7 HACIA FARSALIA
Después de aquella batalla pasé una noche de insomnio e inquietud. Estaba convencido de que todos los trabajos y esfuerzos de los meses invernales se habían malgastado y que en modo alguno me era posible recobrar la posición que había perdido. Pompeyo no sólo había irrumpido a través de nuestras líneas, sino que las había desbaratado por completo. Si yo deseaba sobrevivir debía adoptar un plan completamente nuevo. Y comencé a sospechar ahora que el antiguo plan había sido desde el comienzo demasiado ambicioso. Podría haber tenido éxito frente a un general menos experto y enérgico que Pompeyo, pero lo cierto es que había fracasado y me parecía que contra todas las apariencias había sido Pompeyo, y no yo, el que esta vez había tenido la iniciativa. Él me había obligado a extender mis líneas hasta el punto de que le fue fácil romperlas y debilitar mi ejército, pues me vi en la necesidad de alejar grandes fuerzas del escenario de la acción. Mientras tanto, él había aumentado serena y eficazmente su ejército. Hasta aquella mañana yo podría haber pretendido que lo había acorralado de espaldas al mar; pero como él tenía el dominio completo de los mares, tal posición bien pudiera haber sido elegida por él mismo. Ahora tenía no sólo el mar a su alcance, sino completa libertad de movimiento en tierra. Si yo permanecía donde me hallaba debería entablar batalla inmediatamente o permitir que la caballería de Pompeyo nos aislara de las pocas fuentes de alimentos con que aún contábamos.
Consideré la posibilidad de ofrecer batalla. Sabía que por la mañana mis hombres estarían profundamente avergonzados de si mismos y que probablemente me apremiarían a que les diera una oportunidad de vengar su derrota. Pero éste era un riesgo demasiado grande. Un ejército derrotado no recobra su moral con tanta rapidez y parte de la confianza que los hombres muestran al día siguiente es mera bravata. Además, ¿por qué iba Pompeyo a arriesgarlo todo en un combate general cuando podía alcanzar sus objetivos recurriendo sencillamente al expediente de dejar que nos desgastáramos y nos muriéramos de hambre tal como había hecho yo con sus ejércitos de España?
Me pareció que sólo podía hacer una cosa: perder contacto con el enemigo lo más pronto posible y marchar luego tierra adentro, a Macedonia, para unirme con las dos legiones de veteranos al mando de mi general Calvino, que había ido hacia el este para vigilar los movimientos del suegro de Pompeyo, Escipión. Al adoptar este plan, alentaba la esperanza de que Pompeyo nos siguiera a Tesalia, donde se hallaría lejos de sus bases navales y depósitos y donde sería posible librar una batalla en términos más o menos iguales.
Existía desde luego la posibilidad de que, en lugar de seguirme, Pompeyo trasladara todo su ejército a Italia. Si hacia esto, yo me encontraría en una posición verdaderamente muy difícil y temía muchísimo que, por una razón u otra, los compañeros de Pompeyo pudieran persuadirlo de que abandonara a Escipión, cuyo ejército quedaría con seguridad aniquilado por mis fuerzas combinadas con las de Calvino, y que me dejara plantado en la Grecia central o en la Grecia septentrional, mientras él volvía a ocupar Italia e intentaba la reconquista de las Galias y de España. Como no disponía de transportes navales, debería emprender el difícil viaje por tierra, a través de Ilírico, y volver a invadir Italia desde el norte. No obstante, no esperaba que Pompeyo, por buen general que fuera, diese este paso que yo tanto temía. Pompeyo era lo bastante honorable para negarse a abandonar el ejército que Escipión le aportaba y lo bastante vanidoso para no desear que se dijera que una vez más se retiraba en lugar de avanzar; y, después de la victoria de Durazzo, tenía algunas razones para creer que le seria posible evitar ulteriores campañas, dando fin a la guerra en Grecia, donde a su juicio mi ejército ya manifestaba señales de desintegración.
En cuanto a mí, no tenía ningún otro plan que pareciera ofrecer alguna esperanza de éxito final. Debía apartarme de Pompeyo y del mar. Al día siguiente pasé revista a las tropas y dije cuanto pude para alentarlas. Era importantísimo que conservaran su fe en mi como comandante y me cuidé especialmente de señalar que, cualquiera hubiera sido la causa del desastre del día anterior, ésta no podría atribuirse de ningún modo a defectos de mi parte en la dirección militar. Yo los había conducido a una posición donde la victoria parecía segura, y luego había salido mal. Alguien (no yo) pudo haber dado una orden equivocada. Alguien (no yo) pudo haberse mostrado cobarde. O bien todo aquel episodio pudo haber sido resultado de uno de esos caprichos de la suerte que hay que aceptar en la guerra y que cuando ocurren casi parecen ejemplos de una intervención sobrenatural. Les recordé todos los triunfos pasados. Les mencioné especialmente el curioso revés que habíamos sufrido antes de Gergovia y cómo a ese revés había seguido una inmediata victoria absoluta y completa.
Como lo había previsto, las tropas exigían ahora con gran clamoreo que las condujera contra el enemigo. Por todas partes vi a viejos soldados que lloraban de vergüenza al recordar cuán desastrosamente se habían comportado el día anterior. Algunos de los mejores oficiales y centuriones estaban tan impresionados por la determinaciónde los hombres, que me aconsejaron con vehemencia que volviera a presentar combate. Yo mismo reconocí el entusiasmo de las tropas, pero preferí darles tiempo para que se afianzaran en su resolución. Una vez más exigí trabajo duro y marchas forzadas. Los hombres, en su ansiedad de mostrar cuál era su espíritu, rivalizaban entre sí para hacer con rapidez y eficiencia todas las faenas necesarias. A decir verdad, los centuriones apenas tenían que molestarse en dar órdenes. Habíamos levantado el campo y nos habíamos puesto en marcha antes de que Pompeyo se hubiera dado cuenta de lo que ocurría. Con todo, perdió poco tiempo en dedicarse a nuestro seguimiento. Su caballería estaba bien llevada y probablemente dirigida por Labieno. Me dijeron luego que ésta fue una de las numerosas ocasiones en las que Labieno había garantizado la victoria. Si realmente Labieno se jactó de tal cosa, debía de haberse olvidado de algunas de nuestras experiencias de las Galias. Allí, al combatir contra la caballería de Vercingétorix, enormemente superior a la nuestra, a menudo habíamos comprobado que una pequeña fuerza mixta de caballería e infantería ligera de primera clase era notablemente eficaz en acciones defensivas. De manera que en nuestra retirada de Durazzo, cuando la caballería de Pompeyo se precipitó sobre la cola de nuestra columna en un difícil paso fluvial, me valí de alrededor de cuatrocientos hombres de las tropas de choque junto con unos pocos escuadrones de caballería gala y germana. Estas fuerzas derrotaron por completo a la caballería enemiga, muy superior en número. Algunos de mis hombres me informaron después que el enemigo mostraba particular disgusto en acercarse siquiera a los lugares en que les hacían frente las enhiestas lanzas de nuestra infantería. Parecía, según me dijo un soldado, que los enemigos cuidaban más sus rostros que sus caballos. Tuve muy particularmente en cuenta este detalle.
Nos llevó tres días de marchas forzadas escaparnos de la enconada persecución de Pompeyo. Mi próximo objetivo era unirme a Calvino y a sus dos legiones. Ya le había enviado mensajes para que se encaminara al sur en la dirección de Tesalia y no tenía ninguna razón para creer que no estuviera cumpliendo mis órdenes. Pero lo cierto es que nunca las recibió. Los efectos de mi derrota de Durazzo habían sido tan grandes que casi todas las ciudades y distritos del interior de Epiro y Macedonia, que hasta aquel momento habían obedecido mi autoridad, cambiaron súbitamente de bando y se declararon en favor de Pompeyo. Mis mensajeros fueron, pues, interceptados, y Calvino, que no tenía ninguna noticia de la batalla, estuvo a punto de llevar directamente a su ejército a una trampa que le tendió Pompeyo. Lo salvó un feliz accidente. Ocurrió que una de sus patrullas se encontró con algunos de los asistentes de los dos jefes galos que habían desertado de mi ejército y que habían proporcionado a Pompeyo tan valiosa información sobre mis posiciones. A los galos les gusta jactarse, y éstos no pudieron resistir la tentación de contar a los hombres de Calvino lo que ellos llamaron mi derrota total de Durazzo. En el momento en que Calvino recibió estas noticias, el ejército principal de Pompeyo se hallaba sólo a cuatro horas de marcha del lugar en que se encontraba Calvino; pero al obrar pronta e inteligentemente, mi general salvó intactas a sus fuerzas y, después de una difícil marcha por los montes, se me unió en el nordeste de Tesalia. Sus dos legiones de veteranos me dieron la fuerza suplementaria que necesitaba, y ahora, si se me presentaba la ocasión de hacerlo, estaba dispuesto a entablar batalla formal.
Sin embargo, no era seguro que Pompeyo me ofreciera esta oportunidad. Después de la batalla de Durazzo, según descubrí, se celebró un consejo de guerra, y en él Afranio había apremiado vehementemente a Pompeyo para que invadiese Italia y dejara que mi ejército se desintegrara por si mismo en Grecia. Pero la opinión general estaba en contra de esta sugerencia. Los estrategas aficionados que rodeaban a Pompeyo acusaron a Afranio de cobardía, y volvió a salir a la luz aquella vieja historia según la cual Afranio me había vendido España y su ejército. Afirmaban llenos de confianza que ahora yo me hallaba en retirada y que seria muy sencillo acabar por fin conmigo. Y en realidad, muchos de estos nobles romanos, que eran políticos antes que 'generales, estaban tan seguros de un rápido y para ellos satisfactorio fin de la guerra que ya hacían planes para las próximas elecciones en Roma. Muchos enviaron agentes a Italia para que les alquilaran casas convenientemente situadas cerca del foro y se produjeron serias discusiones entre Spinter y Domicio Enobarbo sobre cuál de ellos ocuparía mi lugar como pontífice máximo, una vez que yo hubiera muerto. Posteriormente, Escipión presentó su propio nombre para este puesto supuestamente vacante, y las discusiones se hicieron aún más enojosas.
Desde luego que el propio Pompeyo no era víctima de estas fáciles ilusiones de sus partidarios. Pero deseaba ganar la guerra en Grecia, sin dar la impresión de que se retiraba y sin abandonar a su suegro Escipión. Creía que podría aún causarme graves daños al poner obstáculos en mis líneas de abastecimiento y al acosarme de forma tal que la desesperación me hiciera presentarle batalla en condiciones desfavorables para mí. De modo que también él se encaminó por sendas más fáciles a Tesalia y reunió sus fuerzas con las de Escipión en Larisa. Su ejército era ahora enormemente superior al mío en cuanto a número de hombres, especialmente de caballería.
El trigo no estaba aún maduro, y nuestros soldados tuvieron que soportar grandes penurias durante la marcha. Había muchos enfermos en el ejército, y probablemente ello se debía al estado de debilidad física que nos habían provocado nuestras escasas raciones en el sitio de Durazzo. Pero creo que lo que más nos impresionó fue la actitud de la gente de las ciudades y aldeas por las que pasábamos. En las Galias, en España y en Italia se nos había mirado a veces con hostilidad y a menudo con temor; con mucha frecuencia también encontramos ese violento entusiasmo con que la gente saluda la victoria y el triunfo. Pero ahora experimentábamos una sensación que nos era por completo desconocida. La gente se reunía en grandes cantidades para observar nuestro paso o para intentar vendernos los pocos víveres de que podían prescindir; pero en sus ojos y en sus ademanes no observábamos nada de lo que estábamos acostumbrados a ver. Algunos nos miraban con compasión, otros casi con desdén. Tardé algún tiempo en comprender que se nos consideraba un ejército derrotado. Los agentes de propaganda pompeyanos habían sido tanto más eficaces por cuanto ellos mismos creían en su propia propaganda. Ahora se suponía en general que la guerra estaba virtualmente terminada y hasta se planteaba la cuestión de si mis hombres, en última instancia, lucharían. Lo cierto es que cuando gradualmente las tropas se percataron de cómo se las consideraba, primero se quedaron atónitas y luego se enfurecieron. Advertí en ellas una serena y salvaje determinación. No se jactaban de nada, pero era evidente que todo el ejército, enfermo y desgastado como estaba, pensaba en el momento en que pudiera mostrar incuestionablemente hasta qué punto se distinguía en coraje, experiencia y disciplina militar.
Los habitantes de la ciudad tesalia de Confi tuvieron la desgracia de desafiar a mis tropas cuando se hallaban en este estado de ánimo. Anteriormente, los ciudadanos de aquel lugar me habían enviado una embajada que me ofreció su ayuda en todo sentido y me pidió una guarnición. Ahora, convencidos de que habíamos perdido la guerra, nos cerraron sus puertas. La ciudad estaba rodeada de altos muros y disponía de muchos defensores; pero me pareció (y también al ejército) un insoportable insulto el hecho de que semejante plaza se aventurara a resistir a los hombres que habían tomado Avarico, Alesia y Marsella. Al atardecer di la señal para el asalto. Al ponerse el sol la ciudad estaba en nuestras manos y hasta la mañana siguientepermití que los soldados hicieran lo que quisieran con los habitantes y sus propiedades. Era una ciudad rica, y en ella se descubrieron y consiguieron grandes depósitos de alimentos y vino. Al día siguiente prácticamente todo el ejército estaba ebrio; pero lo curioso es que se trataba de una ebriedad que no aletargaba a los hombres. Aun durante la marcha continuaban bailando, cantando y bebiendo del vino local que se llevaron consigo. La columna parecía más una procesión báquica que un ejército romano. Pensé que sin duda al día siguiente no se sentirían tan bien. Pero aquél fue un extraño caso (en mi experiencia, el único caso) en que un prolongado desorden produjo saludables efectos físicos. Después del saqueo de Confi ya no hubo enfermos en el ejército. Algunos médicos con los cuales he discutido este asunto me sugirieron que en ciertas circunstancias una cantidad suficientemente grande de vino puede modificar y mejorar el equilibrio de la constitución física, especialmente cuando el equilibrio se ha perturbado. a causa de la debilidad y el agotamiento. Esto podrá ser así, aunque yo me inclino a creer que la súbita recuperación de la salud del ejército se explica más bien por causas psicológicas. Mis hombres se habían demostrado que todavía poseían la capacidad de vencer la resistencia que se les oponía. Luego, tal vez el vino les haya ayudado a olvidar que habían sido derrotados.
La noticia de lo que había ocurrido con Confi indujo a las otras ciudades de la llanura tesalia a abrirnos sus puertas hasta que nos aproximamos a la gran ciudad de Larisa, donde estaban establecidos Pompeyo y su suegro Escipión, con sus ejércitos unidos.
Me interné en la llanura de Farsalia, con la esperanza de que allí, en un terreno que era ideal para el uso de la caballería, Pompeyo se resolvería a dar una batalla decisiva. Pero pronto fue evidente que Pompeyo no haría nada que me facilitara las cosas. También él condujo su ejército a la llanura y acampó en un lugar elevado, no lejos de mi posición. Durante algunos días mantuvo a su ejército en orden de batalla, un poco más abajo de su campamento. Obviamente esperaba que yo, por desesperación, ordenaría a mis hombres que lo atacasen en esa posición verdaderamente fuerte en la que él no sólo tenía la pendiente de la colina a su favor, sino que además podría, en el caso de que las cosas no le salieran bien, retirarse detrás de sus fortificaciones. Pero yo no estaba tan desesperado para cometer errores elementales de táctica. Dispuse mi ejército en tierra llana, debajo de las alturas, con lo cual desafiaba a Pompeyo a que también él descendiera y se enfrentase con nosotros en igualdad de condiciones (aunque cualquiera fuera el terreno en que combatiéramos, Pompeyo siempre nos aventajaría con mucho por su superioridad numérica). Pero no dio ninguna señal de querer aceptar mi desafío. Otra vez más parecía que era él quien imponía su voluntad a la mía. Y comencé a pensar que recuperaría la iniciativa únicamente si volvía a alejarme de él e intentaba, de una manera u otra, interceptar sus comunicaciones, ya con Larisa, ya con sus bases del Adriático. Estábamos en pleno verano y me imaginaba que por viejos que fueran mis veteranos eran aún capaces de marchar con rapidez y más lejos que cualquiera de las tropas que mandaba Pompeyo, aunque después de la batalla de Durazzo no me sentía en modo alguno inclinado a menospreciar las cualidades combativas de sus hombres.
De manera que, al haber perdido la esperanza de entablar la acción general que yo deseaba, di orden de levantar el campamento. Era un quieto amanecer y hacía mucho calor, aun a esa hora tan temprana. Los soldados habían comenzado a envolver las tiendas de campaña, y yo había dispuesto el orden de la marcha de modo que estuviésemos protegidos de los ataques que pudiera lanzarnos la caballería de Pompeyo. De pronto, el jefe de una de mis patrullas se llegó hasta mí a caballo (yo estaba de pie frente a mi tienda) y, lleno de excitación, me dijo que había observado un inusitado movimiento de líneas enemigas en el campamento de Pompeyo. Lo primero que se me ocurrió fue que Pompeyo de alguna manera había conjeturado cuáles eran mis intenciones o bien había sido informado de ellas y se disponía a lanzar contra nosotros toda su caballería para impedirnos la marcha. Pero en seguida me llegaron otros informes en rápida sucesión: todo el ejército de Pompeyo estaba en movimiento y pronto se hizo evidente que abandonaba su posición de las alturas y hacía formar a su ejército en orden de batalla en terreno llano. El momento que habíamos estado aguardando se presentaba súbita e inesperadamente. Di orden de que se desplegara en seguida fuera de mi tienda la túnica escarlata, y cuando los soldados vieron esta señal de combate, se levantó un gran clamoreo que se difundió de compañía en compañía y de legión en legión. Los hombres abandonaron las tiendas y corrieron a las armas. Había algo de jubiloso en su celeridad, pues aunque a muchos, sin duda alguna, les repugnaba la terrible perspectiva de derramar la sangre de sus compatriotas, estaban convencidos ahora de que la paz que tantas veces y tan en vano yo había intentado lograr, podría conquistarse sólo de ese modo. Además, ellos, acostumbrados a considerarse invencibles, tenían una derrota que vengar.
Mientras iban ocupando con rapidez y precisión sus lugares apropiados en la línea, me adelanté a caballo lo más lejos que mi seguridad consentía, para ver cuál era la disposición del enemigo. Pronto comprendí que Pompeyo se proponía librar esta batalla precisamente de la manera en que yo había esperado que él, con Labieno de consejero, lo hiciera. La llanura del Emipeo era un excelente terreno para la caballería, y era evidente que el enemigo haría el mayor uso posible de esta arma, en la que tanto me aventajaba. De manera que no me sorprendió ver que el ala derecha del enemigo, sin ningún apoyo de caballería, descansaba a orillas del río Emipeo y que todas las tropas ligeras (tenía excelentes honderos) y toda la caballería se concen traban en el ala izquierda, donde había gran espacio para maniobrar. Notoriamente, la intención era introducir el desorden en mi ala derecha, rodearía y luego atacar mi infantería por retaguardia. No era un mal plan, y si yo no hubiera adoptado las medidas correctas, bien podría haber tenido éxito. Posteriormente, claro está, se dijo que Pompeyo se había visto más o menos obligado a correr el riesgo de entablar aquella lucha. Él mismo, así hubo de decirse, se oponía a la idea de arriesgarlo todo en una batalla; sólo que debió acometer la acción apremiado por los políticos que lo rodeaban, quienes, ansiosos de volver a Roma, pretendían que sólo la pasión de Pompeyo por conservar el poder supremo era lo que le impedía terminar conmigo rápida y fácilmente. Esta historia no es sino parte de la propaganda sentimental de lo que aún queda del partido de Pompeyo. Por una razón u otra, a esta gente le gusta creer que su gran jefe fue apartado en el momento critico de sus designios y no precisamente por error suyo. Tales partidarios harían más honor a Pompeyo si aceptaran realmente el hecho de su grandeza. Él era demasiado buen comandante para permitir que hombres ignorantes de lo que era la guerra influyeran en sus decisiones militares. Es posible que haya prestado demasiada atención a Labieno, quien, al parecer, se imaginaba que mi ejército había sufrido una pérdida irreparable en cuanto a eficacia, sencillamente por haberlo abandonado él. Pero creo que Pompeyo, una vez que hubo sopesado convenientemente todas las circunstancias, llegó a la conclusión de que no era desacertado esperar una victoria completa y fácil. Y en verdad, como me han dicho después, él hubo de declarar en un consejo de guerra que se celebró poco antes de la batalla que no creía que fuera necesario emplear la infantería. El ataque de la caballería seria tan demoledor que todo mi ejército se desbandaría antes de ponerse al alcance de las jabalinas de la infantería pompeyana. En ese consejo de guerra Labieno aseguró a sus oyentes que la flor de mi ejército ya no existía, pues la había eliminado la enfermedad o estaba agotada de fatigas o había sido muerta en Durazzo. Juró que no volvería al campamento si no salía victorioso de la acción. Me pregunto si no se había olvidado de un juramento análogo que hicieron los jefes de la caballería de Vercingétorix antes de la acción de Alesia.
Pero cuando cabalgaba en las primeras horas de aquella mañana para observar el movimiento de las legiones y escuadrones de Pompeyo en la llanura, no tuve tiempo para especular sobre las razones o las seguridades que lo impulsaban a ofrecer batalla. Sabía que sus fuerzas nos sobrepasaban en número. Pompeyo tendría unos cuarenta y cinco mil hombres en su línea de infantería, y yo sólo veintidós mil para hacerle frente; pero la desproporción entre las fuerzas de caballería era mucho mayor: Pompeyo disponía de siete mil jinetes y gran número de honderos y arqueros para apoyarlos; yo sólo contaba con poco más de mil caballeros, en su mayor parte galos y germanos. Una vez más, según me pareció, tendría que improvisar: era Pompeyo, antes que yo, el que establecía los términos en que se libraría la batalla; y si no lograba resistir y rechazar a sus siete mil jinetes, podría ser derrotado. Sin, embargo, a menudo las batallas se ganan por improvisaciones y una defensa eficaz puede convertirse en un ataque arrollador.
Es curioso que, aunque aquella vez pensaba en improvisar, fue una de las pocas batallas mías en las que todo se desarrolló casi exactamente como lo había previsto. Sin duda alguna es una batalla que puede figurar en un manual militar; en parte a causa de la rapidez y su completo carácter decisivo, en parte a causa de que los factores obvios que condujeron a la victoria o a la derrota son fáciles de recordar. Fue también, si atendemos a todo lo que en ella estaba comprometido y al número de hombres que intervinieron, la mayor batalla que se haya librado jamás entre romanos. Me gustaría poder afirmar que, al ganarla, mostré alguna notable destreza o previsión, algo de esa calidad que marcó todas las victorias de Aníbal o de Alejandro o, en nuestros días, de aquel hombre casi olvidado, Quinto Sertorio; pero no puedo hacerlo. Una vez más fue Pompeyo quien tomó la iniciativa. No fui yo quien lo induje a cometer lo que vino a ser un error. Sencillamente me limité a afrontar una obvia amenaza con procedimientos que ya había empleado antes contra los galos. Salvo esto, la batalla se libró según líneas absolutamente ortodoxas. Lo mismo que la mayoría de mis batallas, la ganaron mis soldados. Desde el comienzo pensaba que venceríamos, y mis soldados compartían mi confianza.
Tuve apenas el tiempo justo para tomar las previsiones necesarias. Las legiones se dispusieron en tres líneas y mandé a la tercera línea que no entrara en acción hasta recibir la orden de hacerlo. Toda mi caballería estaba en el flanco derecho. Lo único que esperaba de ella era que resistiera por unos pocos instantes el abrumador ataque de la caballería de Pompeyo, pero detrás de mi ala derecha tenía yo una fuerza especial de seis cohortes que había retirado de la tercera línea de la infantería. Dije a los hombres de estas cohortes que el resultado de la batalla dependía enteramente de la manera en que ellos se condujeran. Su misión consistía en cargar a pie, en el momento oportuno, contra todo el peso de los siete mil jinetes de Pompeyo. No deberían arrojar las jabalinas, sino usarlas a manera de lanzas. Les dije que apuntaran a los rostros de los jinetes y los alenté a creer que esos jinetes, jóvenes de las mejores familias romanas, estaban más familiarizados con las escuelas de danza que con los campos de batalla y que retrocederían como muchachas ante el frío acero manejado por fuertes brazos. Algunos de los jinetes de la caballería pompeyana seguramente entraban en esta definición, pero sabía muy bien que Pompeyo contaba además con algunos excelentes contingentes de caballería procedentes de las Galias y de Capadocia y sabía asimismo que no era exacto afirmar que todos los aristócratas romanos fueran cobardes; yo mismo podría servir como ejemplo para contradecir semejante afirmación. Con todo, lo que yo sabia y lo que Pompeyo y Labieno parecían haber olvidado, era que ninguna fuerza de caballería del mundo, a menos que sea absolutamente superior en número, puede hacer gran efecto en una infantería resuelta, bien adiestrada y bien armada. Yo no consideraba que la superioridad numérica con que contaba Labieno fuera arrolladora. Suponía que si mis seis cohortes derrotaban a aquella caballería (y la caballería cuando se halla en retirada desaparece muy pronto de un campo de batalla), el ala izquierda de Pompeyo quedaría expuesta exactamente al mismo peligro de verse rodeada con que él amenazaba mi ala derecha. En el resto de la línea sin duda mis hombres se comportarían con valentía.
Había una extraña atmósfera de solemnidad en aquellos momentos que precedieron a lo que todos sabían que sería un encuentro decisivo. En ambos campos se llevaron a cabo los tradicionales sacrificios de animales, y la formalidad de esas ceremonias parecía tener algo de aterrador. No habíamos tenido tiempo para tales ceremonias cuando nos enfrentamos con los nervios, pero ahora, cuando nos preparábamos a luchar contra nuestros hermanos romanos, tuvimos tiempo suficiente para celebrarlas. Algunos de nosotros experimentábamos la pavorosa sensación de que mirábamos no al enemigo, sino a nosotros mismos en un espejo; pues frente a nosotros no teníamos ni a británicos pintados, ni a galos monstruosos, ni tocados germánicos. Veíamos en cambio las armas, los escudos y los estandartes de los legionarios de Roma. Volvía a sentir otra vez una fría cólera contra aquellos empedernidos enemigos míos que al amenazar mi vida y honor se habían llevado ellos mismos y nos habían llevado a mi y a mis hombres a aquel terrible momento de decisión. Pero no había tiempo ni necesidad de reflexionar en las causas del acontecimiento que con certeza iba a verificarse dentro de poco. Mi cabeza, y en verdad todo mi cuerpo, pareció colmarse con esa serenidad, avidez y fuerza sin límites que a menudo he conocido antes y durante la batalla.
Había decidido cuál sería el grito de guerra que pronto proferirían más de veinte mil gargantas. El grito era «Venus victrix», pues Venus es, si hemos de creer en los dioses, la guardiana de mi familia. Sabía que tanto Sila como el propio Pompeyo habían usado el nombre de la diosa en órdenes de batalla. Ahora ella y el ejército de las Galias deberían desempeñar los papeles que yo necesitaba que desempeñasen. Me adelanté a caballo y recorrí las líneas de la décima legión que, como de costumbre, ocupaban el ala derecha. En cualquier momento los trompeteros harían sonar la señal de ataque, pues la caballería de Pompeyo ya avanzaba, y yo no iba a postergar el encuentro general hasta que aquélla hubiera desplegado sus escuadrones a su satisfacción. Cuando miré los rostros de los hombres advertí que compartían la avidez que yo mismo sentía. Entre ellos distinguí al veterano Cayo Crastino. Era centurión mayor de la décima legión cuando el año anterior había abandonado el servicio, pero pronto había vuelto a alistarse y ahora exhortaba a sus viejos camaradas y a los hombres más jóvenes, todos los cuales lo conocían y conocían asimismo su reputación de ser uno de los mejores y más valientes soldados del ejército. Le grité: «Y bien, Cayo Crastino, ¿qué piensas de nuestras posibilidades?». Y él me respondió, a grandes voces: «Venceremos, César, y venceremos gloriosamente. Y al terminar este día estarás orgulloso de mi, vivo o muerto». Amé a aquel hombre cuando le oí decir estas palabras. En ese momento sonaron las trompetas, y Cayo Crastino se adelantó para dirigir el ataque del ala derecha.