14 LA PACIFICACIÓN DE LAS GALIAS
Nuestra victoria de Alesia fue decisiva, pero las Galias distaban aún mucho de la paz y una vez más me vi obligado a pasar el invierno al norte de los Alpes. Aunque, como me informaban constantemente Balbo y otros amigos de Roma, mis intereses personales me urgían a prestar atención a las vicisitudes políticas de Roma, antepuse a todo las Galias. Incluso en pleno invierno emprendí varias operaciones punitivas o de precaución y para ello utilizaba las legiones, por así decirlo, en turnos, de manera que mientras algunas descansaban otras se hallaban en servicio activo. Cuando no estaba empeñado en estas operaciones me encontraba infinitamente absorbido por los asuntos de varias tribus, y al terminar el invierno había conseguido asegurar nuestra posición en la mayor parte del país, aunque sabía que en la siguiente estación de campañas me esperarían aún algunas duras luchas. La principal oposición se hallaba en el norte, donde Comio y otros habían organizado una combinación muy poderosa de tribus belgas; y en el sudeste había asimismo grandes y poderosas concentraciones de rebeldes que aún se resistían a someterse. Se sabía que mi mando en las Galias no duraría legalmente más de dos años, y los patriotas galos se imaginaban que si lograban resistir hasta ese momento conseguirían tratar ventajosamente con cualquier sucesor que se designara en mi lugar. Pero yo estaba resuelto a consolidar mis conquistas y tenía la esperanza de que, ahora que habíamos aplastado el poder de los arvernios y de los eduos, ninguna otra alianza de tribus obtendría éxito. Intenté por todos los medios a mi alcance granjearme la buena voluntad de los que ya se habían sometido, y respecto de todas las tribus de la Galia central y la Galia oriental mis esfuerzos se vieron enteramente coronados por el éxito. Estas tribus habían aprendido su lección, y ahora los hombres más capaces y ambiciosos de ellas comprendían (como yo había esperado desde el principio que hicieran) que encontrarían las mejores oportunidades para distinguirse y favorecer a sus compatriotas en el servicio conmigo. Mantuve frecuentes conversaciones con jefes de todo el país y vi que comenzaban a comprender que Roma podía ofrecerles un futuro mucho más espléndido que su pasado y que ese estado de constantes guerras intestinas, inestabilidad e ineficiencia al que ellos estaban acostumbrados difícilmente merecía el nombre de «libertad». Me hubiera gustado exponer a Comio estos puntos, puesto que era él uno de los galos más inteligentes que he conocido; pero me daba cuenta de que, sobre todo a causa del torpe intento que hizo Labieno de asesinarlo, se había convertido en un enemigo irreconciliable. Nos pusimos en marcha contra él y la liga belga que Comio había ayudado a organizar a principios de la primavera y, aunque en aquella región yo disponía de siete legiones para combatir, encontramos una resistencia desesperada y tenaz. Al fin vencimos y prácticamente aniquilamos a la grande y poderosa tribu de los belovacos, que constituían la principal fuerza militar de la liga. Comio, como siempre, escapó. Él fue el único de todos los jefes sobrevivientes que no hizo ningún ofrecimiento de paz o sumisión.
Los únicos rebeldes que aún se resistían se hallaban en el sudeste, y mis generales los vencieron con gran habilidad hasta que los últimos restos de sus ejércitos derrotados se refugiaron en lo que se consideraba la inexpugnable fortaleza de Uxelloduno. Me parecía esencial que este centro final de resistencia quedara absolutamente destruido; y por lo tanto yo mismo me dirigí al sur para vigilar las difíciles operaciones que era preciso practicar allí. Fue aquélla mi última acción militar contra los galos, y en este caso ellos formaban una cuadrilla de hombres desesperados, colmados de fanático odio contra nosotros; se hallaban bien abastecidos de provisiones y ocupaban una ciudadela imposible de tomar por asalto. Por fin, después de prolongadas y arduas operaciones de excavación, les cortamos sus abastecimientos de agua. Supusieron que se había operado un milagro, que aquello era una señal de disgusto divino y se rindieron. La mayor parte de ellos eran culpables criminales y resolví dar un ejemplo. Hice cortar las manos de todo aquel que hubiera llevado armas y luego los dejé en libertad. Era éste un castigo salvaje y en nada de acuerdo con mi naturaleza, más inclinada a la misericordia; pero me parece que me sentí justamente enfurecido por la incapacidad de aquellas gentes para seguir la lógica de los acontecimientos. Yo deseaba el fin de la lucha, y un período, por breve que fuera, en el cual pudiera establecer la paz y el orden verdaderos y dar a mis soldados algo del descanso que se habían ganado.
Se ha calculado que durante nuestras campañas de las Galias dimos muerte a un millón de hombres y tomamos a otro millón como esclavos. Diría que estas cifras son más o menos exactas y que merecen compararse con los setecientos muertos, que fue la mayor cifra de hombres que perdí en una batalla. Debería asimismo recordarse que desde el momento de la rendición de Uxelloduno hasta el presente, la paz y el orden reinan en todas las Galias. El país goza de mayor prosperidad que nunca. En sus florecientes ciudades hoy se rinde culto a mi estatua con honores divinos. Si algunos de los adoradores elevan en mi honor brazos privados de manos, éstos ¾de acuerdo con el curso natural de las cosas¾ pronto desaparecerán y serán reemplazados por otros que estarán agradecidos, según espero, por el bienestar y la cultura y que no conservarán recuerdo alguno de las miserias de sus mayores o de los trabajos que padecieron mis legiones.
Durante todas las campañas de aquel año y el invierno y el verano que siguieron debía dedicar mucho tiempo y atención a las cuestiones políticas de Roma. Allí mis enemigos eran más fuertes que nunca y no me cabía la menor duda de que se proyectaba eliminarme de la vida pública. Estaba acostumbrado a esta clase de oposición en política y me imaginaba que con el prestigio de mis victorias galas y en virtud de la mera existencia de mi ejército no tendría ninguna dificultad para alcanzar lo que deseaba cuando terminara mi gobierno en las Galias, que era sencillamente el consulado. La situación presentaba un factor que me inquietaba: la ambigua actitud de Pompeyo. En los tiempos de mi primer consulado, él había tenido una gran necesidad de mi ayuda. La mayor parte de los senadores se le había opuesto; es más, los miembros más reaccionarios habían sustentado la absurda opinión de que Pompeyo era un peligroso revolucionario. Últimamente, aquellos senadores se habían dado cuenta de que en verdad Pompeyo era por naturaleza uno de ellos. Después de todo, había comenzado su carrera como joven oficial favorito de Sila. Difería del senador conservador medio en el hecho de que era mucho más hábil y poseía una vanidad verdaderamente extraordinaria. Mientras se empleara su habilidad y se satisficiera su vanidad, Pompeyo se sentiría más feliz en el papel de defensor de la constitución que en ningún otro. En los últimos años, precisamente ése era el papel que había adoptado con éxito. Su admirable eficacia para asegurar a Roma el abastecimiento de trigo, los procedimientos brutales y violentos, pero no por ello menos eficaces, en virtud de los cuales había restaurado el orden después del asesinato de Clodio, habían aumentado su prestigio y corroborado la opinión que él tenía de si mismo, esto es, que era indispensable e incomparable. En los días pasados, cuando estaba casado con mi hija Julia, Pompeyo y yo nos hallábamos en inmejorables términos. Yo ponía cuidado en alimentar su vanidad, y él era lo bastante inteligente para aceptar mi guía en la intrincada urdimbre de la vida política. Yo no había conquistado todavía mi reputación militar; debía más dinero que nadie en Roma. Tenía gran influencia sobre el pueblo, un prestigio bastante brillante en la vida social, pero a juicio de la mayoría de la gente, ningún otro mérito de valor. Por supuesto Pompeyo no tenía razón alguna para sentirse envidioso de mi; y aunque no desestimaba la ayuda política que le había brindado, estaba convencido ¾y en este caso sí con cierta razón¾ de que la ayuda que él me prestaba era mayor.
Pero en los últimos ocho años la situación se había modificado radicalmente. Tanto él como yo, aunque de manera diferente, nos habíamos hecho más fuertes. Pompeyo aún gozaba de su gran reputación de soldado y era además una potencia en política. Todos sus antiguos enemigos del Senado miraban hacia él y estaban ansiosos de obtener su apoyo. Asimismo gozaba ¾como hubo de gozar con tanta frecuencia durante su vida entera¾ de varios poderes extralegales. Aun permaneciendo en Italia tenía bajo su mando personal siete legiones en España y, como demostró en aquel consulado que equivalía a una dictadura, podía emplear las tropas para intimidar a los tribunales y determinar la condena de aquellos que él deseaba que fueran condenados. En tanto que yo, debido a mi prolongada ausencia de Roma, no tenía en absoluto la autoridad que en otra época había tenido en la política de la urbe; aunque todavía era popular y tenía la certeza de que, cuando me presentase como candidato al consulado, sería elegido. Tanto en reputación como en poder real era yo una persona completamente diferente de aquel general sin experiencia y político práctico que había luchado contra los helvecios. Mis hazañas acaso no fueran tan espectaculares como las de Pompeyo en Asia, pero habían sido bastante significativas. Había tenido que afrontar dificultades mayores que las que jamás debió afrontar Pompeyo (salvo quizá en su no muy gloriosa campaña contra Sertorio) y me daba cuenta de que, aunque Pompeyo tuviera buenas tropas y oficiales en España, mi ejército era el mejor del mundo. No tenía la menor intención de emplear ese ejército en una guerra civil; pero sabia por experiencia que la mera posesión de un ejército era en nuestros tiempos un resguardo necesario.
Los planes que mis enemigos maquinaron contra mí durante estos años eran bien fáciles de seguir, y las cartas de Balbo y de otros me mantenían regularmente informado sobre ellos. He de reconocer que me irritaba profundamente comprobar hasta qué punto aquellos enemigos eran irreconciliables. Durante los últimos ocho años no les había dado motivos para odiarme y hasta me había desviado de mi modo de ser para reconciliarme con algunos de ellos. Mientras vivían tranquilamente en Roma, yo pasaba noches sin dormir y duros días en la conquista y defensa del imperio. Por cierto que me enriquecí y conquisté gloria mientras lo hacia, pero desde la altura de mi experiencia y disciplina solía mirar con cólera y desprecio a aquellos hombres de Roma que, según se me decía, tenían la costumbre de hablar de mí como de un general improvisado, cuyo interés capital era obtener ganancias con el tráfico de esclavos, y de mis hombres como de gentes dadas a los placeres y a la rapiña. Tales cosas si podrían haberse aplicado a aquellas personas que me pidieron cobardemente que las licenciara en lugar de marchar contra Ariovisto; pero ahora en mi ejército había pocas, por no decir ninguna, de esas personas. Además corrían otras historias, precisamente opuestas, que mis enemigos de Roma difundían sobre mi. Según estas versiones, yo había expuesto a mis soldados a marchas tan largas, a trabajos tan interminables de fortificación, a fatigas tan continuas, que estaban a punto de amotinarse. Los soldados anhelaban que se designara a otro general para sucederme, y ciertamente la mayor parte de ellos desertaría y se pasaría al bando opuesto, si se produjera algún conflicto armado entre Pompeyo y yo. Me dijeron que el propio Pompeyo se inclinaba a creer estas historias, especialmente si se las embellecía con el agregado de que mi ejército preferiría servir bajo su mando que bajo el mío.
Estaba acostumbrado a los caprichos y extravagancias de la opinión pública y al uso deshonesto de la propaganda política. Yo mismo había dirigido eficaces y muy deshonestos ataques contra Lúculo, con fines exclusivamente políticos. Pero por lo menos había alguna verdad en las cosas que entonces decíamos, como vino a probarlo el hecho de que a fin de cuentas Lúculo no consiguió dominar a su ejército. En los ataques de que se me estaba haciendo objeto no había ninguna verdad. Debía reconocer que en Roma había un pequeño círculo de gente que, hiciera yo lo que hiciese y por más que intentara una reconciliación, no quedaría satisfecho hasta verme muerto o desterrado. No hay duda que aún hoy quedan algunos de aquellos enemigos, pero no tienen la menor posibilidad de disponer mi destierro. Con frecuencia me he preguntado cómo ocurrió que yo, que siempre tuve en Roma amigos más devotos que nadie, pude haberme creado un círculo tan enconado en mi contra. Y en verdad no era fácil, ni lo es hoy, hallar una explicación. Sabia por ejemplo que esas personas nunca me perdonarían los procedimientos, un tanto arbitrarios, de mi primer consulado. Sin embargo, en general se admitía que las leyes que hice aprobar eran buenas y necesarias; beneficiaron a mucha gente y no dañaron a nadie, salvo quizá a uno o dos grandes propietarios rurales, por lo demás ineficientes, como Domicio Enobarbo, quien, de acuerdo con lo que me informaron, estaba particularmente interesado en que se lo designara mi sucesor en las Galias. Además, todas las acciones de mi primer consulado se llevaron a cabo con el apoyo de Pompeyo. Y Pompeyo era ahora el modelo de la respetabilidad republicana, en tanto que yo, que en el ínterin había estado enteramente dedicado a luchar por Roma en el exterior, era considerado por los amigos de Pompeyo como un demagogo irresponsable, casi otro Catilina.
A veces me divertían y a veces me encolerizaban los informes que recibía de maliciosas habladurías e intrigas de aquellos enemigos míos. Pero no los tomaba realmente en serio, puesto que me parecía que en el pasado había conseguido superar con bastante facilidad maquinaciones políticas mucho más peligrosas. Ahora la situación general era distinta. Mis enemigos podrían verdaderamente arruinarme, si se las ingeniaban para hacerme ir a Roma sin mi ejército y como simple particular, antes de que fuera elegido cónsul por segunda vez. Me acusarían de un crimen u otro (probablemente remontándose aun a mi primer consulado), y si mientras tanto se aseguraban el apoyo de Pompeyo, que a las puertas de Roma conservaba aún su mando militar, podrían hacerme condenar y de esta manera excluirme en el futuro de la vida política. Pero para frustrar esta trama lo único que yo tenía que hacer era conservar mi mando hasta que hubiera resultado electo cónsul, momento en el que automáticamente me vería libre de todo riesgo de proceso. Y durante mi consulado, claro está, yo adoptaría las medidas necesarias para mi seguridad futura. Ya había logrado, en virtud de la ley aprobada por los diez tribunos, permiso para presentarme a las elecciones del consulado hallándome ausente. Todo cuanto necesitaba ahora era una pequeña extensión del periodo de mi mando. Y parecía bien razonable pedir esto atendiendo al estado de las Galias y al hecho de que acababa de extenderse considerablemente y sin motivo alguno el mando que Pompeyo tenía en España.
Con todo, en el año que siguió a la rendición de Vercingétorix, la mayor parte del cual la dediqué a ultimar la pacificación de las Galias, comprendí que en el Senado la opinión poco a poco se volvía contra mí. Uno de los cónsules de ese año era Marco Marcelo, muy acerbo enemigo mío. Podría haber tenido un enemigo aún más cruel y mucho más capaz que su colega, por cuanto Catón se había presentado en las elecciones de aquel año. Pero Catón había proclamado que pedía el voto de sus conciudadanos por los méritos que él tenía y que no se proponía gastar un solo denario en la elección. Como cabía prever, no resultó elegido. Pero así y todo, Marcelo me hizo todo el daño que pudo. A principios del verano, cuando todavía luchaba en las Galias, intentó plantear en el Senado la cuestión de mi destitución y reemplazo. Mediante las habituales tácticas de dilación, mis partidarios lograron que se postergara la discusión de este asunto hasta el otoño, época en que la guerra de las Galias había terminado y en que existía la vigorosa opinión de que mis hazañas deberían recibir honores y gratitud antes que la vergüenza que proponía Marcelo. Pero se convino en que toda la cuestión de las provincias galas se debatiera el 1 de marzo del año siguiente.
El desenlace de todas estas maniobras no me preocupaba todavía. Me había ganado con creces la distinción de un triunfo y de un segundo consulado; no tenía ninguna intención de modificar la constitución; no estaba amenazando a nadie. En tales circunstancias, no me parecía posible que mis enemigos llegaran tan lejos como para obligarme a luchar por mi honor y mi vida. En el Senado bastaría hacer uso de un veto tribunicio, a mi entender, para frustrar cualquier súbita maquinación y para darme un poco de respiro, que era lo único que deseaba. Ello no obstante, veía que mis enemigos se habían hecho más fuertes en los últimos dos años y comprendía que me sería preciso usar todo el dinero y la influencia que poseía para estar seguro de que sus planes quedarían en agua de borrajas. Hubiera deseado que Clodio todavía viviera, puesto que él me habría ayudado con la violencia; y hubiera deseado que Cicerón se hallara en Roma, ya que estaba seguro que él me ayudaría con la moderación. Pero Cicerón, bastante contra su voluntad, había sido designado gobernador de Cilicia y cabía inferir que se hallaba seriamente inquieto ante la posibilidad de tener que hacer frente a una invasión parta. De mi estado mayor le envié a su hermano Quinto y le aconsejé que escogiera otros oficiales competentes, puesto que me era difícil imaginar al gran orador a la cabeza de un ejército. A decir verdad, Cicerón obró muy bien en su provincia, no hubo ninguna invasión parta, y al año siguiente se presentó en Roma para reclamar un triunfo por haber exterminado a una cuadrilla de bandidos en alguna parte de las montañas. Luego, aunque ya era demasiado tarde, intentó hacer entrar en razón a algunos de mis opositores.
Lo que yo más anhelaba era una oportunidad de verme con Pompeyo y lamentaba mucho la existencia de ese anticuado artículo de nuestra constitución que prohíbe a un general cruzar la frontera de Italia mientras conserve el mando de su ejército. Pero como es natural, también me disgustaba el que esta barrera legal no tuviera efecto alguno en el caso de Pompeyo, que tenía siete legiones en España y sin embargo permanecía cerca de Roma. Si hubiera podido entrevistarme con él, sé que lo habría persuadido de la conveniencia de que actuásemos concertadamente. Pero no fue posible. Todos mis contactos con Roma se llevaban a cabo a través de intermediarios.
Hice de ellos el mejor uso que pude. Una de las personas que me resultaron más útiles en aquellos momentos fue el joven Marco Antonio. Pronto me aficioné mucho a él, y a decir verdad continúo queriéndolo, a pesar de los grandes disgustos que me ha dado. Cuando se me presentó por primera vez tenía la reputación de valiente militar, pero singularmente disipado y lleno de deudas. Era una reputación no muy diferente de la que yo tenía a esa edad, salvo que entonces a nadie se le hubiera ocurrido considerarme un soldado. Pronto comprobé que Antonio, aunque terriblemente bebedor, era en verdad muy buen soldado. Es resistente, inteligente y tiene esa fácil generosidad que, atrae a los subordinados con devoción. Se había comportado admirablemente en la guerra contra Vercingétorix; me deparaba gran placer su compañía, y estaba resuelto a ayudarlo en su carrera militar y política. En el año posterior al sometimiento final de las Galias, se proponía presentarse a las elecciones de tribuno y también se le ofreció una oportunidad de postularse para un importante puesto en el cuerpo sacerdotal. Usé toda mi influencia en favor de Antonio en estas dos elecciones, pero antes me había relacionado secretamente, en parte por consejo de Antonio, con uno de sus amigos de Roma, quien hasta su trágico fin me sirvió del modo más leal. Se trataba del joven Curión, que hasta entonces se había proclamado siempre como inflexible enemigo mío. Quizá sencillamente para llamar la atención, puesto que sólo estaba en los comienzos de su carrera política. Había sido un gran amigo de Clodio y luego se había casado con su viuda. Pienso que fue esa temible mujer quien le aconsejó que un buen procedimiento para hacerse conocer en política era comenzar por atacar ¾de igual modo que había hecho su anterior marido¾ a cualquier figura relevante del momento. Curión era tan disipado, capaz y valiente como Antonio. También más cargado de deudas. Pagué sus deudas, que no distaban mucho de las mías cuando Craso acudió por primera vez en mi auxilio, y le ayudé a asegurarse la elección de tribuno para el año en el cual estaba decidido que el Senado debatiría la cuestión de designar a alguien que se hiciera cargo de mis provincias. Habíamos convenido en que nuestro pacto sería mantenido en secreto el mayor tiempo posible. Curión continuaría atacándome, pero atacaría también a Pompeyo e insistiría, en interés de la paz, en que si se me pedía que entregara mi ejército debía pedírsele también a Pompeyo que entregase el suyo. Bien sabia yo que Pompeyo nunca haría semejante cosa.
Curión se hizo cargo de sus funciones de tribuno en diciembre del año en que con la toma de Uxelloduno completamos la represión de la rebelión gala. Podía confiar en que Curión cuidaría de mis intereses en el Senado durante aquel año y para el año siguiente esperaba que Antonio resultara elegido tribuno. Antes de que Antonio terminara entonces su período de funciones oficiales, yo, si todo salía bien, sería elegido cónsul.
Después de Uxelloduno, pasé el invierno con las legiones en las Galias, y al llegar la primavera podía esperar razonablemente que todo el país permaneciera en paz. Los galos habían hecho un esfuerzo supremo y estaban agotados. Las pérdidas de hombres y de propiedades habían sido enormes. Los encontré dispuestos a aceptar complacidos las ventajas de nuestra organización superior para reconstruir su economía y fijé el tributo que debían pagar a Roma en una suma muy modesta, pues sabia que pasarían muchos años antes de que el país se hubiera recuperado por completo. Pero ahora no teníamos ningún enemigo peligroso en las Galias. Hasta Comio se había sometido. En una ocasión en que yo me encontraba en el sur, se había dirigido a Antonio con la promesa de abstenerse de toda actividad antirromana y sólo pedía que se le permitiera mantener su juramento de no volver a presentarse nunca más ante un romano. Antonio, bien intencionado y acertadamente (puesto que ya había pasado el momento de la represión) aceptó este ofrecimiento de sumisión. Posteriormente, así me han dicho, Comio abandonó las Galias y se fue a Britania, donde logró fundar un reino propio. Me gustaría volver a verlo, pero dudo de que tenga tiempo o sea útil volver a visitar aquella isla bastante decepcionante.
También durante el año siguiente estuve muy ocupado con los asuntos de las Galias. En realidad, estuve tan ocupado con estos asuntos y con la situación política de Roma que no terminé mis Comentarios sobre la guerra gala. Había conseguido completar la relación de los hechos hasta la derrota de Vercingétorix en Alesia y había escrito los dos últimos libros muy rápidamente, a fin de que pudieran publicarse en Roma lo antes posible. Me satisfizo mucho comprobar que los admiraban grandemente por su estilo los mejores críticos, incluso Cicerón, cuya buena opinión es ciertamente digna de tenerse en cuenta. No estoy del todo insatisfecho con esta obra. La gran prisa con que fue escrita parece haber dotado de una especie de apremio al relato, por lo menos en algunos pasajes. La relación es esencialmente realista, aunque quizá he disimulado el hecho de que al comienzo casi estuvimos a punto de que nos derrotaran los helvecios, y en el momento de la publicación me preocupé en señalar que ésta no es una obra literaria terminada, sino más bien un conjunto de notas que pudiera prestar algún servicio a futuros historiadores. Esas notas tenían también, claro está, un objeto más limitado e inmediato, que consistía en preparar el camino para mi consulado al ofrecer a las clases letradas de Roma la oportunidad de ver con claridad y desde otra perspectiva lo que yo y mi ejército habíamos hecho. Pero dudo de que, desde su punto de vista, me hayan prestado mucha ayuda. Mis amigos eran los mismos de siempre (algunos de ellos hasta me eran perjudiciales políticamente), en tanto que ningún argumento o demostración podía convencer a mis enemigos de algo que ellos no quisieran creer.
Supongo que una de las debilidades de mi carácter estriba en que me resulta difícil comprender tanto el odio como la envidia, aunque he tenido abundantes ocasiones de observar sus efectos. Aun hoy puedo muy bien tener enemigos acerbos e inflexibles que estarán sin duda entre aquellos a quienes he perdonado sus crímenes contra mí o cuya ayuda he recompensado. Por cierto que en el penúltimo año que pasé en las Galias no tenía idea de hasta qué punto estaban resueltos a aniquilarme mis enemigos de Roma y sólo en el último momento hube de tomar precauciones para salvarme.
Uno de los cónsules para aquel año, otro Marcelo, estaba casado con Octavia, mi sobrina nieta. El siempre me había tenido animadversión, y desde que yo sugerí que Octavia lo dejara y se casara con Pompeyo, se pasó al bando de mis enemigos. Yo había sobornado al otro cónsul para que permaneciera inactivo. Curión había servido admirablemente bien mis intereses durante todo el año (o mejor dicho hasta el 9 de diciembre, cuando expiraba su mandato). Había vetado todas las proposiciones de nombrar un sucesor mío y había resistido firmemente a los intentos que hizo Marcelo por intimidarlo. Ni siquiera me disgustó seriamente un decreto del Senado que me hizo desprenderme de dos de mis legiones. Había ciertas razones para sospechar el peligro de un ataque parto en el Oriente, y para afrontarlo se pidió a Pompeyo y a mí que contribuyéramos con una legión. Pompeyo decidió contribuir con la legión que me había prestado unos años antes, y yo también envié a Italia una legión mía. Equivocadamente, supuse que se enviarían en seguida al este o bien que se me devolvería mi legión.
En verano hice una rápida visita a la Galia Cisalpina, donde las ciudades me ofrecieron una magnífica recepción. Muchos elementos de mis legiones procedían de esa región, y sus pobladores sabían que si al año siguiente resultaba elegido cónsul, intentaría asegurarles los derechos de ciudadanos romanos que se merecían desde tanto tiempo atrás. En ese momento me enteré de que Antonio había ganado en las dos elecciones. Lo tendría como tribuno de mi parte, en lugar de Curión. Y Antonio también había derrotado a mi enemigo Domicio Enobarbo en la elección del sacerdocio. Por otra parte, mi candidato para el consulado, un viejo oficial mío, no había ganado la elección, y los dos cónsules para el año siguiente pertenecían al partido de mis opositores. Así y todo, yo sólo tenía que frustrar los esfuerzos que ellos hicieran contra mi durante unos pocos meses de su año de funciones oficiales y me imaginaba que Antonio podría hacerlo fácilmente.
Me reuní de nuevo con las legiones que estaban al otro lado de los Alpes y en el país de los tréveros hice lo que pretendía ser una revista final de mis tropas. Por fin aquellos hombres habían tenido un año fácil; muchos de ellos pensaban ya en el momento de licenciamiento, después de haber participado en el triunfo que seguramente me decretarían. Fue aquélla una ocasión muy conmovedora para todos nosotros. Yo me proponía pasar el invierno al sur de los Alpes y envié la decimotercera legión a la Galia Cisalpina, donde más tarde iría a reunirme con ella. En cuanto a mis otras ocho legiones, establecí sus cuarteles de invierno entre los belgas y los eduos. Tanto a los efectos de la seguridad como de la conveniencia, éstas eran las mejores regiones. También llegaron a mis oídos ridículos rumores que corrían en Roma y que pretendían que yo estaba concentrando mi ejército para invadir Italia. Al mantener sólo una legión en la provincia meridional, esperaba mostrar cuán infundados eran esos rumores.
A principios de invierno me hallaba establecido en Rávena. Había estado en constante comunicación con Roma y podía inferir que allí, desde mi punto de vista, la situación empeoraba. Pero en caso necesario estaba dispuesto a hacer concesiones mucho mayores de lo que nadie se habría esperado. Hice saber que si el Senado deseaba reemplazarme en las Galias yo no opondría ninguna objeción; que me contentaría con dos legiones y la pequeña provincia de Ilírico hasta el momento en que fuera elegido cónsul. Creía que semejante ofrecimiento seria aceptado con gran júbilo por todos los partidos. Me equivocaba. En la segunda quincena de diciembre, Curión llegó inesperadamente a Rávena. Me traía las noticias más graves que pudieran darse. Aun entonces creí que podía evitarse una guerra civil, pero comprendí inmediatamente que había llegado el momento de tomar ciertas precauciones. Envié mensajeros al norte con órdenes de que las legiones octava y duodécima abandonaran sus cuarteles de invierno y se pusieran en marcha en dirección a Italia.