29. EL FINAL DE ALGUNAS COSAS Y EL PRINCIPIO DE OTRAS
NADA más abrir un ojo sé que es lunes (los lunes huelen distinto) y decido mandarle un mensaje a Nero para pedir dos días libres y quedarme en casa cuidando de Íñigo. Ayer fuimos a ver a mi padre y, aunque fue un día muy bonito y entrañable en el que las cosas empezaron a ir por buen camino con él (todavía no sabe lo de la boda, lo diremos cuando tengamos una fecha), Íñigo se cansó mucho entre medicamentos, horas de coche y dolor. Él avisó al bufet de que hoy y mañana trabajaría desde casa así que yo, haciendo puntos a la mejor novia del año, me quiero quedar en casa para estar a su entera disposición. Nero me responde que le viene regular, pero que todo sea por Montoya. Le prometo avanzar con algunas cosas desde casa y se queda contento. Jodido negrero.
Por la mañana me dedico a terminar unos bocetos y a hacer cosas en la casa. Manuela viene a limpiar dos veces por semana porque Íñigo y yo somos un desastre, pero aun así siempre hay cosas que hacer. Además me ha dado el punto y he cocinado unas berenjenas rellenas de carne. Íñigo trabaja encerrado en la habitación que tenemos como despacho, aunque a media mañana ha salido a hacer un descansito. Y ha descansado follándome como una bestia encima de la mesa de la cocina. Y sin desnudarnos siquiera. Ole. Ha sido notar sus manos en mi cintura mientras yo removía el guiso y ¡zas!, calentón. Y de los buenos. Sin movernos, me ha bajado los pantalones cortos de pijama y las bragas de un tirón y, tras un poco de magreo, me ha penetrado tal cual, mientras yo me agarraba a la encimera. Y luego me ha tumbado en la mesa poseído por el espíritu de Rocco Siffredi. Bien.
Por la tarde paso un par de horas pensando en mi padre y en todo lo que pasó, aunque realmente no se me ha ido de la cabeza desde que me lo contó. Todavía no acabo de creerlo del todo, es como una historia ajena a mi vida, porque no entiendo cómo no pude enterarme de nada. Pero sé que cuando pase un poco el tiempo y se me vaya el enfado por haber vivido en una burbuja, le perdonaré. Ayer estuvimos tan bien... Cuando Raúl acabe el curso se lo contará también. Antes no, para que no le afecte, pero lo tiene que saber igual que yo. Madre mía. Espero que la noticia de mi boda traiga un poco de alegría a esta familia. ¡MI BODA! Doy un saltito emocionada. Anda que... Pero reconozco que pensar en el día de mi boda me pone eufórica y triste a la vez. Eufórica porque voy a casarme con el hombre y el amor de mi vida y triste porque faltará mi madre. Es una sensación extraña. Y como no quiero que esa tristeza se me apodere, enciendo mi portátil y retomo mi novela de suspense por donde la dejé: en el último capítulo.
Íñigo se ha metido en la habitación despacho nada más terminar de comer. Apenas ha salido más que un par de veces a ver cómo estoy y echarse un cigarro conmigo, y a comprar tabaco para despejarse un poco a media tarde; así que me pego prácticamente toda la tarde concentrada y terminando los últimos retoques de mi libro. Y siento bienestar al hacerlo. Mi novela de suspense ha quedado mejor de lo que esperaba, para ser mi primer manuscrito. Al menos es la satisfacción que me da saber que estoy terminando esta especie de terapia que comencé cuando tuve que hacer frente a la sensación de abandono y vacío. Sonrío al pensar que la estoy terminando justo cuando esas sensaciones se han disipado; no sé si es una causa o un efecto, pero tengo claro que van unidos. Estoy tranquila. Estoy en paz. Vuelvo a sentir que reconduzco mi vida y a mí misma. Y así, escribo FIN.
Corro al despacho porque no puedo evitarlo.
—¡La he terminado! ¡He terminado mi novela!
Íñigo, sentado en el sillón, levanta la vista del ordenador y sonríe de oreja a oreja.
—¡Eeeeyyy! ¡Nena! Ven aquí.
Abre los brazos y yo voy sin dilación hacia él. Me acurruco en su regazo y él me besa.
—¡Enhorabuena, cariño! Sabía que la terminarías cuando todo volviera a ordenarse en esta cabecita loca.
Me da golpecitos en la cabeza a lo ‘toc toc’ y yo me río.
—¿Vas a decirme quién es el asesino?
—De eso nada, Montoya, tendrás que leerlo. Bueno, tengo que hacer varias revisiones antes y supongo que cambiaré algunas cosas o añadiré otras. Pero lo que es la base ya está. Y quiero que la leas con objetividad.
Me besa el pelo.
—Claro. Ya sabes que yo ya quería leerla antes, pero bueno, es lo que tiene ser el futuro marido de J.K. Rowling: no me vas a dejar leer tus novelas hasta que ponga FIN.
—Me gusta lo de futuro marido.
Sonreímos como bobos.
—Todavía no me lo creo, Íñigo. ¡Vamos a casarnos!
—Pues créetelo eh, no empecemos.
Finge ponerse serio y yo le doy un manotazo entre risas.
—Y te compraré un anillo.
—No hace falta, cariño; no lo necesito.
—Pero quiero darte al menos eso, ya que no te he dado una petición de libro.
—Qué tonto. Fue una petición increíble, pequeño. Tú, yo, piel con piel, alma con alma...
—¿Sabes? No lo tenía planeado. Quería hacerlo hace tiempo y había pensado que cuando te viera mejor, cuando volvieras, no sé, hincaría rodilla haciendo algo inolvidable. No había pensado que fuera en ese momento pero, después de volver a estar juntos, de olerte, de oír tu risa y sentir de nuevo tu calidez, de volver a hacerte el amor, a estar dentro de ti otra vez, yo... sentí que era el momento.
—Y para mí fue precioso, de verdad. Fue inolvidable. Fuiste tú en estado puro y eso es lo que más me emociona: lo que eres tú. Te quiero, vida.
—Y yo a ti.
—Te dejo trabajar. ¿Sobre qué hora terminarás, para hacer cena?
—Ah, casi se me olvida. Tengo una sorpresa.
Alzo las cejas.
—He reservado mesa en la W, para celebrar tu vuelta y que vas a ser mi mujer.
—¡Cariño! es un restaurante muy caro. No tenías que hacerlo.
—Mentirosa. Se te ha iluminado la cara.
Sonrío.
—Anda ve a vestirte. En nada termino y me cambio yo también.
—Pero...
—Que muevas el culo, coño.
Me da un manotazo en la nalga y yo voy directa a la ducha.
Mientras me maquillo y peino, Íñigo sube y se ducha también. Termino rápido y me pongo el vestido que me regaló mi madre para cuando mi hermano se diplomara y le entregaran el título en la ceremonia. Pobre, no calculó que a mi hermano le costaría al menos un año más sacarse el módulo, así que el vestido está sin estrenar. Pero quiero llevarla hoy conmigo, de alguna forma. Siempre la llevaré conmigo.
Saco el vestido de la bolsa que lo resguarda. Es un sencillo vestido verde botella, por la rodilla, con escote en V no muy pronunciado y volante en las costuras que sigue por la falda haciendo un pliegue. Lleva un cinturón marrón así que me pongo botines marrones a juego y algún collar y pulseras. Muy sencillo, pero me encanta porque es de ella. Recojo encima de mi oreja izquierda un mechón de pelo con una peineta pasador y ya estoy lista. Íñigo sale de la ducha justo cuando estoy ajustándome las ligas de las medias.
—Mmm, si no fuera porque vamos justitos de tiempo...
Me envuelve en sus brazos y en su aroma.
—Luego titán. Este vestido me lo regaló mi madre. Quiero que esté hoy conmigo.
—Es precioso y te queda genial. Ella siempre estará contigo, no la dejes nunca.
Restriega lo que puede de su nariz en la mía. El gesto le sale solo, pero le duele, claro. Le acaricio la cara y sonrío antes de que comience a vestirse con sus pantalones chinos caqui y su jersey de pico azul marino con corbata por dentro y camisa a juego. Para comérselo, con apósito y todo.
El restaurante del Hotel W, la famosa vela de Barcelona, es uno de los más modernos de la ciudad. A mí poco más tienen que hacer para conquistarme porque yo ya estoy maravillada con la decoración que se abre paso ante nosotros conforme entramos al salón. Íñigo pone los ojos en blanco divertido cuando nos encaminamos a la mesa porque yo solo veo trabajo. Hasta cuando nos sentamos me cuesta centrarme. Es precioso. Precioso. Y a mí la cena me parece perfecta. Claro que yo soy de paladar fácil e Íñigo también. No somos grandes sibaritas, la verdad, pero nos deleitamos gustosamente en los deliciosos platos y en el impecable servicio que te mima y te hace sentir cómodo en un sitio que no es el tuyo.
Íñigo y yo brindamos por muchas cosas hoy. Varias veces. Brindamos por nuestra futura boda. Brindamos por mi mejoría y la superación de mis propios obstáculos. Brindamos por mi vuelta a casa. Brindamos por el final de mi novela. Brindamos porque el juicio de Íñigo se acerca al final y está prácticamente ganado. Brindamos por el bufet y la cantidad de ideas que tiene Íñigo para ampliarlo y modernizarlo. Brindamos por nosotros. Y cuando suena de fondo la canción, brindamos por los años que nos quedan por vivir y por demostrarnos cuánto nos queremos. Y al final de tanto brindis Íñigo me mira y yo sé que viene algo. Terror.
—Paula.
—¿Vas a... vas a hincar rodilla? ¿Aquí?
Me mira como si hubiera dicho la mayor estupidez del siglo.
—¿Estás de coña?
Suspiro aliviada. Horteradas las justas, gracias. Saca un paquetito del bolsillo. Ay Dios.
—Te he mentido.
—¿Eh?
—Te he dicho que te compraría un anillo pero no voy a hacerlo.
—Ah, vale. No pasa nada, ya te he dicho que...
—Calla, coño.
Frunzo el ceño.
—No voy a comprártelo porque ya tengo el anillo perfecto. Y solo puede ser este.
Carraspea. Me tiende la caja. La abro con miedo y al ver el anillo me tambaleo en la propia silla.
—Es... oh, Íñigo.
Me emociono y se me cae una lágrima furtiva. Él me coge la mano encima de la mesa.
—Cariño, no creo que haya otra joya en el mundo que demuestre mejor lo que te amo y que tenga más valor para ti que esta.
—Dios mío.
Es todo lo que puedo decir entre lágrimas agolpadas al ver el anillo de pedida que mi padre le regaló a mi madre. Es un sencillísimo aro fino de oro con una pequeña piedrecita turquesa. Es precioso. Y es de mi madre. Respiro tratando de contener el llanto y las emociones. Íñigo saca el anillo de la caja y me lo coloca. Me va perfecto porque mi madre y yo teníamos las manos iguales. Le miro sonriendo y él está igual. Me levanto un segundo, le doy un beso tierno y le susurro un gracias y un te quiero que me sale del alma. Vuelvo a mi silla consciente de que algunos comensales nos miran.
—Espero que nos dé mejor suerte que a ellos.
—No te quepa duda, nena.
Sonrío.
—¿Entonces sí que habías planeado lo del sábado?
—Qué va. Te he dicho la verdad en todo salvo en lo de comprarte anillo. Lo del sábado salió así, Paula, porque así lo sentí. Pero es cierto que me fastidiaba no darte al menos un poco con lo que relamerte, así que he hecho algunas llamadas y...
Se encoje de hombros y calla, dando por hecho que queda súper claro el resto.
—¿Cómo? ¿No cogiste el anillo ayer, cuando fuimos a casa de mis padres?
—No. Lo he tenido esta tarde.
—¿Pero cómo?
Sonríe.
—Mi futuro cuñado.
—¿Raúl? Joder, deja de ser tan misterioso y cuéntamelo, coño.
—Esa boquita... A ver, nada más meterme al despacho esta mañana he llamado al restaurante con la inmensa suerte de tener mesa libre hoy por una cancelación. La intención era salir por la mañana con alguna excusa e ir a comprarte un anillo, pero entonces me he acordado de que tú siempre alababas el anillo de pedida de tu madre y he creído que no habría mejor anillo que ese. Me he llamado imbécil veinte veces por haber estado ayer en casa de tus padres y no haber caído en el anillo, pero enseguida he llamado a tu padre y le he explicado la situación.
—Ay, Dios.
—Tranquila, no le he dicho que ya te lo había pedido, solo que tenía la intención. Pero se ha emocionado. Por cierto, llámale en salir de aquí. Así que en un principio, como dijimos de ir a su casa en un par de semanas o así, él proponía dármelo entonces y tal. Pero yo le he dicho que no podía esperar. Que tenía que ser hoy, ya, esta noche.
—Eres un impaciente...
—Correcto. Así que al final ha convencido a Raúl para que viniera ipso facto. Él encantado, eh, que se queda a dormir en casa de unos colegas y saldrán esta noche de fiesta. Le he insistido para que se quedara en nuestra casa, pero dice que no quiere ver tu cara de orco cuando llegue borracho de empalmada o con «alguna piba».
Me río.
—¿Pero cuándo te lo ha dado?
—Cuando he bajado a por tabaco. Menos mal que estabas concentrada en el libro y no te has dado cuenta de que he tardado como quince minutos.
—Joder, Montoya.
—¿Te casarás conmigo?
Sonríe. Y yo me lo quiero comer.
—Me casaré contigo todos los días hasta que me muera.
Cuando llegamos a casa nos vamos quitando la ropa desde el recibidor. Mi vestido, su jersey y demás prendas van cayendo a lo largo del pasillo, del salón, de las escaleras... y llegamos a la habitación él completamente desnudo y yo en medias. Y jadeando. Y gimiendo. Dios. Ni él ni yo nos acordamos de su nariz dolorida. La testosterona que está segregando a mares debe hacerle olvidar el dolor porque no deja de besarme como si se le fuera la vida en ello, chocando a veces su nariz con la mía. Me agarra fuerte la cara con una mano mientras la otra se va deslizando a mis pechos y a mi sexo indistintamente. Yo le toco y le toco todo el cuerpo hasta centrar mi tacto en todo su pene erecto, preparado para matar.
No nos da tiempo ni a llegar a la cama. Directamente me empotra contra la pared y sujetándome de las nalgas, me clava su pene haciéndome gritar tanto de placer que estoy a punto ya. Madre mía. Y no sé si es adrenalina o qué, pero sigue y sigue embistiéndome sin mostrar cansancio ni dolor alguno. Me sube y me baja empalándome en su miembro mientras yo me apoyo en sus hombros y le beso, ahogando nuestros gemidos. De vez en cuando él me levanta más para encajar sus brazos y aprovecha para besarme los pechos. Me muerde los pezones casi con rabia y lejos de hacerme daño, me excita todavía más y hace que todo mi sexo vibre con sus dientes. Es como si un cable recorriera todo mi cuerpo e Íñigo supiera cómo conectarlo para hacerme estallar. Y estallo, madre mía si estallo. En un orgasmo que me hace olvidar hasta dónde estoy. Grito como hacía meses no gritaba. Gimo como si fuera una loba. Y al oírme Íñigo hace lo propio porque le excita y gusta a partes iguales verme disfrutar a mí por las cosas que me hace ÉL (¡!). Testosterona en estado puro.
Cuando me calmo un poco me mueve y me tumba en la cama. Creía que me iba a dejar ponerme encima para descansar él, pero no; le han dado cuerda. Se arrodilla ante mí y con cuidado del apósito comienza a lamerme el clítoris. Uf. Revivo. Tiene una lengua inigualable y magistral.
—Cómo me gusta comértelo y que te corras con mi boca.
Pues a mí... Mete un dedo en mi vagina y otro en mi ano. Oh, Dios. Me da rápidamente la vuelta y me pone a cuatro patitas. Me da un cachete en el culo y enseguida le tengo detrás estrujando mis nalgas. Con sus manos grandes mis glúteos parecen diminutos y siento como todas sus manazas los aprietan mientras él gime roncamente.
—Qué culazo tienes, nena.
Y en segundos entra dentro de mí de un solo golpe que me rompe en dos. Pero no para. Sigue y sigue empujando fuerte y duro, sin control, y yo gimo y grito y hago de todo hasta que me corro intensamente entre lágrimas de placer, de amor y de dicha. Se cierne sobre mí y me besa. Despacito. Tan tierno. Tan salvaje. Mi hombre. Termia el beso y vuelve a la carga moviéndose despiadado, fuerte. Me embiste unos segundos más hasta que se corre violentamente gritando un te quiero tanto Paula que me deja sin habla.
Se tranquiliza y poco a poco rodamos en la cama. Estamos sudando y jadeando. Nos miramos y nos reímos. Un «joder, futura esposa, me vas a dejar en los huesos» me hace sonreír. ¡Futura esposa! Le doy un beso y él me corresponde abrazándome con sus fuertes brazos. Nos quedamos así, abrazados entre besos, varios minutos, relamiéndonos en nuestra dicha de tantas cosas.
Al rato me levanto con una sonrisa de oreja a oreja y voy al baño. Salgo y entra él, dándome un beso y un cachete en el culo. Cuando sale se mete de nuevo en la cama, me atrae hacia él y me pregunta sardónico si prefiero dormir o volver a la carga a recuperar el tiempo perdido. Ante mi mirada entusiasmada por recuperar el tiempo perdido, se ríe y me besa devorándome... hasta que nos perdemos de nuevo entre nuestros suspiros y gemidos.
Caemos rendidos y ahora sí, Íñigo apaga la luz y me envuelve en su abrazo, mientras yo doy gracias mentalmente a Dios o a quien sea por todo lo que tengo.
Al cabo de un minuto vuelve a encender la luz.
—¿Qué ocurre?
—Nada, se me ha olvidado tomarme el antiinflamatorio.
Se sienta en la cama y como tiene en la mesilla un vaso de agua y las pastillas, no tiene que bajar. Le observo mientras se toma la pastilla. Y un sudor frío me recorre entera.
¡Mierda!
Íñigo vuelve a meterse entre las sábanas y me mira. Tengo las manos en la boca.
—¿Qué te pasa?
—Mierda.
—¡¿Qué?!
—Pues que... Joder, qué imbécil soy.
Me llevo las manos a la cabeza.
—¿Pero qué coño pasa?
—Pues que el viernes por la noche, como volví corriendo aquí después de todo el jaleo de lo de mi padre, me olvidé de tomarme y coger la píldora del armario del baño y... y ya no me la traje, ni ayer me acordé de cogerla. Vamos que no me tomado la puta píldora en todo el fin de semana.
Me muerdo el labio, apurada. Él me sonríe.
—Desde luego contigo no voy a aburrirme nunca.
Le miro asesinamente pero sonriendo.
—Lo siento, Íñigo, de verdad. Se me ha ido totalmente la cabeza con todo lo que ha pasado y me acabo de acordar.
—¿Y crees que hay posibilidades por no tomarla en cuántos, cuatro días?
Y lo pregunta como ¿esperanzado?
—Hombre pues sí, la verdad. Cuatro días son muchos.
Íñigo sonríe como un niño, me rodea la cintura y me da un besito.
—Por tu cara diría que rezas para que lo esté.
Le digo con una sonrisita. Él se ríe y ronronea.
—La verdad es que no me importaría nada.
Me acaricia el vientre mientras lo dice y a mí se me corta la respiración.
—A mí tampoco me importaría.
Sonríe muchísimo. Y yo también.
—Es más, me haría mucha ilusión, bruja.
—¿Sí?
Tuerce su boquita en esa media sonrisa por la que mataría y me mira con sus ojos brillantes como bolas de Navidad.
—Sí. De hecho no quiero que vuelvas a tomarte la mierda esa nunca más.
—¿Nunca?
Lo pregunto espantada entre risas.
—Me llamo Íñigo Montoya, prepárate a parir.
Nos reímos a carcajadas los dos y le doy un manotazo.
—¡Serás...!
—Seré tu marido y padre de tus hijos, así que deja de pegarme y vamos a dormir. O chúpamela un rato, que aunque eso no te preñe, tampoco me viene mal.
Lo dicho. Otro manotazo y patada en espinilla. Reímos y apaga la luz. Nos colocamos haciendo la cucharita versión clásica, con Íñigo expandiendo la mano en mi vientre y yo acariciándosela tiernamente. Sonrío mientras noto su respiración ralentizarse en mi cuello, pensando en que por fin voy a poder dormir tranquila y relajada tras meses de ansiedad y angustia. Por fin voy a poder deleitarme en las madrugadas en las que nos buscamos y hacemos el amor medio dormidos. Por fin podré disfrutar de los despertares enredados y de los días pegada a su cuello y de las tardes riñendo como energúmenos. Y lo haré porque por fin estoy bien. Muy bien. En calma, serena, sin miedos ni pesadillas ni traumas. Gracias a él respiro por fin feliz.
—Y pensar que todo empezó con mi cuaderno...
Lo digo en voz alta sin pensar. Me quedo muy quieta esperando no haberle despertado. Pero su ronca voz adormilada impregna la habitación.
—Sí; tu cuaderno me hizo querer conocerte, aunque nunca imaginé lo que no leería en sus páginas.
Me besa dulcemente el cuello y yo sonrío, acurrucándome más en él.
—El cuaderno de Paula tenía muchas cosas por descubrir.
—Y las que nos quedan, nena.
Me acaricia el vientre y yo muero de amor.
Girándome, nos besamos hasta que, finalmente, solo se escuchan nuestros gemidos y sus «Te querré siempre, Paula» que me hacen jadear y sonreír.