EL CLUB JEAN
MOULIN
A partir del 13 de mayo de 1958, fue la defensa de la democracia lo que ocupó nuestros pensamientos. Nadie a mi alrededor aplaudía lo sucedido en Argelia. Nos quedamos consternados ante la invocación de los golpistas al general De Gaulle, cuyo retorno al poder se nos antojaba un anacronismo. ¿Cómo iba a evitar ser rehén de los colonos y de los militares facciosos? Si aceptaba erigirse por segunda vez en «salvador de Francia» sólo podría relanzar operaciones militares, en cuya eficacia no creíamos. ¿No iba a desvanecerse así para siempre la esperanza de hallar una solución política al drama argelino?
La rapidez del hundimiento de la IV República y la adhesión prácticamente unánime de las formaciones políticas a De Gaulle eran para nosotros reveladoras de los profundos defectos de la práctica democrática. Como anteriormente dejamos que la guerra de Indochina minara nuestra independencia respecto a Estados Unidos, la guerra de Argelia en aquel momento embargaba la capacidad de resistencia de nuestras instituciones democráticas. Porque no confiábamos en De Gaulle. Nosotros, que habíamos denunciado la ceguera de los antigaullistas de Londres, quedamos estupefactos ante las tomas de posición nacionalistas y reaccionarias del RPF[37]. ¿Acaso la edad y el rencor habían convertido a ese ambiguo personaje que era el general en un enemigo de las libertades públicas?
Hoy esas cuestiones pueden parecer ingenuas, pero en 1958 eran cruciales. Fueron los más gaullistas de los años de la guerra, aquellos que habían extraído de la proclama del 18 de junio una lección de desobediencia civil, quienes reaccionaron en primer lugar. Así nació el Club Jean Moulin.
Durante los últimos días de mayo, recibí una llamada de Daniel Cordier. Había reunido en un apartamento de la plaza Dauphine a camaradas de la resistencia y maquis que habían manejado dinamita. Me pidió que me uniera a ellos. Unos y otros habían conservado contactos. Se podrían reconstituir las viejas redes y, si fuera necesario, volver a la clandestinidad. La situación política evolucionaba y las primeras declaraciones del general proclamaban su fidelidad a la República. Cordier y yo abogamos por la prudencia. Antes de pasar a la acción era necesario reflexionar tanto sobre las causas de la crisis como acerca de los medios para preservar los valores democráticos heredados del Consejo Nacional de la Resistencia. ¿Crear un partido político? Ya había muchos y no habían demostrado su eficacia. ¿Un club, como los de 1789? ¿El Club de los jacobinos, tal vez? Yo me pronuncié a favor de una formación a imitación de la Fabian Society inglesa que, fundada a finales del siglo pasado, sentó las bases del Partido Laborista sin llegar a confundirse con éste.
Aunque con ciertas reticencias, los camaradas reunidos en casa de Daniel Cordier aceptaron esta «reconversión» de su proyecto. Había que encontrar un nombre. Pasamos lista a las grandes palabras del pasado: «libertad», «democracia», «república»… Nos parecieron desprestigiadas. Miré a Daniel, que en la Resistencia había sido uno de los colaboradores más próximos de Jean Moulin, y pensé en el papel que aquel joven prefecto había desempeñado, en su prestigio aún intacto entre los franceses de nuestra generación, y propuse que nuestro proyecto llevara el nombre de Club Jean Moulin.
Uno de los miembros de este primer grupo, Claude Aptekman, residía en un edificio de la avenida Henri Martin. El barrio no era precisamente el más democrático de París, pero el apartamento era lo bastante amplio como para servir de lugar de reunión de nuestro club, cuyos efectivos deseábamos aumentar rápidamente. Ésa fue nuestra primera sede. El arranque fue más rápido de lo que habíamos previsto. Por su propia modestia, el proyecto respondía al deseo de reflexión y de concertación de numerosos funcionarios y directivos de empresas. Sentían la necesidad de una transformación de la sociedad francesa, y aceptaban la misión que el general De Gaulle había asumido, pero temían que a medio plazo ésta pudiera minar los valores de los que se sentían herederos.
A pesar de que el Club Jean Moulin sólo se mantuvo activo diez años, y aunque durante los últimos cuatro años de esos diez estuve alejado de él debido a mis funciones diplomáticas, esa reunión de ciudadanos responsables sigue siendo para mí la aventura cívica que viví con mayor intensidad. Tenía sus particularidades: anonimato de los textos; negativa a aceptar a políticos en el club, y fidelidad a una declaración redactada por Étienne Hirsch y Jean Ripert y difundida en nombre de todos. No era un «nosotros» clandestino, como lo fue para mí en 1944 la misión Greco, sino un «nosotros» discreto, bastante íntimo para sus miembros y bastante opaco y anónimo para el exterior. Rodeado por los numerosos camaradas, yo trataba de dar con respuestas a las preguntas que me preocupaban: la conversión de una Francia imperial en una Francia asociada, la construcción de una Europa democrática y responsable o la potenciación de las instituciones mundiales garantes de la paz y el desarrollo.
El Club Jean Moulin jamás tuvo presidente. La coordinación estaba en manos de un comité director. Éste, cooptado, nunca se sometió a la prueba de unas elecciones. Su composición variaba en función de las obligaciones de unos y otros. Formé parte de él de 1958 a 1964, fecha de mi marcha a Argelia. Pero, dado que una o dos veces al año celebrábamos reuniones plenarias en la abadía de Royaumont y que era necesario que alguien presidiera esas sesiones, me encargaron esa tarea —a la que siempre fue un placer dedicarme— por consentimiento tácito y en virtud de mi veteranía en el club. Lo más interesante era velar por el buen funcionamiento interno del club, acerca del cual disponíamos de las ideas particularmente pertinentes de Michel Crozier.
Habíamos distinguido entre comisiones temáticas, en las que se elaboraban los textos, y comités de lectura, donde éstos eran sometidos a la criba de la crítica de quienes no eran especialistas. Debían velar para que los libros fueran accesibles a los ciudadanos «ordinarios». Esta fórmula fue clarificada y precisada por la Comisión de Organización y Métodos presidida por Crozier y en la que trabajaba Vitia, quien estuvo constantemente asociada a las actividades del club.
Tuvimos la suerte de poder contar de entrada con Paul Flamand, que dirigía Éditions du Seuil. Él puso a nuestra disposición su amplitud de miras, su olfato, su sentido crítico y sus recursos, sin los cuales nada habría sido posible. Nos incitó a poner en marcha un libro y soñó con nosotros con contar con Jean Bergstrasser y luego con Georges Suffert como escritores, y a lo largo de los primeros años no cesó de sumarse a nuestros debates. Temía como yo la «politización» del club, pues veía que su fuerza radicaba en su distancia ética respecto al poder. A la corriente de servidores del Estado que prevalecía en el comité director, se oponía una corriente más activista entre los miembros procedentes de la prensa o de profesiones liberales.
Ése era el caso de nuestro primer secretario general, Georges Suffert. Su personalidad era tema de discusión entre Vitia y yo. Dado que de entrada receló de su narcisismo, desconfiaba de sus iniciativas. Por mi parte, le agradecía su energía y apreciaba su buena pluma, que había contribuido a que nuestra primera publicación, L’État et le Citoyen, fuera un libro que aún puede leerse hoy. En aquella época, su rostro mofletudo y su sonrisa un poco infantil me llegaban al corazón. No podía reprocharle que tratara de sacar provecho de aquella experiencia a la que lo habíamos asociado tan estrechamente. Sin embargo, su deseo era que el club estuviera más presente en la vida política y que no se dedicara sólo a la reflexión a largo plazo.
Cuando, en 1963, Jean-Jacques Servan-Schreiber se puso en contacto con él para lanzar en L’Express una campaña con intención de descubrir a un «señor X» que pudiera enfrentarse al general De Gaulle en las elecciones presidenciales previstas para 1965, Suffert se dejó tentar. ¿Iba a asociarse el club a esa campaña? El político que Jean-Jacques Servan-Schreiber tenía en mente era Gaston Defferre, a quien muchos conocíamos y cuya acción en la Resistencia apreciábamos, así que hicimos unas gestiones algo insólitas. Éramos cinco, que hablábamos en nuestro nombre, pero que creíamos traducir el sentimiento del conjunto del club. Si Gaston Defferre llevaba a cabo las iniciativas que conducen a una candidatura al Elíseo, podría contar con nuestra simpatía activa. Defferre nos recibió muy cordialmente y nos prometió pensar en ello.
Habíamos presumido demasiado de la coherencia del club tras esta iniciativa promovida por Suffert. No sólo la tentativa de Defferre abortó, sino que se convirtió en un paso en falso en la evolución del club. Un año más tarde, Suffert cedió su puesto de secretario general a Jacques Pomonti.
Recientemente he leído Mémoires d’un ours, obra en la que Suffert expone su visión del Club Jean Moulin y de sus relaciones con sus miembros. Es un texto en el que aflora la extrema sensibilidad de alguien que pretende hacerse pasar por un paquidermo. La crítica que hace del club es triste y sorprendente. Estoy convencido de que ése no es el origen de su deriva a la derecha que lo llevó a las columnas de Le Figaro. Creo ver en ello una curiosa forma de despecho, de niño malcriado. Peor para él.
Con respecto a la cuestión de fondo de si debe un club comprometerse, influir en quienes tienen capacidad de decisión, o tomar posición ante los acontecimientos cotidianos, no es fácil dar una respuesta. ¿Se pierde autoridad moral al entrar en la arena de las rivalidades partidistas? ¿Pero para qué le sirve esa autoridad si se encierra en una torre de marfil?
Esas cuestiones, sin duda irresolubles, marcaron la vida del Club Jean Moulin y acabaron incluso por minar su amistosa cohesión. Sin embargo, a lo largo de los seis primeros años, no impidieron que se abordaran otros asuntos de gran importancia que concernían principalmente a la Francia de mediados de siglo: la resolución del conflicto argelino; la descolonización; la renovación de las instituciones democráticas y la emergencia de una ciudadanía responsable; la construcción de la Europa económica y política, o la reforma de la empresa y sus relaciones con el Estado. Para cada uno de los temas, el club posibilitó la concertación y la expresión que correspondían a su vocación primera: encuentros amplios o restringidos; una convivencia libre y a la vez muy orientada, y al final una publicación que llevaba nuestra firma colectiva.
En mis recuerdos, el club conforma hoy un todo solidario, y cuando, tras algún encuentro casual, alguien me recuerda que ambos fuimos miembros de éste, experimento un sentimiento bastante confuso de fraternidad. Sin embargo, uno de los rasgos de la empresa fue la extrema diversidad de talentos con que contaba. Si los servidores del Estado, esos a los que en Francia se llama, con cierto servilismo, «altos funcionarios», eran numerosos, si los profesores universitarios ofrecían generosamente su saber y aceptaban que fuera contestado, la verdadera riqueza, como en todas las asociaciones a las que he pertenecido, procedía de los marginales. Daniel Cordier era uno de ellos. Su itinerario político, de la derecha más tradicional al republicanismo democrático más intransigente, había aguzado su sensibilidad ante las cuestiones éticas y sus reacciones eran vigorosas.
Gérard Horst, que escribe sus libros bajo el seudónimo de André Gorz y sus crónicas en Le Nouvel Observateur bajo el de Michel Bosquet, ya era portador de una visión original y prospectiva de los verdaderos desafíos de la segunda mitad del siglo. Se situaba en el ala izquierda del club, con los sindicalistas menos ortodoxos, como Gonin y sobre todo Provisor. Gérard y su esposa Doreen tuvieron gran importancia en nuestra vida privada. Ya a partir de nuestros primeros encuentros, reconocí en él a alguien de la misma pasta que yo: la misma ascendencia germánica, la misma atracción hacia el mensaje de Sartre y el mismo cosmopolitismo. Su primera novela, El traidor, nos dejó estupefactos a Vitia y a mí. Nos pareció animado por una sed insaciable de comprender el mundo y de alejar de su mente las trampas del conformismo y de las ideologías. No encarnaba al revolucionario seguro de poseer la solución a los problemas de su tiempo, sino al infatigable explorador de un camino hacia una mayor justicia y humanidad. Sin embargo, acerca de algunas cuestiones era capaz de hacer gala de un discurso perentorio que me inquietaba. Su argumentación hábilmente tallada, racional, apoyada en abundante documentación internacional, me dejaba sin réplica posible. Lamento sinceramente no haber sabido mantener, más allá de la movilidad de nuestras vidas, un contacto más constante con esas dos siluetas casi transparentes, Doreen y Gérard. A Vitia la conquistó por sus cualidades humanas, las de una pareja que veíamos tan bien avenida como la nuestra. Ella era sensible a la ternura con la que Doreen arropaba la inteligencia observadora de Gérard, esa que yo descubría con felicidad en sus Fondaments pour une morale, monumento a la paciente investigación de uno mismo por uno mismo, y, más recientemente, en su monumental obra Metamorfosis del trabajo. Las tesis desarrolladas en esta obra inspiraron la reflexión de grupos que hoy me son muy próximos: la revista Transversales y el Círculo Condorcet.
En el Club Jean Moulin, Gérard se mantenía en la reserva y juzgaba que nuestros textos eran demasiado convencionales, pero su influencia se dejaba sentir. Las de Michel Debatisse, por aquel entonces animador del movimiento de los Jóvenes Agricultores, y de Serge Mallet, promotor de un sindicalismo moderno, están también en mi memoria.
Sin embargo, el hombre cuya fuerza de convicción sentí con más intensidad, gracias al Club Jean Moulin, fue Jacques Delors. Era el animador de su propio club, Citoyen 60, fundado dos años después del nuestro, con un proyecto muy parecido, aunque el origen cristiano de su forma de pensar hiciera a veces saltar chispas con nuestros miembros más laicos. Entre Jean Moulin y Citoyen 60, los intercambios eran constantes e iban a prepararnos a unos y a otros para una participación más ambiciosa en la evolución de la vida política francesa.
Ese espíritu de club que tanto aprecio volví a hallarlo cinco años después de la desaparición del Club Jean Moulin en la asociación fundada por Delors en 1973. Primero quiso fijar un término temporal a esa empresa, dándole como nombre una simple cifra: 73-80, la duración de un septenio. Yo hice valer el nombre de Intercambio y Proyectos, que expresaba el deseo de estar a la escucha de las innovaciones económicas, sociales y políticas de la sociedad francesa, que era necesario detectar y promover. El Club Jean Moulin había carecido de ese deseo.
Es lo mismo que intentarían, doce años después, Michel Rocard con los clubs Convaincre (Convencer) y luego Claude Julien con el Círculo Condorcet. Participé en esas empresas, a pesar del escepticismo de quienes decían que no eran más que cotorreos entre portadores de las mismas convicciones, sin contacto con la marcha real de los asuntos del mundo y la evolución concreta de la sociedad. Y, sin embargo, en ellos se desarrollaba progresivamente un «nosotros» que se negaba a encerrarse en el mundo tal como era y concentraba su mirada en el mundo que habría que construir.