LAS NACIONES
UNIDAS
1995: quincuagésimo aniversario de las Naciones Unidas. El informe sobre esta institución en su segundo medio siglo de existencia al que había contribuido se hallaba sobre la mesa de los delegados de la Asamblea General. Sólo le echaron un vistazo distraído, al igual que al extenso informe sobre la «gobernanza global» al que, entre otros, había contribuido Jacques Delors. La hora de la reforma aún no había sonado. La Organización se hallaba al borde de la quiebra. Sus últimas intervenciones a favor de la paz se habían saldado con fracasos o, para ser más precisos, habían sido presentadas como tales por los medios de comunicación: Somalia, Ruanda y, sobre todo, Bosnia. ¡La vergüenza de Srebrenica! ¿Dónde están los reportajes sobre la acción valiente y abnegada de los cascos azules en todas las provincias de la antigua Yugoslavia, en Angola o Mozambique, de los agentes del Alto Comisariado para los refugiados a favor de quince millones de desplazados en todos los rincones del mundo? ¿Quién elogia el éxito del Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia, del Programa Alimentario Mundial, del Fondo Internacional de Desarrollo Agrícola, sin los cuales millones de seres humanos habrían muerto? En los dos grandes textos que Boutros-Ghali presentó a los Estados miembros —la Agenda para la Paz y la Agenda para el Desarrollo—, se decía cuanto las naciones debían llevar a cabo para conjurar la violencia y la injusticia. Pero las naciones no lo hicieron. No se fiaban.
Esas naciones no eran ya las mismas, desde hacía mucho tiempo, que las que habían redactado y ratificado la Carta de San Francisco en julio de 1945. Aún estaba fresca la tinta cuando ocupé mi primer puesto en la Secretaría, en febrero de 1946. Nos hallábamos en Nueva York en tránsito hacia Chongqing, con el tiempo justo para saludar a los Mirkine. Mi suegro me presentó a Henri Laugier, secretario general adjunto de las Naciones Unidas. Éste estaba constituyendo su equipo y consiguió que el Ministerio me pusiera a su disposición. Fui sustituido en la Embajada de Francia en China por Jean Lipkowski.
Así, pues, conocí la Organización mundial en sus inicios. Me atrapó y no me volvió a soltar, no me soltará hasta mi muerte. ¿Por qué? Sin duda porque correspondía exactamente a la idea que tras la guerra me hacía del compromiso que yo debía asumir: participar, desde el lugar más estratégico y decisivo, en la construcción de un mundo en el que quedaran excluidas las bombas atómicas y los campos de concentración, el imperialismo y la violación de los derechos humanos. Era una ambición muy simple y cándida, que no era extraño encontrar en un joven superviviente de veintiocho años. Mi gran suerte fue elegir el mejor momento para incorporarme y hallar al mejor jefe posible.
En 1946, las Naciones Unidas sólo eran aún cincuenta. Su organización comportaba exclusivamente una Asamblea General, tres consejos, una Corte Internacional de Justicia y una Secretaría General. Todo aquello cabía en una fábrica subterránea, no muy diferente de aquella donde, un año antes, en Rottleberode, en el Harz, mis compañeros de detención y yo mismo construíamos trenes de aterrizaje para los Junker 52. Al fin y al cabo, en Sperry Plant (Lake Success, Long Island), donde entonces tenía su sede la ONU, a treinta kilómetros de Manhattan, durante la guerra se fabricaban instrumentos de navegación aérea.
El primer secretario general de las Naciones Unidas, Trygve Lie, antiguo ministro noruego de Asuntos Exteriores, no despertaba mucha admiración en Henri Laugier, con diferencia el más cultivado y dinámico de los dieciocho secretarios generales adjuntos que constituían el estado mayor de la nueva institución. La decisión de situar la sede de la Organización en Nueva York era de capital importancia. Aún estaban en el recuerdo Wilson y el rechazo del Congreso a la entrada de Estados Unidos en la Sociedad de Naciones. Eran conocidas las fuertes tensiones del aislacionismo. Pero, a la par, la ONU iba a sufrir los inconvenientes de los usos administrativos estadounidenses: organigramas y proliferación burocrática. Nuestra agradable Sperry Plant no bastaría para albergar a aquellos directores generales, directores, subdirectores, consejeros, asistentes y secretarias. La familia Rockefeller donó un terreno en el corazón de Manhattan y allí se edificó un bello paralelepípedo de cristal, mármol y metal que se convertiría en el monumento más visitado de Nueva York, pero cuya construcción no se acabó hasta 1952. Ni Laugier, cuyo mandato expiraba en 1951, ni yo mismo, que había regresado a París unos meses antes que él, tuvimos allí nuestros despachos.
Es imposible evocar, cincuenta años después, esa aurora de la ONU sin pensar en aquellos que garantizaban su funcionamiento y, entre ésos, en los verdaderos artífices de su inserción en la vida internacional, aquellos que la deseaban menos frágil que su predecesora, la Sociedad de Naciones, más capaz de defender no sólo la paz, sino también la justicia, el derecho, el bienestar de los pueblos y su libertad.
Laugier era de ésos. Coronaba allí una carrera de intemacionalista y de demócrata. La defensa de sus convicciones y valores no se veía enturbiada, en aquel nuevo contexto, por ninguna ambición personal. Ser el director de su gabinete fue para mí una oportunidad cuya importancia puedo valorar hoy incluso mejor que en aquella época. Aprender a orientarme en una administración naciente junto a una mente tan libre y combativa sólo podía conducirme a adherirme, de una vez por todas, a los objetivos que él me pedía que persiguiera.
Seguramente es a él a quien debo haberme identificado con la función internacional y luego con la diplomacia multilateral, sin lamentar los límites que ésta impone en la administración francesa para hacer carrera en el Quai d’Orsay.
Mi pluma hace revivir muchos recuerdos de esos cinco primeros años de posguerra pasados a orillas del Hudson: nuestro apartamento sobre Central Park; las primeras sonrisas de mi hija Anne, concebida durante nuestra travesía del Atlántico y nacida en el hospital francés de Nueva York; las idas y venidas en car pool[27] con colegas entre Manhattan y Lake Success a través de los puentes monumentales que unen Nueva York con Long Island; la intensa vida intelectual en el que entonces era el único y verdadero centro del mundo y adonde afluían los amigos parisinos, a los que llevábamos a bailar con los negros en Harlem y a brindar con los italianos en Greenwich Village.
Pero quiero centrarme en la Organización de las Naciones Unidas. Su trabajo se veía facilitado por el restringido número de Estados adheridos. El Consejo de Seguridad contaba con once miembros[28], de los cuales cinco eran permanentes, y disponía de una secretaría dirigida por un soviético. El Consejo de Tutela sólo debía ocuparse de algunos mandatos heredados de la Sociedad de Naciones y convertidos en «territorios bajo tutela», que en menos de quince años accederían a la independencia. Su secretaría la dirigía un chino. El Consejo Económico y Social contaba con dieciocho miembros[29] e incluía dos departamentos: el de Laugier, que se ocupaba de asuntos sociales y derechos humanos, y el del británico David Owen, para asuntos económicos. Había también un Departamento de Información en manos de un argentino, otro de conferencias y servicios generales y un tercero de administración y finanzas, con sendos estadounidenses al frente.
Todo ello comportaba pocos cientos de personas que se conocían y se apreciaban en diversa medida. Su trabajo consistía en preparar las reuniones entre representantes de los Estados miembros, con una mezcla de modestia —pues no éramos nosotros quienes decidíamos, sino ellos— y de seguridad —dado que nuestro conocimiento de las cuestiones era superior al suyo—. Nosotros éramos quienes debíamos aportar imaginación y proposiciones innovadoras. Ellos defendían prudentemente sus intereses nacionales. Así, poco a poco, se avanzaba hacia compromisos que hacían más estrecha la colaboración internacional y más claro el camino por el que los gobiernos avanzarían hacia una mayor seguridad y bienestar de los pueblos, ya que los miembros de la Organización eran gobiernos, pero la Carta se refería a los pueblos y los funcionarios internacionales se sentían sus depositarios, como si tuvieran que defender a los pueblos frente a los Estados.
Ésta era la óptica que muy particularmente tenían mis camaradas del Departamento de Asuntos Sociales que trabajan en el terreno de los derechos humanos. Nos situábamos a caballo entre dos artículos de la Carta que había que conciliar: el que exigía la protección y la defensa de los derechos humanos y de las libertades fundamentales sin discriminación alguna, y el que definía como principio la soberanía de los Estados y prohibía a la Organización intervenir en asuntos de competencia nacional. Se trataba de lograr que la Asamblea General adoptara textos jurídicos que obligaran a los Estados a respetar determinados derechos, de modo que se abriera una brecha suficiente en los muros de su soberanía que nos permitiera afianzar la democracia en todas partes, acabar con el totalitarismo, proteger las libertades públicas y repartir equitativamente los recursos entre todas las categorías de población. Nada más y nada menos, ¡qué diablos! De lo contrario, ¿para qué serviríamos?
Nuestro candor no llegaba al punto de creer que se lograría ese resultado, pero tratábamos de extraer las mejores lecciones posibles de los recientes horrores. En el origen de aquellos horrores se hallaba la excesivamente fácil aceptación por los países democráticos de las brutales violaciones de los derechos humanos por parte de las potencias del Eje.
Los redactores de la Carta de San Francisco, llevados por la emoción, corrieron el riesgo de establecer como misión de la Organización la redacción de una carta de los derechos humanos y se la encargaron a una comisión que dependía del Consejo Económico y Social, la Comisión de los Derechos Humanos. Yo era consciente de que aquélla era la innovación más importante que diferenciaba a las Naciones Unidas de la Sociedad de Naciones y de cualquier otra forma anterior de cooperación internacional. Sentía también que había que actuar con rapidez, aprovechar cuanto había de hipocresía en la adhesión a esos valores proclamada por los vencedores y que tal vez no todos tenían intención de defender lealmente.
Entre esos vencedores se hallaba la URSS. ¿Era absurdo debatir esos textos con sus representantes? Aunque aún no se conociera el gulag, no había dudas acerca de la brutalidad y la crueldad de las instituciones soviéticas, ni acerca del sentido que había que dar a la expresión «democracia popular» que utilizaban los regímenes de su devoción. Pero aún no hablábamos de totalitarismo. En nuestras conversaciones con rusos, polacos y rumanos —algunos de los cuales eran muy cultivados y elocuentes—, nos dejábamos convencer por el argumento de que, tras la reconstrucción de sus economías devastadas por la guerra y la aceleración de los intercambios de bienes, personas e ideas, asistiríamos a una doble fecundación: la del Este por la aspiración de sus poblaciones al respeto de los derechos cívicos y políticos; la del Oeste por el lugar que habría que otorgar a los derechos económicos y sociales. ¿Era una ingenuidad culpable? Sin duda, si sólo se toma en consideración la segunda mitad del siglo XX. Tal vez no, si se abarcan unos cuantos decenios antes.
Tuve el privilegio de participar en la primera redacción de esa carta de los derechos humanos que debía incluir una declaración, un pacto (fueron necesarios dos) y unas medidas de aplicación (aún son muy imperfectas). La Comisión de Derechos Humanos contaba con doce miembros[30]. Estaba presidida por la viuda de Franklin Roosevelt y Francia estaba representada por René Cassin. Laugier confió la dirección de los derechos humanos a John Humphrey, un jurista canadiense especialmente simpático que había perdido un brazo en la guerra. Las sesiones de la Comisión se celebraban a veces en Nueva York y a veces en Ginebra, donde las Naciones Unidas habían recuperado el palacio de estilo mussoliniano construido para la Sociedad de Naciones en 1936. Los textos propuestos por la Comisión eran luego cribados por el Consejo Económico y Social, en el que Francia estaba representada por Pierre Mendès France, y luego examinados por la tercera comisión de la Asamblea General, en la que estaban presentes los cincuenta y un Estados miembros y de cuya secretaría yo mismo era responsable. No era fácil poner de acuerdo a europeos, asiáticos y latinoamericanos, incluso en ausencia de los africanos, de Japón, Alemania, Italia y tantos otros que aún no formaban parte de esas instancias. La Asamblea General reúne hoy en día a ciento ochenta y nueve delegaciones[31]. Lo más sorprendente no es que la Declaración pudiera ser calificada de universal, a propuesta de René Cassin, sino que haya sido reconocida —aunque no siempre de obligado cumplimiento, por lo menos como regla mundial— por todos los Estados que, a lo largo de los cinco decenios que siguieron a su adopción, se convirtieron en miembros de la Organización.
El 10 de diciembre de 1948 fue adoptada la Declaración Universal de los Derechos Humanos. El acto tuvo lugar en las salas dispuestas apresuradamente en el palacio de Chaillot, donde Francia acogía la tercera sesión de la Asamblea General. Los miembros de la Secretaría ocupábamos los asientos del fondo. Cuando el presidente procedió a iniciar la votación, teníamos el corazón en un puño. ¿Iba la URSS a votar en contra? ¿Se abstendría? ¿Qué haría Arabia Saudita? El presidente anunció cuarenta y tres votos a favor, ninguno en contra y ocho abstenciones. Tal vez fuera uno de los instantes más emocionantes de mi vida. A buen seguro, fue uno de los últimos momentos de consenso de la comunidad internacional. Stalin comenzaba a marcar distancias y Vichinsky utilizaba la tribuna de las Naciones Unidas para vituperar a Occidente. Churchill había creado la expresión «telón de acero» el año anterior. El plan Marshall dividía a Europa en dos bloques, y aunque esa división sólo haya durado cuarenta años, sus consecuencias sólo podrán resolverse en el próximo siglo.
Aún me hallaba en Nueva York cuando estalló la guerra de Corea, que bien habría podido acabar con una Organización aún flamante, por no decir frágil. Resistió… y la URSS, que se había retirado en 1950, regresó al cabo de dos años.
Al abandonar las Naciones Unidas para ocupar un puesto en el Ministerio de Asuntos Exteriores perdí buena parte de mis ilusiones. Tal vez la llegada de nuevos colegas a la función pública internacional, buena parte de los cuales buscaban un trabajo bien remunerado en lugar de una arena para el combate a favor de la democracia, aisló a aquellos a los que más apreciaba, los supervivientes de la lucha, los marginales en pos de un ideal.
Sin embargo, la juzgaba indispensable tal como era, con sus debilidades y ambigüedades, y tras tratar vanamente de distanciarme y de escribir un libro de antropología política[32] basado en mis experiencias neoyorquinas, fui feliz al poder regresar a las Naciones Unidas con otro estatuto.
El Ministerio me destinó a la dirección que representaba a Francia ante las diferentes instituciones internacionales, y particularmente ante las Naciones Unidas. En ese puesto me ocupaba de los mismos asuntos que ya había tratado en Lake Success: derechos humanos y asuntos sociales.
Seguía moviéndome entre París, Nueva York y Ginebra en función de las conferencias y reuniones, en las que entonces representaba a Francia, y mi visión de la labor de las Naciones Unidas se volvió más crítica. El Consejo de Seguridad, bloqueado por la regla de la unanimidad de los cinco miembros permanentes, había dejado de intervenir en las cuestiones más importantes que las grandes potencias trataban fuera del mismo, bajo la forma de pactos antagonistas que garantizaban aquel «equilibrio del terror» que, sin duda, contribuyó a salvaguardar la paz, pero en detrimento de un verdadero avance en el terreno de la seguridad colectiva. Su rivalidad los llevaba a apoyar, cada uno a su manera, las reivindicaciones de los países menos industrializados. Como consecuencia de la descolonización vigorosamente apoyada tanto por la URSS como por Estados Unidos, esos países constituirían progresivamente el grupo de Estados más activo en todos los ámbitos de la Organización.
Un hombre trató de devolver a las Naciones Unidas la autoridad y la responsabilidad necesarias para erigirse en garantes de una mayor seguridad y justicia en el mundo: Dag Hammarskjöld. Este economista sueco, cuya seriedad era bien conocida por sus colegas de la Organización Europea de Cooperación Económica, impresionó al embajador de Francia ante las Naciones Unidas, Henri Hoppenot. Compartía con él su afición al arte y la literatura, admiraba su cultura y lo propuso a sus colegas para suceder a Trygve Lie, de quien los estadounidenses y los rusos querían deshacerse sin tener que destinar a ese puesto a una personalidad política demasiado molesta.
Era 1953 y el mundo se hallaba en un período de inestabilidad. Muerto Stalin, aún se ignoraba qué depararía su sucesión. Francia se hallaba empantanada en Indochina y Estados Unidos trataba con dificultades de controlar a la URSS mediante pactos de defensa colectiva. En Oriente Próximo, Neguib había proclamado la república y Mossadegh había roto las relaciones diplomáticas con Gran Bretaña. En Berlín Oriental, una huelga general dio lugar a manifestaciones violentas.
Dag Hammarskjöld adquirió rápidamente una inesperada autoridad. Convirtió al secretario general de las Naciones Unidas en mediador y árbitro. En su propio entorno, los colegas más fervientes de mi época en Lake Success —Philippe de Seynes, Brian Urqhart o Ralph Bunche—, descubrieron en él a un jefe que suscitaba su adhesión y admiración. Estuvo ocho años en ese cargo y gestionó la transición de una organización modesta y algo marginada hacia un sistema de instituciones interdependientes y cada vez más indispensables para la buena marcha de las cuestiones mundiales.
Desde París, donde yo procuraba apoyar las reformas que había iniciado, sentí un nuevo entusiasmo, a pesar de que mis funciones se ciñeran todavía a terrenos limitados, como el desarrollo de las instituciones sociales y humanitarias con sede en Ginebra.
Cuando Pierre Mendès France llegó a la Presidencia del Consejo y me llamó para trabajar junto a él, se me encargó preparar su intervención en noviembre de 1954 ante la Asamblea General de las Naciones Unidas. No me fue difícil convencerlo de introducir en su discurso un caluroso elogio del secretario general y una fórmula que sabía que llegaría al corazón de mis antiguos colegas: «Ese núcleo valioso y frágil de un mundo unido que representa la Secretaría Internacional, un grupo valiente de hombres y mujeres más sensible que cualquier otro al progreso y a los accidentes en las relaciones entre naciones, a los éxitos y fracasos de la cooperación internacional».
Al ser alejado Mendès del poder, abandoné Francia y los contactos directos con las Naciones Unidas durante un tiempo. En Saigón, en la Dirección General de Relaciones Culturales, y en Argelia, en el Ministerio de Educación Nacional, perdería de vista la que consideraba, y de lejos, la organización más valiosa de nuestra época.
Por ello, para mí fue una grata sorpresa que en 1969, tras haber pasado cinco años en la Embajada de Francia en Argelia, el ministro de Asuntos Exteriores de Georges Pompidou me propusiera el puesto de director de las Naciones Unidas y de las organizaciones internacionales, dirección en la que había trabajado entre 1951 y 1954.
Las Naciones Unidas ya nada tenían que ver con la organización en la que había trabajado durante los primeros diez años de la posguerra, muy occidental, dominada por Estados Unidos y en la que el Este y el Sur desempeñaban papeles marginales. En 1969, la URSS luchaba con empeño para ampliar su influencia sobre las naciones «emergentes», es decir, salidas de la descolonización, que entonces prácticamente había concluido. La China de Mao llamaba a la puerta de la Organización, en la que su pueblo aún se hallaba representado por los gobernantes de Formosa. Estados Unidos sufría de lleno el oprobio de una guerra cada vez más cruel y absurda en la península indochina.
Las Naciones Unidas ya no debían gestionar la seguridad colectiva o el desarme, que alimentaban debates furiosamente repetitivos en instancias sin poder de decisión. En aquel momento debía consagrar la mayoría de sus esfuerzos y toda su vasta red a las relaciones entre Norte y Sur.
El secretario general de las Naciones Unidas, U Thant, era un birmano sabio cuya credibilidad se había visto injustamente mermada con el inicio de la guerra de los Seis Días. Era un caso típico de malentendido acerca de los respectivos papeles de los Estados miembros y de la Organización. Ésta, y hay que repetirlo sin cesar, no es más que la voluntad de sus miembros, que asumen o no los compromisos adquiridos. Se le reprochó al secretario general que hubiera aceptado con demasiada facilidad la retirada de los cascos azules de Sharm el-Sheij, permitiendo así que el ejército egipcio lanzara su ataque sin hallar resistencia. ¿Pero cómo habría podido U Thant oponerse a la petición de Nasser de retirar a los cascos azules de su territorio si se hallaban allí exclusivamente debido a su iniciativa? Hoy día aún hay mentes preclaras que achacan a la Organización la responsabilidad de una situación que ésta no tenía autoridad para controlar.
No, las Naciones Unidas de finales de los años sesenta y de los años setenta ya no eran garantes de la seguridad colectiva, aunque, en numerosas ocasiones, sus asambleas y consejos permitieran que los dirigentes de las grandes potencias se reunieran y resolvieran, entre ellos, crisis agudas como la de los misiles soviéticos en Cuba.
La palabra que había invadido el edificio y le daba un nuevo significado era «desarrollo». Prácticamente no existía hasta que apareció en un discurso del presidente Truman en junio de 1949, en el que, al enumerar los objetivos políticos de Estados Unidos, mencionó en el apartado IV la ayuda a los países subdesarrollados. Fueron necesarias cuatro décadas para que la comunidad internacional comprendiera la complejidad de esos vericuetos y reemplazara los esquemas de los años cincuenta por una concepción mucho más sofisticada de las relaciones entre países ricos y pobres.
Truman propuso a las Naciones Unidas ser los artífices de un vasto programa de asistencia técnica y financiera, paralelo a los esfuerzos bilaterales que llevaría a cabo su país. Trygve Lie confió esa responsabilidad a un joven venezolano, Manuel Pérez Guerrero, cuya inteligencia y dinamismo yo había apreciado desde mi primer puesto en Lake Success. Henri Laugier, David Owen, él y yo hablábamos del papel que podrían desempeñar, si se combinaban sus recursos, los departamentos de la Secretaría y las instituciones especializadas, cuyas tendencias centrífugas había que combatir, dado que los Estados miembros habían cometido el error de no sentar por escrito en las actas constitutivas de las nuevas organizaciones mundiales que gravitaban en torno a las Naciones Unidas ninguna prescripción que las obligara a aceptar la autoridad decisiva de los órganos centrales del sistema, del Consejo Económico y Social y de la Secretaría General.
Desde 1950 presentíamos las derivas que, veinte años más tarde, denunciaría sir Robert Jackson en un mordaz estudio sobre las capacidades del sistema de las Naciones Unidas en materia de desarrollo. Sin embargo, nos veíamos capaces de convencer a las instituciones internacionales[33] para que aunaran sus esfuerzos en el marco de una gran política común de desarrollo.
Lo considerábamos el complemento necesario a la acción a favor de los derechos humanos, nuestra prioridad. Era tan urgente sacar a los pueblos de la miseria como asegurarles las libertades cívicas.
¡Qué ingenuidad en las discusiones de aquellos años ya tan lejanos! ¿Es una broma de la memoria lo que me las hace aparecer más ricas en esperanza que todas aquellas en las que tomé parte después? Y, sin embargo, bastó con que las casualidades de la vida pusieran de nuevo en mi camino a los camaradas de aquel pasado lejano, aquellos pocos supervivientes de los inicios de la Organización, para que nuestro imaginario diera un nuevo salto hacia cuanto quedaba por hacer para no defraudar nuestras esperanzas.
Desde mi nuevo puesto en el Ministerio debía seguir los debates del Consejo de Seguridad y velar para que nuestros representantes en Nueva York supieran exactamente lo que el ministro deseaba que dijeran. Aún no había fax ni correo electrónico. La diferencia horaria entre París y Nueva York nos obligaba a estar en vela de día y de noche. Uno se aficiona pronto a ese tipo de juego: cuanto mayores son los requerimientos, más importantes parecen las misiones. En realidad, en aquella época los verdaderos problemas políticos se trataban fuera de las Naciones Unidas: Vietnam, Oriente Medio, las dos Alemanias…
Pero, en lo relativo a los problemas económicos —y el más grave de todos ellos: la brecha creciente entre los niveles de vida de Norte y Sur—, tenía la convicción de que las Naciones Unidas debían desempeñar un papel crucial en su solución. Mi experiencia adquirida en Argelia acerca de los límites de la ayuda bilateral me hacía creer que, si se abordaba de manera multilateral, podrían obtenerse resultados más satisfactorios.
Por ello acepté la propuesta de Paul Hoffmann de trabajar con él en el otoño de 1970 como administrador adjunto del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, institución creada diez años antes.
En los años cincuenta, el Consejo Económico y Social había esbozado el proyecto de un fondo especial de las Naciones Unidas para el desarrollo económico, cuyas iniciales inglesas, Sunfed, en su traducción literal, hacían pensar, según Georges Boris, en una «comida al sol», y que tuvo la misma precariedad. Tenía que completar, mediante donaciones, el trabajo de créditos reembolsables que incumbía al Banco Mundial, pero se limitó a dotar un fondo mucho más modesto, de unas decenas de millones de dólares, consagrado a la asistencia técnica y a la preinversión.
Bajo la dirección de Paul Hoffmann, que diez años antes había administrado el plan Marshall, ese fondo se convirtió en el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, y amplió, de año en año, sus recursos y su influencia sobre las instituciones especializadas cuyas acciones sobre el terreno financiaba ampliamente.
Su principal colaborador era Paul Marc Henry, uno de mis colegas y amigos más cercanos. Había adquirido una competencia unánimemente reconocida en la puesta en marcha y la gestión de los proyectos del PNUD, y había recorrido infatigablemente África, Latinoamérica y Asia. La crisis provocada en el PNUD por los severos ataques de sir Robert Jackson obligó a Paul Hoffmann a renovar su equipo, y Paul Marc, que no estaba de acuerdo con la nueva orientación, dimitió. Le aconsejó que se dirigiera a mí para sustituirlo.
Al atractivo deslumbrante que para mí siempre ha tenido la función pública internacional se añadían los efectos de una crisis aguda de mi vida privada que me incitaba a distanciarme por cierto tiempo de Vitia. Ante la estupefacción de mis colegas del Ministerio, solicité dejar uno de los mejores puestos del Quai d’Orsay para aceptar un nuevo destino provisional ante el secretario general de las Naciones Unidas.
En 1951 abandoné la ONU por el Quai d’Orsay, y en 1969 hacía el recorrido inverso. Paul Marc Henry me propuso instalarme en un ático situado sobre el Dag Hammarskjöld Plaza, con vistas al edificio de las Naciones Unidas y al East River, en el que él se había alojado durante diez años.
El equipo del que Paul Marc fuera el gurú me acogió sin grandes entusiasmos, simplemente aceptando unas reformas que en realidad no complacían ni a Paul Hoffmann ni a su principal colaborador, Myer Cohen.
Esas reformas atribuían mayor responsabilidad a los gobiernos de los países beneficiarios de los créditos del PNUD, convertían a los representantes residentes en consejeros de desarrollo de esos gobiernos y transformaban la sede en una instancia de reflexión y de reparto de fondos entre los países, pero carente de capacidad de control de la realización de los proyectos de desarrollo sobre el terreno. Se respetaba así el natural deseo de los socios del Programa de asumir la responsabilidad de su desarrollo, de designar entre sus nacionales a quienes llevarían a cabo los proyectos y de saber de qué créditos dispondrían en un período de varios años. Sin embargo, aunque buena parte de los países de Asia y de Latinoamérica merecían esa confianza, muchos otros aún estaban muy lejos de ello. De ahí tantos despilfarros y fraudes que irritaban a mis colegas.
Tuve la fortuna de contar con colaboradores particularmente competentes y dinámicos, en primer lugar Roger Genoud, que se entendía bien con Myer Cohen y hacía gala de una mezcla de ironía, poesía y absoluta convicción de la importancia de la tarea que había que llevar a cabo que merecía mi aprecio. Ciudadano de Ginebra, había militado en el Partido del Trabajo y conocía a fondo el pensamiento de Marx, que se esforzaba en combinar con las enseñanzas de Sartre. En su juventud había formado parte del equipo de Kwame Nkrumah, luego del de Habib Bourguiba, y habíamos coincidido el año anterior en Argelia, donde él era el adjunto del danés Stig Anderson, representante residente del PNUD. Su joven esposa inglesa y él ejercieron una influencia sobre mí mayor de lo que había imaginado. Tenían una gran libertad de conducta, una pasión por la aventura y un abandono a la camaradería que les venían de su contacto con África. Heredé de ellos la fascinación por las cualidades específicas de los pueblos de ese continente y no he dejado de ver en él al conservador de algunos de los rasgos más valiosos de nuestra especie. Paul Hoffmann era un jefe muy respetado, muy independiente y muy generoso. Pero no «sentía» la reforma que el Consejo de Administración le había impuesto. Un año después de mi llegada se jubiló y fue reemplazado por un gran banquero norteamericano, Rudolph Peterson. Éste quiso hacer gala de su competencia negando la de su predecesor y se ganó rápidamente la unánime animadversión de nuestro equipo.
Éramos cinco administradores adjuntos, uno por cada una de las cuatro regiones del mundo y yo a cargo de la política y la evaluación. Con el fin de dar la mayor pertinencia posible a las actividades de aquel programa que ocupaba un lugar central en los esfuerzos de las Naciones Unidas a favor de los pueblos del Tercer Mundo, tomé la iniciativa de convocar a un grupo de personalidades cuyos consejos recogeríamos, entre las cuales figuraba Edgar Faure. Peterson asistió a la primera sesión de ese grupo y, dado que no entendía el francés, escuchó a Edgar Faure mediante un intérprete. Al día siguiente, al comentar con sus principales colaboradores las aportaciones del grupo, tuvo el mal gusto de describir la intervención del miembro francés como un incomprensible entramado de banalidades. No pude evitar ponerlo en su sitio y negarle el derecho a hablar, sin haberlo comprendido, de un hombre cuya competencia y cultura eran incomparablemente superiores a las suyas.
Sólo me faltaba presentar mi dimisión de un puesto en el que había aprendido muchas cosas, que me había permitido viajar y conocer a personalidades de peso, pero que ya hacía demasiado tiempo que me alejaba de mi mujer y de mis hijos.
A los cincuenta años me hallé en París sin puesto. Ésa es una situación que la mayoría de mis colegas han vivido en uno u otro momento de sus carreras. El Ministerio me consideraba un especialista de la diplomacia multilateral y tuvo la gentileza de encargarme algunas misiones en el marco de las Naciones Unidas. Estuve al frente de una delegación francesa en la Comisión Económica para Asia y el Pacífico que celebraba su vigesimotercera sesión en Tokio. Esas comisiones, de las que existen cinco, son, a buen seguro, una de las herramientas más valiosas para la cooperación internacional. Se reúnen anualmente en una u otra capital de la región y comprenden a todos los Estados miembros que en ella administran territorios[34].
Las secretarías de esas comisiones regionales tienen un papel importante. La de la Comisión Económica para Europa, con base en Ginebra, consiguió mantener lazos económicos y técnicos entre países comunistas y capitalistas durante los períodos más duros de la guerra fría. Su primer secretario ejecutivo, Gunnar Myrdal, formó en particular a jóvenes economistas franceses como Pierre Uri, que se han convertido en los mejores artífices de la construcción comunitaria europea. La Comisión Económica para Latinoamérica tuvo como secretario ejecutivo a un economista argentino de renombre, Raúl Prebisch, impulsor de las primeras teorías del desarrollo estructural que marcaron la economía de los países latinoamericanos en los años sesenta. En 1964 se convirtió en el primer secretario general de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo.
Todos ellos habían sido nuestros interlocutores en el PNUD y para mí figuraban en la larga galería de los pilares de la cooperación internacional, mi verdadera familia.
En Tokio, la sesión revestía especial importancia, puesto que por primera vez participaba en ella un ministro de la China comunista, que finalmente había entrado en la ONU el año anterior, expulsando a Formosa como miembro permanente del Consejo de Seguridad. El emperador japonés concedió una audiencia a los miembros de la comisión y pude observar en el rostro del representante de la Unión Soviética los celos ante su colega chino, a quien el emperador dedicaba gran amabilidad.
Reclutado en 1974 por Pierre Abelin, ministro de Cooperación, no volví a las Naciones Unidas hasta 1977, cuando el presidente Valéry Giscard d’Estaing me nombró embajador ante las Naciones Unidas en Ginebra. Mi carrera diplomática había comenzado en aquella instancia y, si todo transcurría de la forma habitual, debía acabar allí, puesto que, en 1977, sólo me faltaban cinco años para la jubilación y es usual mantener un puesto de esa naturaleza hasta tal fecha.
Dedicaré otro capítulo a mis cinco años en Ginebra, el puesto más interesante que jamás haya ocupado, pero, por el momento, quisiera ir rápidamente al final de mi relación con las Naciones Unidas para explicar la visión que de esta organización tiene un octogenario.
En 1981, la ONU me parecía aún enviscada en la decepcionante gestión de las relaciones Norte-Sur. La negociación global reclamada por los «países en desarrollo» (esa expresión había reemplazado «en vías de desarrollo» y la anterior «subdesarrollados») seguía tropezando con la mala voluntad de Estados Unidos, Gran Bretaña y Japón. El tercer «decenio del desarrollo» no parecía más prometedor que los dos precedentes, y si la elección de François Mitterrand permitía contar con Francia para proclamar su fe en la cooperación con el Tercer Mundo, la de Reagan enterraba la política del presidente Carter, más atento al Sur. Kurt Waldheim había dado paso a Pérez de Cuéllar, pero el Consejo de Seguridad seguía ajeno a los verdaderos acuerdos de desarme y a las negociaciones israelo-palestinas.
Por mi parte, seguía sin contemplar más solución para librar al mundo de las injusticias y de la violencia que reforzar la Organización, aumentar su autoridad y ampliar sus competencias. Tenía más convicción que confianza en ello.
Todo se tambaleó con la irrupción de Mijaíl Gorbachov en la escena internacional. Cuando, ocho años después de mi marcha de Ginebra, mi cuarto sucesor en ese puesto me llamó para presidir la delegación francesa en la Comisión de los Derechos humanos, las Naciones Unidas habían cambiado de rostro una vez más. El Consejo de Seguridad se había convertido en una eficaz herramienta para resolver problemas acerca de los cuales los miembros permanentes tenían desde hacía algún tiempo el mismo punto de vista. La democracia liberal había logrado progresos sustanciales en los países en desarrollo. Las cuestiones más graves que se le planteaban a la humanidad eran globales. Una institución mundial era la única que podía dar con soluciones. Esta convicción, que era la mía desde hacía cuarenta y cinco años, parecía ser compartida súbitamente por la mayoría de los miembros de la Asamblea General.
A pesar de ello, el mundo real estaba muy lejos de la estabilidad y a todas luces la violencia no había disminuido.
Los líderes mundiales, y naturalmente en primer lugar Estados Unidos, no titubeaban a la hora de recurrir a las facilidades que les ofrecía la Organización de las Naciones Unidas para llevar a la práctica sus políticas. El mejor ejemplo de ello fue Camboya, y el más discutible fue el de la guerra del Golfo. Tras la vasta operación llevada a cabo en 1961 en el Congo Belga bajo la batuta de Dag Hammarskjöld, que murió allí, las Naciones Unidas jamás habían desplegado recursos tan considerables como en Camboya para que un país miembro saliera del caos y entrara en el orden democrático. Tras la segunda guerra mundial, las tropas estadounidenses no habían librado una batalla como la de Kuwait para liberar a un país invadido por su vecino. En uno y otro caso, en el origen de esas operaciones se hallaba una resolución del Consejo de Seguridad.
Además, la organización en la que me hallaba a la edad de setenta y dos años se había lanzado a una sucesión de conferencias mundiales que zanjaban, en lo relativo a algunos temas importantes, las reuniones similares de los años setenta. La octava conferencia de las Naciones Unidas sobre comercio y desarrollo que tuvo lugar en Cartagena en 1990 adoptó un tono muy diferente que el de los decenios precedentes, ocasiones en las que deploré la falta de realismo. Esta vez se dio un nuevo impulso, de acuerdo con los efectos de la globalización de la economía, a la noción de desarrollo solidario.
Un año más tarde en Río, la Cumbre de la Tierra adoptó la Agenda 21, un detallado programa de medidas que todos los sectores de la comunidad mundial deberían aplicar para asegurar a la vez un desarrollo sostenible y la protección del medio ambiente.
Maurice Strong, el gran intemacionalista y financiero canadiense que habría podido ser un buen secretario general de las Naciones Unidas, un hombre de evidente encanto, había sido veinte años antes secretario general de la primera conferencia de las Naciones Unidas sobre medio ambiente. Se le encargó que preparara la Cumbre de la Tierra, y supo darle un excepcional esplendor. En esa ocasión, un centenar de jefes de Estado o de gobierno adoptaron acuerdos solemnes.
Otras conferencias se estaban preparando: una sobre la condición de las mujeres; la segunda sobre la integración social, y la tercera, para la que había sido yo movilizado, sobre los derechos humanos.
Esas grandes reuniones de los representantes de más de ciento ochenta Estados constituían la prueba de que, al menos de palabra, todos los integrantes de la comunidad mundial perseguían los mismos objetivos. Pero, sobre todo, la presión para pasar de las palabras a los hechos surgía de la participación cada vez más enérgica de los representantes de la sociedad civil, las organizaciones no gubernamentales. Éstas animaban los foros que tenían lugar al margen de cada una de esas asambleas y cuya turbulencia contrastaba con los aterciopelados debates entre delegaciones gubernamentales.
La caída del Muro de Berlín fue la señal para un nuevo impulso del que las Naciones Unidas deberían ser las beneficiarias, aunque sólo fuera para evitar que la globalización de la economía, en aquel momento ya evidente, estuviera exclusivamente en manos de la única superpotencia que quedaba en liza, Estados Unidos.
El uso abusivo del veto había convertido a la URSS, durante los años de la guerra fría, en chivo expiatorio de los fracasos de la organización. En aquel momento era la increíble avaricia de Washington con respecto a las Naciones Unidas lo que concitaba la unanimidad de los países del Sur contra Estados Unidos.
Necesitábamos, pues, una organización mundial renovada en sus objetivos y en sus estructuras para luchar contra la disparidad entre las tareas confiadas al Banco Mundial y al Fondo Monetario Internacional y las necesidades reales de los pueblos sometidos a sus programas de ajuste estructural.
Además, la frecuente incomprensión entre culturas, cuyo enfrentamiento surgía de la globalización de la economía y de las comunicaciones, suscitaba crispaciones de identidad en las que la pobreza engendraba violencia añadida.
Las Naciones Unidas no habían hallado respuesta a esos desafíos.
Representé a Francia durante tres años en la Comisión de los Derechos Humanos, y luego en la Conferencia mundial de Viena en 1993. Acababa allí donde había comenzado. Podía medir el camino recorrido mejor que mis colegas más jóvenes, en ese terreno que desde mi juventud había sentido como el más decisivo para las Naciones Unidas. ¡Cuántos progresos conseguidos insensiblemente, tenazmente, paso a paso, progresos frágiles que en todo momento habría que apuntalar, apoyar y defender contra todas las formas de la razón de Estado!
Los artífices de ese combate, y hay algunos muy destacados entre mis compatriotas, merecen toda mi admiración.
Al asumir sus funciones a principios de 1991, el nuevo secretario general, Boutros Boutros-Ghali, halló una organización dinamizada por una serie de acontecimientos. En cuatro años, su situación se había degradado. ¿Hasta qué punto y por qué razones?
En el mismo jardín japonés de los Rockefeller donde la víspera había estado hablando con Felix Rohatyn acerca del futuro de Estados Unidos, conversé largamente acerca de esta cuestión con sir Brian Urqhart, que formaba parte de nuestro grupo de reflexión como representante de la Fundación Ford.
Su presencia en ese lugar privilegiado evocaba para mí diversas etapas de mi vida, puesto que nuestros destinos eran comparables en muchos aspectos. No puedo evitar recordarlos.
Si yo no hubiera saltado del tren que nos conducía de Dora a Bergen-Belsen, en 1945, habría podido conocer a ese joven oficial británico excepcionalmente valiente y severamente crítico con los generales vanidosos como Montgomery, que sacrificaron a sus hombres para colmar su gloria. Su unidad descubrió el espantoso osario de ese campo hacia el que fueron evacuados miles de deportados, luego diezmados por las epidemias.
En cuanto fue desmovilizado, Brian Urqhart decidió sumarse al equipo que preparaba en Londres la primera Asamblea General de las Naciones Unidas. La sede de la nueva organización aún no se había establecido en Nueva York. Dos meses más tarde, nos encontramos en los pasillos de Lake Success. De inmediato reconocí en él a un hermano. Era esbelto, rubio, atlético, con gran sentido del humor y sobre todo estaba totalmente convencido de la necesidad de cambiar el mundo para erradicar la injusticia y la violencia. Ni siquiera necesitaba poner énfasis en ello. Detestaba la retórica y desconfiaba de los «veteranos» de la Sociedad de Naciones que conservaban las costumbres de antes de la guerra. Pronto se convirtió en el centro de un grupo de jóvenes, chicos y chicas, entre veinticinco y treinta y cinco años, que habían logrado infiltrarse en los gabinetes de los secretarios generales adjuntos y se consideraban con orgullo como los auténticos motores de la nueva mecánica.
Brian trabajaba en el Departamento de Asuntos Políticos. Publicó varios libros que leí con pasión: una autobiografía, A Life in Peace and War, y una biografía de Ralph Bunche, el afroamericano más eminente de las Naciones Unidas. Estuvo en el Congo con Bunche y Hammarskjöld, y poco faltó para que dejara allí la piel. Luego organizó las fuerzas de mantenimiento de la paz, y se convirtió en el jefe de los cascos azules. Al final de su carrera, acompañó a Pérez de Cuéllar a Estocolmo para recoger allí en 1988, en nombre de los soldados de la paz, el Premio Nobel.
Uno de sus numerosos motivos de indignación era la manera en que se elegía a los secretarios generales de las Naciones Unidas. Dado que obedeció a todos ellos, comprendió que el mejor, Hammarskjöld, fue elegido inadvertidamente porque lo tenían por un inofensivo economista. En cuanto a los otros, la elección recaía en los embajadores de los cinco miembros permanentes en Nueva York, que trataban sobre todo de evitar escoger a una personalidad demasiado carismática para mantener con mayor facilidad el control de la Organización.
Tras jubilarse en las Naciones Unidas, fue reclutado por la Fundación Ford y puso en marcha un estudio sobre el liderazgo que debía poder ejercer un secretario general de las Naciones Unidas, sobre la manera de detectar al mejor candidato y cómo escogerlo, y sobre las reformas que llevaría a cabo en el funcionamiento de la Organización. Me asoció a su investigación y me invitó a Uppsala, a la sede de la Fundación Dag Hammarskjöld, modesta pero activa institución alojada en una casa de la ciudad natal del célebre sueco que está enterrado allí. Eramos cinco cómplices que recorríamos las calles de esta vieja capital del norte, con su castillo de la Edad Media y sus jardines diseñados por el naturalista Linde. Ésa fue mi visita al lugar más próximo al polo norte y allí fue donde mejor comprendí la complejidad de la tarea.
Nuestro estudio interesó a todos los candidatos a esa peligrosa función, y principalmente a Boutros-Ghali, que se comprometió a seguir una de nuestras recomendaciones capitales: aceptar únicamente un mandato de cinco años y mantenerse así al abrigo de la tentación de complacer para ser reelegido. Sin embargo, ni nuestra sugerencia ni su promesa se han hecho realidad hasta el momento.
A pesar de ello, Boutros-Ghali me invitó al año siguiente a formar parte de un grupo de trabajo sobre la organización de los servicios económicos y sociales de la Secretaría.
Era un tema aparentemente muy administrativo, pero en realidad bastante político, y por ello interesó a un ministro neerlandés, a un ex gobernador del Banco Central de la India, a un ex presidente del Banco Mundial y a otras personalidades de reconocida competencia. En esos temas, las Naciones Unidas sufrían desde siempre la marginalización por parte de las instituciones financieras internacionales, que llevaban a cabo su propia política sin preocuparse por las incidencias sociales y humanas de ésta. Dispersados entre Ginebra, Roma, París y Nueva York, los servicios que dependían del secretario general nunca habían gozado de la autoridad necesaria para proponer ni, menos aún, para imponer una política económica y social innovadora y eficaz a la comunidad internacional.
Al igual que el estudio de Brian acerca de la elección del secretario general, el informe de nuestro grupo de trabajo partía de constataciones elementales: el lugar que los problemas económicos ocupaban en la organización mundial y la necesidad de que los servicios que trataban de solucionarlos estuvieran dirigidos por una personalidad de primera fila, un economista internacionalmente reconocido que pudiera tratar de tú a tú tanto con los ministros de finanzas de los Estados más importantes como con el presidente del Banco Mundial o el director general del Fondo Monetario; debía ser el álter ego del secretario general, que así sería liberado de estas obligaciones y podría concentrarse en los problemas diplomáticos y la seguridad. Figuraban en el informe también recomendaciones más detalladas, algunas de las cuales inspirarían las reformas de los primeros años del mandato de Boutros-Ghali, pero la más importante, la delegación de poder en un álter ego economista, no le convino. Deseaba conservar la última palabra sobre los problemas de desarrollo y pronto perdió su credibilidad.
Al encontrarme de nuevo con mi amigo Brian a la sombra de las magníficas magnolias de los Rockefeller, yo conservaba en la memoria tanto nuestras iniciativas como nuestros desengaños.
Me preguntaba qué suerte le esperaba a nuestro informe, al que dábamos los últimos retoques. Sus redactores me inspiraban confianza: los dos copresidentes, Richard von Weizsäcker, que acababa de abandonar la presidencia de la República Federal de Alemania poco después de la unificación de mi país natal, y Moen Qureishi, primer ministro de Pakistán, donde gestionó muy hábilmente la transición entre los generales y Benazir Bhutto; Felix Rohatyn, el inconformista banquero neoyorquino; un ruso; un chino; un británico; un japonés; un indio; una keniata; una polaca, y una costarricense. Una vez más, yo era el único francófono.
Logré que el informe fuera incisivo y de menos de sesenta páginas. Las reformas que consideraba más apremiantes me parecían convincentes.
Y, sin embargo…
Recuerdo muy bien las palabras de nuestra conversación en el jardín japonés:
—Otro informe que acabará en un cajón —dije.
—Seguramente, pero ya sabes que algo quedará. El mundo cambia muy de prisa y la ONU siempre se ha adaptado a esos cambios. Las reformas que proponéis se adecuan a las necesidades de un mundo que emerge de las confusiones bárbaras del siglo XX. Este año no se adoptarán por pereza o por cobardía. Pero fermentarán en las mentes y un día el licor que contienen provocará una nueva ebriedad, tal vez una locura, tal vez el sentido común.
—¿Qué te permite estar tan seguro?
—La experiencia. Tanto tu vida como la mía ya han sido largas, y aún deseo que se prolonguen un poco más. Algo nos han tenido que enseñar: ahora puede vivirse mejor en el mundo, es menos absurdo y más humano. El apartheid ha desaparecido y también el gulag; queda la violencia, escandalosa pero localizada. Las sociedades, en todas las regiones del mundo, han reivindicado y a menudo obtenido más saber, más libertad, más derechos. Las Naciones Unidas se han visto eclipsadas y, durante esos eclipses, ha habido progresos, progresos que han aprovechado para recobrar el aliento. No seamos ingenuos. No es la organización mundial la que tira de la historia hacia delante; es al revés. Es el paso del tiempo el que arrastra a una generación tras otra hacia su destino.
—Te veo de repente muy filosófico.
—Sí, he decidido que a partir de ahora me consagraré exclusivamente al estudio de los poemas que tratan del paso del tiempo, empezando por Andrew Marvell. Es un buen ejercicio para la vejez y en él encuentro la necesaria perspectiva para hacer un juicio positivo sobre las Naciones Unidas. Sabemos perfectamente que no son más que una herramienta, pero cada vez son más los actores que la utilizan. Los que la empuñan para vencer a la violencia e imponer la justicia son más numerosos y están más determinados que aquellos que la utilizan para conservar sus privilegios.
—Si ése no fuera el caso, estoy tan convencido como tú de que hace mucho tiempo que la ONU se habría ido a pique. Pero ¿ese tiempo, que tú observas que huye con ternura, bastará para evitar lo peor: el triunfo del dinero, del liberalismo salvaje, de la limpieza étnica, la droga o la exclusión?
—Precisamente, al tomar conciencia de la gravedad de esos desafíos, los Estados se verán obligados a ponerse de acuerdo para enfrentarse a ellos y por lo tanto a recurrir a esa organización a la que servimos. Esto es lo que se esbozó hace cincuenta años, y será realidad dentro de cincuenta años más, tras los cuales todas las recomendaciones de vuestro informe se habrán seguido.