Movía su mano el Encantamiento en escenas extrañas, trayendo mudamiento. Así, en torno nuestro, ellas aparecían, como un sueño febril: fantásticas venían.

Astolpho, romance

CAPÍTULO XXIII

Cuando el Caballero del Leopardo despertó de su largo y profundo descanso, se encontró en circunstancias tan diferentes de las que le rodeaban al dormirse, que no supo si soñaba aún o si la escena había cambiado por arte de brujería. En lugar de la hierba húmeda, se encontró tendido en una cama de la más fastuosa riqueza oriental; durante su sueño, unas manos caritativas le quitaron la estrecha cota de piel de camello que llevaba debajo de la mallas, substituyéndola por una camisa de dormir de lienzo finísimo y por una holgada túnica de seda. Antes no tenía otro techo que las palmeras del desierto y ahora descansaba bajo una tienda de seda, adornada con los colores más vivos de telas de la China, con una fina gasa alrededor de la cama para proteger su sueño contra los insectos, de los que había venido siendo constante y resignada presa desde su llegada a aquel país. Miró en derredor suyo para convencerse de que realmente estaba despierto, y todo lo que vieron sus ojos mostraba el mismo esplendor de su cama. Una bañera portátil de cedro, forrada de plata, estaba llena de agua tibia, y el aire estaba impregnado de los perfumes con que se había preparado el baño. Sobre un pequeño velador de ébano, situado al lado de la mesa, se veía un sorbete del más exquisito sabor, frío como la nieve, y extraordinariamente delicioso, a causa de la sed que producía el uso del narcótico. Para desvanecer los últimos efectos de intoxicación que le dejara el brebaje, el caballero decidió tomar el baño, que le tonificó deliciosamente. Después de haberse secado con lienzos de lana india, habría querido volver a ponerse sus rústicos vestidos, porque deseaba ver si el Mundo había cambiado, afuera tanto como dentro de aquel recinto en que había descansado, pero no los pudo ver en parte alguna, y, en lugar de su ropa, encontró unos vestidos sarracenos de ricas telas, con sable y puñal, como lo usaban los emires. No sabía encontrar otra explicación a aquellas delicadas atenciones, sino que aquellos obsequios estaban destinados a poner en peligro su fe religiosa, porque, en verdad, se sabía perfectamente que la alta estima que hacia la amistad y el valor de los europeos sentía el sultán le hacían ser ilimitadamente generoso con aquellos que, después de caer prisioneros, habían decidido ponerse el turbante. Por esta razón, Sir Kenneth se persignó devotamente, resolvió hacer frente a todas aquellas trampas, y para hacerlo con más decisión prometió usar con la mayor moderación de aquellos objetos de lujo esparcidos tan liberalmente en derredor suyo. Aun sentía la cabeza turbia y como amodorrada, y dándose cuenta también de que aquel vestido de dormir no era propio para ir afuera, volvió a tenderse en la cama y pronto cayó de nuevo en el sueño. Pero esta vez su descanso fue interrumpido, pues le despertó la voz del médico, que desde la puerta de la tienda le preguntó por su salud, y si ya había descansado bastante.

—¿Puedo entrar en vuestra tienda? —añadió—. Porque tenéis echada la cortina.

—El dueño —contestó Sir Kenneth, decidido a demostrar que no había olvidado su actual condición— no necesita pedir permiso para entrar en la tienda del esclavo.

—¿Y si no vengo como dueño? —dijo El Hakim sin entrar.

—El médico —contestó el caballero— tiene libre acceso a la cabecera de su enfermo.

—Tampoco vengo como médico —contestó Él Hakim—, y por esta razón te pido permiso antes de entrar bajo el techo de tu tienda.

—Quienquiera que venga como amigo —dijo Sir Kenneth—, y tú te has portado hasta ahora como tal conmigo, tiene siempre abierta la puerta del amigo.

—Tampoco es eso —dijo el sabio oriental, siguiendo la manera perifrástica de expresión corriente entre sus compatriotas—: supón que no venga como amigo.

—Ven como quieras —exclamó el escocés, algo inquieto por estos circunloquios—, y seas lo que seas, ya sabes que no tengo poder ni deseos de impedirte la entrada.

—Así, pues, entro como tu antiguo enemigo, pero como un enemigo franco y generoso.

Mientras decía estas palabras, entró a la tienda y, cuando estuvo al lado de Sir Kenneth, la voz era todavía la de Adonbec, el médico árabe, pero el rostro, la figura y los vestidos eran los de Ilderim del Kurdistán, llamado Sheerkohf. Sir Kenneth le miró, como si esperara que se desvaneciera una visión o un fantasma creado por su fantasía.

—¿Tanto te sorprende, guerrero experto —dijo Ilderim—, ver que un soldado sabe algo del arte de curar? Te digo, nazareno, que un completo caballero tiene que saber tanto de guarnecer como de cabalgar su caballo; forjar su espada en el yunque, tanto como usarla en la batalla; bruñir sus armas, tanto como llevarlas; y, más que nada, tiene que saber curar heridas, tanto como inferirlas.

Mientras hablaba, el caballero cristiano cerraba los ojos y no se le apartaba de la mente la imagen de El Hakim, con sus holgadas ropas obscuras, el alto casquete tártaro y su actitud grave; pero tan pronto como los abría, el gracioso turbante lleno de ricas joyas, la ligera cota de mallas de acero entretejidas de plata que brillaba según los movimientos del cuerpo, los rasgos, libres de aquella seriedad, menos sombríos y no ennegrecidos por el espesor del pelo, que ahora se reducía a una barba bien peinada, anunciaban al soldado y no al sabio.

—¿Aún te dura la sorpresa? —le preguntó el emir—. Te maravillas tanto porque has ido por el mundo sin parar mientes en que los hombres no son a menudo, lo que parecen. Tu mismo, ¿eres lo que pareces?

—No, ¡por San Andrés! —exclamó el caballero—. Porque a la vista de todo el campamento cristiano paso por ser un traidor, y yo sé que soy un hombre leal, aunque haya faltado.

—Tal te considero yo —dijo Ilderim—, y como hemos comido juntos la sal, me he obligado a salvarte de la muerte y de la ignominia. Pero ¿por qué estás aún en la cama, cuando el sol está ya tan alto? ¿Es que consideras indignos de ti los vestidos que te han traídos mis camellos?

—Ciertamente, no son indignos, pero no son para mí —replicó el escocés—. Dame el vestido del esclavo, noble Ilderim, y lo llevaré a gusto, pero yo no puedo lucir el vestido del guerrero oriental libre con el turbante de los musulmanes.

—Nazareno —contestó el emir—: en tu país la gente se abandona tan fácilmente a la sospecha, que nada tiene de extraño que sea desconfiada. ¿No te dije que el sultán no quiere convertir sino a los que el santo Profeta dispone que se sometan a su ley? Ni la violencia ni la corrupción entran en su proyecto para extender la verdadera fe. Óyeme, hermano: cuando fue devuelta la vista al ciego, las escamas cayeron de sus ojos por voluntad de Dios; ¿quizá crees que se las habría podido quitar ningún médico de la Tierra? No. Alguno muy hábil podría haber atormentado al paciente con sus instrumentos, o quizá habría aliviado sus dolores con bálsamos y cordiales, pero el ciego habría continuado en la obscuridad de las tinieblas. Lo mismo ocurre con la ceguera del entendimiento. Si entre los francos existe alguien que por afán del lucro terrenal ha tomado el turbante del Profeta y sigue la ley del Islam, que caiga la condenación sobre su conciencia. Ellos mismos se han buscado el anzuelo y no ha sido el sultán. Y cuando después de aquí sean condenados a ir, por hipócritas, al más bajo rincón del infierno, debajo de cristianos y de judíos, de magos y de idólatras, y condenados a comer el fruto del árbol Yacun, que está formado de cabezas de demonios, a ellos será, y no al sultán, a quien habrá que atribuir sus crímenes y el castigo que merezcan. Ponte, pues, sin recelo ni escrúpulo, el vestido que te hemos preparado, porque si vas al campamento de Saladino, el vestido europeo te expondría a una desagradable curiosidad, y quizá a algún insulto.

—¿Si voy al campamento de Saladino? —dijo Sir Kenneth repitiendo las palabras del emir—. ¡Ay! ¿Es que, por ventura, soy un hombre libre y no he de ir a dónde te plazca a ti llevarme?

—Tu voluntad será el único guía de tus pasos —dijo el emir—, tal como el viento mueve el polvo del desierto en la dirección que quiere. El noble enemigo que se encontró conmigo y que casi se apoderó de mi espada, no puede convertirse en mi esclavo como el que se ha rendido bajo mi cimitarra. Si la riqueza y el poder te tentaran a unirte a nuestra gente, yo puedo asegurártelos; pero el hombre que ha rechazado los beneficios del sultán cuando tenía el hacha suspendida sobre su cabeza, me temo que no los aceptará si le digo que puede elegir libremente.

—Completa tu generosidad, noble emir —dijo Sir Kenneth—, dignándote indicarme cómo puedo corresponder a ella sin perjuicio para mi conciencia. Permite que tal como me obliga la cortesía, exprese mi agradecimiento por tu caballerosa bondad y por tu generosidad, tan poco merecidas.

—No digas poco merecidas —contestó el emir Ilderim—; ¿no fue por tu conversación y por el relato que me hiciste de las bellezas que enriquecen la corte de Melech Ric, por lo que me aventuré disfrazado, procurándome de esta manera la visión más feliz de que haya gozado en mi vida, y como no volveré a gozarla jamás hasta que las glorias del Paraíso iluminen mis ojos?

—No te entiendo —dijo Sir Kenneth, ruborizándose y palideciendo alternativamente, y comprendiendo que la conversación tomaba un cariz muy delicado.

—¡No me entiendes! —exclamó el emir—. Si el espectáculo que vi en la tienda del rey Ricardo escapó a tu vista, es que tienes el don de observación más embotado que la espada de madera de un juglar. Claro que entonces estabas pendiente de una sentencia de muerte, pero en cuanto a mí, aunque hubiese tenido la cabeza a punto de caerme del cuerpo, las últimas miradas de mis ojos empañados habrían distinguido con deleite la encantadora visión, y mi cabeza habría rodado hacia aquella incomparable hurí, para besar con los labios insensibles el borde de su falda. Aquella reina de Inglaterra, que por sus maravillosos encantos merece ser reina del Universo, ¡qué ternura tiene en sus ojos azules!, ¡cómo relucen sus trenzas, que son una cascada de oro! ¡Por la tumba del Profeta, dudo que la hurí que me ofrezca la diamantina copa de la inmortalidad pueda merecer una caricia más cálida que ella!

—¡Sarraceno! —dijo Sir Kenneth, severamente—. Hablas de la esposa de Ricardo de Inglaterra, de quien los hombres no hablan ni piensan como de una mujer que pueda amarse, sino como de una reina a la que hay que respetar.

—Te pido perdón —dijo el sarraceno—. Olvidaba la supersticiosa veneración que tenéis a la mujer, a la que consideráis más bien objeto de adoración y admiración que de posesión y placer. Pero, ya que exiges un respeto tan profundo para esa tierna obra de fragilidad, cuyos movimientos, pasos y miradas anuncian a una verdadera mujer, sostengo que hay que conceder una adoración no menos absoluta a aquella de las trenzas oscuras y de la mirada noblemente expresiva. Confieso con gusto que ella tiene un aspecto noble y un porte majestuoso, de efectiva pureza y energía, pero te aseguro que si se viese bajo la presión de la ocasión y de un enamorado decidido, en el fondo de su corazón preferiría ser tratado como mujer que como diosa.

—¡Respeto a la prima de Corazón de León! —dijo Sir Kenneth con tono visiblemente irritado.

—¿Respetarla? —contestó desdeñosamente el emir—. ¡Por la Kaaba! Si lo hiciera, sería más bien como novia de Saladino.

—¡El sultán infiel es indigno hasta de saludar la huella de las pisadas de Edith Plantagenet! —exclamó el caballero cristiano, saltando de la cama.

—¡Ah! ¿Qué dijo el Giaur? —gritó el emir, poniendo su mano en el puñal, mientras su frente relucía como cobre bruñido, y los músculos de los labios y de las mejillas se le contraían de tal forma, que cada pelo de su barba se le erizaba, animado de instintivo furor.

Pero el escocés, que había aguantado la rabia de león de Ricardo, permaneció impasible ante la furia de tigre del emir.

—Lo que he dicho —agregó Sir Kenneth con los brazos cruzados y sin parpadear—, lo sostendría si tuviese las manos libres, a pie y a caballo, contra cualquier mortal, y no querría considerar la hazaña más famosa de mi vida sostenerlo con mi pesada espada contra un destacamento de esas hoces y punzones —y señaló el curvo sable y el pequeño puñal del emir.

El Sarraceno recobró la calma a medida que hablaba el cristiano, de manera que retiró la mano del puñal, como si el tenerla en él hubiese sido sin intención, pero continuó profundamente enojado.

—¡Por la espada del Profeta —dijo—, que es la llave del Cielo y del infierno, que aprecias muy poco la vida, expresándote en esos términos! Créeme que si tus manos fuesen libres como has dicho, un solo verdadero creyente te daría tanto que hacer, que muy pronto desearías tenerlas cargadas de hierros.

—¡Antes preferiría que me las cortaran! —contestó Sir Kenneth.

—Bien. Pero en estos momentos las tienes atadas —dijo el sarraceno en tono más amistoso—: atadas por tu propio amable sentimiento de cortesía, y yo no tengo, por ahora, ningún propósito de devolverles la libertad. Ya nos demostramos mutuamente la fuerza y el valor antes de ahora, y no es imposible que volvamos a encontrarnos en un campo de batalla; si tal ocurre, ¡vergüenza para el primero que se aleje del enemigo! Pero ahora somos amigos, y más bien esperaré de ti ayuda que no palabras duras y desconfiadas.

Somos amigos —repitió el caballero, y se produjo un silencio durante el cual el arrogante sarraceno se paseó por la tienda como un león, del que se dice que, después de una violenta irritación, hace uso de este procedimiento para refrescar la sangre antes de irse a descansar.

El europeo, más frío, permaneció inalterable, tanto en su actitud como en su expresión; pero sin duda también hacía esfuerzos para dominar el sentimiento de ira que se le despertó tan súbitamente.

—Razonemos con calma —dijo el sarraceno—. Como has podido ver, yo soy médico, y escrito está que el que quiere curarse la herida no tiene que quejarse cuando el médico se la examina y la tienta. Como vez, estoy a punto de poner el dedo en la llaga. Tú amas a esa parienta de Melech Ric. Levanta el velo que esconde tus pensamientos, o, si prefieres, no lo levantes, porque mis ojos ven a través de los velos.

—La amaba —contestó Sir Kenneth, después de un momento de silencio—, como hombre que ama a la gracia celestial, y pedía su benevolencia como el pecador pide perdón al Cielo.

—¿Y ahora ya no la quieres? —dijo el sarraceno.

—¡Ay! —contestó Sir Kenneth—. Ya no soy digno de quererla. Te pido que no hables más de eso, porque tus palabras son como puñales para mí.

—Perdóname: sólo un momento más —agregó Ilderim—. Cuando tú, pobre y obscuro soldado, pusiste tan alto y atrevidamente tu afecto, ¿tenías esperanzas de poder satisfacer tu amor?

—No existe ningún amor sin esperanza —contestó el caballero; pero la mía se parecía más a la desesperación, lo mismo que el marinero que, braceando por salvar su vida, es levantado por las olas y ve de vez en cuando la luz de un faro lejano que le dice que tiene tierra a la vista, mientras su corazón y sus miembros le aseguran que no llegará jamás a ella.

—Y ahora —dijo Ilderim—, ¿ha naufragado esa esperanza, se ha extinguido para siempre la luz del faro?

—Para siempre —contestó Sir Kenneth, con un tono de voz que parecía un eco salido del fondo de un sepulcro en ruinas.

—Me parece —dijo el sarraceno— que si lo único que necesitaras fuese algún rayo lejano y pasajero de felicidad, como has dicho antes, tu taro podría volverse a encender, tu esperanza a resurgir del océano en que ha naufragado, y tú mismo, buen caballero, ser restituido al ejercicio y diversión de alimentar tu fantástica pasión con un manjar tan insubstancial como la luz de la luna; porque si mañana rehabilitaras tu reputación de manera que volvieses a ser lo que fuiste antes, aquella a quien amas no dejaría de ser hija de príncipes y la novia elegida de Saladino.

—Querría que ocurriese tal como dices —dijo el escocés—; y si yo no…

Dejó inacabada la frase, como quien se avergüenza de amenazar en circunstancias en que no le es permitido cumplir lo que promete. El sarraceno sonrióse y le acabó la frase:

—¿Desafiarías al sultán a combate singular? —dijo.

—Y si lo hiciera —contestó con arrogancia Sir Kenneth—, el de Saladino no sería ni el primero ni el mejor turbante que he ensartado en la punta de mi lanza.

—Sí, pero me parece que el sultán podría considerar que sería un modo demasiado desigual de correr el peligro de perder una novia real y de provocar una gran guerra —dijo el emir.

—Se le puede encontrar en un frente de batalla —dijo el caballero, con ojos centelleantes a causa de los pensamientos que le sugería esta posibilidad.

—Siempre se le encuentra allí, y no tiene la costumbre de volver grupas cuando se le presenta la ocasión de luchar con un valiente —dijo Ilderim—. Pero no era del sultán de quien quería hablarte. En pocas palabras: si puede alegrarte obtener la reputación que adquiriría el que descubriera el ladrón que robó la bandera de Inglaterra, te puedo poner en situación tal, que lo descubras tú, eso si quieres permitir que te guíe. Porque, como dice Lokman: «Si el niño quiere caminar, la nodriza tiene que sostenerlo, y si el ignorante quiere aprender, tiene que enseñarle el sabio».

—Y tú eres sabio, Ilderim —dijo el escocés—; sabio, aunque sarraceno, y generoso, aunque infiel. He podido convencerme de que tú eres ambas cosas. Toma, pues, la dirección del asunto, y siempre que no me exijas nada contra mi lealtad y mi fe de cristiano, te obedeceré puntualmente. Haz lo que me has dicho, y luego quédate con mi vida.

—Óyeme, pues —dijo el sarraceno—: tu noble perro ya está restablecido, gracias a la virtud de aquel divino remedio, que sana a hombres y animales; él, con su sagacidad, sabrá descubrir quién le hirió.

—¡Ah! —dijo el caballero—, creo comprenderte. ¡Cómo estuve tan loco, que no se me ocurrió!…

—Pero, dime —agregó el emir—: ¿tienes servidores o soldados tuyos en el campamento, a quienes pueda reconocer el animal?

—Despedí —dijo Sir Kenneth— a mi viejo escudero, tu paciente, junto con un muchacho que le asistía, cuando creímos que iba a morir, y le di unas cartas para mis amigos de Escocia; excepto con ellos, no tenía familiaridad con nadie. Pero mi persona es demasiado conocida y la voz me delatará en un campamento en que he desempeñado un buen papel por espacio de muchos meses.

—Tanto tú como él iréis disfrazados de tal forma que podréis desafiar el más escrupuloso examen. Te aseguro —añadió el médico— que ni tu hermano de armas, ni siquiera tu propio hermano de sangre, te podrán reconocer, si haces lo que te diga yo. Ya me has visto realizar cosas difíciles; quien puede sacar al agonizante de las tinieblas de la muerte, fácilmente puede velar con una niebla los ojos de los vivos. Pero fíjate en que hay una condición para que pueda prestarte este servicio: es que entregues una carta de Saladino a la prima de Melech Ric, cuyo nombre es tan difícil a nuestra lengua y labios de orientales como su belleza es deliciosa a nuestra vista.

Sir Kenneth hizo una pausa antes de contestar, y el sarraceno, observando su vacilación, le preguntó:

—¿Tienes miedo de emprender esta misión?

—No, aunque hubiese de costarme la vida —dijo Sir Kenneth—. Pero he querido meditar si el hecho de llevar esa carta del sultán es compatible con mi honor, y con el de Lady Edith recibirla de un príncipe infiel.

—¡Por la cabeza de Mahoma y por el honor de un soldado, por la tumba de La Meca y por el alma de mi padre! —dijo el emir—, te juro que la carta está escrita con todo el honor y respeto. El canto del ruiseñor marchitará antes las rosas del jardín de su enamorada, que las palabras del sultán ofendan los oídos de la bella pariente del rey de Inglaterra.

Entonces, llevaré la carta del sultán tan lealmente como si fuese un vasallo suyo, pero que quede bien sentado que, excepto ese simple acto de servicio, que cumpliré fielmente, no tiene que esperar, de mí menos que de nadie, ni mediación ni consejo en esa extraña correspondencia amorosa.

—Saladino es noble —contestó el emir—, y no querrá obligar a un generoso caballero a saltar más alto de lo que permitan sus fuerzas. Ven a mi tienda, y te pondrás un disfraz tan insondable como la medianoche; con él podrás ir al campo de los nazarenos como si llevaras en el dedo el anillo de Giaougi[30].