3 BREVE VISITA A ROMA
Mientras contemplaba cómo los últimos transportes de Pompeyo zarpaban de Brindisi (Pompeyo había organizado perfectamente la evacuación) me sentí embargado por un amargo sentimiento de frustración y por primera vez odié a mis enemigos. Si hubiera dispuesto de barcos habría podido seguirlos y con toda probabilidad habría terminado la guerra rápida y decisivamente; pero pasarían muchos meses antes de poder construir una flota lo bastante grande para mis fines, y mientras tanto, aquellos pocos e irreconciliables enemigos míos me condenaban a librar una guerra que yo habría dado casi cualquier cosa por evitar y cuyo desenlace era a todas luces incierto.
Comprendí que, como tantas otras veces, mi seguridad dependía de que obrara con gran rapidez. Los dos peligros inmediatos que me amenazaban eran el poder naval de Pompeyo y sus bien dirigidas y bien organizadas legiones de España. Pompeyo era capaz de emplear su fuerza para cortar a Italia (y especialmente a Roma) las necesarias importaciones de alimentos. Mi posición en el país, que en cualquier caso no era fácil, se haría totalmente insostenible si no lograba evitar el hambre y toda la consiguiente dislocación de la vida normal. Por eso era necesario que dominara inmediatamente las regiones productoras de alimentos: Sicilia, Cerdeña y eventualmente África. En el caso de Sicilia y Cerdeña todo salió bien. Mis tropas ocuparon Cerdeña sin la menor dificultad. Envié a Curión a Sicilia con un ejército lo bastante grande no sólo para asegurarse la isla, sino también para que desde ella pudiera hacer frente a los pompeyanos de África. Sabía que podía contar enteramente con la lealtad, la energía y el entusiasmo de Curión. Ya había demostrado que poseía cualidades militares de orden superior, sólo que era algo impetuoso y por eso pusejunto a él a un general mío muy experto, Caninio Rebilo.
En Sicilia la población local volvió a dar la bienvenida a nuestras fuerzas, y la rapidez con que llegó Curión excluyó toda posibilidad de resistencia. De haber tenido tiempo, nuestros opositores habrían organizado alguna resistencia, ya que Pompeyo había confiado Sicilia al más enconado y tenaz de mis enemigos: Catón. Pero a Catón no le quedó otro remedio que evacuar la isla y embarcarse hacia Grecia para unirse a Pompeyo. Sin embargo, Catón nunca dejaba pasar ninguna oportunidad de demostrar que todos estaban equivocados, salvo él. En aquella ocasión, antes de abandonar Sicilia, pronunció un discurso en el que culpaba de todo a Pompeyo, quien, según dijo, se había enzarzado en una guerra innecesaria con recursos inapropiados. Tales criticas dirigidas a un comandante en jefe difícilmente convienen a un oficial subordinado; y en todo caso, las opiniones estratégicas de Catón pueden pasarse por alto, ya que carecían de toda consistencia. Sin embargo, tuvo razón cuando declaró que la guerra era innecesaria. Por ello es tanto más notable el hecho de que se opusiera con tanto ahínco a toda proposición que pudiera conducir a la paz, actitud que asumió hasta el día de su muerte. Catón era un estoico, y sin duda estaba dispuesto a ver todo el mundo, no ya tan sólo a Italia y las provincias, reducido a ruinas mientras no se practicase lo que él consideraba «justicia». Por cierto que él contribuyó en mucho a provocar la ruina que es inevitable en una guerra civil; pero no se hizo lo que él consideraba «justicia» (es decir, mi derrota). Con todo, más a causa de su arrogancia y de su persistente animosidad que de sus principios, odio aún su recuerdo.
Mi tío abuelo Rutilio era también un estoico, y sustentaba los mismos principios que Catón. Demostró que estaba dispuesto a sacrificar su vida y su fortuna antes que hacer concesiones o someterse a algo injusto; pero no habría estado dispuesto, como estuvo Catón, a sacrificar además de a sí mismo, a todo el mundo. Los moralistas estoicos consideran mártires tanto a Rutilio como a Catón. Yo personalmente veo gran diferencia entre estos dos hombres, y si por un lado puedo admitir que el carácter de Catón presentaba una especie de integridad, por otro no dejo de observar que también tenía mucho de inmodesto, incivilizado, presuntuoso e insensible. Yo mismo, en edad muy temprana (en la época en que vi cómo indignos enemigos sacrificaban a mi tío abuelo en los tribunales romanos), había decidido que si podía evitarlo no sería un mártir. Y el caso es que ni siquiera habría gozado de este dudoso honor si hubiera obedecido la ilegal decisión de un Senado aterrorizado y hubiese vuelto a Roma sin la defensa de mi ejército. No habría podido alegar ningún principio abstracto de justicia en los tribunales que se hubieran organizado para condenarme. Sólo podría haber alegado motivos de conveniencias, de humanidad, de eficacia y aquellos casos en que demostré clemencia. Y habría sabido que ninguna argumentación ¾ni siquiera mis conquistas galas¾ me hubiese salvado. Ahora me encontraba luchando por mi vida y honor, pero también luchaba por algo que si no merece el estoico nombre de «justicia», es quizá igualmente valioso en las cuestiones humanas. Luchaba por lo que era necesario, por la eficacia, y bien podía ser generoso. Se me oponían manos muertas, disecadas, envidiosas y vengativas que, a pesar de su aparente respeto a la tradición y a las instituciones que yo reverenciaba, eran restrictivas en su uso del poder y no podían ofrecer para el futuro sino una parodia sofocante del pasado carente de significación.
Si debía luchar, haría lo posible por vencer; aunque todavía abrigaba ciertas esperanzas de que Pompeyo y yo pudiéramos llegar a un acuerdo que condujese a la paz antes de que todas nuestras fuerzas se empeñaran en la lucha. Una vez tomadas las medidas apropiadas para asegurar el abastecimiento de alimentos a Italia, era evidentemente necesario que me enfrentara a los ejércitos que Pompeyo tenía en España. Para las operaciones que proyectaba necesitaba dinero, y para obtenerlo me serviría de gran ayuda una autorización oficial de las medidas que me proponía adoptar, silo que quedaba en Roma del Senado me la otorgaba. No desesperaba de recibir la clase de autorización que precisaba e hice cuanto pude porque varias figuras públicas, especialmente Cicerón, comprendieran el dilema en que me hallaba, a fin de que me prestaran su ayuda para que, si aún era posible, se crease una situación favorable a la paz.
Cicerón era la persona de quien yo más esperaba, y en su caso me vi profundamente decepcionado. Sabia que era inteligente, que odiaba la guerra civil y que en el pasado había intentado infructuosamente persuadir a Pompeyo para que aceptara mi anterior proposición, según la cual me quedaría en el norte con sólo la pequeña provincia de Ilírico y una fuerza de una o dos legiones. Asimismo, aunque hacía diez años que no lo veía, recordaba muy bien los tiempos de nuestra primera juventud, cuando éramos amigos. Y aún ahora estaba ligado a mi por ciertos lazos de interés y afecto. Teníamos la costumbre de carteamos sobre asuntos literarios; su hermano había servido conmigo en las Galias; y yo había ayudado al propio Cicerón no sólo prestándole dinero, sino también concediendo favores a varios protegidos suyos, que él me había recomendado. Es cierto que Cicerón siempre había sido admirador de Pompeyo y hasta cierto punto su amigo; pero era demasiado inteligente para tener buen concepto de Pompeyo como político y, a mi entender, también podría recordar cómo en la época de su destierro tanto Pompeyo como casi todos los miembros de las grandes familias no le habían mostrado gratitud alguna por los servicios que les había prestado en el pasado. Tenía la esperanza de que Cicerón me fuera útil, porque hasta entonces no había seguido a Pompeyo hacia el este; y cuando supo por su amigo Léntulo Spinter la manera en que yo había tratado a los prisioneros, me había escrito para felicitarme por mi acción. Me imaginaba que Cicerón sabia muy bien que si Pompeyo o Domicio hubieran estado en mi lugar, ninguno de ellos habría mostrado la menor clemencia. Yo había contestado inmediatamente a su carta y había pedido a mis amigos de Roma, Balbo y Opio, que lo trataran y que me informaran sobre su paradero.
La casa de campo a la que se había retirado no estaba lejos de mi camino de Brindisi a Roma. Fui a verlo, y mantuvimos una entrevista muy poco satisfactoria. Cicerón es sólo cuatro años mayor que yo, pero parece más viejo, y en aquella ocasión estaba evidentemente (aunque por cierto sin razón alguna) amedrentado por los hombres de armas de mi comitiva. A medida que se desarrollaba nuestra conversación comprendí que aunque estaba realmente horrorizado ante la idea de la guerra civil, lo que principalmente lo trastornaba era el pensamiento de que yo pudiera obligarlo en algún momento a comprometerse definitivamente con un bando u otro. Le dije que deseaba la paz, y él aprobó mis palabras con entusiasmo; pero cuando le pedí que hablara en el Senado en pro de la paz y patrocinara mi proyecto de enviar a Pompeyo otra diputación, esta vez compuesta por los senadores que quedaban en Roma, Cicerón inmediatamente comenzó a poner reparos y a excusarse. Temía, claro está, que Pompeyo y los demás lo consideraran como un mero agente mío si emprendía esta sensata y patriótica acción. Cicerón alimentaba una opinión demasiado alta de si mismo ¾o seria también lícito decir que la opinión de sí mismo no era lo bastante alta¾ para colocarse en una posición en la cual tuviera que afrontar las criticas de algunos miembros de la aristocracia. Además, no sabía qué partido ganaría la guerra, y Pompeyo ya había declarado que trataría como enemigo a todo aquel que entrara en cualquier clase de entendimientos conmigo. Entonces le señalé lo más claramente que pude que, a menos que existiera una verdadera perspectiva de paz, me sería necesario defenderme y que, especialmente, debía guardarme de la amenaza de los ejércitos pompeyanos de España. Uno habría pensado que cualquier niño comprendería la fuerza de esta argumentación; pero al parecer estaba fuera del alcance del entendimiento de Cicerón, que se limitó a repetir sus lamentaciones y a apremiarme para que no extendiera la guerra. Como continuaba tratándolo con cortesía y explicándole pacientemente las necesidades de la situación, advertí que comenzaba a recobrar cierto valor oratorio, aunque no se tomaba la molestia de comprender las razones que le estaba exponiendo. Por último, elevando su voz normalmente clara al tono muy impresionante que consigue cuando habla en público, me dijo: «Y si voy a Roma, como me pides, y hablo en el Senado, ¿qué te parecería si incito a mis colegas los senadores a hacer todo lo que puedan para impedirte llevar la guerra a España, o planear siquiera una campaña en el este?». Le repliqué que no me gustaría nada oír semejante discurso, el cual en todo caso no tendría absolutamente nada que ver con las necesidades militares. «Entonces -dijo Cicerón-, no iré a Roma.» Habló como si estuviera haciendo algún noble o trágico ademán. Verdaderamente no había hecho sino encontrar una débil excusa para la inactividad que de momento él prefería y que siempre prefirió en situaciones críticas, salvo cuando él personalmente puede ser el jefe de una de las facciones en pugna. A partir de entonces ya nunca volví a confiar en él, aunque aún me gusta oírlo hablar y admiro su tortuoso ingenio. Después de aquella primera fase de la guerra civil no volví a verlo hasta que ¾cuando ya se había decidido la batalla principal- se me presentó para implorarme que lo perdonara a él y a los otros que habían luchado contra mi. Le devolví todo lo que había perdido. A veces parece alimentar sentimientos de gratitud, y recientemente en el Senado me ha colmado de elogios, en cierto modo indecentes. Pero no confío en él. Sospecho que si me mataran mañana, él sería uno de los primeros en felicitar a los asesinos.
Salí de su casa, indignado, y me encaminé directamente a Roma. Hacía casi diez años que no veía la urbe en la que había transcurrido casi toda mi juventud. Había esperado volver a entrar en ella como cónsul legalmente elegido y celebrar allí el triunfo que mi ejército había ganado en las Galias, la Germania y Britania. Ahora me veía entrando como involuntario conquistador. Tuve cuidado en respetar, en la medida de lo posible, las propiedades. Como aún conservaba un mando oficial, invité a los miembros del Senado a que se reunieran conmigo fuera de los muros de la ciudad. A la reunión asistió un buen número de senadores, y todos escucharon con aparente respeto el discurso que pronuncié para justificar las medidas que había tomado. Hubo aplausos cuando declaré que todavía estaba dispuesto a buscar la paz mediante la negociación; pero cuando llegó el momento de discutir los pasos prácticos que deberían darse para hacer la paz, encontré exactamente la misma timidez y falta de realismo que había observado en Cicerón. Los senadores estimaban conveniente que se enviara una diputación a Pompeyo, pero ninguno de ellos tenía el valor suficiente para formar parte de tal diputación. Únicamente uno de los dos ex cónsules presentes hizo otra proposición definida; y él, lo mismo que Cicerón, me imploró que no extendiera la guerra a España. Me encontraba más o menos en la misma posición en que me había encontrado durante mi primer consulado. Entonces, también los senadores habían tenido la oportunidad de unirse a mí en un gobierno sensato, generoso y constructivo; pero habían preferido asumir una actitud de indignación o indiferente inercia. De manera que una vez más me veía obligado a obrar sin los senadores. Les informé que deseaba que ellos compartieran las arduas responsabilidades del gobierno, pero que sí no estaban dispuestos a desempeñar su parte, yo solo me haría cargo de todo el peso del gobierno.
Y así fue como, después de haber malgastado más de tres días en estas discusiones que a nada condujeron, tomé las medidas que me parecieron más apropiadas. Me proponía partir inmediatamente para España. Durante mi ausencia era necesario que tanto el gobierno civil como la defensa estuvieran en manos capaces y dignas de confianza. También era deseable que los oficiales y funcionarios que nombrase gozaran de cierto prestigio. Ya se me acusaba de ser un revolucionario. Muchos de mis mejores amigos y mis oficiales más eficientes pertenecían a familias desconocidas y eran por lo tanto sospechosos a los ojos del Senado y de los financieros, a quienes yo no quería tener por antagonistas. Por consiguiente, aunque sabía que mi amigo Balbo o hasta algún otro oficial joven habría gobernado Italia con efectividad y moderación, debía buscar, si era posible, personas cuyos nombres ya fueran bien conocidos, y mi elección estaba muy limitada por el hecho de que la mayor parte de los miembros de la aristocracia se había unido a Pompeyo. Afortunadamente pude contar con uno de los pretores, Lépido. Pertenecía a una excelente familia, pues era el hijo de aquel Lépido que en mi temprana juventud había intentado una revolución apoyada por varios amigos y parientes míos, pero en la cual me había negado a participar porque no le veía perspectiva alguna de éxito. Uno de los jefes de aquella revolución era Bruto, el marido de mi antigua amante Servilia, y el padre del joven Bruto a quien conozco desde su infancia y a quien quiero aún de manera excepcional. La revolución había sido sofocada por uno de los cónsules de aquel año, con la ayuda de Pompeyo, quien se hallaba entonces en el comienzo mismo de su brillante carrera. En el curso de las operaciones Pompeyo había hecho prisionero y luego dado muerte de forma traicionera al marido de Servilia. Desde entonces, el joven Bruto se había negado siempre a saludar o a hablar al asesino de su padre. Me apenó muchísimo saber que ahora, sin duda obedeciendo al influjo de su tío Catón, este joven se había reconciliado con Pompeyo y se había vuelto contra mi. Pero el joven Lépido, o bien recordaba a su padre más claramente, o bien había estimado con mayor exactitud las probabilidades del futuro. También él estaba relacionado con Servilia, pues se había casado con una de sus hijas. Yo no tenía un alto concepto de sus cualidades, pero Servilia me aseguraba que era hombre en quien podía confiarse. Aunque un tanto pomposo, era sin duda alguna un caballero y suscitaría, pensaba yo, cierto respeto. Por eso dejé la administración civil de Italia en sus manos y nunca hube de lamentar tal elección. Verdaderamente Lépido es admirable en cualquier situación en la que no tenga que tomar una decisión o tratar cuestiones militares. Lo recompensé de varias maneras, que lo contentaron mucho y que también contentaron a su suegra, Servilia. Gozó de la distinción de ser cónsul durante un periodo más largo que cualquier otro romano, puesto que me ocupé de que recibiera este honor en el año que, a causa de mi reforma del calendario, duró quince meses. Fue dos veces jefe de mi casa durante mis dictaduras, y cuando, dentro de un día o dos, me ponga en marcha para Oriente, volveré a dejar Italia en sus manos. Hará exactamente lo que le pidan que haga Balbo y Opio, quienes saben lo que quiero. Anoche cené con él y confío plenamente en su lealtad.
También en aquella primera ocasión en que dejé a Lépido considerables responsabilidades obró con tacto y sentido común. No puede decirse lo mismo del joven Marco Antonio, a quien dejé a cargo de las fuerzas armadas y de la defensa general del país. Durante mi ausencia hizo una innecesaria exhibición de su poder personal y riqueza; con demasiada frecuencia se lo vio embriagado en público y provocó gran escándalo al llevar siempre consigo no sólo a su verdaderamente atractiva amante griega, la actriz Cyrheris, sino también una especie de harén de jóvenes de ambos sexos. Por otra parte, yo no disponía de nadie mejor para las funciones que le había asignado. Antonio había sido elegido tribuno antes de que comenzara la guerra civil, pertenecía a una antigua y distinguida familia, gozó siempre de popularidad entre las tropas y nunca permitió que su tendencia a embriagarse y a los desórdenes le impidiese cumplir con sus deberes militares; en aquel tiempo era ¾y creo que aún hoy sigue siéndolo¾ absolutamente leal conmigo; podía contar con que él, si por alguna casualidad Pompeyo intentaba alguna operación contra Italia durante mi ausencia, procedería rápida e inteligentemente.
Confié otras importantes tareas a aquellos miembros de la aristocracia (y no eran por cierto muchos) que se habían comprometido en mi bando. Confié la urgente tarea de construir las flotas que pronto necesitaría al joven Dolabela, el yerno de Cicerón, y al joven Hortensio, el hijo de aquel Hortensio que antes de que Cicerón apareciera en escena era el mayor orador de la época. Y envié para que asumiera el mando en la provincia de la Galia Cisalpina a Marco Craso, que ya había servido conmigo con gran distinción y que era el hijo mayor de mi viejo amigo.
Antes de salir de Roma me apropié de una gran suma de dinero público (que los cónsules, en su irrazonable pánico, se habían olvidado de llevar cuando huyeron de la ciudad en enero) para emplearlo en la guerra. Cuando me hallaba a punto de apoderarme de este tesoro, un tribuno intentó oponer una objeción oficial. Pero esta vez mi paciencia estaba casi agotada. Había hecho todo lo que pude por medios legales y me veía forzado a dar otra vez forma a la legalidad, mediante el uso de las armas. Sin embargo, bastó amenazar a este tribuno para que retirase en seguida su oposición. Me contentó mucho no haber tenido que valerme de la violencia, puesto que hasta entonces, en aquella extraña guerra, yo no había derramado aún una sola gota de sangre. Sin embargo, estaba lo bastante exasperado para haber usado la violencia de haber sido necesario.
De manera que después de permanecer en la ciudad durante más o menos una semana, salí otra vez de Roma hacia el norte y el oeste. Durante parte del camino me escoltaron multitudes; mis partidarios del pueblo me aclamaron a gritos, y hubo demostraciones también por parte de aquellos que, a influjos de una propaganda hostil, habían creído que yo era capaz de organizar una matanza general de mis enemigos o que por lo menos permitiría que mis veteranos y mi caballería gala saquearan Roma y sus alrededores. Esa gente, sin duda alguna, se sintió aliviada al comprobar que sus aprensiones no tenían la menor justificación. Ahora, junto con los demás, bendecían mi nombre. Sin embargo, no eran aquéllas las bendiciones que deseaba recibir o que ellos deseaban dar. Entre los gritos proferidos por la multitud se distinguía con frecuencia la voz: «Paz, paz, danos la paz». Es cierto que no puede haber verdadero júbilo cuando se ve marchar a un general contra sus propios compatriotas. Yo sabia que los que me vitoreaban estarían contentos cuando me hubiera marchado, sencillamente porque la guerra se trasladaría de las inmediaciones de Roma a las provincias y, al menos por algún tiempo, ellos no tendrían que prestarle consideración muy seria. Tenían amigos y parientes en mis ejércitos y tenían amigos y parientes también en los ejércitos de Pompeyo y en los ejércitos que mandaba Afranio en España. Naturalmente, deseaban la paz, pero lo que anhelaban sobre todo era que se les permitiese continuar su vida ordinaria de comer, beber, ganar dinero, casarse, fornicar, ir al teatro y a los juegos. También esto era muy natural; pero ¡cuán pocos se daban cuenta de que esa vida ordinaria dependía de toda una suerte de factores en los que nunca se les había ocurrido pensar! El estado de los caminos, el precio del trigo, la efectividad de las flotas mercantes, los peligros de invasiones bárbaras; todas éstas eran cosas que de vez en cuando se discutían en reuniones públicas. Y sin duda alguna en los corrillos se hablaba del antagonismo de las ambiciones de Pompeyo y mías. Se nos imaginaba generalmente como luchadores en algún circo. Sin embargo, nada de esto tenía que ver con la guerra civil. La guerra, así lo sentía yo (aunque nunca la deseé), se libraba por el limpio y efectivo uso del poder y la organización; se libraba contra el oscurantismo, la corrupción y la decadencia. Y todas aquellas gentes que lanzaban su débil pero sincero grito en favor de una paz que yo siempre había buscado, eran incapaces de ver que, aunque dieran la bienvenida a cualquier clase de paz, una paz hecha de acuerdo con los términos de mis enemigos no constituiría en verdad ninguna garantía siquiera de seguridad o de prolongado goce de sus placeres ordinarios. En cierto sentido era una cuestión muy sencilla: el antiguo régimen había demostrado que no era capaz de gobernar y administrar. A mí no me falta ninguna de estas dos cualidades.
A pesar de ello, cuando salí de Roma los gritos que pedían la paz no tenían aún objeto ni sentido. ¿Cómo podía censurar a la gente común cuando entre los más grandes intelectuales y entre los nobles senadores había encontrado precisamente esa misma falta de objeto y de comprensión?