XXI

Al oír pasos en la escalera, Kelleher y Galläger volvieron la cabeza. Vieron a Mac Cormack y Caffrey que bajaban despacio, con el colt en la mano. Torcieron a la izquierda para meterse por el pasillo. Kelleher y Gallager siguieron haciendo guardia. Anochecía. Las calles estaban desiertas. Los británicos ya no se movían. Ninguna luz se atrevía a manifestarse. Por encima de los tejados asomó un trozo de luna. El Liffey comenzó a estremecerse suavemente. La ciudad estaba muy callada.

Entonces Kelleher y Gallager oyeron un grito de mujer. Se volvieron. Hubo otros ruidos más sordos. Luego, de nuevo, un grito de mujer, exclamaciones e insultos. Vieron entonces, a través de la penumbra, a sus dos compañeros arrastrando a una sombra que apenas forcejeaba y había dejado de gritar.

—¿Qué pasa? —preguntó Gallager con una punta de emoción.

—Una furcia que se había escondido aquí —dijo Caffrey—. Vamos a interrogarla.

—¿Por qué no la echáis a la calle? —preguntó Gallager.

—A propósito —dijo Mac Cormack—, habrá que echar una manta sobre la chica de fuera.

—¿Y si sacáramos también a los otros dos? —preguntó Gallager—. Con una manta encima.

—¿Vamos a interrogarla? —preguntó Caffrey.

Mac Cormack y Caffrey se habían quedado inmóviles y Gertrude se había adosado a la pared. Cada uno la agarraba de una muñeca. Ella no decía nada, agachaba la cabeza.

—Echadle una manta a la chica de fuera —dijo Mac Cormack—. Los otros que esperen.

—Se me ponen los pelos de punta —dijo Gallager— cuando pienso que voy a pasar la noche con unos muertos.

—Podríamos tirarlos a la calle —propuso Kelleher—. Hacer un montoncito con todos ellos en la esquina, cuando los británicos estén roncando.

—Los muertos no tienen por qué asustarnos —dijo Mac Cormack—. Ni más ni menos que los vivos.

—¿La interrogamos? —preguntó Caffrey—. ¿Le preguntamos cosas?

—Voy a echarle una manta a la chica de fuera —dijo Gallager.

—Espera que sea noche cerrada —dijo Mac Cormack.

Gallager pegó la cara a la tronera practicada en la fortificación de una ventana.

—Cerrando un poco los ojos —dijo—, todavía veo sus restos mortales. Parece que esté esperando a un tío. Ya me está obsesionando, al final. Sí, me está obsesionando. Y los otros fiambres en aquel cuartucho, que van a salir montados en escobas dentro de un rato, sin tocar el suelo y lanzando quejidos. Tendrán caras verdes y llevarán falsos sudarios.

Se volvió hacia Mac Cormack.

—No me hace ninguna gracia. Deberíamos tirarlos todos al Liffey. A la chica también.

—No somos asesinos —dijo Mac Cormack—. ¡Vamos, ánimo, Gallager! ¡Finnegans wake!

—¡Finnegans wake! —contestó Gallager con un hilo de voz.

Se oyeron unos sollozos apagados. Caffrey acababa de pasar la mano por las nalgas de Gertie.

—Te he dicho que seas correcto —le riñó Mac Cormack.

—A lo mejor lleva armas escondidas.

—¡Basta!

Se llevaron a la chica y comenzaron a subir las escaleras. Gertie tropezaba, pero no ponía resistencia. Había dejado de llorar enseguida. Los dos centinelas de la planta baja los siguieron con la mirada. Luego volvieron a hacer guardia. Había cerrado la noche, una auténtica noche, muy espesa y traspasada por el brillo de la luna llena.

—Un perro —murmuró de pronto Gallager.

Y añadió:

—El muy cabrón la está oliendo.

Apuntó y disparó.

Era el primer disparo de aquella noche. Sonó de modo extraño en el silencio de la ciudad insurrecta. El perro empezó a gritar. Se alejó, lamentable, aullando cada vez con más patetismo. Un poco más lejos, sonó un segundo disparo, y luego volvió la calma. Una bala británica había rematado al cínico animal.

—¡Qué mierda todos esos cadáveres! —dijo Gallager.

Kelleher no contestó.