¿Habremos de envainar la espada victoriosa y volver hacia atrás nuestros pasos que hollaron enemiga cerviz, camino de la gloria; la cota arrinconar, que con solemne voto en la casa de Dios nuestros hombros vestía… voto tan incumplido como aquellas promesas que niñeras de pueblo para acallar al niño hacen, sin recordar jamás?

La Cruzada. —Tragedia

CAPÍTULO XIX

El arzobispo de Tiro era un emisario bien escogido para comunicar a Ricardo las noticias que el rey del corazón de león no habría escuchado de ninguna otra voz sin las más violentas manifestaciones de resentimiento. Hasta aquel sagaz y venerable prelado halló dificultades para hacer que el monarca escuchara las noticias que echaban al suelo todas sus esperanzas de reconquistar el Santo Sepulcro por la fuerza de las armas y de adquirir la gloria que las universales aclamaciones de la Cristiandad estaban dispuestas a conferirle como Campeón de la Cruz.

Pero, según se deducía del informe del arzobispo, Saladino estaba reuniendo todas las fuerzas del centenar de tribus de que disponía, y los monarcas europeos, ya disgustados por diferentes motivos de aquella expedición, que hasta entonces había venido siendo tan azarosa, y que cada día lo era más habían resuelto abandonar su proyecto. Apoyaban su decisión en el ejemplo de Felipe de Francia, quien aunque haciendo grandes protestas de afecto y asegurando que antes querría ver a su hermano de Inglaterra fuera de peligro, declaró su propósito de regresar a Europa. Su gran vasallo, el conde de Champagne, había tomado la misma resolución; y no era de extrañar que Leopoldo de Austria, que había sido ofendido por Ricardo, se alegrara de aprovechar la ocasión para desertar de una causa de la que era considerado jefe su arrogante adversario. Otros anunciaban el mismo propósito, de manera que era evidente que si el rey de Inglaterra se obstinaba en quedarse en Palestina, no dispondría de otra ayuda que la de los voluntarios que en tales circunstancias quisieran unirse al ejército inglés, y la dudosa de Conrado de Montserrat y de las órdenes militares del Temple y, de San Juan, las cuales, a pesar de su juramento de hacer la guerra a los sarracenos, veían con envidia que cualquier monarca europeo llevara a cabo la conquista de Palestina, donde, con intenciones egoístas y de baja política, pensaban establecer dominios independientes propios.

No se necesitaron muchos argumentos para que Ricardo comprendiera cuál era su verdadera situación; y, en efecto, después de su primera explosión de colera, se sentó tranquilamente, y con mirada sombría, cabizbajo y cruzados los brazos sobre el pecho, escuchó los razonamientos del arzobispo sobre la imposibilidad de continuar la Cruzada si desertaban sus compañeros. Hasta se abstuvo de hacer ninguna interrupción cuando el prelado se aventuró a sugerir, con mesuradas palabras, que la misma impetuosidad de Ricardo había sido una de las principales causas del disgusto que los príncipes sentían por la expedición.

Confiteor —contestó Ricardo, con mirada abatida y una especie de melancólica sonrisa—. Confieso, reverendo padre, que en algunas cosas tendría que entonar el culpa mea. Pero ¿no es doloroso que las explosiones de mi carácter sean castigadas con esta penitencia, y que por uno o dos arrebatos de natural indignación sea condenado a ver cómo se pierde delante de mí rica cosecha de gloria para Dios y de honor para la Caballería? Pero no se perderá. Por el alma del Conquistador, que plantaré la Cruz en las torres de Jerusalén, o la plantarán sobre la tumba de Ricardo.

—Podéis hacerlo —dijo el prelado— sin que se vierta una gota de sangre cristiana en esta contienda.

—¡Ah, os referís a un convenio, señor prelado! Pero la sangre de esos perros infieles cesaría de correr —dijo Ricardo.

—Habrá suficiente gloria —contestó el arzobispo— con haber arrancado a Saladino, por la fuerza de las armas y por el respeto que le inspira vuestra fama, condiciones tales como la reconquista inmediata del Santo Sepulcro, la apertura de Tierra Santa a los peregrinos, la garantía para su seguridad mediante la ocupación de plazas fuertes, y, por encima de todo, el asegurarnos la posesión de la Ciudad Santa mediante la concesión a Ricardo del título de Rey Guardián de Jerusalén.

—¡Cómo! —dijo Ricardo, cuyos ojos brillaron más que de ordinario—. ¡Yo…, yo…, yo Rey Guardián de la Ciudad Santa! La victoria, si eso ya no lo fuera, no podría producir más, a menos coste, siendo obtenida con fuerzas poco bien dispuestas y desunidas. Pero ¿se propone Saladino conservar sus intereses en la Tierra Santa?

—Con la categoría de cosoberano, con juramento de alianza —contestó el prelado— con el poderoso Ricardo, y, si se le permitiera, emparentándose con él mediante matrimonio.

—¡Mediante matrimonio! —dijo Ricardo, sorprendido aunque menos de lo que esperaba el prelado—. ¡Ah, sí! Edith Plantagenet. ¿He soñado yo eso? ¿O alguien me lo ha dicho? Mi cabeza aún está débil de la fiebre, y ha sufrido mucha agitación: ¿Fue el escocés, o El Hakim, o quizá ese santo ermitaño quien me habló de tan raro proyecto?

—El ermitaño de Engaddi, lo más probable —dijo el arzobispo—, porque él ha intervenido mucho en esta cuestión; y desde que el descontento de los príncipes se hizo visible, e inevitable la separación de sus fuerzas, celebró muchas consultas, tanto con los cristianos como con los musulmanes, para negociar una paz que diera a la Cristiandad, por lo menos en parte, las ventajas que se perseguían con esta guerra santa.

—¡Mi prima para un infiel! ¡Ah! —exclamó Ricardo, cuyos ojos empezaban a despedir chispas.

El prelado se apresuró a apaciguar su cólera.

—Ante todo, no hay que decir que debe obtenerse el consentimiento del Papa; el santo ermitaño, que es muy conocido en Roma, lo negociaría con el Santo Padre.

—¿Cómo? ¿Sin que nosotros diéramos antes nuestro consentimiento? —dijo el rey.

—Ciertamente, no —dijo el arzobispo, contestando en un tono de voz tranquilizador e insinuante—. Eso sólo se haría mediante vuestra especial sanción.

—¡Mi sanción para casar a una parienta mía con un infiel! —dijo Ricardo hablando con el tono de voz del que duda sobre lo que debe hacer, pero no del que rechaza en absoluto la proposición que le hacen—. ¿Cómo habría podido soñar una componenda tal, cuando salté a la costa de Siria desde la proa de mi galera como el león salta sobre su presa? Y ahora… Pero proseguid, que os escucharé pacientemente.

Tan contento como sorprendido por hallar su misión mucho más fácil de realizar de lo que había supuesto, el arzobispo se apresuró a recordar a Ricardo ejemplos de tales alianzas en España, efectuadas con la previa aprobación de la Santa Sede; las incalculables ventajas que toda la Cristiandad obtendría de la unión de Ricardo y Saladino mediante un lazo tan sagrado; y principalmente habló con gran vehemencia y unción de la probabilidad de que Saladino, en caso de que se realizara la alianza propuesta, abjurara su falsa fe por la verdadera.

—¿Ha manifestado el sultán alguna disposición respecto a convertirse al Cristianismo? —dijo Ricardo—. Si así fuera, no existe rey en la Tierra al que concediera la mano de una parienta, aunque fuese mi hermana, con más placer que al noble Saladino, a pesar de que otros pudiesen poner a los pies de ella cetro y corona, y él no pudiese ofrecerle más que su buena espada y su corazón, más bueno todavía.

—Saladino ha oído a nuestros doctores cristianos —dijo el arzobispo algo evasivamente—; a mí mismo, aunque no lo merezca, y a otros; y como escucha con paciencia y contesta con calma, puede esperarse muy bien que pueda ser salvado, lo mismo que se saca un tizón de la hoguera. Magna est veritas, et prevalebit! Además, el ermitaño de Engaddi, pocas de cuyas palabras caen sin fruto en el surco, está firmemente convencido de que se acerca la hora en que los sarracenos y demás paganos se acerquen a la fe, a lo cual podría ayudar mucho este matrimonio. Él sabe leer el curso de los astros; y, viviendo en mortificación de la carne, en aquellos lugares divinos que los santos pisaron en la antigüedad, el espíritu de Elijan el Tishbite, fundador de su bendita Orden, le visita tal como fue visitado por el profeta Elías, hijo de Shaphat, cuando le cubrió con su manto.

El rey Ricardo escuchó el razonamiento del prelado con la vista baja y evidentes señales de turbación.

—No sé lo que me pasa —dijo—, pero me parece que estos fríos consejos de los príncipes de la Cristiandad me han contaminado con su letargia espiritual. Hubo un tiempo en que si un seglar me hubiese propuesto una tal alianza, le habría aplastado contra el suelo, y si hubiese sido un eclesiástico, le habría escupido al rostro como renegado o sacerdote de Bael; y, sin embargo, ahora, esta proposición no suena tan extraña a mis oídos. ¿Por qué no habría de aceptar la fraternidad y la alianza con un sarraceno que es bravo, justo y generoso, y que aprecia y honra a un enemigo digno como si se tratara de un amigo, mientras que los príncipes de la Cristiandad huyen del lado de sus aliados, y abandonan la causa de Dios y de la buena Caballería? Pero me revestiré de paciencia y no pensaré más en ellos. Sólo haré una prueba para conservar su valerosa fraternidad, si es posible; y si fracaso, señor arzobispo, volveremos a hablar de vuestro consejo, que, por ahora, ni acepto ni rechazo. Vamos al Consejo, señor, que ya es hora. Decís que Ricardo es impetuoso y orgulloso: vais a verle humilde como la modesta ginesta de que se deriva su apellido.

Ayudado por los servidores de su Cámara, el rey se vistió apresuradamente, poniéndose un jubón de un color obscuro y liso; y sin otra insignia de su dignidad real que un aro de oro en su cabeza, salió con el arzobispo de Tiro para asistir al Consejo, que ya les esperaba para empezar la deliberación.

El pabellón del Consejo era una amplia tienda, delante de la cual ondeaba la gran bandera de la Cruz, y otra en que se veía a una mujer arrodillada con los vestidos en desorden y despeinada, que representaba a la desolada y triste Iglesia de Jerusalén, y llevaba la divisa: Affileta sponsae ne obliviscaris. Centinelas cuidadosamente seleccionados impedían circular por los alrededores de la tienda, a fin de que las discusiones, que a veces adquirían un ruidoso y tempestuoso carácter, pudieran llegar a otros oídos que los interesados.

Allí era, pues, donde estaban reunidos los príncipes de la Cruzada esperando la llegada de Ricardo. Y hasta la breve espera que tuvieron que aguantar fue utilizada contra él por sus enemigos, que se entretuvieron contando varios rasgos de su orgullo y de su injusta presunción de superioridad, aduciendo como prueba la corta dilación que les daba ocasión para que ellos comentaran. Cada uno procuraba afianzarse en la mala opinión que tenía del rey de Inglaterra, y se justificaba de ella por la ofensa recibida, enjuiciaba con severidad extremada las circunstancias más pueriles, y todo seguramente porque sentían el instintivo respeto que les inspiraba el heroico monarca, y necesitaban no pocos esfuerzos para sobreponerse a aquel sentimiento.

Por consiguiente, acordaron que le recibirían con cierta frialdad y sin más respeto que el estrictamente necesario para mantenerse dentro de la rígida etiqueta. Pero cuando vieron aquella noble figura, aquel rostro de príncipe, un poco pálido aún por la enfermedad, aquellos ojos de los que los poetas habían dicho que eran la brillante estrella de la batalla y de la victoria; cuando les asaltó a la memoria el recuerdo de sus hazañas, casi superiores a la fuerza y valor humanos, el Consejo de los Príncipes se levantó en peso —hasta el envidioso rey de Francia y el taciturno y ofendido duque de Austria se levantaron como todos los demás—, y toda la Asamblea de príncipes prorrumpió unánimemente en aclamaciones: —¡Dios guarde al rey Ricardo de Inglaterra! ¡Viva el valiente Corazón de León!

Con una expresión franca y abierta como el sol del estío cuando nace, Ricardo distribuía su agradecimiento a los que le rodeaban, felicitándose de encontrarse otra vez entre sus nobles hermanos de Cruzada.

—Quiero decir unas breves palabras —en estos términos se dirigió a la Asamblea—, aunque sobre un tema tan indigno como yo mismo, y corriendo el riesgo de retrasar en unos pocos minutos las deliberaciones para el bien de la Comunidad cristiana y el éxito de su santa empresa.

Los príncipes volvieron a sus asientos y se hizo un profundo silencio.

—El día de hoy —prosiguió el rey de Inglaterra— es de gran solemnidad para la Iglesia, y es misión de los hombres cristianos en un día como éste reconciliarse con sus hermanos y confesarse las faltas entre sí. Nobles príncipes y padres de esta santa expedición: Ricardo es un soldado; su mano está siempre más dispuesta que su lengua, y ésta está demasiado acostumbrada al duro lenguaje de su oficio. Pero ni por las palabras violentas de un Plantagenet, ni por sus desconsideradas acciones debéis abandonar la noble causa de la redención de Palestina; no debéis renunciar a la gloria terrenal ni a la salvación eterna, que podéis ganar aquí, si es que el hombre puede llegar a merecerlas nunca, porque los actos de un soldado hayan sido violentos y sus palabras tan duras como el hierro que lleva desde su infancia. Si Ricardo ha faltado a alguno de vosotros, Ricardo os dará satisfacción de palabra y de obra. Noble hermano de Francia: ¿he tenido la desgracia de haberos ofendido?

—La Majestad de Francia no tiene ninguna reparación que pedir a la de Inglaterra —contestó Felipe con gran dignidad, aceptando la mano que le ofrecía Ricardo—; y sea la que sea la decisión que tome respecto a la continuación de esta empresa, dependerá del estado de mi propio reino, pero no ciertamente de ninguna envidia o disgusto relacionados con mi real y valerosísimo hermano.

—Austria —dijo Ricardo avanzando hacia el archiduque, con una mezcla de franqueza y dignidad, mientras Leopoldo se levantaba de su asiento como involuntariamente y con movimiento de autómata, que depende de una fuerza exterior—, Austria cree que tiene razón de estar ofendida con Inglaterra; Inglaterra cree que tiene razón de quejarse de Austria. Que se perdonen mutuamente, que no se rompa la paz de Europa y la concordia de este ejército. Actualmente defendemos juntos la bandera más gloriosa que haya podido enarbolar ningún príncipe de la Tierra: la bandera de la Salvación. No permitáis, pues, que entre nosotros existan disputas por el símbolo de nuestras dignidades terrenales, si es que lo tiene en su poder, y Ricardo dirá, aunque sin otro motivo que su amor a la Santa Iglesia, que se arrepiente de la violencia con que insultó al estandarte de Austria.

El archiduque permaneció silencioso, malhumorado y descontento, con la vista fija en el suelo; su rostro revelaba un reprimido disgusto que, por una mezcla de temor respetuoso y de timidez, no se atrevía a expresar con palabras.

El patriarca de Jerusalén se apresuró a romper aquel embarazoso silencio, declarando que el archiduque de Austria había asegurado, bajo solemne juramento, no saber nada, directa o indirectamente, respecto a la agresión que se había cometido contra la bandera de Inglaterra.

—Así, pues, hemos inferido al noble archiduque el mayor entuerto —dijo Ricardo—; le pedimos perdón por haberle atribuido una ofensa tan cobarde, y le tendemos la mano en señal de renovación de paz y amistad. Pero ¿qué es esto? ¿Austria rechaza nuestra mano descubierta como antes la rechazó enguantada? ¡Cómo! ¿No podemos ser su amigo en la paz ni su contrario en la guerra? ¡Bien, sea así! Aceptamos la poca estima que nos tiene como una penitencia por la falta que en un arrebato hemos cometido contra él, y daremos por concluido este asunto entre nosotros dos.

Al decir estas palabras volvió la espalda al archiduque con un movimiento más bien de dignidad que de desprecio, y el de Austria pareció quitarse un peso de encima, como el chico travieso que hizo novillos, cuando la mirada de su severo maestro se aparta de él.

—¡Noble conde de Champagne, príncipe marqués de Montserrat, valiente Gran Maestre de los Templarios! Estoy aquí como un penitente en el confesonario. ¿Alguno de vosotros tiene algún reproche que hacerme o ha de reclamar alguna reparación de mi?

—No sé en qué podría cimentar ninguna —contestó el adulador Conrado—, salvo que el rey de Inglaterra se lleva toda la gloria que sus pobres hermanos de guerra podían esperar obtener en esta expedición.

—Mi acusación, si soy llamado a hacer alguna —dijo el Maestre de los Templarios—, es más grave y más importante que la del marqués de Montserrat. Quizá será mal visto que un religioso militar como yo levante la voz donde tantos nobles príncipes callan. Pero conviene al honor de todo el ejército, y no menos al del noble rey de Inglaterra, oír que alguien le dice cara a cara lo que tantos otros no vacilan en reprocharle cuando él está ausente. Alabamos y honramos el valor y las grandes hazañas del rey de Inglaterra; pero nos sentimos agraviados de que en todas las ocasiones se arrogue y mantenga una preferencia y una superioridad sobre nosotros, a la que no se pueden someter los príncipes independientes. Por nuestra propia y libre voluntad podemos reconocer su valentía, su celo, su riqueza y su poder; pero el que se apodera de todo, como si a todo tuviese derecho, y no deja nada que conceder a nuestra cortesía y a nuestra gracia, nos rebaja de aliados que somos a vasallos o mercenarios, y empaña a la vista de nuestros soldados y súbditos el brillo de nuestra autoridad, que ya no podemos ejercer independientemente. Ya que el rey Ricardo ha pedido que le dijéramos la verdad, no debe sorprenderse ni agraviarse si oye alguna de boca de alguien a quien las pompas del mundo le están prohibidas, y para quien la autoridad secular no es nada, si no sirve para aumentar la prosperidad del Templo de Dios y la postergación de león que corre husmeando qué presa puede devorar. Al escuchar, pues, la verdad que le digo contestando a su pregunta —verdad que, mientras la estoy diciendo, sé que es confirmada en el corazón de cada uno de los que me oyen, a pesar de que el respeto ahogue sus voces—, no debe agraviarse, repito, el rey de Inglaterra.

Las mejillas de Ricardo enrojecieron mientras el Gran Maestre dirigía este directo y descarnado ataque a su conducta, y que casi todos los circunstantes convenían en lo justo de la acusación. Aunque irritado y mortificado a la vez, comprendió el murmullo de asentimiento que le siguió demostró a las claras que abandonarse temerariamente a la indignación sería dar ventaja a su frío y cauto acusador, que era lo que el Templario se proponía con su discurso. El rey, pues, hizo un violento esfuerzo y estuvo callado durante el espacio de tiempo que se necesita para rezar un padrenuestro, lo cual le había aconsejado que hiciera su confesor para dominarse cada vez que se encontrara en una situación parecida. El rey habló con tono reposado, empañado por algo de amargura, especialmente al principio.

—¿Así es, pues? ¿Y nuestros hermanos se han tomado el trabajo de anotar los fallos de nuestra naturaleza y la ruda impetuosidad de nuestro celo, si alguna vez ha sido preciso dar órdenes sin tener tiempo para reunir al Consejo? Jamás podría creer que ofensas casuales o impremeditadas como las mías, pudiesen encontrar tan profundas raíces en el corazón de mis aliados en esta santísima causa; jamás habría podido creer que por culpa mía quisieran retirar la mano del arado cuando casi nos encontramos ya al final del surco; que por culpa mía quisieran volver sobre sus pasos en el camino de Jerusalén, que abrieron con sus propias espadas. Llegué a creer, vanamente, que mis humildes servicios podrían haber sido el contrapeso de mis impetuosos errores; que si se recordaba que yo había excitado a la vanguardia en un asalto, no se olvidaría que yo también era el último en la retirada; que si yo he clavado mi bandera en los campos de batalla conquistados, ésta era la única ventaja que buscaba, mientras los demás se repartían el botín. Puedo haber dado mi nombre a una ciudad conquistada, pero su soberanía la he dejado para los demás. Si me he obstinado en sostener atrevidos pareceres, no creo que haya ahorrado mi propia sangre ni la de mi pueblo cuando ha llegado la hora de ponerlos en obra; y si, en la confusión de una marcha o de una batalla, he dirigido órdenes a los soldados de los demás, les he tratado igual que a los míos, dándoles las provisiones y medicinas compradas a alto precio, que sus soberanos no les pudieron procurar. Pero me avergüenza recordaros lo que todos parece habéis olvidado. Miremos, más bien, qué hay que hacer de ahora en adelante; y, creedme, hermanos —añadió con el rostro encendido por el entusiasmo—, no hallaréis ni el orgullo ni la ira ni la ambición de Ricardo, como una piedra que estorbe puesta en mitad del camino, cuando la religión y la gloria os llaman como la trompeta de un arcángel. ¡Oh, no, no! Jamás podría sobrevivir al pensamiento de que mis faltas y mis debilidades hayan de servir para deshacer la buena camaradería de los Príncipes aliados. Me cortaría la mano izquierda con la derecha si eso os pudiera atestiguar mi sinceridad. Voluntariamente cederé los derechos de dirigir el ejército, y hasta mis propios súbditos. Éstos estarán a las órdenes del jefe que designéis, y su rey estará dispuesto a trocar la vara de mando por la lanza del aventurero; y servir bajo la bandera de Beu-Séant entre los Templarios, o bajo la de Austria, si Austria quiere designar a un hombre valiente para mandar sus tropas. O, si todos estáis cansados de esta guerra y sentís que la armadura magulla vuestros delicados cuerpos, dejad sólo a Ricardo con diez o quince mil de vuestros soldados que trabajen para el cumplimiento de vuestro voto; y cuando Sión esté ganada —exclamó agitando en el aire su brazo, como si desplegara la bandera de la Cruz sobre Jerusalén—, cuando Sión esté conquistada, escribiremos sobre las puertas de las murallas, no el nombre de Ricardo Plantagenet, sino de aquellos generosos príncipes que le hayan dado los hombres y las armas para conquistarla.

La ruda elocuencia y la decidida expresión del guerrero monarca reanimaron los decaídos ánimos de los cruzados, avivaron su devoción, y, fijando su atención en el principal objetivo de la empresa, hicieron que la mayor parte de los circunstantes se avergonzasen de haberse dejado arrastrar por motivos de queja tan nimios como los que antes les habían preocupado. El brillo de unos ojos se contaminó a los otros, una voz dio ánimo a la otra voz. Se levantaron, y como una consigna, el grito de guerra que en otros tiempos contestó al sermón de Pedro el Ermitaño se repitió como un eco, y de todas partes gritaron: —¡Acaudíllanos, valeroso Corazón de León! Nadie tan digno como tú para guiar a los valientes que quieren seguirte. ¡Guíanos! ¡A Jerusalén! ¡A Jerusalén! ¡Dios lo quiere! ¡Dios lo quiere! ¡Benditos los que ayuden con armas su empresa!

El súbito y general grito que se levantó fue oído desde más allá del cordón de centinelas que custodiaba el pabellón del Consejo, y propagado entre los soldados del ejército, que, inactivos y desanimados por la enfermedad y el clima, habían empezado, como sus jefes, a caer en el abatimiento; pero la reaparición de Ricardo con renovado vigor y con su conocida voz en la Asamblea de los príncipes reanimó en seguida su entusiasmo, y millares de decenas de millares de voces contestaron con el mismo grito de: —¡Sión, Sión! ¡Guerra, guerra! ¡Inmediatamente iniciemos la batalla contra los infieles! ¡Dios lo quiere, Dios lo quiere!

Las aclamaciones del exterior aumentaron a su vez el entusiasmo reinante en el interior del pabellón. Aquéllos en que no ardía la llama, sintieron miedo de parecer más fríos que los demás. Ya no se hablaba más que de marchar directamente hacia Jerusalén tan pronto como expirara la tregua, y de tomar, entretanto, las disposiciones necesarias para aprovisionar y reorganizar el ejército. Se levantó la sesión del Consejo, y, al parecer, todos salieron poseídos del mismo entusiasta propósito, que, de todas maneras, se extinguió pronto en el corazón de muchos, y que, en verdad, no existió en ningún momento en el corazón de otros.

El marqués Conrado y el Gran Maestre de los Templarios, que eran de estos últimos, se retiraron juntos a sus cuarteles, nada tranquilos y muy descontentos de los acontecimientos de aquel día.

—Siempre te dije —exclamó el Gran Maestre, con fría y sardónica expresión, peculiar en él— que Ricardo se escaparía de las débiles trampas que le has puesto, como un león pasaría por una telaraña. Ya vez que no tiene que hacer más que hablar, y su aliento agita a esos locos inconscientes tan fácilmente como el remolino del viento amontona las pajas esparcidas y las barre todas o las dispersa a su albedrío.

—Pero cuando ha pasado el viento —dijo Conrado— las pajas que él hizo bailar al son que quiso, vuelven a caer al suelo.

—Pero no ves, por otra parte, dijo el templario, que si este nuevo propósito de conquista fuese abandonado y no se realizara, y si cada uno de esos poderosos príncipes se le dejara obrar según su pobre criterio puede inspirarles, Ricardo podría llegar a ser rey de Jerusalén mediante un pacto, y establecer con el sultán términos en el tratado en que acepte las condiciones que precisamente tú pensabas que le iban a exasperar.

—Por Mahoma y Termagante, porque los juramentos cristianos ya han pasado de moda —dijo Conrado—, ¿crees que el orgulloso rey de Inglaterra quería unir su sangre con un sultán infiel? Mi política ha consistido en mezclar este ingrediente en el tratado para hacérselo abominable. Tan perjudicial para nosotros sería que se convirtiera en señor nuestro mediante un tratado, como por una victoria.

—Tu política ha calculado mal la digestión de Ricardo —contestó el templario—. Conozco su pensamiento por unas palabras que se le escaparon al arzobispo. Y tu gran golpe de la bandera no ha producido más perturbación que la de echar a perder un par de varas de seda bordada. Marqués Conrado, me parece que no estás en tus cabales; ya no confiaré en tus ardides, sino que probaré los míos propios. ¿Conoces a esa gente a quien los sarracenos llaman Charegitas?

—Naturalmente —contestó el marqués—; son desesperados y fanáticos entusiastas, que consagran sus vidas al progreso de su religión; algo así como los templarios, salvo que a ellos no les contiene nada para lograr sus fines.

—No bromees —contestó el ceñudo monje—. Has de saber que uno de ellos ha incluido en su sangriento voto el nombre del emperador de aquella lejana isla, el cual debe ser sacrificado como principal enemigo de la fe musulmana.

—Un inteligente musulmán —dijo Conrado—. Que Mahoma le envíe al Paraíso en recompensa.

—Ha sido detenido en el campamento por uno de nuestros escuderos, y en un interrogatorio secreto ha confesado francamente su decidido e inflexible propósito —dijo el Gran Maestre.

—Que Dios perdone a los que han impedido la realización del propósito de ese inteligente charegita —contestó Conrado.

—Le tengo preso —añadió el templario—, y, como puedes suponer, le mantengo incomunicado de todos; pero a veces se escapa la gente de las cárceles…

—Las cadenas se han dejado abiertas y los cautivos han escapado —contestó el marqués—. Ya lo dice un antiguo aforismo: no hay prisión tan segura como el sepulcro.

—Cuando recupere la libertad, volverá a intentar poner en práctica su propósito —agregó el religioso militar—, porque esos perros lo llevan en su sangre; no perderá el rastro de la presa.

—No digas más —contestó el marqués—; ya veo tu política: es terrible, pero de urgente necesidad.

—Sólo te lo digo —dijo el templario— para que estés en guardia, porque el alboroto será terrible, y no se sabe contra quién volverán su rabia los ingleses. Existe otro peligro: mi paje sabe los proyectos de ese charegita —añadió—, y, además, es un obstinado e impertinente; quisiera deshacerme de él, porque dificulta mis movimientos pretendiendo ver con sus ojos y no con los míos. Pero nuestra santa Orden no me da poder para poner remedio a este inconveniente. O, calla…: el sarraceno puede encontrar una buena daga en su celda, y te aseguro que la hará servir para escaparse, lo cual realizará con toda seguridad cuando el paje vaya a llevarle la comida.

—Eso dará cierto color al asunto —dijo Conrado—; y, de todas maneras…

De todas maneras y pero —dijo el templario— son palabras para locos; los hombres cuerdos no vacilan ni hacen marcha atrás: deciden y ejecutan.