18. ADIÓS, ÍÑIGO
CREO que han pasado tres meses. Tres. Y digo creo porque no soy muy consciente del tiempo que transcurre. Quise volver al trabajo cuanto antes, para centrarme, así que un día después del funeral volví al estudio a intentar trabajar. Me fue bien, al menos me pude centrar en algo. Los clientes se me hacían muy cuesta arriba al principio pero poco a poco fui capaz de controlar mis estados de ánimo y a parecer la Paula decoradora chic de siempre. Lo hice tan bien que solo Betty notaba mi verdadero estado depresivo. Ha estado tan pendiente de mí todo este tiempo... Vino al tanatorio y si no vino al funeral es porque lo hicimos en la más estricta intimidad. Me ayuda hablar con ella, desde su experiencia, pero la veo poco y solo en horas de trabajo.
Estoy instalada temporalmente en casa de mis padres, básicamente por mi hermano, que está incluso peor que yo. Voy y vengo en el día, en el coche que tenía mi madre, chupándome casi cuatro horas de viaje en total. Pero al menos duermo algo más tranquila acompañando a mi hermano y tratando de enseñarles a él y a mi padre a hacer las cosas que mi madre siempre delegó en las mujeres. Hace un par de semanas mi padre me insistió para que volviera a mi propia casa pero yo no quise, aún veo indefenso y perdido a Raúl. También a mi padre y lo cierto es que me da pena. Lo que una mujer hace en su familia no se aprecia hasta que deja de hacerlo. Lleva el timón. Absolutamente. Me dice que lo importante es que Íñigo y yo estemos juntos y que ellos ya se las apañarán, pero me resisto a creerle. Solo un poco más.
Íñigo y yo... Nos vemos menos, claro. Al principio él se empeñó en venir a casa de mis padres conmigo pero le convencí para que no lo hiciera. Hacer cuatro horas de coche al día enajena a cualquiera y sé que Íñigo no lo hubiera soportado. Además él aquí no conoce a nadie y estaría permanentemente rodeado de tristeza, y yo necesito que esté fuerte para mí. Finalmente desistió y me hizo caso, así que solo nos vemos un rato antes de volverme a marchar. Si trato de alargarlo, acabo llegando a casa de madrugada e Íñigo se enfada porque no quiere que conduzca tan tarde y sola. Así que por A o por B nos hemos visto como una pareja de novios de dieciocho años. Los fines de semana se viene conmigo, pero no tenemos intimidad en casa de mis padres y apenas hacemos otra cosa que ver películas, dar paseos y algún café. Algunos sábados nos quedamos en nuestra casa y salimos a cenar con sus amigos o los míos, tratando de hacer vida normal, como el día que celebramos su cumpleaños. Pero me cuesta lo indecible sonreír y estar con gente. Es, sencillamente, insoportable; así que normalmente esas noches acaban con una discusión de las de aúpa, principalmente porque cargo contra él sin piedad.
Y sé que todo esto hace mella en nuestra relación. Él dice que no, claro, que está conmigo y lo estará pase lo que pase; que capearemos el temporal y que, aunque me echa terriblemente de menos, entiende que estoy donde debo estar. Luego vuelve a la carga con mudarse él también y empezamos a discutir. Y ese es el problema: discutir. Estoy tan nerviosa e irascible que solo soy un manojo de mal humor. Todo me sabe mal, todo lo tomo por el lado negativo, todo... lo que hace o dice Íñigo. Constantemente le reprocho cosas, le grito, me enfado con él, le riño o suelto perlitas que sé que le hieren. No tardo ni dos segundos en pedir perdón y en tratar de suavizarlo, pero el mal ya está hecho y al final le digo otra lindeza mayor. Y me siento culpable, claro. Porque él suele aguantar estoicamente mis arrebatos. Suele. A veces no los soporta y se enfada, me grita o trata de pararme los pies. A veces incluso se va y deja de hablarme unas horas porque no puede más. Y eso hace que yo vuelva a la carga. Que mi mal humor crezca y crezca en espiral. Sí, con él siempre estoy de mal humor. O triste y llorosa. O rabiosa. O no sé cómo estoy.
Así que me dejo llevar por las emociones que voy sintiendo cada día. Y eso lo paga Íñigo y nadie más. De puertas para afuera lo llevo «muy bien». La gente me dice que se me ve fuerte y que estoy tirando muy bien para adelante, saliendo, trabajando y haciendo vida normal. No saben que todas las noches se me hinchan los ojos de tanto llorar y que por las mañanas tengo ataques de ansiedad. No saben que cada día grito a mi novio y le echo la culpa de todos los males de este mundo y me quejo de todo lo que hace, hasta cuando se suena la nariz delante de mí. No saben que hemos hecho el amor una sola vez desde que mi madre nos dejó y solo lo hice por él, el otro día, cuando celebramos con una cena romántica nuestro primer año juntos. Como realmente no tenía ganas, la cosa me salió rana y se me notó enseguida, claro; y él se cabreó por querer hacerlo solo por complacerle, y yo porque él se cabreara. No saben que le insulto, que le reprocho continuamente cosas, que le mataría cada dos minutos y que le lloro arrepentida después. No saben que soy una inmadura, débil e infantil.
Sé que Íñigo habla con Vera y Nero. Que comentan cómo me ven. Pero sé que no les cuenta que la mayor parte de los días no puede ni respirar, porque hasta que haga eso me molesta. Sé que no les dice que la mayor parte de los días consisten en discutir o llorar o ambas. Sé que no les dice que hace acopio de toda su paciencia y todo su amor para que yo no estalle y que estoy insoportable. Sé que no les dice que me estoy comportando como lo hizo mi madre. Y sé que le ha pedido consejo a su padre, puesto que su madre cayó en una fuerte depresión cuando su abuela falleció, pero ignoro qué le dice o qué le aconseja; aunque intuyo que la palabra clave es paciencia. Paciencia. Y paciencia es algo que Íñigo no tiene, como yo. Mi hombre perfecto está desbordado y perdido. No sabe qué hacer. No sabe cómo tratarme. No sabe cómo acertar. Y un hombre impaciente e impulsivo que no sabe cómo actuar es peligroso. Sé que me va a dejar. Tarde o temprano se quemará y me dejará por agotamiento. Y no hay cosa que más me duela y me dé más miedo: pensar que Íñigo me va a dejar por mi puta culpa. Y lo peor es que sé que me lo merecería, porque estoy siendo la persona más odiosa de la tierra con él.
A Vera la veo muy poco. El poco tiempo libre que tengo lo uso para enfadarme con Íñigo. Pero hablamos cada día y tratamos de vernos un ratito de vez en cuando. Me hace sonreír porque ya se le va notando el embarazo. Está de unos cinco meses pero como ella tenía un vientre más plano que mi tabla de planchar, solo se le ha empezado a dibujar una curvita. Está emocionada y yo me siento culpable por no poder disfrutar con ella al cien por cien de lo más bonito que le ha pasado en la vida. Me ha sugerido ir al psicólogo, para que me ayude a encararlo. Lo he pensado, pero a la postre no me la va a devolver así que no sé. Además, solo han pasado tres meses. Lo normal es que esté como estoy ¿no? Quiero darme tiempo, que me den tiempo. Me recuperaré. Aprenderé a vivir sin mi madre. Pero necesito tiempo. Admito que he leído algo en internet. Se supone que estoy en el periodo del duelo y todavía gestionando el hecho de hacerme a la idea. Un año, dicen. Y llevo tres meses.
Todavía no me he asumido que mi madre no está. Todavía no me creo del todo que no la vaya a volver a ver, que no voy a volver a besarla, a abrazarla, a reñir con ella. A veces me enfado internamente muchísimo con la vida y hasta con ella porque seguro que cruzó sin mirar; también conmigo, por no haber estado a su lado ese día; o con mi padre por lo mismo. Pensar en ella me duele. Recordarla me duele. No solo emocionalmente sino también físicamente. Me dan ataques de ansiedad y taquicardias.
Y así estoy. Cada día sin saber dónde estoy pero aparentando saberlo perfectamente. Es agotador.
Sentada en el sofá de nuestra casa con una taza de té humeante y un cigarrillo, reflexiono sobre todo esto mientras espero a que Íñigo salga de un juicio. Los odio. Nunca sabes cuándo van a terminar y no tengo forma de contactar con él. Ya estoy enfadada sin darme cuenta, y él, evidentemente, no tiene la culpa. Pero estoy cabreada como una mona así que intento tranquilizarme con mi cigarrillo y mi taza de té y me digo a mí misma que si no paro esto, se va a largar. Tiemblo solo de pensarlo. Si Íñigo me dejara yo... No puedo ni planteármelo. Y le odio por eso. He llegado a un punto de dependencia atroz. Quizá me dé tanto pavor sentirme dependiente que hago daño inconscientemente a la persona que necesito. Como una especie de venganza. O quizá solo es mi manera de expulsar la rabia.
Rabia. Mares de rabia. Y me imagino la situación al revés y consintiendo que Íñigo me riñera a todas horas, me gritara, me insultara, me echara broncas, me dijera que no a todo y luego que sí y luego que no otra vez y que todo lo que hago está mal. Pienso que eso lo aguantas unas semanas pero luego te agotas. Lloro. Pobre Íñigo ¿cómo puedo estar haciéndole esto? No puedes seguir así, Paula, me digo. No puedes seguir haciéndole este daño. Si no sabes cómo pararlo tendrás que... La puerta se abre.
—¡Hola nena!
—Hola.
Íñigo entra en el salón, se sienta a mi lado y me da un beso en los labios. Me sonríe y acaricia la cara. Lo intenta con todas sus fuerzas y yo me muero de pena porque solo tengo ganas de calzarle una hostia por llegar tan tarde.
—¿Cómo está mi chica?
—Aburrida, joder.
—Lo siento cariño, he venido en cuanto he podido.
—Ya. ¿Qué tal el juicio?
—Un coñazo y agotador. Tenemos la siguiente vista en menos de dos semanas. Estamos poniendo toda la carne en el asador, así que espero ganarlo, pero está difícil.
—Genial.
—Sí.
Silencio incómodo. Me siento como una mierda. Me está hablando de su día a día, del caso más importante que ha tenido entre manos y sé lo emocionado y asustado que está ante este reto. Meses atrás está conversación habría durado horas. Hablaríamos sobre sus miedos, su forma de afrontarlo y los entresijos de su trabajo. O del mío, según el que tocara ese día. Pero ahora, sencillamente, me da igual. Dios, Paula, lo vas a perder por tu culpa.
—¿Te apetece que vayamos a dar un paseo, Pau?
—¿Con este frío? Evidentemente no.
Digo con toda mi mala hostia.
—Pues, ¿Quieres ir a ver la exposición de Magritte; al cine? Nos da tiempo antes de que te vuelvas.
—¿Qué pasa, no te apetece estar a solas conmigo?
Suspira.
—No empieces. No es eso, por Dios. Solo proponía hacer algo por si te apetecía, pero por mí perfecto que nos quedemos en casa.
—Ya, seguro. ¿Te agobio verdad? Te saco de tus casillas y no puedes más.
Lo digo con pena, sollozando. Él se acerca y me abraza la cintura.
—Ey, vamos nena.
—Soy insoportable.
—Claro que no, cariño. Estás destrozada, que no es lo mismo.
—Íñigo, si quieres dejarme, aunque sea por un tiempo yo... lo entenderé.
—Uf, Paula, empiezo a cabrearme, eh.
—Lo siento.
—No pasa nada pero no vuelvas a decir eso ¿vale?
—Vale. Perdona.
Sonríe y yo hago un amago de sonrisa. Se acerca más a mí y me besa. Un besito. Luego otro. Y otro más. Y me besa como siempre besa él. Es el mejor momento del día, cuando es un día bueno: sus besos. Me llegan al alma y me dan la vida. Pero quizá porque tengo muchas cosas en la cabeza, nunca puedo pasar de ahí. Lo he intentado eh, y muchas veces lo he deseado hasta quemarme, pero luego me pongo y me siento como culpable y tenemos que parar, con la consiguiente bronca a él por haberlo intentado. ¿Quizá sea yo misma la que no me dejo superarlo? Es posible. Quizá la idea del psicólogo no es mala, después de todo. Íñigo para ese beso y se aparta un poco. Veo su erección saludando desde el bulto del pantalón. Frunzo el ceño. Siempre insistía un poco.
—¿Por qué paras? ¿Ya no me deseas?
—Paula...
—Di. ¿Es eso, no?
Vuelvo a ser un orco cabreado.
—Claro que te deseo nena, cómo no te voy a desear. Te deseo cada día.
—¿Y porqué paras si tienes tantas ganas? ¿Qué pasa, que cuando me voy llamas a alguien para que te sacie lo que yo no puedo?
—No sigas por ahí porque empiezo a cansarme y la vamos a tener y no quiero tenerla.
—No sé que es peor, que no me desees, que no quieras tenerla o que quieras buscarte a otra.
—¡¿Pero qué cojones dices, por Dios?!
Lo dice como harto, cansado, enrabietado. Lloro.
—¡Que ya no me deseas!
—Joder, Paula, ¡basta! Te lo pido por favor ¡Basta! Estoy cansado, estoy agotado, llevo quince horas encerrado en un juzgado y hoy no puedo lidiar con tus dudas infundadas sobre si te deseo o no. ¿Quieres hablar de lo de tu madre? Hablemos todo lo que necesites. ¿Quieres llorarla? Lloremos todo lo que tú quieras. Hagamos lo que tú quieras. Pero te suplico, te suplico, que no empieces con movidas paranoicas de si me busco a otra o si no te deseo o si pollas ¡joder!
Su tono empieza a subir y va in crescendo.
—He parado porque cada vez que te beso y trato aunque solo sea tocarte, tú me rechazas categóricamente y me gritas y te enfadas por querer sexo en un momento así de tu vida. ¡¿Qué coño hago entonces, Paula?! ¿Te toco, siendo un depravado por ponerme, en un momento así de tu vida, cachondo como un perro al besarte; o no te toco, siendo entonces acusado de querer buscarme a otra y no desearte? ¡Dime, joder! ¡Dime qué tengo que hacer! ¡Porque te juro que no lo sé! ¡Te juro por mi vida que no tengo ni puta idea de cómo cojones acertar!
Lloro. Y grito.
—¡No lo sé, no lo sé! ¡Ojalá lo supiera y pudiera decírtelo pero es que no tengo ni puta idea! Soy consciente de lo que estás aguantando y de lo inmensamente bien que te estás portando y de que no me lo merezco porque te trato fatal y no tengo ni idea de por qué. Y créeme si te digo que me siento miserable por tratarte así pero no puedo evitarlo. No sé cómo coño hacer esto. Estoy perdida, estoy ausente, estoy que no sé qué cojones tengo que hacer. Me pego cuatro horas de mi día en el coche, mis noches llorando, mi padre no levanta cabeza, mi hermano pasa de todo y yo no tengo ni puta idea de cómo dejar de gritarte. Soy una bomba que lo destroza todo y no puedo con ese sentimiento ni un minuto más.
Inspira fuerte. Se lleva los dedos al puente de la nariz.
—Quizá... Íñigo, quizá sería mejor que...
—Ni te atrevas. Ni se te ocurra siquiera volver a decir semejante chorrada porque te juro que no respondo de mí.
—No. Escúchame. Escúchame.
Lloro desconsolada y trato de coger la cara de Íñigo con las manos, que se escabulle en un gesto de enfado. Sabe lo que voy a decirle y le cabrea. Pero empiezo a pensar que es la única solución para nosotros. Para que no le siga destrozando. Para que no siga destrozándome yo. Para que él no se vaya, irme yo. Finalmente me mira. Apoyo mi frente en la de él y como si me quemaran las palabras, como si se me terminara el aliento.
—Íñigo, no podemos seguir así. Voy a cargarme lo mejor que me ha pasado en la vida si seguimos así. Si sigo así. Y no tengo ni puta idea de cómo hacerlo, cariño, te lo juro. Pero no puedo, no puedo estar así. Y sé que lo intentas con todas tus fuerzas y todo lo que haces es inmenso. Has estado tan a la altura que no puedo más que quererte cada día más y más. Y por eso me destroza hacerte esto. No puedo más. Tú no puedes más. Y eso me mata, me mata hacerte daño y verte sufrir por mis arrebatos, y me mata pensar que me vas a acabar odiando, que vas a acabar yéndote si no por la puerta, con otra. Me mata verte desesperarte y me mata no tener fuerzas para escuchar cómo llevas el juicio o para saber cómo está tu mundo porque no puedo. No puedo.
Me agarra de la cabeza y me roza los labios. Lloro.
—Pero yo sí que puedo. Yo sí puedo y tiraré por los dos. Odio que pienses que me voy a ir; yo no soy tu padre, ni soy Marcos. No me voy a ir a ninguna parte ni quiero buscarme a otra, joder. Yo solo te quiero a ti. Y solo te deseo a ti. Y lo único que me hace sufrir de todo esto es que no te des cuenta, que aún dudes.
—Lo sé. Lo sé, Íñigo. Sé que lo dices de corazón y que lo crees fervientemente. Pero veo tus ojos día a día, veo cómo se apagan. No puedo con eso y es mi culpa. Tengo que dejarte respirar. Tengo que dejar que recuperes fuerzas. Tengo que alejarme de ti, por mucho que me parta el alma.
—No digas chorradas, Paula. No tiene ningún puto sentido. No pienso irme a ninguna parte ni voy a dejar que te alejes de mí por mierdas que piensas. Estás ofuscada, estás echa un lío y no ves las cosas con claridad. ¿Crees que es lo mejor para mí estar sin ti? Eso no es cierto. Yo solo quiero estar contigo, joder. Lo que me destroza son todas las horas que no te veo, coño.
Le abrazo y lloro. Me quema todo lo que me dice y me quema no ser capaz de creerlo a ciegas. Me quema pensar en el daño que le estoy haciendo.
—Me quema. Me quema cómo te estoy tratando porque te quiero. Te quiero con toda la fuerza de la que un ser humano es capaz. Nunca he querido así y sé que nunca jamás podría volver a querer así. Jamás. Pero necesito tiempo. Necesito respirar. Necesito irme a la cama sin pensar que te estoy amargando la vida. Por favor, Íñigo, te lo suplico. Por mí, por nosotros. Para superar lo de mi madre, para volver a estar como siempre, para volver a tenerte como siempre. Necesito alejarme un tiempo cariño. Soy tóxica y destructiva.
Aprieta mi abrazo.
—Paula, lo superaremos. Iremos a un psicólogo. Iremos donde tú quieras, pero juntos. Joder, tendré más paciencia cariño, lo siento. Siento ponerme gilipollas a veces. Siento si no lo he hecho bien pero estoy contigo.
Lloro hasta desbordarme.
—No, no. Tú lo has hecho perfecto, lo estás haciendo perfecto. No podría haber tenido mejor apoyo que tú y si no llega a ser por ti, no sé dónde estaría ahora. Pero ahora mismo no puedo ser la Paula que mereces, no puedo darte lo que necesitas y eso me mata. Íñigo, necesito recomponerme sola para poder dar lo mejor de mí. Por favor. Por ti, por mí. Por nosotros.
—¿Por qué no podemos superarlo juntos?
—Porque creo que tengo muchas cosas que superar aparte de la muerte de mi madre y son cosas que debo hacer yo sola, que debo intentar yo sola. Creo que nunca dejaré de dudar de ti hasta que sepa ponerme en pié sin tambalearme con traumas del pasado.
—Paula, vayamos a un psicólogo. Ve tú sola si lo prefieres, pero no me dejes, por favor. No tiene sentido.
Solloza. Y a mí se me parte el alma.
—No puedo mi vida, no puedo. Te quiero con locura y con toda mi alma, pero sé que esto irá a peor si sigo teniendo un saco al que golpear. Y ese saco eres tú. Prefiero no llegar al punto en el que me odies tanto que me abandones sin más. Y ya fui a un psicólogo Íñigo, sé lo que me diría. Sé lo que me haría. Y sé que esto necesito hacerlo sola.
—Joder Pau, no puedo con esto. ¿Por qué no nos vamos un tiempo? Dejamos todo y no sé, nos vamos una temporada fuera, a dónde tú quieras y nos alejamos de toda esta mierda.
—No puedo hacer eso; no puedo dejar lo que me queda de familia. Y además al volver todo sería igual. Tengo que atajar esto. Tengo que superarlo. Dame tiempo. Por favor, cariño. Y luego quizá, si tú quieres...
—¿Cuánto tiempo? ¿Cuánto necesitas? ¿Quieres, no sé, quieres que no nos veamos en un par de días, una semana?
—Sí; no; no sé. No puedo prometerte nada. Ahora mismo no sé qué rumbo va a tomar mi cabeza. Por eso necesito asentarla.
—Esto va a matarme.
—Lo sé. Y a mí también. Pero seguir así nos destrozará del todo y lo sabes. Por favor.
—¿Entonces esto es un adiós? ¿O qué coño es esto, Paula?
—No lo sé. No lo sé, mi vida. Ojalá pudiera darte respuestas. Quizá en unos días todo se haya calmado y me sienta más segura para tener esta conversación de forma coherente. Pero ahora mismo solo sé que necesito estar completamente sola.
—¿Y se supone que yo me tengo que quedar de brazos cruzados mientras tanto? ¿Qué tengo que dejarte marchar? Paula, yo no voy a poder hacer eso. No sabiendo que tú me quieres tan colosalmente como yo a ti. No sabiendo que no me dejas porque ya no me amas o por cosas así sino porque estás confundida y deprimida. No estás decidiendo esto con claridad. Entiendo que quieras estar sola y puedo respetarlo. Pero no me dejes por eso.
—Yo no quiero dejarte. Hacer esto va a acabar con mi vida y lo sé. Sin ti sencillamente no sé respirar, no sé sentir. Y por eso necesito alejarme de ti. Todo ahora mismo me resulta demasiado intenso, demasiado fuerte, demasiado desbordante y no sé manejarlo. No te estoy diciendo que sea algo definitivo. Ni si quiera sé si mañana te llamaré desconsolada rogándote que olvides esta conversación. Pero no puedo ser una veleta y esperar que tú me sigas en todos mis vendavales. Necesito pararlos Íñigo, necesito que deje de soplar el viento en mi cabeza y entonces, entonces, volver a intentar recuperarte.
Se pasa las manos por el pelo y posa sus dedos en el puente de su nariz. Su típico gesto de desesperación que a mí me mata.
—Nada de lo que dices tiene sentido para mí, Paula. Nada me explica de forma convincente por qué me estás dejando. Pero supongo que no puedo hacer otra cosa que esperarte. Yo estaré aquí nena, estaré aquí cuando te quites los demonios de encima.
Nos abrazamos entre mis sollozos.
—Si no me quieres esperar lo entenderé, Íñigo. Tienes derecho a hacer tu vida al margen de mis rarezas.
Y al decirlo me quema el pecho y el corazón se me acelera. La bilis sube hasta mi garganta y tragarla para que baje es menos desagradable que la idea de que Íñigo rehaga su vida con otra.
—Deja de decir gilipolleces, por favor.
Le abrazo otra vez. Un abrazo desesperado.
—Lo siento. Lo siento todo. Siento no ser fuerte. Siento no saber gestionarlo bien. Siento alejarme de ti y hacerte daño.
—Pero si eres fuerte. Solo tienes que darte cuenta.
Me abraza muy fuerte y así pasan varios segundos. En silencio. Él lo rompe con su voz rota.
—¿Podré llamarte?
Sonrío con ternura.
—Claro que sí. Y si a ti no te importa, yo también lo haré.
Sonríe y me restriega la nariz con la suya y yo le acaricio la cara. Me da un beso y otro más. Le beso yo. Es un beso de adiós. Es un beso de un tiempo. Es un beso que va a la deriva.
—Tengo que irme.
Nos levantamos y encaminamos a la puerta. Otro abrazo. Otro beso. Un conduce con cuidado. Un llámame cuando llegues. Un adiós. Un adiós.
Adiós, Íñigo.