13 UN MOMENTO DE DECISIÓN
Esperaba que las noticias de nuestro éxito de Avarico y de la matanza de sus habitantes alejara de Vercingétorix a algunos de sus partidarios y que ello hiciera más fácil mi tarea; pero, por el contrario, comprobé que tales eventos no habían hecho sino aumentar el prestigio de Vercingétorix. Todos recordaban que él había deseado destruir y abandonar Avarico. El éxito que obtuvimos allí se consideró más una prueba de su cordura que de nuestra habilidad. Además, durante aquel tiempo sus agentes habían estado activos en todas las Galias. Comio organizaba una liga de tribus belgas; las tribus de alrededor de París ya estaban en pie de guerra. Desde el Atlántico y Aquitania recibí informes de movimientos de tropas. Me preocupaba especialmente la lealtad de los eduos, que no me habían suministrado el apoyo que les había pedido durante el sitio de Avarico y cuyos hombres prominentes, como yo sabía, sufrían constantes presiones y sobornos para que se unieran a la rebelión nacional por parte de sus amigos al servicio de Vercingétorix. La preocupación que me causaban los eduos constituyó en aquella época una gran desventaja para mi. Casi inmediatamente después de la conquista de Avarico, en lugar de coronar mí victoria me sentí impulsado a perder un valioso tiempo e ir en persona al territorio de esta tribu, a fin de arreglar una controversia que se había suscitado acerca de la magistratura principal. Mientras estuve allí sentí la desagradable sensación de que no había ni un solo eduo, ni acaso un solo galo, en quien yo pudiera confiar. El anciano Diviciaco había muerto, y los que compartían sus puntos de vista eran pocos y faltos de influencia. De los dos posibles candidatos para la magistratura principal ninguno me parecía digno de confianza, de manera que debí contentarme con dar mi apoyo al que exhibía mejores títulos legales y pedirle caballería, infantería y provisiones para mi ejército. Abandoné el país de los eduos lleno de aprensión, y antes de que pasara mucho tiempo mis peores presentimientos se hicieron realidad.
Entonces corrí un riesgo calculado que, si bien se justificaba en aquellas circunstancias, casi terminó en un desastre. Me parecía que, con tantos hombres en armas en la parte septentrional de las Galias, la situación se nos podía hacer desesperada si los ejércitos belgas que Comio y otros estaban reclutando reforzaban a los ejércitos rebeldes de los alrededores de Paris. Y al mismo tiempo tenía que vérmelas con Vercingétorix y los arvernios y, ante todo, mantener despejadas mis comunicaciones con la Provincia. En cualquier parte del país el enemigo era, con mucho, numéricamente superior a nosotros; pero así y todo me pareció necesario dividir mi ejército en dos. Envié a Labieno con cuatro legiones hacia el norte, a las inmediaciones de Paris, mientras yo, con seis legiones, me ponía en marcha directamente hacia Gergovia, la capital de los arvernios. Quería ante todo acabar con Vercingétorix (lo cual aseguraría la Provincia) y luego marchar hacia el norte para unirme con Labieno y someter el resto del país.
En la marcha hacia Gergovia, Vercingétorix empleó sagazmente su caballería para interceptar provisiones y me creó una serie de dificultades que no obstante conseguí superar. Cuando llegamos al gran macizo de colinas en que se levanta Gergovia, comprendí en seguida que la plaza nunca podría tomarse por asalto, de manera que resolví sitiaría; pero Vercingétorix hizo el mejor uso posible, no sólo de la excelente posición que debía defender, sino del gran número de combatientes de que disponía. Pronto se me hizo evidente que seis legiones no bastan para llevar a cabo las prodigiosas obras de asedio necesarias. Mientras tanto, mis agentes me informaron que los eduos se hallaban a punto de rebelarse. No podía permitirme pasar el resto del verano atado a una operación de sitio no decisiva y comprendí que, por graves que fueran las consecuencias para mi prestigio, debería retirarme. Pero antes de hacerlo proyecté una operación contra la ciudad que, aunque terminara infructuosamente, podría, si la suerte me ayudaba, recordarse como uno de mis éxitos más brillantes. Mi objeto era infligir una derrota a los galos, de suerte que mi ulterior retirada de la posición resultase más digna. Pero no había excluido la posibilidad de que, si todo salía bien, lograríamos verdaderamente tomar la ciudad. Por medio de varias estratagemas, entre las cuales estaba la de disfrazar a todos mis arrieros y muleros de soldados regulares, conseguí inducir a Vercingétorix a que concentrase casi todas sus fuerzas en un sector débil en el cual él supuso que yo estaba a punto de lanzar un ataque. Mientras tanto, yo había mantenido a cubierto a la mayor parte de las legiones en el lado opuesto de la ciudad. Estas legiones entraron súbitamente en acción, invadieron todas las defensas y campamentos galos frente a los muros de la ciudad de Gergovia y causaron grandes pérdidas al enemigo, tomado por sorpresa. Este sector de las fortificaciones se hallaba virtualmente indefenso, puesto que Vercingétorix había retirado a sus hombres de allí para trasladarlos al otro lado de la ciudad. Pero sobre los muros aparecieron multitudes de mujeres que, según me informaron, se comportaban de manera bastante peculiar. Sin duda, tenían noticias de la matanza de Avarico y tenían razón para sentirse alarmadas; sólo que su histeria asumió una curiosa forma. Mientras gritaban y chillaban con terror, muchas de ellas se descubrían provocativamente los pechos y algunas bajaron de los muros para ofrecerse a tantos legionarios como quisieran gozarías. Pero, en general, los soldados estaban entonces más interesados en las perspectivas de obtener gloria y botín que en satisfacer sus instintos; también ellos recordaban lo que había acontecido en Avarico y se creían invencibles. Unos pocos llegaron hasta lo alto de los muros y, si hubieran dispuesto de otra media hora para vencer la débil oposición que se les oponía, es probable que hubiéramos tomado la ciudad y aniquilado a Vercingétorix allí y en aquel momento. Pero Vercingétorix reaccionó enseguida. Pronto recibí información de que el cuerpo principal de sus tropas se dirigía apresuradamente hacia el sector amenazado y entonces comprendí que deberíamos contentarnos con lo que ya habíamos hecho. Hice sonar la señal de retirada y me quedé junto a la décima legión y algunas cohortes de la decimotercera, a fin de estar preparado para prestar apoyo a los hombres de las otras legiones si encontraban dificultades al retirarse. Parece que algunos de los legionarios no oyeron la señal de la trompeta y que otros se negaron a obedecer las órdenes de sus oficiales, tan seguros estaban de que ya dominaban la ciudad. Si la iniciativa de aquellos que desobedecieron hubiera triunfado, me habría visto en la obligación de felicitarlos por ella. Pero la desobediencia hubo de acarrearles su castigo. Pronto se vieron rodeados, en un terreno muy desfavorable, por fuerzas numéricamente muy superiores y tuvieron extremadas dificultades para abrirse camino luchando colina abajo, hasta encontrar la protección de las legiones que estaban bajo mi mando. En esta batalla perdí setecientos hombres, y entre los muertos había no menos de cuarenta y seis centuriones. Fue ésta la única vez en que tropas que dirigía personalmente fueron derrotadas en las Galias, y éstas fueron las bajas más altas que sufrí jamás en ese país. Imagino cómo se exageraría en Roma, donde mis enemigos no tardarían en proponer que se me llamara antes de que, al igual que Craso, perdiera legiones enteras de romanos a manos del enemigo. Pero lo que me importaba en aquel momento era la moral de mi ejército. Dirigí una arenga a las tropas y les hice notar que las bajas se debían no a la superior calidad del enemigo, sino a su propia falta de disciplina. Las felicité por el espíritu que habían mostrado en las primeras fases de la batalla y les recordé que ningún soldado, por bueno que sea, puede luchar contra la superioridad numérica y un terreno desventajoso.
Les dije que precisamente por ello y a pesar de sus protestas, no los había conducido contra el ejército de Vercingétorix en Avarico. Como pude comprobar, las tropas estaban conmovidas por la derrota, pero muchos hombres se sentían animados por el deseo de vengarla. Elegí una posición particularmente fuerte y dispuse el ejército en orden de batalla, con lo cual desafié a Vercingétorix a que dirigiese todas sus fuerzas contra nosotros y emprendiera una acción decisiva. Como había esperado, Vercingétorix era demasiado inteligente para hacer semejante cosa. Ya había obtenido un resonante éxito que sus propagandistas difundirían por toda la Galia. Debe de haber conjeturado que yo debía retirarme, y naturalmente prefería atacar mi ejército cuando éste estuviera en situación desventajosa, es decir, durante la marcha, en lugar de entablar combate en un terreno elegido por mí. Cuando llegaron las esperadas noticias sobre los eduos, Vercingétorix debe de haber creído que ya había ganado la guerra. Y a decir verdad, un observador imparcial bien podría haber considerado en aquel momento que los platillos de la balanza se inclinaban en favor del galo.
Aun antes de la batalla de Gergovia, un poderoso grupo de nobles eduos había intentado poner en pie de guerra a todo el país contra nosotros. Yo había logrado frustrarlos momentáneamente, pero no me hacia ilusiones sobre lo que pudiera ocurrir, a menos que obtuviera pronto algún éxito resonante. Mis intentos de obtenerlo habían terminado desastrosamente, y ahora se producía lo inevitable. Los eduos, con todas las tribus que dependían de ellos, se unieron al movimiento nacional. Sus jefes obraron enérgicamente. Dos eduos que habían servido en mi ejército y a quienes yo había tratado con la máxima distinción, se apoderaron en seguida de una posición bien fortificada de su país, junto al Loira, donde yo había concentrado a todos los rehenes de las Galias, grandes cantidades de pertrechos militares, casi todos mis efectos personales y la mayor parte de los caballos que había comprado para usar ulteriormente. Mataron a todos los romanos de la ciudad, soltaron a los rehenes y destruyeron todas las propiedades que no podían llevarse consigo. Mientras tanto, fuertes destacamentos del ejército eduo se apostaron a lo largo del Loira para impedirme cruzarlo y destruyeron todos los puentes. El río, además, estaba henchido en aquella época del deshielo, y se me informó que era imposible vadearía. Más allá del río, muy al norte, se encontraba Labieno con sus cuatro legiones y, como yo, haciendo frente a fuerzas enemigas numéricamente muy superiores.
Fue aquél un momento de extrema inquietud. Algunos de mis oficiales estaban tan impresionados por las dificultades de nuestra posición que pensaban que la única esperanza de salvarnos era retirarnos hacia el sur hasta la Provincia. Rechacé este plan sin vacilación alguna. Labieno y sus cuatro legiones estaban en el norte, y no es mí costumbre dejar de ayudar a mis amigos y soldados. Además, ¿qué figura haría yo marchando en retirada a través de los difíciles pasos de los Cévènnes, al frente de seis legiones? Como tantas otras veces, me parecía que nuestra mejor posibilidad de obtener éxito estribaba en movernos más rápidamente de lo que el enemigo podía esperar. Marchamos pues hacia el norte día y noche y llegamos al Loira mucho antes de que pudieran concentrarse allí grandes fuerzas eduas. Encontramos una especie de vado, y usé la caballería como una suerte de dique humano y animal para mitigar la fuerza de la corriente. Mientras la caballería formaba una línea a través del río corriente arriba, la infantería, sosteniendo las armas por encima de la cabeza, cruzó el río más abajo y en ningún momento el agua le llegó por encima de los hombros. Cruzamos el río sin sufrir una sola pérdida y luego continuamos la marcha para unirnos a las fuerzas de Labieno, que a su vez se veía en muy grandes dificultades. Las noticias de la derrota que habíamos sufrido en Gergovia y de la rebelión de los eduos pronto llegaron a las tribus contra las cuales él estaba combatiendo. Es más, en general se creía que yo no había logrado cruzar el Loira, que me hallaba en plena retirada hacia la Provincia y que abandonaba el ejército septentrional a su suerte. Labieno me conocía mejor, pero se encontraba rodeado de enemigos cuyo número y confianza en sí mismos aumentaban cada día. Exhibió grandísima habilidad al librarse de una posición dificilísima, ganó una gran batalla y logró reunirse conmigo al norte del Loira con todas sus fuerzas intactas.
Mis diez legiones estaban otra vez juntas. Yo estaba dispuesto a entrar en una batalla campal con cualquier número de combatientes que los galos pudieran dirigir contra mi, pero sabía muy bien que era improbable que los galos cometieran el error de hacer lo que yo deseaba que hicieran. La iniciativa había vuelto a pasar a Vercingétorix, y él hizo de ella un uso muy sagaz. La posición que tenía entre su gente era ahora más fuerte que nunca. Inmediatamente después de habérsele unido, los eduos, por motivos de su fuerza e influencia, pretendieron que tenían derecho a dirigir la guerra. Pero en una asamblea nacional, celebrada, sea dicho de paso, según las normas que yo mismo había establecido por considerarlas apropiadas para el gobierno del país, Vercingétorix, en virtud de una votación abrumadora, quedó confirmado en su mando supremo. Los eduos, que bajo mi protección estaban acostumbrados a considerarse la principal potencia de las Galias, refunfuñaron, pero tuvieron que obedecer y disimular sus sentimientos lo mejor que pudieron. En cuanto a Vercingétorix, hizo un uso perfecto de su posición extremadamente fuerte. Todos los caminos estaban en sus manos. Yo quedé aislado, tanto de Italia como de la Provincia. Continuaban llegándome cartas de Roma por tortuosos caminos, pero no eran frecuentes ni puntuales. Tampoco contenían noticias halagüeñas. Parecía que mis enemigos profetizaban con confianza que, aun cuando lograra evitar un total desastre, me vería obligado a retirarme ignominiosamente sin que me quedase una sola de todas las conquistas que ya habían sido anunciadas. Por lo tanto, exigían alborotadoramente que se me llamara de vuelta a Roma. Y hasta algunos ya habían sugerido que lo único que podía reparar aquella situación era la intervención del general más grande de Roma, Pompeyo. Sabia que ésta era la clase de cosas que a Pompeyo le gustaba oír. Comprendí que durante el resto de aquel verano estaba en juego mi supervivencia no sólo como comandante, sino también como político, y lo que me deprimía particularmente era saber que, en efecto, la situación era tan desdichada como mis enemigos pretendían. Mientras tanto, si me movía dentro de los territorios de los dos estados que aún me eran leales ¾los remos y los lingones¾ me encontraba a salvo; pero estaba escaso de caballería, falto de provisiones, e incapaz de determinar el curso de la guerra mientras Vercingétorix se atuviera a su política de interceptar mi línea de abastecimientos y de evitar una acción general. Pasé algunas semanas en los alrededores del Rin y pagué enormes sumas para obtener una caballería mercenaria germana. Sin esa caballería habría sido peligrosísimo dar siquiera un paso, y Vercingétorix me estaba obligando precisamente a moverme, pues organizó una serie de ataques a lo largo de las fronteras de la Provincia. No me cabía duda de que si los galos invadían la Provincia, yo quedaría definitivamente desacreditado, y que Vercingétorix, a cambio de evacuaría, podría establecer las condiciones que él quisiera con el Senado de Roma.
Por lo tanto, antes de haber alistado todos los escuadrones de caballería que hubiera deseado, debí ponerme en marcha hacia el sur, es decir, hacia el país de los secuanos, escenario de mis primeras batallas. Era preciso que defendiera la Provincia, y por primera vez me encontraba con que debía hacer lo que el enemigo deseaba que hiciera, en lugar de imponerle mi voluntad.
Por cierto que cuando hicimos aquel movimiento no tenía la menor intención, si me era posible evitarlo, de abandonar todas mis conquistas. Aún abrigaba la esperanza de que se presentara la ocasión de tomar de nuevo la iniciativa. Pero a los galos pudo parecerles que considerábamos nuestra posición en extremo desesperada y que evacuábamos su país ansiosos tan sólo por salvar la piel. El propio Vercingétorix debe de haber pensado algo así, de lo contrario no habría hecho lo que seria para él un error fatal: lanzar toda su fuerza de caballería contra nosotros mientras nos hallábamos en marcha. En lugar de continuar con su fructífera medida de emplear la caballería para interceptar nuestras provisiones y aislar a nuestros hombres rezagados, al parecer Vercingétorix confió demasiado y resolvió conquistar la gloria suprema de aniquilar todo nuestro ejército. Sin duda había oído cómo fueron destruidas por la caballería parta las legiones de Craso. ¿Por qué él y sus galos no iban a hacer lo mismo con nosotros? Y verdaderamente, en ciertas circunstancias, su plan pudo haber dado buenos resultados. Pero lo cierto es que Vercingétorix estaba mal informado sobre la fuerza de mi caballería y no tuvo en cuenta el hecho de que mis soldados constituían un material muy diferente del de las inexpertas tropas que mandaba Craso.
Libramos en verdad un duro combate. Los galos se sentían muy confiados en si mismos y, como pude descubrir posteriormente, todos ellos habían jurado que no volverían a ver a su mujer y a sus hijos a menos que hubieran pasado cabalgando dos veces a través de nuestra columna. Si se cumplió aquel juramento, las mujeres de las Galias deben de haber quedado tristemente descuidadas durante algunos años. Sus maridos nos atacaron en tres direcciones: por el frente y por cada flanco. Sin duda habían esperado abrirse camino a través de una larga y zigzagueante columna de hombres en marcha, pero quedaron muy decepcionados en sus esperanzas. Los legionarios formaron rápidamente en un cuadro en cuyo centro quedó encerrada la impedimenta. Mi caballería, compuesta de algunos destacamentos galos de las tribus del nordeste y de un buen número de germanos, hizo frente a la enorme fuerza enemiga del modo más valeroso. Los hombres se sentían alentados por el hecho de que podían contar con el apoyo de nuestra infantería, en tanto que el inmenso ejército de infantes de Vercingétorix, dispuesto a cierta distancia y listo para la batalla, no participaba en absoluto en la acción. Cuando veía que nuestra caballería se encontraba en dificultades, yo enviaba en su auxilio unas pocas cohortes en doble fila. Salvo en las luchas que duran muchas horas y que terminan en el agotamiento, ninguna caballería puede hacer frente a una infantería de primera clase. Y así, una y otra vez, nuestras cohortes impidieron que las densas masas de jinetes galos derrotaran a nuestros hombres. Por fin algunos de mis germanos del ala derecha lograron abrirse camino hasta lo alto de un terreno elevado, y desde allí empujaron al enemigo cuesta abajo hasta las líneas de la infantería de Vercingétorix. Comprendí entonces que habíamos ganado la batalla, y no pasó mucho tiempo antes de que las otras dos divisiones del enemigo fueran derrotadas y huyeran. Fue aquél un momento de extraordinaria exaltación para mí y para todo mi ejército. Tales momentos me recuerdan lo que he visto a veces en los campos de batalla cuando dos luchadores parecen de iguales fuerzas o acaso uno (el eventual perdedor) parece más fuerte que el otro. Basta con que uno de los luchadores se distraiga un instante, que pierda la concentración y la resolución por una fracción de segundo, para perderlo todo. En efecto, el otro instantáneamente sabe que puede vencer y aprovecha la oportunidad. Lo mismo sentí cuando contemplaba la derrota de la caballería de Vercingétorix. Vi que éste había mostrado una debilidad absolutamente fatal, y acabó mi ansiedad. En lugar de pensar en el modo de proteger la Provincia y salvar siquiera algo de mi reputación, concentré enteramente mi espíritu en la total aniquilación del enemigo en la batalla. Si aquel día Vercingétorix me hubiera hecho frente con su infantería, yo habría dirigido las legiones contra él inmediatamente y no habría tenido la menor duda sobre el resultado del combate. Pero lo cierto es que Vercingétorix comprendió la situación tan claramente como yo. Se retiró en seguida, y durante el resto de la jornada los perseguimos y logramos dar muerte a unos tres mil hombres de su retaguardia.
Al día siguiente se retiró a la ciudad fortificada de Alesia, lo cual me planteó una vez más un difícil problema, sólo que esta vez se trataba de un problema que yo pensaba que podía resolver. La posición era inmensamente fuerte, pero yo disponía de diez legiones y resolví sitiaría. Nuestras obras de asedio abarcaban más de diez millas de circunferencia, y en las primeras fases de su construcción, Vercingétorix intentó rechazarnos una vez más atacándonos con su caballería. Otra vez debimos en gran medida al valor y tenacidad de mis germanos otra victoria. Pero nuestras líneas no estaban aún completas, y Vercingétorix gozaba todavía de cierta libertad de acción. Lo que yo más temía era que se me escapase con sus fuerzas montadas y que abandonara a los infantes y la ciudad a su suerte. Desde un punto de vista estratégico, esto es lo que debería haber hecho; pero Vercingétorix era demasiado honorable para abandonar su ejército de tal manera o bien confiaba en que las medidas que estaba tomando darían buen resultado. Permaneció en la ciudad con ochenta mil hombres escogidos e hizo salir al resto durante una noche a través de una brecha que presentaban nuestras fortificaciones. Aquellos hombres llevaban instrucciones de volver a sus tribus y alistar para la guerra a todo galo que fuera capaz de usar armas. El plan consistía en que un vasto ejército de auxilio se pusiera en marcha con destino a Alesia. De este modo, nosotros, en lugar de ser los sitiadores, nos convertiríamos en los sitiados y, cogidos entre el ejército de Vercingétorix de la ciudad y el ejército de auxilio que operaria desde afuera, seriamos, así se esperaba, aniquilados.
Me daba cuenta de que aun si descontaba las dificultades de abastecimiento, los galos podían lanzar contra mí un ejército de alrededor de medio millón de hombres. Sabia que tenían buenos comandantes, independientemente del propio Vercingétorix, como por ejemplo Comio, y varios de los eduos que habían servido bajo mi mando. Pero en cierto modo tenía confianza en que, si mostrábamos suficiente resolución y trabajábamos con la suficiente intensidad, estaríamos en vísperas de obtener el mayor de nuestros triunfos. Todo el ejército compartía mi confianza. Rara vez, o mejor dicho nunca, vi a oficiales y a hombres trabajar con tanto ahínco y entusiasmo. Las obras realizadas fueron prodigiosas. Construimos un anillo exterior de fortificaciones de más de cuarenta millas frente a la gran llanura en la cual esperábamos, al cabo de un tiempo, ver avanzar cada día la gran hueste de los galos que acudían en auxilio de la ciudad. Teníamos pues que defender dos líneas. Una hacia adentro y otra hacia afuera. Cada una era inmensamente fuerte, y el terreno que se extendía frente a ella se hallaba cubierto con toda clase de trampas y obstáculos. Mamura, mi jefe de ingenieros, demostró extraordinaria inventiva al proyectar estas defensas, y los soldados llevaban a cabo complacidos sus ideas y llamaban con sobrenombres los nuevos y varios artefactos que Mamura inventaba constantemente.
Por regla general, los galos no son buenos organizadores. Felizmente nos dieron tiempo suficiente para completar nuestros preparativos, y a todo esto la guarnición de Alesia comenzaba a sentir ya la falta de alimentos. Vercingétorix superó esta dificultad con su habitual resolución y crueldad. Un día vimos cómo se abrían las puertas de la ciudad y cómo salía a través de ella una larga procesión que avanzaba lentamente y, según parecía, de mala gana. Eran todos los ancianos, mujeres y niños, en verdad ineptos para la guerra. Contemplé cómo descendían la colina y se aproximaban a nuestras líneas. Se adelantaban con las manos extendidas y rogaban que se los tomara como esclavos, con tal de que se les diera algo de comer. Di las órdenes más estrictas de que no se admitiera en nuestras líneas ninguna de aquellas personas, ni siquiera a las mujeres y niños de buena apariencia. También nosotros debíamos cuidar de nuestras provisiones. Además, pensé que tendría un efecto adverso sobre la moral de la guarnición el hecho de que sus soldados vieran a amigos y parientes morir de hambre ante sus propios ojos. Y eso fue ciertamente lo que ocurrió. Durante algunos días aquellos desdichados persistieron en sus desesperadas súplicas; luego, a medida que aumentaba su debilidad, se retiraban a solas o en grupos en busca ¾como suelen hacer los animales¾ de algún lugar retirado para dormir. Por lo menos se les ahorró una muerte aún más dura e indecorosa. Porque, en efecto, según se me informó después, en la ciudad ciertos galos habían propuesto, a medida que la necesidad aumentaba, que se sacrificara a aquellos no combatientes como animales a fin de que su carne pudiera mantener la fuerza de los que combatían. Tan desesperado e inflexible era el espíritu de aquellos patriotas galos.
Creo que casi todos esos desdichados que salieron de la ciudad murieron de hambre mucho antes de que apareciera el gran ejército de auxilio. Los galos mantenían una fuerza de proporciones manejables. Eran ocho mil hombres de caballería y alrededor de doscientos cincuenta mil de infantería. Quienes mandaban este enorme ejército eran Comio y unos buenos oficiales arvernios y eduos. Lanzaron conjuntamente con los defensores de la ciudad tres ataques contra nosotros con todas sus fuerzas. Todavía están vívidamente grabados en mi memoria los detalles de esos ataques. Recuerdo cómo el primer día nuestra caballería germana, al cabo de muchas horas de continuo combate, logró hacer otra vez que la suerte de la guerra se inclinara en favor nuestro. Recuerdo el ataque nocturno contra nuestras fortificaciones que siguió y el valor espléndido y los recursos que exhibieron nuestros hombres, quizá especialmente Trebonio y Marco Antonio, quien cuando está sobrio es un excelente soldado. Pero particularmente recuerdo con cuánta exactitud y cuidado sopesé la decisión del último día de lucha. En aquella batalla casi todos los hombres de mi ejército debieron combatir: yo enviaba constantemente refuerzos desde sectores más o menos tranquilos de nuestras defensas a sectores donde nos veíamos seriamente amenazados. Los galos lucharon desesperadamente, y hubo momentos en que nuestros hombres comenzaban casi a vacilar; pero esos instantes críticos pasaron. En un punto, Labieno restauró la situación; en otro, yo mismo conduje a la lucha nuestras últimas reservas y logré por fin rechazar el ataque que lanzaba Vercingétorix desde la ciudad. Entonces continué cabalgando, llevé conmigo las tropas que pude reunir, y me dirigí hacia la parte del frente en que Labieno aún resistía. Al mismo tiempo envié la caballería a través de nuestras líneas exteriores para atacar a los galos por la retaguardia. Los soldados vieron que la batalla estaba ganada y lucharon con redoblada ferocidad. Continuamos matando y matando mientras nos duraron las fuerzas. Lo que quedaba del gran ejército de auxilio se dispersó al día siguiente; y al otro día Vercingétorix y la guarnición de Alesia se rindieron.
Aparté los prisioneros arvernios y eduos. Estas tribus me habían hecho muchísimo daño y se habían comportado del modo más traicionero posible. Pero en la guerra así como en la política la justicia tiene a veces que ceder a la conveniencia. Era menester que exterminara a estas dos poderosas tribus o bien que me reconciliara con ellas. Mi propia naturaleza y los intereses del país me aconsejaron adoptar esta última actitud. De manera que, después de haber hecho convenientes arreglos para la entrega de rehenes, devolví unos veinte mil hombres a estas dos tribus y, al hacerlo, aseguré nuestros intereses para el futuro. Todos los otros prisioneros fueron distribuidos como botín entre mis soldados. Cada uno de mis hombres obtuvo por lo menos a un galo, ya para usarlo como servidor personal, ya para venderlo en el mercado. Perdoné a la mayor parte de los jefes, pues sabía que sólo mediante su acción me sería posible restablecer mi autoridad en el país. En cuanto a Vercingétorix, si bien era un excelente soldado, lleno de recursos, era asimismo un enemigo irreconciliable. Lo mantuve encadenado hasta que pude mostrarlo en mi triunfo, después de lo cual fue estrangulado como lo fue antes Yugurta y lo fueron otros grandes enemigos del pueblo romano.
Cuando se recibieron en Roma mis despachos en los que informaba sobre estas campañas, se produjo una considerable alteración en los sentimientos y en los cálculos políticos. El Senado decretó una ceremonia de acción de gracias en mi honor que duró veinte días.