PIERRE MENDÈS FRANCE

De todos los estadistas franceses a los que he conocido, a quien me he sentido más próximo es a Pierre Mendès France.

Yo tenía veinticinco años cuando lo conocí en Londres y sesenta y cinco cuando falleció, y tengo la sensación de que, entre ambas fechas, ha estado presente en todas las etapas de mi vida y que la admiración que me ha inspirado presenta todos los colores del espectro.

Primero, como evadido. En Londres todos éramos evadidos, pero las historias de evasión eran más o menos aventureras. Yo estaba orgulloso de la mía, pero ésta se veía eclipsada por la de Pierre Mendès France, que la explicaba con mucho humor: el salto desde lo alto del muro de la prisión de Clermont-Ferrand, y también el bigote y la boina con que se disfrazó.

Luego, como combatiente. Eligió seguir siendo aviador y rechazó el puesto político que le proponía De Gaulle. Yo elegí lo mismo al principio, y habríamos podido coincidir en el grupo Lorraine si yo no me hubiera unido a la BCRA.

Al regresar de la deportación, me explicaron sus diferencias con el general acerca de la política monetaria y, como la mayoría de los camaradas, lamenté que se hubiera preferido a René Pleven. Cuando uno tiene menos de treinta años, siempre prefiere a los audaces antes que a los prudentes.

A lo largo de los ocho años pasados en las Naciones Unidas, tomé conciencia de sus cualidades como economista y negociador. Tras representar a Francia en la conferencia de Bretton Woods, donde coincidió con John Maynard Keynes y profundizó en sus tesis sobre la economía mundial, Mendès presidió la delegación francesa en el Consejo Económico y Social. Como director del gabinete de Laugier, luego secretario de Embajada responsable de la misma cuestión en el Ministerio, pude observar la manera en que Mendès dominaba los debates de ese órgano principal de las Naciones Unidas, el respeto que inspiraba a sus diecisiete colegas: al indio, al chileno, al canadiense, al soviético o al polaco. Me fascinaba la intimidad intelectual que convertía a los consejeros allegados a Mendès —Georges Boris, Gabriel Ardant, Jacques Kaiser y sus esposas—, en un equipo irresistible, y me esforzaba para formar parte del mismo.

Luego, al llegar los años 1953-1954, se constituyó lo que iba a ser, en su sentido más extenso, mi familia política, eso que nos vemos obligados a llamar «mendesismo», aunque su inspirador siempre rechazara tal denominación: una solidaridad fundada sobre una aceptación común de un conjunto de valores republicanos de los que él era portador convencido y convincente.

A menudo he tratado de comparar esa «determinada idea de Francia» que se hacía De Gaulle con ese sentido de las responsabilidades francesas personificado en Mendès. La historia de Francia para el general era la de un destino excepcional, la de una nación conducida por hombres visionarios, que descubrían gracias a una tradición muy antigua y vigorosa los caminos para conducir a las otras naciones hacia un honor más alto. La de Mendès estaba cimentada en las cualidades de su pueblo, capaz de extraer enseñanzas de las experiencias concretas vividas y analizadas.

Aunque en un momento de irritación el general llegara a decir que sus compatriotas eran «todos unos borregos», conocía sus virtudes al igual que Mendès conocía sus flaquezas. El primero, sin embargo, los quería robustos frente al adversario, mientras que el segundo los veía como ciudadanos preclaros y responsables. De ahí la prioridad absoluta que dio a la educación, a la formación cívica de la juventud, al funcionamiento riguroso de las instituciones republicanas, a las amplias consultas democráticas que justificaban la confianza que la transparencia del Estado impone a todas las categorías de la población.

En política interior, en particular en la gestión económica, no había entre ambos hombres grandes desacuerdos de fondo.

¡Pero menuda diferencia en sus métodos! Para Mendès, la acción del estadista debía ser inmediatamente comprensible y cada una de sus elecciones debía ser explicitada de la manera más simple. A De Gaulle le gustaban el misterio, la sorpresa, la palabra inesperada y por ello aún más impactante: «Un puñado de generales en retirada…», o bien «Os he comprendido». ¿Cómo no sucumbir al encanto del general? ¿Cómo no adherirse a las preocupaciones éticas de Mendès, mucho más ricas desde el punto de vista humano?

En el terreno de la política exterior, ambos coincidían por lo menos en un punto: el desvelo constante para garantizar la independencia de Francia, dotándola de armas nucleares, de una moneda fuerte y de relaciones equilibradas con las naciones más potentes. Pero, junto a esos grandes principios, ¡cuántos rasgos opuestos! De Gaulle alimentó un rencor tenaz hacia Estados Unidos, en respuesta a los bufidos de Roosevelt, e incluso hacia Inglaterra, a pesar de la confianza que Churchill no le escatimó. Mendès, en cambio, hizo gala de su admiración hacia el gran demócrata norteamericano y de su gratitud hacia la inquebrantable Gran Bretaña. Si el general evocaba el acceso de los pueblos a la autonomía en términos distantes, Mendès afirmaba abiertamente la necesidad de una urgente modificación de las instituciones del imperio colonial. Jean Lacouture, que les consagró sendas y apasionantes biografías, recogió mis consideraciones sobre ciertos aspectos de sus carreras, lo que me ofreció la posibilidad de precisar mi juicio desde una perspectiva más serena.

Es imposible permanecer sereno en el movimiento de la historia, cuando uno sufre cotidianamente las decisiones de quienes están en el poder. ¡Cuántas veces, dejando de lado en mi memoria mi devoción sin reservas hacia el jefe de la Francia Libre, me enojé con De Gaulle! El desprecio hacia una fracción de la Resistencia, la denuncia del plan Marshall, el apoyo a la guerra contra el Vietminh, la prolongación de la guerra de Argelia o el veto a la entrada de Inglaterra en el Mercado Común fueron algunas de las causas. Tal vez yo estuviera equivocado y su visión fuera más sutil, pero en aquellos momentos me rebelaba. Con Mendès no sucedía lo mismo. Siempre comprendí y casi siempre compartí sus posiciones. Incluso su rechazo radical de las instituciones de la V República, cuando yo las creía concebidas por un dirigente como él, me pareció perfectamente coherente con su concepción del Estado republicano. Ello se debía también, sin duda, a nuestras relaciones personales.

Nunca conversé con De Gaulle. De las recepciones en el Elíseo donde pude estrecharle la mano, presentarle a mi mujer o decirle unas palabras acerca del inicio del curso escolar en 1962 en Argelia, me queda el recuerdo de su cortesía más que de su capacidad de escuchar. Del almuerzo al que fui invitado en 1941 en el Connaught Hotel de Londres, conservo la imagen de la impresionante dignidad de un joven concentrado, pero no los temas tratados.

De Pierre Mendès France, por el contrario, conservo un montón de recuerdos. Ya en su primera visita a Londres, en 1943, en el mews próximo a Knightsbridge donde vivíamos, bajo una vidriera que no constituía la mejor defensa ante los ataques aéreos, me conquistó su sonrisa, su humor, su manera algo embarazada de ser amable. Habló de Nueva York, de la Escuela libre de altos estudios que allí dirigía mi suegro. Le preguntamos por su esposa y sus dos hijos, que estaban en América. Le hablé largamente de nuestras redes de información, de los movimientos de liberación y de sus rivalidades. Le expresé mi pesar por haber dejado la aviación en la que él se había alistado y elogié el formidable espíritu de equipo de la Royal Air Force. Ya de entrada, su capacidad de escuchar me impresionó.

A mi regreso de Alemania, se había convertido en una gran figura de la vida política y en amigo de la familia. Fue ministro, dimitió, participó en la conferencia de Bretton Woods y se convirtió al keynesianismo. Y, además, estaban Lily Mendès France y Germaine Boris. Vitia sentía un especial afecto por ambas mujeres, tan próximas como diferentes. Lily, graciosa y cándida, parecía entregada a los demás sin defensa alguna. Fuerte y exigente, Germaine la rodeaba con su ternura. El apartamento de los Boris, situado en el Quai Bourbon, en la casa donde había vivido Léon Blum, nos era más familiar que el que ocupaban los Mendès, en la calle Conseiller-Collignon, decorado con los cuadros de colores oscuros y puros de Lily. En casa de los Boris se hablaba de música, y en la de los Mendès de política. Son dos lugares en los que mi memoria reside con placer.

Más adelante tuve varias ocasiones de verme con Pierre Mendès France en Nueva York, junto al lecho de Laugier, que se rompió una pierna en un accidente de circulación. Mendès escuchaba con paciencia las algaradas de su colega de más edad, a quien las posiciones defendidas por Francia siempre le parecían timoratas. Las justificaba sin herir al que llamábamos el «jefe». Le vi luego en Ginebra, donde Mendès aprovechó un 14 de julio, en plena sesión del Consejo Económico y Social, para organizar una fiesta acuática. Alquiló un barco que cruzaba el lago de Ginebra, en Thonon, y acogió a bordo entremezclados a ex funcionarios de la Sociedad de Naciones, jóvenes representantes de los países del Sur, periodistas, militantes de las organizaciones no gubernamentales, autoridades municipales y cantonales de Ginebra, funcionarios de todas las secretarías internacionales… Muchas chicas a las que el sol reflejado en las aguas del lago Lemán hacía aparecer hermosas, muchos guitarristas vibrantes, sombreros mexicanos, túnicas árabes de vivos colores… Mendès velaba, con el rigor con el que se consagraba a cualquier cuestión, para que no faltaran champagne, bailarines, conversaciones ni música. ¡Eso sí que fue una fiesta del 14 de julio!

Llegaron junio de 1954 y la investidura de Mendès como presidente del Consejo. Yo estaba aún en la Secretaría de Conferencias, pero Georges Boris, que había constituido uno de los tres gabinetes que trabajaban para el presidente, me hizo llamar. A diferencia del gabinete del ministro de Asuntos Exteriores, puesto que Mendès había decidido ocupar personalmente, y del de Matignon[35], dirigido por André Pélabon, el gabinete de Georges Boris —donde coincidí con otro «londinense», Jean-Louis Crémieux-Brilhac—, no tenía ninguna atribución en particular salvo la preparación de las «charlas» radiofónicas del sábado, esa innovación en la comunicación política que imitaba los fireside chats de Roosevelt, que la clase política reprochó a Mendès pero que la opinión pública apreciaba.

A lo largo de los siete meses y siete días en que Mendès presidió el Consejo no lo vi más que de vez en cuando, al entrar o salir de algún avión, pues, naturalmente, el ritmo de sus ocupaciones era trepidante. Sin embargo, «vivía» con él por intermediación de Georges Boris, al que consultaba muy a menudo. Boris le transmitía los ecos de las reacciones de la opinión pública, de los parlamentarios y periodistas, dado que ese hombre prodigiosamente intuitivo, periodista, sabía restituir en pocas frases la sensibilidad de los demás.

Alrededor de esa breve y excitante aventura que constituyó el gobierno de Pierre Mendès France hay un aura de la que los historiadores han dejado constancia pero que, para cuantos formaron parte de ella, tiene algo de irreal, como un paréntesis en cierta medida milagroso en una vida política más bien sombría. Y todos los personajes que desempeñaron un papel en la misma son como personajes de novela: Léone Georges-Picot, secretaria particular de Mendès, cuya silueta esbelta y cabellera sedosa nos turbaban; su futuro esposo Simon Nora, consejero económico; mis colegas Claude Cheysson y Jean-Marie Soutou, y también Paul Legatte, Michel Jobert o Alain Savary. Todos ellos hicieron gala de una desenvoltura y una energía que eran el reflejo de la formidable vitalidad del presidente del Consejo.

Por mi parte, seguía en particular los temas de política exterior que acapararon tanto el tiempo y la atención de Mendès France que tuvo que delegar en Edgar Faure una parte sin duda excesiva de las responsabilidades en el terreno económico. Sus intervenciones relacionadas con los problemas de la sociedad que más lo preocupaban fueron simplemente simbólicas. El famoso vaso de leche en las escuelas, acerca del cual se hicieron muchos chistes, respondía a su deseo de que cada familia, cada ciudadano, comprendiera la acción del Estado. No veíamos en ello ninguna voluntad de manipulación. Sabíamos que lo obsesionaban las cuestiones fundamentales planteadas por la evolución de la economía y el funcionamiento más eficaz de la democracia en la República. ¡Deseábamos que pudiera liberarse de las urgencias internacionales cuanto antes!

Pero no sólo era necesario alcanzar la paz en Indochina y trazar una política audaz de descolonización en Túnez. Había que hallar una solución al problema del rearme de Alemania impuesto por los socios de la OTAN, y eso no podía resolverse con la ratificación de la Comunidad Europea de Defensa, puesto que la mayoría del Parlamento se negaba a ello. El consejero al que Mendès había pedido que se ocupara de este tema era uno de mis mejores amigos en la Secretaría de las Naciones Unidas, Philippe de Seynes, gracias al cual pude seguir paso a paso las intrigas y las trampas que los fanáticos de ambos bandos tendían ante cualquier intento de conciliación.

De haber estado menos seguros de lograr una victoria en la Asamblea, los partidarios de la Comunidad Europea de Defensa habrían aceptado las modestas enmiendas al tratado propuestas por Mendès. De haber estado menos ebrios de su victoria, los adversarios de la solución comunitaria habrían comprendido mejor el aspecto constructivo de los Acuerdos de París, que permitían la entrada de Alemania en la Unión Europea Occidental. Esa difícil negociación ocupó los últimos meses de la presidencia. Se trataba de reconquistar la confianza de los aliados anglosajones, enturbiada por el fracaso de la Comunidad Europea de Defensa y por la reforzada amistad con Alemania. Al mismo tiempo, imponía límites a las perspectivas de acercamiento entre el Este y el Oeste para las cuales Mendès había dibujado el marco en su magnífico discurso del 22 de noviembre de 1954 ante la Asamblea General de las Naciones Unidas.

Regresé de Nueva York, adonde acompañé al presidente, impacientemente atento a cuanto podíamos esperar de él a partir de aquel momento. Puesto que la solución a los problemas diplomáticos se hallaba en buen camino, podría darse un nuevo impulso a las soluciones de las cuestiones económicas y sociales, para las cuales sabíamos que Pierre Mendès France era excepcionalmente competente. Pienso en estas palabras de su biógrafo Jean Lacouture:

Desde que abandonó el poder, casi diez años antes, Pierre Mendès France sólo había pensado en retomarlo con un puesto de responsabilidad económica y financiera. Suponiendo que se le ofreciera la sucesión en Matignon, no imaginaba que pudiera ser para otra misión más que para la recuperación de la economía francesa… Y, sin embargo, catapultado al poder por los hechos de mayo de 1954, se alejó de ese terreno elegido y preparado para consagrarse a los combates diplomáticos.

Llegó por fin el 20 de enero de 1955. Mendès traspasó los asuntos exteriores a Edgar Faure y se instaló en Matignon, adonde lo acompañamos. Rápidamente comenzamos a trabajar en nuevos asuntos, pero los «bien informados» ya nos predijeron la caída. Quince días después, caía el gobierno.

¿Cómo esos meses tan densos, entusiastas y angustiosos no iban a marcar profundamente a cuantos los vivieron en contacto con ese portador de esperanza? ¿Cómo, al encontrarme de nuevo con unos y otros a lo largo de los años, no iba a sentir esa punzada en el corazón característica de una gran aventura vivida en común?

Me marché de París pocos meses después de que Edgar Faure sustituyera a Mendès France en Matignon y, a mi regreso de Saigón, dos años después, se había formado el Frente Republicano, había comenzado la guerra de Argelia, Guy Mollet había recibido una lluvia de tomates y habían tenido lugar las ratonnade[36] junto al Sena. Mendès había permanecido al margen de todos los gobiernos, y las visitas a Lily y Pierre, en su apartamento de la calle Conseiller-Collignon, eran tiernas y melancólicas.

Varios años más tarde, asistí con Vitia en ese mismo apartamento a uno de los momentos más emocionantes de mis relaciones con Mendès. Nos invitó a una ceremonia muy íntima, en la cual sólo participaba, además de Lily, ya muy grave (nos dejaría poco después), el ex comisario de Energía Atómica, François Perrin. Éste debía imponer a Mendès las insignias de comandante de la Legión de Honor. Así como Mendès era para mí, al igual que para muchos otros, la personificación del honor en la política, Perrin pertenecía al círculo de los grandes sabios que a mí, el «literario», me intimidaban. Un círculo que contaba con un prestigio que no procedía sólo de la sabiduría de sus miembros, sino sobre todo de aquello que se me antojaba como la extrema pureza de sus vidas, la firmeza de sus convicciones, su pasión por el juego y la simplicidad, fruto de una existencia iluminada por el sol de la razón. Entre ellos, François Perrin, con su físico algo ingrato, su hablar modulado y preciso, concentraba las cualidades por las que espontáneamente yo sentía admiración. Ésta llegó a la cumbre cuando lo oí pronunciar, con el acento de una simple verdad, el elogio de aquel hombre que en aquel momento ya no detentaba otra función más que la preservación de un extraordinario testimonio.

A partir de 1958, mis relaciones con Mendès France conocieron épocas de menor intimidad. Mi compromiso con la aventura del Club Jean Moulin, integrado por una mayoría de partidarios de Mendès, pero cuyas posiciones se alejaban de las suyas en más de una cuestión, me distanció de la ortodoxia mendesista representada por los redactores de Cahiers de la République. Discutía sobre esto con el más abnegado de ellos, el historiador y latinista Claude Nicolet, a quien había «reclutado» a petición de Georges Boris en la época en que Mendès trataba de rejuvenecer el Partido Radical. Luego se convertiría en uno de los especialistas en ese momento de la historia francesa, que comparó con la última fase de la República romana, marcada por otro gran abogado: Cicerón.

Mis argumentos a favor de la adhesión de Mendès a las instituciones de la V República no tenían mucho peso. Recuerdo cómo los batió en brecha un día que Simon Nora lo recibía en su gran apartamento frente al palacio de Luxemburgo, con el embajador de Túnez, Masmoudi. El diplomático tunecino, que veneraba por igual a De Gaulle y a Mendès, defendió las mismas tesis, pero tuvo que rendirse ante la imparable dialéctica de su interlocutor.

Alejado de París a finales de los años sesenta, seguí a distancia los episodios de Mayo del 68 y del estadio Charléty, e intérprete el fracaso de la candidatura Defferre-Mendès en las elecciones presidenciales de 1969 como la prueba de que nuestro gran hombre no estaba hecho para la V República.

Una nueva circunstancia fortuita me dio la oportunidad de compartir algunas horas con él a finales de los años setenta. Estaba yo destinado en Ginebra; con Vitia habíamos comprado para nuestra vejez una casa grande y vieja no lejos de Uzès. Pronto nos dimos cuenta de que el castillo de Montfrin, donde Mendès France se había retirado con Marie-Claire, su segunda esposa, estaba sólo a una treintena de kilómetros.

Una vez franqueado el amplio patio de honor de ese imponente edificio Luis XIII, provisto de una torre sarracena y que no era muy del estilo de Pierre Mendès France, se llegaba a un jardín sombreado y a una piscina muy agradable junto a la cual las discusiones versaban cada vez con mayor frecuencia acerca de la situación en Oriente Próximo. En los análisis de Mendès veía de nuevo aquella mezcla de prospectiva y de circunspección que me parece que siempre caracterizaron sus posiciones: mirar a lo lejos hacia adelante, pero no subestimar los obstáculos que surgirían en el camino. Pero, sobre todo, nada en él traslucía despecho o denunciaba las ingratitudes. Jamás lo oí quejarse de las afrentas que había sufrido, ni tampoco de las circunstancias con las que había tropezado. Cuando deplorábamos ante él que Francia no se hubiera beneficiado durante más tiempo de una mente como la suya para forjar una verdadera política, descartaba por demasiado abstracta una hipótesis que no se había hecho realidad.

Cuando, en 1981, a mi regreso de Ginebra, tuve la sorpresa de ser nombrado comandante de la Legión de Honor, Pierre Mendès France fue mi padrino. Fue para mí el año de todas las consagraciones. La elección de François Mitterrand a la presidencia de la República colmaba nuestras esperanzas por varias razones: por fin la izquierda relevaba a la derecha y se demostraba que las instituciones de la V República no hacían imposible tal alternancia. Los nuevos dirigentes eran amigos en los que confiábamos, en particular aquellos que habían intervenido en la experiencia mendesista, como Claude Cheysson, que se convirtió en «mi» ministro, o Jean-Pierre Cot, con quien pronto tuve que trabajar. Mi «carrera» diplomática, hasta entonces más variada que prestigiosa, se vio bruscamente coronada, de manera inesperada, por la dignidad de embajador de Francia, acompañada por mi promoción en la orden nacional. Es inútil decir hasta qué punto esas consagraciones honoríficas me hacían sentir la confianza otorgada por mi patria de adopción.

Desde hacía unos años, la salud de Mendès se deterioraba. A cada una de nuestras visitas en Montfrin, donde Marie-Claire protegía su retiro con celo, lo encontrábamos más alejado del combate político interno, concentrado, en cambio, en las tentativas de desempeñar un papel mediador entre israelíes y palestinos, cuyos destinos lo preocupaban.

La victoria de François Mitterrand —cuya campaña no había apoyado muy activamente, pues estaba convencido de los defectos fundamentales de la V República— lo emocionó vivamente, como testimonia el abrazo efusivo con lágrimas en los ojos entre ambos hombres en las escaleras de acceso al Elíseo. Tenía aún, empero, dudas acerca de los beneficios que obtendría la izquierda de la alternancia y, aunque lamentaba que el presidente no le pidiera consejo más a menudo, tampoco los prodigaba: su lucidez probablemente le hacía sentir que la partida que se jugaba ya no era la suya.

Nosotros tal vez sufríamos más que él. Era una primera razón para ese distanciamiento del presidente de la República que, desde el otoño, había sucedido al exuberante entusiasmo de mayo y junio. ¡Qué hábil era! ¡Qué ingeniosa era la entrada de los comunistas en el gobierno para así reducir su influencia en el Parlamento! Pero, frente a la necesidad de una gestión económica compatible con los límites de la Europa liberal, ¿qué quedaba de aquel aliento popular que la noche del 10 de mayo recorrió la plaza de la Bastilla? ¿Y cuándo llegaría por fin el momento de dar una orientación radicalmente nueva a la política africana de Francia?

De todo ello hablábamos poco con Mendès. Sin embargo, entre nosotros había una corriente de comprensión, y ésta adquirió un carácter particularmente amistoso en ese mismo apartamento de la calle Conseiller-Collignon donde había asistido al elogio de Mendès por Francis Perrin, y donde en aquella ocasión fui yo el homenajeado. Nos dejaría unos meses más tarde. Acababa así con cierta melancolía un destino fuera de lo común, que dejaba a sus compatriotas la imagen de un estadista riguroso y decidido, al que la historia no permitió esculpir como habría podido el futuro de su país.

Lloramos, escuchamos el emocionante discurso de François Mitterrand en la plaza del Palais-Bourbon, y apreciamos la energía de Marie-Claire, fundadora del Instituto Pierre Mendès France. Fui su presidente durante un año, y fui relevado pronto y con insolencia por Claude Cheysson. Luego busqué alguien con quien poder llegar a un nuevo compromiso, y me pareció que podría ser Michel Rocard.

Sí, el «nosotros» político con el que me siento solidario desde el fin de la guerra es el de los amigos, colaboradores y admiradores de Pierre Mendès France. Y, de todos sus mensajes, siempre he sido más sensible a éste: hacer de Francia, por sus instituciones, por su papel como motor de una Europa ambiciosa, la socia eficaz de los pueblos que aspiran a un desarrollo democrático, favoreciendo tanto su acceso a la independencia política como la valorización de sus recursos naturales y humanos.

¿Qué ha sido de ese programa? En eso pienso hoy en día, cuarenta y dos años después de la caída del gobierno de Mendès France. El fracaso es evidente, pero el proyecto pervive. Tal vez la ambición era desmesurada. ¿Cómo podría Europa poner en común algo más que sus intercambios comerciales, si los cimientos nacionales de cada uno de sus componentes se formaron a lo largo de los siglos sobre la base de una política exterior particular y de una seguridad fundada en una defensa propia? ¿Cómo podría surgir de un conglomerado de sociedades de las cuales ninguna deseaba renunciar a sus particularidades sino como muralla ante un peligro pintado de rojo? Y, sobre todo, ¿qué fuerza, extraída de qué parte de sus poblaciones, la incitaría a preocuparse por las vastas regiones del mundo donde ya no ondeaban sus banderas y cuyas dificultades para hallar su lugar en la economía mundial no hacían más que aumentar?

Así, contra toda lógica aparente, el proyecto al que me adhiero se ha mantenido vivo y seguirá estándolo. Y el rechazo de esa lógica, la certeza de que existe otra, más conforme a las aspiraciones profundas del hombre occidental, es lo que para mí define el «nosotros» que necesito.