XVI

Al oír las primeras balas, Callinan y Dillon se pegaron a la pared. Mac Cormack se levantó. Jefe valeroso. Fue a mirar por la ventana, sin la menor discreción, con el revólver en la mano.

—Están en la esquina de Ormond Quay y Liffey Street.

—¿Muchos? —preguntó Dillon.

—Se esconden. Como vosotros.

Apuntó a un británico que corría de una pila de madera a otra. Madera traída de Noruega. Pero Mac Cormack no disparó.

—No serviría para nada.

Pasado el primer susto, Dillon y Callinan fueron a coger sus fusiles y se colocaron en posición, cada cual en su ventana. Oyeron, abajo, la ametralladora de Kelleher que lanzaba dos o tres ráfagas.

—Funciona —dijo Callinan satisfecho.

—Llegan más por Crampton Quay y Aston Quay —dijo Mac Cormack.

Le pasó una bala cerca de la oreja, pero, como era muy valiente, se asomó un poco más.

—¡Vaya! —dijo—. ¡Una tía muerta!

Acababa de divisar el cuerpo de la señorita de la Post Office.

—¿Cómo se la habrán cargado? —murmuró—. ¡Pobrecilla!

Lleva el vestido muy subido. En vida, se hubiese ruborizado. No es correcto.

Los otros dos, en un arranque de audacia, se olvidaron del plomo aéreo y amenazador de los fusiles británicos y echaron un vistazo a la chavala cadaverizada. Desde donde estaban, la cosa no les pareció muy interesante, y volvieron a disparar.