Sexta Noche
ENTRE EL 16 Y EL 17 DE SEPTIEMBRE DE 1683
Como siempre, esperamos el momento en que todos los huéspedes, Cristofano incluido, se hubiesen retirado a sus aposentos para bajar por el pozo que conducía a los meandros que había bajo la posada.
Recorrimos sin imprevistos el trayecto hasta el punto de encuentro con Ugonio y Ciacconio, en los subterráneos de la piazza Navona. Empero, cuando nos vimos con los saqueadores de tumbas, Atto Melani tuvo que escuchar varias reclamaciones y sostener una animada discusión.
Debido a las aventuras en que los habíamos hecho participar, Ugonio y Ciacconio se quejaban de no haber podido dedicarse libremente a su actividad. Según ellos, además, yo había dañado algunos de los preciosos huesos que ellos cuidadosamente habían apilado cuando se me cayeron encima el día de nuestro primer encuentro. La circunstancia resultaba escasamente creíble, mas Ciacconio había empezado a agitar con imprudencia, ante las narices del abate Melani, un enorme hueso con restos de carne pegada y de nauseabundo olor, que, en palabras del saqueador de tumbas, se había rajado como consecuencia del incidente. Con tal de no ver más aquel fetiche mugriento y apestoso, Atto prefirió ceder.
—Está bien, de acuerdo. Pero no quiero volver a saber nada de vuestros problemas. —Sacó entonces de su bolsillo un pequeño montón de monedas y se las tendió a Ciacconio. El saqueador agarró tan rápido el dinero con sus dedos ganchudos que casi dio un zarpazo al abate Melani—. No aguanto a estos dos —murmuró Atto para sí, frotándose la palma de la mano con gesto de molestia.
—Gfrrrlûlbh, gfrrrlûlbh, gfrrrlûlbh… —empezó a decir en voz baja Ciacconio, pasando de una mano a otra las monedas.
—Totaliza la valoración del pecunario —me dijo al oído Ugonio con una sonrisa repugnante y alusiva—. Es chicatero.
—Gfrrrlûlbh —comentó Ciacconio, por fin satisfecho, introduciendo el dinero en una bolsa inmunda y grasienta, donde tintineó sobre un montón de monedas que sonaba asaz consistente.
—Al fin y al cabo, los dos monstruos nos resultan indispensables —me dijo más tarde el abate Melani, mientras Ugonio y Ciacconio desaparecían en la oscuridad—. Esa cosa vomitiva que Ciacconio me ha puesto bajo la nariz era, en realidad, un desecho de carnicería, no una reliquia. Pero a veces más vale no tensar demasiado la cuerda y pagar. De lo contrario, nos granjearíamos su enemistad. Recuerda: en Roma hay que ganar siempre, pero sin apabullar. Esta santa ciudad reverencia a los poderosos, y al tiempo disfruta con su derrumbe.
Tras obtener la recompensa, los saqueadores de tumbas entregaron a Atto cuanto nos era menester: la copia de la llave que abría la cochera y la cocina de Tiracorda. En cuanto salimos de la trampilla a la pequeña cuadra del médico fue fácil entrar en la vivienda. La hora tardía hacía razonable suponer que sólo el anciano arquiatra estaría levantado, esperando a su invitado.
Atravesamos la cocina, la habitación del viejo lecho con dosel y el vestíbulo. Seguimos nuestro camino a oscuras, orientándonos sólo gracias a la memoria y a la débil luz de la luna. Subimos luego por la escalera de caracol, donde nos recibió la grata claridad de las grandes velas situadas más arriba, que la noche de la víspera Atto había tenido que apagar para asegurarnos la retirada. Pasamos el primer cuartito, el que estaba a mitad de la escalera y que tenía los hermosos objetos que habíamos admirado en la anterior inspección. Seguidamente llegamos al primer piso, que, como en la noche previa, parecía envuelto en la oscuridad. Esta vez, sin embargo, la puerta de entrada al piso estaba abierta. El silencio lo llenaba todo. El abate y yo cruzamos una mirada cómplice: nos disponíamos a trasponer aquel umbral casi fatídico, y me sentí espoleado por un valor tan insólito como fatuo. La noche anterior todo había salido bien, pensé, y ahora también podíamos conseguir nuestro propósito.
De pronto, un triple estruendo, proveniente del vestíbulo de la planta baja, nos puso los pelos de punta. Alguien había llamado al portal. Casi de inmediato nos refugiamos en los escalones que subían del primer piso al segundo, junto al cuartito de la biblioteca.
Oímos un murmullo encima de nosotros, y luego, abajo, un rumor de pasos lejanos. Nos hallábamos, de nuevo, entre dos fuegos. Atto se disponía a soplar otra vez el candelabro (lo que, esta vez, habría podido despertar las sospechas del dueño de la casa) cuando llegó hasta nosotros, nítida, la voz de Tiracorda.
—Voy yo, Paradisa, voy yo.
Oímos que bajaba las escaleras, que recorría el vestíbulo, que abría el portal y que pronunciaba una exclamación de agradable sorpresa. El visitante entró sin decir palabra.
—Al entrar enmudecióse; ríe con la muerte densa —dijo un jovial Tiracorda cerrando el portal.
—Excusadme, Giovanni, pero esta noche no estoy de humor. Creo que alguien me ha seguido y he preferido venir por otro pasadizo.
—Pasad, pasad, querido, queridísimo amigo.
Atto y yo, pegados como dos caracoles a la pared de la escalera, contuvimos la respiración. El breve diálogo nos había bastado para reconocer, fuera de toda duda, la voz de Pompeo Dulcibeni.
Tiracorda acompañó a su invitado al primer piso. Oímos que los dos se alejaban y que luego una puerta se entornaba. No bien nos hallamos de nuevo solos, bajamos de nuestro escondite y nos asomamos al gran salón de entrada de la primera planta. Tenía mil dudas y cosas que comentar con el abate Melani, pero el silencio era nuestra única esperanza de salvación.
Entramos en una amplia estancia donde, en la penumbra, logré vislumbrar dos camas con dosel y algún mueble más. Atenuada por la distancia, nos llegaba la conversación que sostenían Tiracorda y Dulcibeni. Milagrosamente evité tropezar con un arcón. Sin embargo, cuando mis ojos se hubieron acostumbrado a la oscuridad, de repente vi con horror que dos rostros gélidos y ceñudos nos acechaban silenciosamente en las tinieblas.
Paralizado por el miedo, tardé unos segundos en entender que no eran sino dos bustos, uno de cobre y otro de piedra, apoyados a mi altura en dos pedestales. A su lado se distinguían un Hércules de yeso y un gladiador.
Doblamos entonces a la izquierda y pasamos a una antecámara, en cuyas paredes había una larga fila de sillas, y de ahí a una segunda, más amplia, inmersa en la oscuridad. De una sala contigua llegaban las voces de Tiracorda y su conciudadano. Con suma prudencia, nos aproximamos a la rendija que había entre la puerta, que estaba sólo entornada, y el quicio. Bañados por el fino rayo de luz que salía de ella asistimos a una extraña conversación.
—Al entrar enmudecióse; ríe con la muerte densa —dijo Tiracorda, repitiendo la frase que había dicho al recibir a su invitado en el portal.
—Muerte densa, muerte densa… —repitió Dulcibeni.
—Es así: reflexionad con calma. ¿Acaso no habéis venido por eso?
El médico se levantó y se fue rápidamente hacia la izquierda, desapareciendo de nuestra vista. Dulcibeni permaneció sentado, dándonos la espalda.
Alumbraban la sala dos grandes velas doradas, colocadas en la mesa a la que los dos se habían sentado. La suntuosidad del mobiliario era tal que volvió a causarme sorpresa y admiración. Al lado de las velas destacaba una cesta plateada llena de frutas de cera; y otros dos grandes candelabros iluminaban también el espacio, el uno sobre una mesilla de granadino, el otro en un escritorio de ébano con marcos negros y pequeños escudos de cobre dorado. Las paredes estaban tapizadas con un espléndido raso carmesí; por todas partes había hermosos cuadros de variados motivos: paisajes, animales, flores y personajes. Vi además una Virgen con el niño, una Piedad, una Anunciación, un San Sebastián y el que podía ser un Ecce Homo.
Sin embargo, dominando la sala, en medio de la pared más larga y justo delante de nuestros ojos, colgaba un imponente retrato de Nuestro Señor Inocencio XI, con un enorme marco dorado y ornado de arabescos, hojas y pequeños festones de cristal labrado. Debajo, en un pedestal, vi un relicario octogonal de cobre plateado y dorado, que supuse repleto de sagradas reliquias. A la izquierda había una cama y una sillita forrada de brocatel rojo. Este último detalle me pareció revelador: con toda probabilidad nos hallábamos en el gabinete de Tiracorda, donde recibía a sus pacientes.
Oímos que el médico volvía al centro de la sala, tras abrir y cerrar de nuevo la puerta.
—Qué tonto, las he puesto en el otro sitio.
Fue hacia la derecha, por la pared en la que colgaba, inmenso y amenazador, el retrato de Su Santidad. Para nuestro asombro, en la pared situada frente a nosotros apareció otra puerta: eran dos batientes invisibles, cubiertos por la misma tela carmesí de las paredes. La puerta secreta ocultaba un tabuco donde estaban guardados los instrumentos propios del médico. Pude distinguir pinzas, fórceps y bisturíes, tarros para hierbas oficinales y algunos libros y montones de papeles, donde probablemente constaban los resultados de las consultas médicas.
—¿Siguen ahí? —preguntó Dulcibeni.
—Están aquí, están aquí y en perfecto estado —respondió Tiracorda trajinando en el tabuco—. Pero ahora estoy buscando un par de cosillas graciosas que había anotado para los dos. Ah, aquí están. —Salió del tabuco agitando triunfal un trozo de papel algo ajado, cerró la puerta y se sentó para disponerse a leer—. Escuchad: si un padre tiene siete hijas…
En ese preciso instante me quedé estupefacto al ver cómo Atto Melani se llevaba raudo las manos a la boca. Cerró los ojos, se apoyó en los talones y se hinchó. Luego se dobló desesperadamente sobre el vientre, con la cara entre el brazo y la axila, y la boca tapada con ambas manos. Sentí pavor: no sabía si tenía un ataque de dolor, hilaridad o ira.
Pero, a continuación, los ojos angustiados e impotentes con los que me miró me permitieron comprender que Atto estaba a punto de estornudar.
Ya he tenido ocasión de recordar que en aquellos días el abate Melani sufría de breves pero incontenibles estornudos. Afortunadamente, y hasta donde alcanza mi memoria, ésa fue una de las raras ocasiones en las que Atto consiguió contener el fragoroso desahogo. Durante un instante temí que perdiese el equilibrio y se desplomase sobre la puerta entreabierta. Pero milagrosamente encontró apoyó en la pared y el peligro quedó conjurado.
Por ello, sin embargo, aunque sólo durante pocos segundos, dejamos de oír a Tiracorda y Dulcibeni. El primer fragmento de conversación que pude captar, no bien comprobé que Atto era nuevamente dueño de sí, fue tan incomprensible como los anteriores.
—¿Catorce? —preguntaba Dulcibeni con voz aburrida.
—¡Ocho! ¿Y sabéis por qué? Un hermano lo es de todas. ¡Ja, ja, ja, ja! ¡Ja, ja, jaaaaa!
Tiracorda se había abandonado a una risita asmática e incontenible, a la que, sin embargo, su invitado no se había unido. En cuanto el médico se calmó, Dulcibeni intentó cambiar de tema.
—¿Cómo lo habéis encontrado hoy?
—Bueno, más o menos. Si no deja de atormentarse, no habrá ninguna mejoría, y él lo sabe. Quizá haya que prescindir de las sangrías y proceder de otra manera —dijo Tiracorda aspirando por la nariz y enjugándose con un pañuelo las lágrimas fruto de la risotada.
—¿En serio? Yo creía…
—Yo también pensaba seguir con los medios habituales —contestó el médico señalando la puerta secreta que tenía detrás—, pero ahora ya no estoy tan seguro…
—Permitidme que os diga, Giovanni —lo interrumpió Dulcibeni—, si bien yo no pertenezco a vuestro arte: a cada remedio hay que darle un tiempo.
—Lo sé, lo sé, ya veremos cómo progresa… —replicó el otro con tono ausente—. Por desgracia, monseñor Santucci está muy enfermo y no puede atender al paciente como en los buenos tiempos. Me han pedido que lo sustituya, pero yo estoy demasiado viejo. Alguien, por suerte, podrá ocupar algún día nuestro puesto. Como el joven Lancisi, al que he ayudado y seguiré ayudando con todos los medios a mi alcance.
—Tengo entendido que también es marquesano.
—No, nació aquí, en Roma. Pero digamos que lo he adoptado: primero fue alumno de nuestro colegio marquesano, y luego lo nombré mi ayudante en el Hospital Mayor de Santo Spirito in Sassia.
—En resumen, ¿vais a cambiar de tratamiento?
—Ya veremos, ya veremos. Para lograr una mejoría puede que baste un poco de aire de campo. A propósito —dijo volviendo a leer el papel medio ajado—. En una granja…
—Giovanni, escuchadme —volvió a interrumpirlo Dulcibeni acalorándose—. Sabéis perfectamente que me encantan nuestras reuniones, pero…
—¿Habéis vuelto a soñar con vuestra familia? —preguntó el otro con preocupación—. Mil veces os he dicho que no es culpa vuestra.
—No, no se trata de eso. Es que…
—Entiendo: estáis de nuevo inquieto por la cuarentena. Ya os lo he dicho: es una ton-te-ría. Si todo ha ocurrido según me lo habéis descrito, no hay peligro de contagio, y aún menos de que os recluyan en un lazareto. Vuestro, ¿cómo se llamaba?, sí, Cristogeno, tiene toda la razón.
—Cristofano, se llama Cristofano. Pero el problema es otro: creo que al venir aquí me han seguido por los túneles.
—¡Ah, bueno, de eso no os quepa duda, amigo mío! ¡Os habrá seguido una linda rata de río, ja, ja, ja! Precisamente ayer encontré una en el establo. Era de este tamaño —dijo Tiracorda extendiendo todo lo que podía sus brazos cortos y rechonchos. Dulcibeni calló, y aunque no podíamos ver su rostro, tuve la impresión de que estaba perdiendo la paciencia—. Lo sé, lo sé —dijo entonces Tiracorda—, seguís dándole vueltas a aquel asunto. Lo que no entiendo es por qué os atormentáis tanto, pasados tantos años. ¿Acaso es culpa vuestra? No. Y, sin embargo, vos lo creéis y os decís: ¡Ay, por qué no serví a otro señor, por qué no fui pintor, trinchante, poeta, herrero o caballerizo! Cualquier cosa menos mercader.
—Pues sí, a veces lo pienso —confirmó Dulcibeni.
—Pues ¿sabéis qué os digo? Si hubiese sido así, no habríais conocido siquiera a la madre de vuestra hija Maria.
—Es verdad. Con menos me habría bastado: sólo necesitaba que en mi camino no se cruzase Francesco Feroni.
—¡Otra vez con lo mismo! ¿Estáis tan seguro de que fue él?
—Él fue quien apoyó los sórdidos propósitos de aquel puerco, Huygens.
—Podríais al menos haber denunciado los hechos, pedir una investigación…
—¿Una investigación? Pero si ya os lo he explicado: ¿quién iba a molestarse en buscar a la hija bastarda de una esclava turca? No, no, en los casos difíciles no se puede pedir ayuda a los esbirros del alguacil, sino a los delincuentes, a los canallas.
—Y los canallas os dijeron que no había nada que hacer.
—Exactamente, nada que hacer: Feroni y Huygens se la habían llevado al norte, donde vivía aquel miserable. Fui en su búsqueda, pero no la encontré. ¿Veis este viejo jubón negro? Lo llevo desde entonces, lo compré en una tienda del puerto cuando las fuerzas ya me fiaqueaban y casi no tenía esperanzas. No pienso quitármelo nunca… He seguido buscándola, he pagado a informadores y espías de medio mundo. Al final, dos de los mejores me dijeron que no quedaban rastros de Maria: había sido vendida o, como me temo, estaba muerta.
Los dos guardaron silencio durante un instante. Atto y yo nos miramos, y vi en sus ojos una sorpresa pareja a la mía y preguntas idénticas a las que yo me hacía.
—Os lo he dicho, es una historia sin solución ni consuelo —continuó con tono abatido Dulcibeni—. ¿Un trago de lo de siempre? —inquirió luego sacando un frasquete y poniéndolo en la mesa.
—¡Qué pregunta! —dijo Tiracorda con el rostro radiante. Se levantó, abrió de nuevo la puerta secreta y entró en el tabuco. Tras estirarse con un gemido, se asomó a un anaquel cercano al techo, y con sus dedos regordetes cogió dos copitas de bonito cristal verdusco—. Es un milagro: Paradisa todavía no ha descubierto mi nuevo escondite —comentó mientras cerraba el tabuco—. Si encontrase mis copitas, pondría el grito en el cielo. Ya sabéis, con lo pesada que es con el vino, los pecados de gula, Satanás… Pero volvamos a vos: ¿qué fue de la madre de Maria?
—Ya os lo he dicho: fue vendida poco antes del rapto de la niña. Y de ella tampoco se volvió a saber nada.
—¿No pudisteis oponeros a su venta?
—Pertenecía a los Odescalchi, no a mí, lo mismo que mi hija, por desgracia.
—Ya, tendríais que haberos casado con ella…
—Claro. Pero, en mi posición…, con una esclava…, en fin —balbuceó Dulcibeni.
—Sí, pero de esa forma habríais podido obtener la patria potestad sobre vuestra hija.
—Es cierto, pero os hacéis cargo…
Un estruendo de cristales nos sobresaltó. Dulcibeni imprecó en voz baja.
—Lo siento, de veras que lo siento —dijo Tiracorda—. Confiemos en que Paradisa no haya oído nada. Madre mía, la que he liado…
Al mover una de las velas que alumbraban la mesa, el médico había rozado y tirado al suelo el frasquete, que se había hecho trizas.
—No tiene importancia, debe de quedarme todavía un poco en la posada —dijo conciliador Dulcibeni, y enseguida se puso a recoger los trozos de cristal más grandes.
—Cuidado, os vais a herir. Voy a por un paño —dijo Tiracorda—. ¡No seáis tan afanoso, como cuando servíais a los Odescalchi, ja, ja, ja!
Y, sin parar de reír, se encaminó hacia la puerta entornada, tras la cual estábamos escondidos.
Teníamos pocos segundos para reaccionar y ninguna opción. Cuando Tiracorda iba a salir, nos erguimos cuanto pudimos y nos arrimamos a la pared, cada uno a un lado de la puerta, rígidos por el miedo. El médico pasó en medio de nosotros como entre dos centinelas, atravesó toda la antecámara y cruzó la puerta de enfrente.
En ese momento acudió en nuestra ayuda el genio del abate Melani, o quizá su insana inclinación por celadas y emboscadas. A una señal suya corrimos hacia el lado opuesto, silenciosos y céleres como dos ratones. Nos pegamos de nuevo a la pared, a derecha e izquierda de la puerta, esta vez con la ventaja de poder ocultarnos tras los batientes abiertos.
—Aquí está —oímos decir a Tiracorda, que evidentemente había encontrado el paño.
El arquiatra entró en la antecámara y volvió a pasar entre Atto y yo. Si nos hubiésemos quedado en el lado opuesto, comprendí entonces, lo habríamos visto aparecer delante de nosotros y no habríamos tenido escapatoria.
Tiracorda pasó a la sala donde lo esperaba su invitado, entornando la puerta tras de sí. Aunque ya estaba a punto de desaparecer la última gota de luz, pude aún ver a Dulcibeni, sentado, justo cuando se volvía hacia la puerta. Entonces, con el entrecejo fruncido, empezó a escrutar receloso la oscuridad de la antecámara, donde, sin percatarse, se topó con mi rostro asustado.
Nos quedamos inmóviles unos minutos, durante los cuales no me atreví siquiera a secarme el sudor de la frente. Dulcibeni anunció que se sentía sumamente cansado y decidió despedirse para regresar al Donzello. Era como si, de buenas a primeras, el frustrado brindis hubiese quitado sentido a su visita. Oímos que los dos se ponían de pie. No se nos ocurrió nada mejor que echar a correr hacia el primer cuarto, el que daba a la escalera, y escondernos detrás de las estatuas de yeso. Tiracorda y Dulcibeni pasaron cerca de nosotros sin advertir nuestra presencia. Dulcibeni llevaba un candil, del que seguramente se valdría para volver a la posada, mientras el médico seguía disculpándose por haber roto el frasquete y estropeado la velada.
Llegaron a las escaleras y bajaron al vestíbulo. No los oímos, sin embargo, abrir la puerta de entrada: seguramente, me susurró Atto, Dulcibeni había ya emprendido la vuelta al Donzello por el camino subterráneo, el único posible debido a los guardias que vigilaban noche y día la posada.
Al poco rato, Tiracorda subió las escaleras hasta el segundo piso. Estábamos en la más completa oscuridad, y con la mayor cautela bajamos a la cocina, para enseguida salir al establo. Nos disponíamos a seguir a Dulcibeni.
—No hay peligro: como Stilone Priàso, no se nos escapará —susurró Atto.
Lamentablemente, las cosas no fueron así. En el tramo D avistamos bien pronto la luz del candil de Dulcibeni. El caballero marquesano, pesado y corpulento como era, avanzaba a paso lento. Sin embargo, en el cruce con el túnel C llegó la sorpresa: en vez de doblar a la derecha, hacia el Donzello, Dulcibeni tomó el camino de la izquierda.
—Pero… es imposible —me dijo con gestos el abate Melani.
Recorrimos un buen trecho, hasta que estuvimos a escasa distancia del curso de agua que cortaba el túnel. Más adelante reinaba la oscuridad: era como si Dulcibeni hubiese apagado la lámpara de aceite. Nos habíamos quedado sin punto de referencia y continuamos a ciegas.
Temiendo topar con nuestra presa, aminoramos el paso y aguzamos el oído. Sólo se oía el rumor del arroyo subterráneo y por tanto decidimos seguir avanzando.
El abate Melani tropezó y cayó, sin consecuencias, por suerte.
—¡Mal haya, dame el maldito candil! —imprecó.
Encendió él mismo la lámpara y nos quedamos desconcertados. A pocos pasos de nosotros se acababa el túnel, cortado transversal-mente por el curso de agua. Dulcibeni había desaparecido.
—¿Por dónde quieres empezar? —me preguntó irritado el abate Melani mientras, en el camino de vuelta, tratábamos de encontrar un orden lógico a los últimos sucesos. Expuse sucintamente todo lo que habíamos averiguado.
Pompeo Dulcibeni había ido varias veces a la casa de Giovanni Tiracorda, médico del Papa y paisano suyo de Fermo, para discutir sobre asuntos misteriosos cuya esencia no habíamos conseguido comprender. Tiracorda había aludido a hechos confusos de hermanos y hermanas, de granjas, y empleado expresiones incomprensibles como «muerte densa» y otras.
Además, Tiracorda tenía a su cuidado un paciente que parecía causarle cierta preocupación, pero en cuyo pronto restablecimiento confiaba.
En cuanto a Pompeo Dulcibeni, sabíamos ahora muchas cosas nuevas: tenía (o, según él, había tenido) una hija, llamada Maria. La madre era una esclava, cuyo rastro había perdido rápidamente: la mujer había sido vendida.
La hija de Pompeo Dulcibeni había sido raptada, según sus propias palabras, por un tal Huygens, brazo derecho de un tal Feroni (nombre que, en realidad, no me resultaba desconocido), quien parecía que había colaborado. Dulcibeni no se había podido oponer al rapto y juzgaba que la joven estaba muerta.
—Su hija perdida era con toda probabilidad —observé conmovido— la mujer a la que Dulcibeni creía dirigirse en su soliloquio. Pobrecillo.
Pero el abate ya no me escuchaba.
—Francesco Feroni —murmuró—. Lo conozco de nombre: se enriqueció con el tráfico de esclavos hacia las colonias españolas del Nuevo Mundo, y luego volvió a Florencia al servicio del gran duque Cosme.
—¿Un negrero?
—Sí. Al parecer no es un hombre de muchos escrúpulos: en Florencia se hablan pestes de él. Ahora que lo recuerdo, precisamente sobre él y ese tal Huygens circulaba una historieta de lo más ridícula —dijo Atto con una risita—. Feroni estaba empeñado en emparentarse con algún noble florentino, pero resultaba que su hija y heredera había perdido literalmente la salud por el amor de Huygens. El problema residía en que Huygens era el hombre de confianza de Feroni, cuyos negocios más importantes y delicados dirigía.
—¿Qué pasó? ¿Feroni lo despidió?
—Al revés: el viejo mercader no quería ni podía prescindir de él. Así, Huygens siguió en la empresa familiar, mientras Feroni se consagraba en cuerpo y alma a satisfacer, merced a su poder, los caprichos de su joven ayudante: para alejarlo de su hija, le proporcionaba todas las mujeres que se le antojaban, hasta las más caras.
—¿Y cómo acabó?
—No lo sé, y da lo mismo. Pero creo que Huygens y Feroni pusieron sus ojos en la hija de Dulcibeni. Pobre criatura —apostilló Atto con un suspiro.
Dulcibeni, proseguí con mi resumen, y éste era el descubrimiento más asombroso, tenía un pasado de mercader al servicio de los Odescalchi: la familia del Papa.
—Y ahora pasa a las preguntas —dijo Melani, adivinando que tenía una larga serie de interrogantes en la punta de la lengua.
—Ante todo —empecé al llegar al túnel D tras dar un pequeño resbalón—, ¿qué servicio pudo prestar Dulcibeni a la familia del Papa?
—Hay varias posibilidades —respondió Atto—. Dulcibeni ha dicho «mercader». Pero el término tal vez sea inexacto: un mercader trabaja por su cuenta, mientras que él tenía un jefe. Así pues, para los Odescalchi pudo haber desempeñado funciones de secretario, contable, tesorero o procurador. Quizá hiciese viajes en su nombre: durante décadas, esa familia ha comprado y vendido grano y tejidos en toda Europa.
—El padre Robleda me ha dicho que prestan dinero con interés.
—¿También has hablado de esto con Robleda? Te felicito, chico. Pues bien, sí, en un momento dado los Odescalchi dejaron el comercio para dedicarse fundamentalmente a los préstamos. Luego supe que lo invirtieron casi todo en la compra de cargos públicos y de títulos de ahorro.
—Don Atto, ¿quién será el paciente del que hablaba Tiracorda?
—Ésa es la pregunta más fácil. Reflexiona: es un paciente cuya enfermedad debe guardarse en secreto, y Tiracorda es médico papal.
—Dios mío, debe de ser… —me atreví a deducir mientras tragaba saliva— Nuestro Señor Inocencio XI.
—Creo que sí. De todas formas, algo me ha sorprendido: cuando el Pontífice cae enfermo, la noticia se difunde en un santiamén. Sin embargo, Tiracorda quiere mantenerla en secreto. Es evidente que en el Vaticano temen que el momento sea demasiado delicado: aún no se sabe quién va a ganar en Viena. Con un Papa debilitado, en Roma surgirían el descontento y los desórdenes; en el exterior podría reforzarse la moral de los turcos y hundirse la de los aliados cristianos. Lo malo, como ha dicho Tiracorda, es que el Pontífice no se recupera, por lo que dentro de poco habrá que cambiarle el tratamiento. De ahí que el asunto no pueda revelarse.
—No obstante, Tiracorda le ha contado la verdad a su amigo —observé.
—Piensa, sin duda, que Dulcibeni sabrá mantener la boca cerrada. Y Dulcibeni, como nosotros, está recluido en una posada en régimen de cuarentena: no cabe duda de que no cuenta con muchas ocasiones de revelar el secreto. Pero hay algo todavía más interesante.
—¿Qué?
—Dulcibeni viajaba con Fouquet. Ahora acude a visitar al médico del Papa para discutir sobre asuntos misteriosos: granjas, hermanos, muerte densa… Daría un ojo por saber de qué hablaban.
Cuando nos faltaba poco para llegar al Donzello, encontramos a los saqueadores de tumbas en su archivo, entre las ruinas de la piazza Navona.
Noté que habían reconstruido su asquerosa montaña de huesos, que ahora parecía todavía más alta y compacta. Ugonio y Ciacconio no se dieron por enterados de nuestra aparición: estaban enzarzados en una animada discusión debida, aparentemente, a la disputa por la posesión de un objeto. Al cabo, salió ganando Ciacconio, quien con un brusco tirón arrancó algo de las manos de Ugonio y se lo tendió, con una sonrisa excesivamente servil, a Atto Melani. Eran unos fragmentos de hojas secas.
—¿Y esto qué es? —inquirió Atto—. No puedo pagarte por todas las baratijas que me quieras entregar.
—Es follaje rarefacto —dijo Ugonio—. Por ser más médico que mendigo, Ciacconio lo ha saqueado de la inferioridad de los raedores occisionados desangrificados.
—Una extraña planta cerca de las ratas muertas… Curioso —comentó Atto.
—Ciacconio dice que olfatiza con estilización pasmódica —prosiguió Ugonio—. Habémonos con una planta estimulatoria, idiosincrática, ocultista. Y suscribe que, para sacar más benefice que malefice, en vucedes la depone, pues en el bautizado se acrecienta el júbilo cumpliendo la obligación.
Atto Melani cogió una de las hojas; mientras la acercaba a la luz del candil para examinarla, yo tuve una improvisa reminiscencia.
—Ahora que lo pienso, don Atto, creo que en los subterráneos he visto hojas secas.
—Vaya, ahora resulta que aquí abajo estamos rodeados de hojas secas —replicó divertido—. ¿Cómo es posible? Bajo tierra no crecen árboles.
Le conté que cuando seguíamos a Stilone Priàso por el túnel había pisado follaje. En aquel momento, le dije, llegué a temer que el otro me hubiese oído.
—Mira que eres bobo, tendrías que habérmelo dicho. En situaciones como la nuestra, nada se puede pasar por alto.
Recogí unos cuantos friables fragmentos vegetales y me prometí enmendar mi desatención. Dado que no era capaz de ayudar a Atto a descifrar el significado de las granjas, los hermanos y la muerte densa de los que habían hablado Tiracorda y Dulcibeni en su incomprensible conversación, al menos trataría de averiguar de qué planta procedían aquellas hojas secas: de ese modo podríamos tal vez descubrir quién las había diseminado por los subterráneos.
Dejamos a los saqueadores de tumbas muy atareados con sus huesos. Durante el trayecto de vuelta hacia la posada me acordé de que aún no le había contado al abate la charla que había mantenido con Devizé. En el torbellino de recientes hallazgos había olvidado hacerlo, máxime porque al músico no le había sacado ninguna información importante. Le relaté, pues, a Atto el encuentro, omitiendo, por supuesto, que para granjearme la confianza del guitarrista había debido afrentar su honor.
—¡¿Ninguna información importante, dices?! —exclamó casi sin dejarme acabar—. ¿Me estás contando que la reina María Teresa mantuvo contactos con el famoso Franceso Corbetta y con Devizé, y dices que eso no es importante?
La reacción de Atto Melani me pilló desprevenido: el abate parecía sufrir un ataque de pánico. Mientras yo hablaba, de pronto se detenía, ponía los ojos como platos y me pedía que repitiese lo que acababa de decir, reanudaba la marcha en silencio y volvía a parar enseguida, meditabundo y concentrado. Por último, me pidió que recapitulase desde el principio.
Entonces le conté de nuevo que cuando me dirigía al cuarto de Devizé para darle un masaje, había oído el rondó que aquél tocaba tan a menudo y que tanto había cautivado a todos los huéspedes del Donzello antes de la cuarentena. Que le había preguntado si el autor era él, y que me había respondido que su maestro, el tal Corbetta, había oído la melodía del rondó durante uno de sus frecuentes viajes. Corbetta lo había modificado bastante y se lo había regalado a la reina, quien luego había entregado la partitura a Devizé, que a su vez la había retocado parcialmente. En una palabra, ya no se podía saber de quién era la música, pero al menos se conocía por qué manos había pasado.
—Pero ¿tú sabes quién era Corbetta? —me preguntó el abate con los ojos apretados y remarcando cada sílaba.
El italiano Francesco Corbetta, me explicó, había sido el mayor de todos los guitarristas. Fue llamado por Mazzarino a Francia para que enseñase música al joven Luis XIV, que adoraba el sonido de la guitarra. Pronto su fama creció, y Carlos II de Inglaterra (otro apasionado de la guitarra) lo llevó consigo a Londres, donde lo casó bien y lo elevó entre los pares del reino. Pero, además de ser un músico exquisito, Corbetta era además algo que casi nadie sabía: un diestro escritor en clave.
—¿Escribía cartas en clave?
—Mejor que eso: componía temas musicales cifrados, con mensajes secretos ocultos.
Corbetta era un individuo fuera de lo común: encantador e intrigante, jugador empedernido, se pasó la mayor parte de su vida viajando entre Mantua, Venecia, Bolonia, Bruselas, España y Holanda, y estuvo envuelto en más de un escándalo. Había muerto hacía apenas dos años, cuando contaba sesenta.
—¿No será que él tampoco desdeñaba ser músico y ejercer a la vez de… consejero?
—Bueno, he de decir que efectivamente estaba muy envuelto en los asuntos políticos de los países que te he nombrado —dijo Atto Melani, admitiendo así que Corbetta se había prestado a alguna misión de espionaje.
—¿Y para ello se valía de las partituras de guitarra?
—Sí, pero eso no lo había inventado él. En Inglaterra, el famoso John Dowland, laudista de la reina Isabel, escribía sus composiciones de manera que, mediante ellas, sus señores pudiesen enviar informaciones reservadas.
A Atto Melani le costó convencerme de que la notación musical puede contener significados ajenos al arte de los sonidos. Sin embargo, era así desde antiguo: hacía siglos que tanto las casas reinantes como el propio Estado de la Iglesia recurrían a la criptografía musical. Y era algo que sabían perfectamente los eruditos: por poner un ejemplo al alcance de todo el mundo, dijo, en el Defurtivis litterarum notis, Della Porta había ilustrado gran cantidad de sistemas para ocultar en la grafía musical mensajes secretos de todo tipo y extensión. Usando una clave específica, verbigracia, podía relacionarse cada letra del alfabeto con una nota musical. Así, la sucesión de notas, anotada en el pentagrama, revelaba palabras y frases completas a quien poseía la clave.
—Empero, de ese modo se crea el problema de los saltus indecentes, esto es, de disonancias e inarmonías desagradables, que ictu oculi pueden despertar sospechas entre lectores casuales de la composición. De ahí que algunos hayan ideado sistemas más refinados.
—¿Quiénes?
—Nuestro Kircher, por ejemplo, en la Musurgia universalis. En lugar de asignar a cada nota una letra, distribuyó el alfabeto entre las cuatro voces de un madrigal o de una orquesta, de suerte que se pudiese gobernar mejor la materia musical y la composición resultase menos tosca y desagradable, lo cual, en el supuesto de que el mensaje fuese interceptado, disiparía las sospechas de cualquier lector. Además, caben infinitas manipulaciones del texto cantado y de las notas. Por ejemplo: si la nota musical, fa, la o re, coincide con el texto, sólo hay que fijarse en esas sílabas. O se puede hacer lo contrario, conservando únicamente el resto del texto cantado, que entonces descubrirá su significado oculto. Y Corbetta, por supuesto, estaba al corriente de esas innovaciones de Kircher.
—¿Pensáis que Devizé, además de la guitarra, aprendió de Corbetta ese… arte de transmitir en secreto?
—Eso es lo que se murmura en la Corte de París. Tanto más cuando Devizé no era solamente el discípulo preferido de Corbetta, sino también, y sobre todo, buen amigo suyo.
El tal Dowland, Melani, Corbetta y quizá también su discípulo Devizé: empezaba a sospechar que la música y el espionaje estaban inexorablemente unidos.
—Y no hay que olvidar —continuó el abate Melani— que Corbetta conocía bien a Fouquet, pues fue guitarrista en la corte de Mazzarino hasta mil seiscientos sesenta: ese año Corbetta emigró a Londres, aunque lo cierto es que siguió viajando frecuentemente a París, adonde regresaría definitivamente diez años más tarde.
—Así que es probable que en ese rondó se oculte un mensaje secreto —concluí casi sin dar crédito a mis propias palabras.
—Calma, calma, primero lo demás: me has dicho que el rondó se lo regaló Corbetta a la reina María Teresa, quien a su vez se lo habría dado a Devizé. Pues bien, para mí ésa es otra información sumamente valiosa: ignoraba que la reina tuviese trato con los dos guitarristas. Es algo tan inaudito que me cuesta creerlo.
—Me hago cargo. María Teresa llevaba una vida casi monacal…
Le referí entonces el largo monólogo en el que Devizé me había descrito las humillaciones a las que el Rey Cristianísimo sometía a su pobre consorte.
—¿Monacal? —dijo luego Atto—. Yo no emplearía ese término —remachó con sorna.
Según el abate, Devizé me había ofrecido un retrato tal vez demasiado inmaculado de la difunta reina de Francia. En Versalles, mientras él me hablaba, todavía se podía ver a una joven mulata que tenía un curioso parecido con el delfín. La explicación de aquel prodigio se remontaba a veinte años atrás, cuando los embajadores de un Estado africano pasaron unos días en la Corte. Para manifestar su devoción a la consorte de Luis XIV, dichos embajadores regalaron a la reina un paje llamado Nabo.
Al cabo de unos meses, en 1664, María Teresa dio a luz a una lozana y vivaz niña de piel negra. No bien ocurrió el prodigio, el cirujano real Félix juró al rey que el color de la recién nacida era un inconveniente pasajero, fruto de la congestión del parto. Sin embargo, pasaban los días y la piel de la niña seguía sin aclararse. Entonces, el cirujano real dijo que quizá las miradas demasiado insistentes de algún negrito de la corte habían perjudicado el embarazo de la reina. «¿Una mirada? —replicó el rey—. ¡Pues sí que debía de ser penetrante!».
Pocos días después, con suma discreción, Luis XIV mandó matar al paje.
—¿Y María Teresa?
—No dijo nada. Nadie la vio llorar ni sonreír. Es más, nadie la vio siquiera. La verdad es que nadie pudo conocer jamás lo que de verdad pensaba la reina, pues sólo se le oían palabras de bondad y perdón. Siempre se cuidó de referir al rey hasta la mayor pequeñez, para demostrarle su fidelidad, a pesar de que él se atrevía a asignarle como damas de compañía a sus amantes. Daba la impresión de que María Teresa no sabía ser sino insignificante, gris, casi privada de voluntad propia. Era demasiado buena. Demasiado.
Entonces me vino a las mientes la frase de Devizé: era un error juzgar a María Teresa sólo por las apariencias.
—¿Pensáis que disimulaba? —pregunté.
—Era una Habsburgo, y además española. Dos razas muy orgullosas y enemigas acérrimas de su marido. ¿Qué sentimiento crees que podía causarle a María Teresa de Austria la humillación que sufría en suelo francés? Su padre la quería sobremanera, y había aceptado perderla sólo para firmar la paz de los Pirineos. Yo estaba en la isla de los Faisanes, chico, cuando Francia y España acordaron el tratado y se decidió el matrimonio entre Luis y María Teresa. En el momento en que el rey Felipe de España tuvo que separarse de su hija, sabedor de que ya no volvería a verla nunca más, la abrazó y lloró como un niño. Fue casi violento ver ese comportamiento en un rey. En el banquete con el que se celebró el pacto, uno de los más suntuosos que he visto jamás, el rey casi no probó la comida. Y por la noche, antes de retirarse, entre gemidos y lágrimas, lo oyeron decir: «Soy un hombre muerto», y otras tonterías por el estilo.
Las palabras de Melani me dejaron estupefacto: nunca habría pensado que los poderosos soberanos, dueños de los destinos de Europa, pudiesen sufrir tan amargamente por la pérdida de un afecto.
—¿Y María Teresa?
—Al principio, como era habitual en ella, fingió indiferencia. Enseguida hizo ver que su prometido le gustaba: sonreía, platicaba amablemente y se mostraba contenta de partir. Aquella noche, sin embargo, todos oímos cómo gritaba con el mayor desgarro: «¡Ay, mi padre, mi padre!».
—Entonces, no cabe duda: era una disimuladora.
—Exacto. Disimulaba odio y amor, y simulaba piedad y fidelidad. Y, por lo mismo, no hay que asombrarse de que nadie estuviese al tanto de los graciosos intercambios de notaciones entre María Teresa, Corbetta y Devizé. ¡Es probable que todo ocurriese ante los propios ojos del rey!
—¿Y creéis que la reina María Teresa se sirvió de los guitarristas para esconder mensajes en sus composiciones?
—No es imposible. Recuerdo que hace años leí algo así en una gaceta holandesa. Era bazofia de plumíferos, publicada en Amsterdam pero escrita en francés para difamar al Rey Cristianísimo. Hablaba de un joven lacayo de la corte de París, un tal Belloc si mal no recuerdo, que escribía pasajes para ser declamados y que luego se incorporaban a los ballets. Los versos contenían, en clave, los reproches y los sufrimientos de la reina por las traiciones del rey, y quien los encargaba era la propia María Teresa.
—Don Atto —le pregunté entonces—, ¿quién es Mademoiselle?
—¿Dónde has oído ese nombre?
—Lo he leído en el margen superior de la partitura de Devizé. Rezaba: «a Mademoiselle».
A pesar de que la claridad que difundía el candil era bastante tenue, vi que Atto empalidecía. Y de repente advertí en sus ojos el miedo que dos días atrás había empezado silenciosamente a hacer mella en él.
Acto seguido le conté el resto de mi encuentro con Devizé: cómo sin darme cuenta había manchado de ungüento la partitura del rondó y cómo, al intentar limpiarla, había leído la dedicatoria «à Mademoiselle». Le repetí también lo poco que Devizé me había dicho de Mademoiselle: a saber, que era una prima del rey, quien la había condenado a permanecer soltera por su pasado rebelde.
—¿Quién es Mademoiselle, don Atto? —repetí.
—Lo importante no es quién es, sino con quién se casó.
—¿Con quién se casó? Pero ¿no fue castigada a permanecer soltera?
Atto me dijo entonces que la descripción que me había hecho Devizé dejaba varios cabos sueltos. Mademoiselle, que en realidad se llamaba Anne Marie Louise y era duquesa de Montpensier, era la mujer más rica de Francia. Pero no se conformaba con el dinero: quería casarse a toda costa con un rey, y Luis XIV decidió jugar a arruinarle la vida prohibiéndole contraer matrimonio. Hasta que Mademoiselle cambió de parecer: dijo que no quería convertirse en reina y acabar como María Teresa, sometida a un monarca cruel en una lejana tierra foránea. Cumplidos los cuarenta y cuatro años, se enamoró de un oscuro señorito de provincias: un pobre segundón gascón sin oficio ni beneficio, que años antes había tenido la suerte de caer en gracia al rey, de convertirse en su compañero de diversiones y de ser nombrado conde de Lauzun.
Lauzun era un seductor de pacotilla, dijo Atto con desprecio, que conquistó a Mademoiselle por su dinero. A la postre, sin embargo, el Rey Cristianísimo permitió el matrimonio. Lauzun, que era un dechado de presunción, quería celebraciones dignas de una boda real. «Como entre coronas», repetía a sus íntimos, henchido de orgullo. Pero, como la boda se retrasaba porque los preparativos no terminaban nunca, Luis XIV se lo pensó mejor y retiró su consentimiento. Los dos novios suplicaron, rogaron, amenazaron. No consiguieron nada y tuvieron que casarse en secreto. El rey lo descubrió y así comenzó el hundimiento de Lauzun, que acabó en la cárcel, en una fortaleza muy alejada de París.
—Una fortaleza… —repetí empezando a entender.
—En Pignerol —agregó el abate.
—Con…
—Así es, con Fouquet.
Hasta ese momento, me explicó Melani, Fouquet había sido el único prisionero de la enorme fortaleza. Ya conocía a Lauzun, quien había acompañado al rey a Nantes para arrestarlo. Cuando Lauzun fue trasladado a Pignerol, hacía nueve años que el superintendente languidecía en su celda.
—¿Y cuánto estuvo allí Lauzun?
—Diez años.
—¡Eso es muchísimo!
—Pudo irle peor. El rey no había fijado la duración de la condena y podía mantenerlo encerrado todo el tiempo que se le antojase.
—¿Por qué, entonces, lo excarceló a los diez años?
Aquello seguía siendo un misterio, dijo Atto Melani. Lo único cierto era que Lauzun había sido puesto en libertad pocos meses después de la desaparición de Fouquet.
—Don Atto, ya no entiendo nada —dije, incapaz de contener el escalofrío que me recorría todo el cuerpo. Estábamos entrando en la posada, sucios y ateridos.
—Pobre zagal —me compadeció el abate Melani—, en pocas noches te he obligado a aprender media historia de Francia y de Europa. Pero ¡todo es útil! Si ya fueses gacetero, tendrías material para escribir durante tres años.
—Seguramente, aunque en medio de todos estos misterios, ni vos mismo comprendéis nada de nuestra situación —osé contestar, desconsolado y jadeante por el cansancio—. Cuanto más nos esforzamos por entender, más se complica todo. De una cosa estoy convencido: vuestro único interés es averiguar por qué el Rey Cristianísimo hizo condenar veinte años atrás a vuestro amigo Fouquet. Mis perlitas, en cambio, ya las puedo dar por perdidas.
—Hoy todos se interrogan sobre los misterios del pasado —me interrumpió con tono severo Melani— porque los del presente causan mucho miedo. Tú y yo, sin embargo, vamos a resolver unos y otros. Te lo prometo.
Palabras demasiado fáciles, me dije. Intenté resumirle al abate todo lo que habíamos descubierto en apenas seis días de forzada convivencia en el Donzello. Unas semanas antes, el superintendente Fouquet había llegado a nuestra posada en compañía de dos caballeros. El primero, Pompeo Dulcibeni, conocía el sistema de túneles subterráneos y lo utilizaba para ir a la casa del médico Tiracorda, paisano suyo, que a la sazón estaba tratando al Papa. Además, Dulcibeni había tenido una hija con una esclava, a la que había raptado un tal Huygens con la ayuda de un tal Feroni, cuando Dulcibeni se hallaba al servicio de los Odescalchi, o sea, la familia del Papa.
El segundo acompañante de Fouquet, Robert Devizé, era un guitarrista con algún tipo de vinculación incierta con la reina de Francia María Teresa y discípulo de Francesco Corbetta, intrigante personaje que había escrito, y antes de morir regalado a María Teresa, el rondó que siempre oíamos tocar a Devizé. Sin embargo, en la partitura figuraba la dedicatoria «a Mademoiselle», prima del Rey Cristianísimo y esposa del conde de Lauzun, que durante diez años había sido compañero de cárcel de Fouquet en Pignerol, antes de que el superintendente muriese…
—Que se «evadiese», querrás decir —me corrigió Atto—, pues ha muerto aquí, en el Donzello.
—Es verdad. Y además…
—Y además hay un jesuita, un veneciano huido, una puta, un posadero borrachín, un astrólogo napolitano, un prófugo inglés y un médico sienes asesino de pobres indefensos, como todos sus colegas.
—Y los dos saqueadores de tumbas —agregué.
—Ah, claro, los dos monstruos. Por último, nosotros dos, que no hacemos más que devanarnos los sesos mientras alguien en la posada tiene la peste y en los subterráneos encontramos páginas de la Biblia manchadas de sangre, ampollas llenas de sangre, ratas que vomitan sangre…, demasiada sangre, pensándolo bien.
—¿Qué querrá decir eso, don Atto?
—Buena pregunta. ¿Cuántas veces he de repetírtelo? Piensa siempre en los cuervos y en el águila. Y compórtate como un águila.
Para entonces ya estábamos subiendo por la escalera que conducía al cuartito secreto del Donzello. Poco después nos separamos, no sin antes citarnos para el día siguiente.