C33

La cámara negra del Oráculo apestaba a azufre y a carne asada: el primero por los gases naturales que subían del agujero al centro del espacio, el segundo por el montón de huesos de toro que se quemaban sobre el altar en la pared más alejada, una ofrenda a Ogenas, la Guardiana de los Misterios.

Después de lo de anoche, lo que había hecho, un templo sagrado era el último lugar que quería visitar. El último lugar donde merecía estar.

Las puertas de siete metros de altura se cerraron detrás de Hunt y él avanzó hacia la cámara silenciosa, dirigiéndose hacia el agujero en el centro y la pared de humo detrás. Le ardían los ojos por los diferentes olores acres e invocó un viento para mantenerlos alejados de su cara.

Detrás del humo se movió una figura.

—Me preguntaba cuándo la Sombra de la Muerte oscurecería mi cámara —dijo una voz encantadora. Joven, llena de luz y diversión pero con un toque de crueldad antigua.

Hunt se detuvo en la orilla del agujero tratando de no ceder a su instinto de asomarse al abismo interminable.

—No te quitaré demasiado tiempo —dijo.

La habitación, el agujero, el humo se tragaron su voz.

—Te daré el tiempo que ofrezca Ogenas.

El humo se abrió y él inhaló con fuerza al presenciar el ser que emergió.

Las esfinges eran raras, sólo había unas cuantas docenas en el planeta y todas habían sido llamadas al servicio de los dioses. Nadie sabía qué tan viejas eran y ésta en particular frente a él… Era tan hermosa que él olvidó qué hacer con su cuerpo. La forma de leona dorada se movía con gracia fluida, caminaba al otro lado del agujero, entraba y salía del humo. Sus alas doradas dobladas contra el cuerpo delgado brillaban como si estuvieran hechas de metal derretido. Y sobre ese cuerpo de león alado… el rostro de una mujer de cabello dorado era tan perfecto como había sido el de Shahar.

Nadie conocía su nombre. Era sólo su título: Oráculo. Él se preguntó si ella sería tan vieja que había olvidado su verdadero nombre.

La esfinge parpadeó sus grandes ojos color marrón y las pestañas rozaron sus mejillas color moreno claro.

—Hazme tu pregunta y te diré lo que el humo me susurre.

Las palabras retumbaron sobre sus huesos y lo atrajeron. No en la forma que a veces se permitía con una mujer hermosa sino como si una araña atrajera a una mosca a su tela.

Tal vez Quinlan y su primo tenían razón en no querer venir a este lugar. Demonios, Quinlan se había rehusado incluso a entrar al parque que rodeaba el templo de rocas negras y prefirió esperar en una banca en las afueras con Ruhn.

—Lo que diga aquí es confidencial, ¿verdad? —preguntó.

—Cuando hablan los dioses, yo me convierto en un conducto a través del cual pasan sus palabras.

Se acomodó en el piso frente al agujero, dobló las patas delanteras y sus garras reflejaron la luz tenue de los braseros ardientes a cada uno de sus lados.

—Pero sí, será confidencial.

Sonaba como un montón de tonterías, pero él exhaló y miró esos ojos grandes directamente. Dijo:

—¿Por qué quiere alguien el Cuerno de Luna?

No preguntó quién lo había robado, sabía por los informes que eso ya se lo habían preguntado hacía dos años y que se había negado a responder.

Ella parpadeó y sus alas se agitaron como si se hubiera sorprendido pero volvió a tranquilizarse. Respiró los gases que subían por el agujero. Pasaron varios minutos y a Hunt le empezó a doler la cabeza por todos los olores, en especial el del azufre.

El humo se movió y volvió a ocultar a la esfinge a pesar de que estaba tan sólo a tres metros de distancia.

Hunt se obligó a permanecer quieto.

Una voz ronca se arrastró desde el humo.

—Para abrir la puerta entre mundos —Hunt se sintió atrapado por el frío—. Desean usar el Cuerno para volver a abrir la Fisura Septentrional. El propósito del Cuerno no era sólo cerrar puertas, también las abre. Depende de lo que desee el que lo usa.

—Pero el Cuerno está roto.

—Puede sanar.

Hunt sintió que el corazón se le detenía.

—¿Cómo?

Una pausa muy larga. Luego.

—Eso está velado. No puedo ver. Nadie puede ver.

—Las leyendas hadas dicen que no se puede reparar.

—Esas son leyendas. Esto es verdad. El Cuerno puede repararse.

—¿Quién quiere hacer esto? —tenía que preguntar aunque fuera una tontería.

—Eso también está velado.

—Cuánta ayuda.

—Agradece, Señor de los Relámpagos, que hayas aprendido algo —esa voz, ese título… Él sintió que se le secaba la boca.

—¿Deseas saber lo que veo en tu futuro, Orión Athalar?

Él se encogió un poco al escuchar el nombre que le habían dado al nacer, como si le hubieran dado un puñetazo en el abdomen.

—Nadie ha pronunciado ese nombre en doscientos años —murmuró.

—Es el nombre que te dio tu madre.

—Sí —dijo él y sintió que se le hacía un nudo en el estómago ante el recuerdo del rostro de su madre, el amor que siempre había brillado en sus ojos. Un amor totalmente inmerecido, en especial porque él no había estado ahí para protegerla.

El Oráculo susurró:

—¿Te digo lo que veo, Orión?

—No estoy seguro de querer saber.

El humo volvió a abrirse lo suficiente para que él alcanzara a ver los labios sensuales separarse en una sonrisa cruel que no pertenecía del todo a este mundo.

—La gente viene del otro lado de Midgard para rogarme que les diga mis visiones, pero ¿tú no deseas saber?

Él sintió que se le erizaba el pelo de la nuca.

—Te lo agradezco, pero no.

Agradecerle parecía sabio, como algo que tranquilizaría a un dios.

Los dientes de la esfinge brillaron. Sus colmillos eran capaces de destrozar carne.

—¿Bryce Quinlan te dijo lo que sucedió cuando se paró en esta cámara hace doce años?

Su sangre se congeló.

—Eso es asunto de Quinlan.

La sonrisa no titubeó.

—¿Tampoco deseas saber lo que vi para ella?

—No —dijo de corazón—. Eso es su asunto —repitió.

Los relámpagos empezaron a activarse, juntándose para enfrentar a un enemigo que él no podía matar.

El Oráculo parpadeó y esas pestañas gruesas se movieron despacio hacia abajo y arriba.

—Me recuerdas lo que se perdió hace mucho tiempo —dijo ella en voz baja—. No me había dado cuenta que podría volver a aparecer.

Antes de que Hunt se atreviera a preguntar a qué se refería, su cola de león, una versión más grande que de la de Syrinx, se meció por el piso. Las puertas se abrieron a sus espaldas con un viento fantasma, era claro que lo estaba despidiendo. Pero antes de perderse entre los vapores, el Oráculo dijo:

—Hazte un favor, Orión Athalar: mantente lejos de Bryce Quinlan.