lechos, que por norma son un peligroso vehículo de infección. Y eso no es todo. También los historiadores de la antigüedad narran esas rarezas. Así, refieren que en el año quinientos sesenta y siete hubo una peste alpestre harto cruel en todo el mundo, de la que no se salvó sino la cuarta parte de la humanidad. Pero la enfermedad terminó de improviso, y ya no hubo más vehículos de contagio. Por otra parte, en mil trescientos cuarenta y ocho se desató en el mundo la peste negra durante tres años seguidos, y massime en Milán, donde murieron sesenta mil almas, y en Venecia, donde asimismo causó enormes estragos.
—En la peste de mil cuatrocientos sesenta y ocho —intervino Brenozzi abundando en el mismo argumento— murieron en Venecia más de treinta y seis mil personas, en Brescia más de veinte mil, y muchas ciudades se quedaron deshabitadas. Pero también esas dos pestes acabaron súbitamente, así como los contagios. Lo mismo ocurrió con las epidemias siguientes: en mil cuatrocientos ochenta y cinco, la peste acometió otra vez y de forma horrenda a Venecia, matando a muchos nobles y hasta al dux Giovanni Mocenigo; en mil quinientos veintisiete atacó una vez más a todo el mundo, y, por último, en mil quinientos cincuenta y seis volvió a Venecia y a todos sus dominios, aunque por el buen gobierno de los senadores provocó poco daño. Todas esas epidemias, sin embargo, a partir de un momento dado remitieron espontáneamente, sin dejar focos. ¿Cómo, cómo explicarlo? —concluyó con énfasis y la cara inflamada.
—Pues bien, hasta ahora yo había preferido callar para no ser portador de malas nuevas —añadió Stilone Priàso con tono grave—, pero, según los astrólogos, a causa de la influencia maligna de la estrella de Canícula en las dos últimas semanas de agosto y en las tres primeras de septiembre, todos los aquejados de peste mueren al cabo de dos o tres días, o incluso antes de pasadas veinticuatro horas. En Londres, en efecto, en la peste de mil seiscientos sesenta y cinco, aquélla fue la peor fase, tanto que se cuenta que en una sola noche, entre la una y las tres de la madrugada, murieron más de tres mil personas. A nosotros, empero, no nos ha ocurrido nada semejante durante ese lapso de tiempo.
Un escalofrío de miedo y alivio recorrió al pequeño grupo mientras Robleda se levantaba para ir a curiosear a la cocina. No bien las cabezas, la caldereta y las pollastras empezaron a emanar los primeros dulces efluvios, hice una sopa de espárragos y agraz con el fin de poner a punto el estómago de los huéspedes.
—Me acuerdo de lo ocurrido en Roma el año mil seiscientos cincuenta y seis —continuó Cristofano—, en plena pestilencia. Yo era entonces un joven médico, y uno de mis colegas, que había venido a visitarme, me dijo que la furia del morbo estaba a punto de aplacarse. Sin embargo, precisamente en esa semana los partes registraron más muertos que en todo el año. Tras comentárselo a mi colega de arte, le pregunté de dónde había sacado sus optimistas previsiones. La respuesta que me dio fue de lo más sorprendente: «A juzgar por el número de personas que hay enfermas en este momento, y si el morbo siguiese siendo tan mortal como hace dos semanas, tendríamos que tener el triple de muertos. Porque entonces mataba en dos o tres días, mientras que ahora da entre ocho y diez días de tiempo. Además, hace quince días, por cada cinco casos había una curación, y ahora hay un mínimo de tres curaciones por cada cinco. Podéis estar seguro de que el parte de la próxima semana disminuirá bastante, y que las curaciones seguirán aumentando. El morbo ha perdido su carácter maligno, y aunque la multitud de efectos es enorme, aunque la infección se extienda, el número de muertos será cada vez menor».
—¿Se cumplió la predicción de vuestro amigo? —preguntó Devizé visiblemente turbado.
—Por completo. El parte que se emitió dos semanas después registraba casi la mitad de víctimas. Ciertamente, el número de muertos era aún elevado, pero mucho mayor era el número de personas que se curaban.
Que su colega de arte no se había equivocado, explicó Cristofano, se hizo más evidente en las semanas siguientes: al cabo de un mes, el número de muertos había disminuido, si bien seguía habiendo decenas de miles de enfermos.
—El morbo había perdido su carácter maligno —repitió el médico—, y no gradualmente, sino cuando más arreciaba, cuando más desesperados estábamos. Tal y como nos ha ocurrido ahora a nosotros con el joven inglés.
—Sólo la mano de Dios puede interrumpir el curso del morbo con semejante rapidez —dijo conmovido el jesuíta.
Cristofano asintió con gravedad y replicó:
—La medicina era impotente frente al contagio; la enfermedad dejaba muertos en todos los rincones. Y si esa situación hubiese durado dos o tres semanas más, en Roma no habría quedado un alma.
Una vez perdida su mortífera fuerza, prosiguió el médico, el morbo ya sólo mataba a una parte mínima de las personas infectadas. Los propios médicos no salían de su asombro. Veían que los pacientes mejoraban: sudaban copiosamente y las bubas maduraban, ya no tenían las pústulas inflamadas ni fiebre alta, ni tampoco les dolía la cabeza. Hasta los médicos con menos fe tuvieron que admitir que el repentino ocaso de la pestilencia era de origen sobrenatural.
—Las calles se llenaron de personas recién curadas que iban con el cuello y la cabeza vendados, o renqueantes por las cicatrices de las bubas en las ingles. Y todo el mundo se mostraba exultante por haberse librado de aquel peligro.
En ese instante, el padre Robleda, puesto en pie, sacó un crucifijo de su sotana negra, lo elevó en medio del grupo y exclamó solemnemente:
—¡Qué maravilla has hecho, oh, Señor! ¡Hasta ayer estábamos enterrados vivos, y Tú nos has resucitado!
Nos postramos con fervorosa gratitud y, guiados por el jesuíta, entonamos una loa al Altísimo. Después serví el almuerzo, que todos los huéspedes comieron con apetito.
Yo, en cambio, no podía dejar de pensar en las palabras de Cristofano: la peste se caracterizaba por un oscuro ciclo natural, en virtud del cual se agudizaba primero y luego menguaba de improviso, haciéndose menos mortífera, hasta desaparecer del todo. Se extinguía misteriosamente, tal y como había llegado. «Morbus crescitsicut mortales, senescit ex abrupto…», el morbo crece como los mortales y envejece de pronto. ¿No eran acaso las mismas palabras que el abate Melani había leído en la delirante carta del padre Kircher descubierta en los calzones de Dulcibeni?
Terminé rápidamente de comer en la mesa de la cocina y fui a buscar a Atto al comedor. Nos entendimos con una mirada: iría a su cuarto lo antes posible.
Subí entonces a llevarle la comida a Pellegrino, quien, de no ser por su persistente enervamiento mental, podía parecer del todo restablecido. Poco después llegó el médico para decirme que él mismo se encargaría de llevar la sopa al joven inglés.
—Don Cristofano, ¿por qué Devizé no toca también en este cuarto, para que mi amo vuelva a tener la viveza de antes? —aproveché la ocasión para preguntar.
—No creo que eso sirva de nada, chico. Lamentablemente, las cosas no han salido como pensaba: Pellegrino no va a recuperar sus facultades tan rápido. En estos días he estudiado su mejoría: estoy seguro de que lo suyo no han sido petequias ni peste, como tú mismo habrás pensado.
—¿Qué tiene, entonces? —susurré, mortificado por la mirada atontada y fija del posadero.
—Sangre en la cabeza como consecuencia de la caída de las escaleras. Un coágulo de sangre que se irá reabsorbiendo muy lentamente. Tengo para mí que antes de que eso ocurra ya habremos salido todos sanos y salvos de aquí. Pero no temas: tu amo tiene una mujer, ¿no?
Tras esas palabras, el médico se marchó. Y entonces, mientras daba de comer a Pellegrino, me apené pensando en lo triste que sería su vida cuando su severa esposa lo encontrase en aquel estado.
—¿Te acuerdas de lo que leímos? —inquirió Atto en cuanto entré en su habitación—. Según Kircher, el morbo pestilencial nace, crece, envejece y muere como los hombres. Cuando le queda poco para morir, alcanza el punto álgido, para luego apagarse.
—Eso es exactamente lo que ha dicho antes Cristofano.
—Sí. ¿Y sabes lo que significa?
—¿Que Bedford se ha curado solo, y no gracias al rondó? —dije.
—Me defraudas, chico. ¿Es que no lo entiendes? En esta posada la peste estaba sólo en sus principios: tendría que haber provocado una masacre antes de comenzar a perder su carga mortal. Pero no ha ocurrido eso. Nadie más ha enfermado. ¿Sabes lo que creo? Que cuando Devizé empezó a tocar con más frecuencia el rondó desde que tuvo que recluirse en su cuarto, las notas se difundieron por la posada y nos preservaron de la peste.
—¿Realmente creéis que merced a esa música no ha habido más apestados? —pregunté perplejo.
—Sé que es sorprendente. Pero reflexiona: desde que el mundo es mundo, el simple aislamiento en un cuarto no ha hecho nada contra la extensión de la peste. En cuanto a los remedios preservativos de Cristofano…, bueno, prefiero pasarlos por alto —rió el abate—. Además, los hechos hablan por sí solos: el médico ha estado todos los días en contacto con el pobre Bedford y enseguida ha visitado a todos los demás. Sin embargo, ni él ni ninguno de nosotros ha caído enfermo. ¿Cómo explicas eso? —Pues sí, me dije: si yo era inmune al contagio, no se podía decir lo mismo de Cristofano—. Y hay más —continuó Atto—. Cuando Bedford, que ya iba a entregar el alma a Dios, queda bajo el influjo directo de las notas del rondó, hete aquí que se despierta y el morbo desaparece literalmente.
—Es como si… el padre Kircher hubiese descubierto un secreto que acelera en los apestados el ciclo natural del morbo, provocando su inocua extinción. Pero ¡es, además, un secreto capaz de proteger a los sanos del contagio!
—Muy bien, has llegado al quid. El secretum vitae oculto en el rondó actúa precisamente de ese modo.
Bedford, concluyó Atto mientras se acomodaba en el lecho, había prácticamente resucitado después de que Devizé tocara para él. La idea la había tenido el padre Robleda, persuadido de la virtud curativa del magnetismo de la música. Al principio, sin embargo, el músico había estado largo rato tocando sin que ocurriese nada.
—Te percatarías de que, tras la recuperación de Bedford, estuve hablando con el médico: pues bien, por él he sabido que el inglés empezó a dar señales de vida sólo después de que Devizé hubiese repetido el motivo infinidad de veces. Por eso me pregunto: ¿qué hay detrás de esas benditas Baricades mistérieuses?
—Yo también me lo pregunto, don Atto: esa melodía debe de tener misteriosos poderes…
—En efecto. Es como si Kircher hubiese incorporado a la melodía un secreto taumatúrgico con el fin de que irradie sus poderosos y benéficos dardos al mero sonido del rondó. ¿Ahora lo entiendes?
Asentí, aunque con escasa convicción.
—Pero ¿no podemos averiguar más? —inquirí—. ¿Por qué no tratamos de descifrar el rondó? Vos sabéis de música; yo puedo sustraer las notaciones de Devizé para someterlas a pruebas. A lo mejor incluso conseguimos que Devizé nos diga algo…
El abate me detuvo con un gesto.
—No creas que él sabe más que nosotros —replicó sonriendo paternalmente—. Además, ya no valdría de nada. El poder de la música: ése es el verdadero secreto. Los días y las noches pasados no hemos hecho sino razonar: queríamos entenderlo todo y a toda costa. Con la mayor presunción, nos empeñamos en hallar la cuadratura del círculo. Y yo el primero, pues como dice el poeta:
Como afanoso geómetra procura,
sin hallar el principio que lo mueva,
del círculo encontrar la cuadratura;
así me hallaba ante visión tan nueva.
—¿Palabras del seigneur Luigi, vuestro maestro?
—No, son de un divino coterráneo mío, un poeta que vivió hace ya varios siglos y que hoy, lamentablemente, no está de moda. Lo que quiero decirte es que nos hemos devanado los sesos, pero no hemos usado el corazón.
—Entonces ¿lo hemos tergiversado todo, don Atto?
—No. Todo lo que hemos descubierto, intuido y deducido es exacto. Pero incompleto.
—Sed más explícito, por favor.
—Sin duda, ese rondó contiene una fórmula cifrada de Kircher contra la peste. Ahora bien, eso no es todo lo que Kircher quería transmitir. El secretum vitae, el secreto de la vida, es algo más. Es lo que no se puede deducir: no lo encontrarás ni en las palabras ni en los números, sino en la música. Tal es el mensaje de Kircher.
Atto, con la cabeza apoyada en la pared, miraba ensoñador por encima de la mía.
Yo, por mi parte, estaba decepcionado, pues la explicación del abate no satisfacía mi curiosidad.
—Pero ¿no hay forma de descifrar la melodía de las Baricades mistérieuses? Así podríamos leer la receta secreta que salva de la peste —insistí.
—Olvídalo. Podríamos estudiar durante siglos esas hojas sin entender una sola sílaba. Lo único que nos queda es lo que hemos visto y oído hoy: ese rondó, con sólo escucharlo, salva de la peste. Con eso tenemos bastante. Lo que nunca podremos entender es cómo lo consigue: «Ya mi alta fantasía fue impotente» —declamó el abate volviendo a citar a su paisano, y concluyó—: El alocado Kircher era un gran hombre de ciencia y de fe, y con su rondó nos ha dado una gran lección de humildad. No lo olvides nunca, hijo mío.
Extenuado por el torbellino de revelaciones y sorpresas, me había tumbado en mi jergón para conciliar el sueño. Tenía el ánimo alterado y mil ideas bullían en mi cabeza. Sólo al final de mi conversación con Atto había entendido la doble e inextricable magia de aquel rondó: no era casual que Les baricades mistérieuses se llamasen así. Y descifrarlas no tenía ningún sentido. El abate Melani, al igual que Kircher, me había ofrecido una noble enseñanza: la profesión de humildad de un hombre que, desde luego, no carecía de orgullo ni desconfianza. Medité largo rato sobre el misterio de las Baricades mientras intentaba en vano tararear la conmovedora melodía.
Por otra parte, me había emocionado el tono paternal con el que Atto me había llamado «hijo mío». Con ese recuerdo me quedé, hasta que en el umbral del sueño caí en la cuenta de que el abate, pese a todas sus buenas palabras y promesas, aún no me había explicado por qué en la víspera había pronunciado las palabras «baricades mistérieuses» mientras dormía.
No sé cuántas horas estuve descansando en mi cuartito. Cuando me desperté, en el Donzello reinaba un soberano silencio. Era como si la posada, una vez terminado el bullicio, se hubiese sumido también en el letargo. Agucé el oído, pero no oí a Devizé tocar ni a Brenozzi deambular importunando a los otros huéspedes. Y Cristofano no había pasado a buscarme.
Aunque todavía era pronto para preparar la cena, de todos modos decidí bajar a la cocina: quería celebrar como en el almuerzo, o aun más dignamente, la buena noticia de la curación de Bedford y el hecho de que el Donzello hubiese recobrado la esperanza de la libertad. Para ello iba a cocinar unos ricos y pequeños malvises, o tordos, frescos. Me encontré con Cristofano en las escaleras y le pregunté por el inglés.
—Está muy, muy bien —respondió complacido—. Sólo está un poco dolorido, ejem, por los cortes de las nacencias —añadió con cierto empacho.
—Pensaba preparar malvises para cenar. ¿Creéis que le sentarán bien a Bedford?
El médico chasqueó la lengua y contestó:
—Estupendamente. La carne de los tordos tiene un sabor excelente, es sustanciosa y nutritiva, de fácil digestión y buena también para los convalecientes y para todos aquellos cuya constitución se haya debilitado. Ahora, además, están en su mejor momento. En invierno, en cambio, llegan de las montañas de Espoleto y Terni, y, como se alimentan de arrayán y enebro, tienen mucha grasa. Eso sí, cuando comen bayas de arrayán son muy buenos para la disentería. Pero si de veras quieres guisarlos —dijo con un tono de famélica impaciencia—, más vale que te des prisa: la preparación lleva su tiempo.
Una vez en la planta principal comprobé que los otros huéspedes ya habían bajado y se entretenían jugando a las cartas, charlando o paseando libremente. Nadie parecía tener ganas de retirarse a su cuarto, donde todos habían temido morir apestados.
Mi Cloridia vino a mi encuentro con aire festivo:
—¡Estamos de nuevo vivos! —exclamó feliz—. Sólo falta Pompeo Dulcibeni, me parece. —Y me miró interrogativamente.
Enseguida fruncí el entrecejo: Cloridia mostraba de nuevo interés por el anciano caballero marquesano.
—La verdad es que también falta el abate Melani —respondí con sequedad, dándole expresivamente la espalda y encaminándome hacia la bodega para aprovisionarme de todo lo que necesitaba.
La cena salió tan bien como la de las ubres de vaca, y mereció —perdóneseme la inmodestia— gran y general aplauso. Tal y como había visto hacer a mi amo, preparé los malvises con fantasía y absoluta honestidad: empanados y sofritos con tocino picado y lonchas de jamón, luego cubiertos con ramilletes de brécol cocidos con un buen caldo y sazonados con limón; rellenos de higadillos troceados, granos de agraz, hierbas, jamón, especias y tocino picado; al horno, en un gran fuego, mechados con salchichas, gajos de limón y granada; hervidos con sal, cubiertos con pequeños hinojos y cogollos de lechuga rebozados con huevo, que luego servía atados o envueltos en hojas, con salsa de mostachón.
Mientras aquéllos estaban al fuego, hice otros asados: en su jugo, o trufados con lonchas de tocino y hojas de laurel, untados con un buen aceite y espolvoreados con pan rallado. Tampoco renuncié a cocinar los malvises como mejor sabía hacerlos Pellegrino: emborrazados, con trozos de tocino o jamón por debajo y con salsa real y clavos de olor por encima, y después atados o envueltos en una hoja de calabaza. Por último, saqué algún tordo más grande de la cacerola, a medio hervir, lo partí en dos y luego lo salteé. Todo lo acompañé con verduras fritas, aliñadas simplemente con azúcar y zumo de limón, sin canela.
Cuando estaba terminando de guisar, los huéspedes me rodearon jubilosos, y sin demora procedieron a servirse ellos mismos los distintos platos. Cloridia me sorprendió alcanzándome mi porción: era un generoso plato deliciosamente adornado con perejil y una rodaja de limón. Me ruboricé, pero ella no me dio tiempo a decir nada, y con una sonrisa se sentó a la mesa con los demás.
Entre tanto, el abate Melani también había bajado. En cambio, el que no aparecía era Dulcibeni. Subí a llamar a su puerta para preguntarle si tenía apetito. Aunque hubiese intentado sonsacarle algo de sus futuras intenciones, no habría conseguido nada. Desde el otro lado de la puerta me dijo que no tenía ni pizca de hambre ni ganas de hablar con nadie. No insistí, para que no sospechase de mí. Mientras me alejaba de su cuarto, oí un ruido ya familiar, una especie de raudo y fulminante susurro.
Dulcibeni, de nuevo, estaba echando mano de su tabaquera.