Cuando en sus redes prende al león la belleza, tan colmada de gracias, él remover no osa sus crines, y aun menos el terror de sus uñas. Así, el gran Alcides hizo de clava, rueca, para ser agradable a Onfala, la bella.
Anónimo
CAPÍTULO XX
Ricardo, el confiado objeto de la obscura traición que hemos relatado en la última parte del precedente capítulo, después de realizar, por el momento al menos la triunfal unión de los príncipes de la Cruzada decidiéndoles a proseguir la guerra con energía, no tenía otro afán en su corazón que restablecer la tranquilidad en el seno de su propia familia; y ahora, que ya podía juzgar más serenamente, podía empezar una clara investigación sobre las circunstancias en que se produjo la pérdida de su bandera y la naturaleza y extensión de las relaciones entre su parienta Edith y el desterrado aventurero de Escocia.
Así fue cómo la reina y las damas de su séquito se asustaron al recibir la visita de Sir Thomas de Vaux, quien pidió a lady Calixta de Monfaucon, camarera mayor de la reina, que le siguiera a la tienda del rey Ricardo.
—¿Qué digo, señora? —preguntó, temblorosa, la dama a la reina—. Nos va a matar a todas.
—No tengáis miedo, señora —dijo De Vaux—. Su Majestad ha perdonado la vida al caballero escocés, que era el principal culpable, y lo ha regalado al médico moro. Por consiguiente, no castigaría con más severidad a una dama, aunque hubiese faltado.
—Inventa alguna historia convincente, muchacha —dijo Berengaria.
A mi esposo le queda demasiado poco tiempo para investigar la verdad.
—Explica la historia tal como ocurrió —dijo Edith—, porque, sino, lo haré yo.
—Con el permiso de Vuestra Majestad —dijo De Vaux—, mi humilde parecer es que lady Edith aconseja bien; porque, aunque el rey está dispuesto siempre a creer todo lo que Vuestra Gracia quiere contarle, dudo que tenga la misma deferencia con lady Calixta, y principalmente en este asunto.
—El señor de Gilsland tiene razón —dijo lady Calixta, muy agitada al pensar en la investigación que iba a efectuarse—; además, aunque tuviese bastante serenidad para inventar una historia plausible, yo no tendría, pobre de mí, fuerzas para explicársela al rey.
Con esta predisposición a decir la verdad, acompañó a De Vaux lady Calixta hasta la tienda del rey, y, tal como se propuso, confesó claramente el ardid de que se habían valido para hacer desertar de su puesto al desgraciado Caballero del Leopardo; exculpó a lady Edith, pues ya sabía bien que no habría dejado de justificarse ella misma, y echó la mayor parte de la culpa sobre la reina, su señora, sabiendo que sus faltas parecían más perdonables a los ojos de Corazón de León. La verdad es que Ricardo era en el fondo casi un niño. La primera llamarada se había extinguido hacía rato, y no estaba dispuesto a censurar severamente una falta que ya era imposible corregir. La astuta lady Calixta, acostumbrada desde su más tierna infancia a penetrar en las intrigas cortesanas, y a espiar los indicios de la voluntad del soberano, se apresuró a regresar al lado de la reina, corriendo como un gamo, encargada por el rey de preguntarle si querría recibir una rápida visita suya; a cuyo mensaje la dama añadió un comentario basado en su observación personal, destinado a demostrar que Ricardo no intentaba sino conservar la severidad necesaria para inspirar a su real consorte el arrepentimiento por su pasada falta, y extender sobre ella y las damas complicadas en el asunto, su gracioso perdón.
—¿De este lado sopla el viento, muchacha? —dijo la reina, muy satisfecha de aquella confidencia—. Puedes creer que, a pesar de que sea tan gran guerrero, le será muy difícil a Ricardo vencernos en este asunto, y que, como suelen decir los pastores pirenaicos en mi país de Navarra, más de uno va por lana y vuelve trasquilado.
Después de informarse de todos los detalles que Calixta podía comunicarle, la reina Berengaria se puso su más atractivo vestido, y esperó confiada, la llegada del heroico Ricardo.
Éste llegó, y creyó encontrarse en la situación del príncipe que penetra en una provincia que le ha inferido un agravio, convencido de que su cometido se limitará a reconvenir y a recibir acatamiento, pero la encuentra en situación inversa a lo que esperaba: en estado de completa enemistad, y de abierta rebelión. Berengaria conocía muy bien el poder de sus encantos y el afecto que por ella sentía Ricardo, y estaba convencida de que ahora, después de la primera explosión de ira, desvanecida sin que hubiera habido ninguna víctima, podría restablecer la normalidad. Lejos de escuchar los reproches que le hacia el rey, y que merecía tan justamente por la ligereza de su conducta, atenuaba, mejor, negaba la falta de que era acusada, echándola a inofensiva broma. Por otra parte, negó con toda clase de hábiles formas de disimulo que ella hubiese ordenado a Nectabanus que llevara al caballero más allá de la ladera de la colina en que hacía su guardia, y —extremo que quizá fuera verdad— que le hubiese ordenado que introdujera en su tienda a Sir Kenneth. Y luego, si elocuente había estado en su defensa propia, mucho más lo estuvo cuando se puso a acusar a Ricardo de indelicadeza por haberle negado una gracia tan simple como la vida de un infortunado caballero que por una impremeditada broma de ella había incurrido en los peligros de la ley marcial. Lloró y sollozó, recriminando la terquedad de su esposo en este asunto, que habría podido hacerla desgraciada para toda la vida, porque siempre más habría creído ser impremeditada causa indirecta de aquella tragedia. La visión de la victima decapitada se le había aparecido en sueños, y hasta era posible, porque muy a menudo ocurren cosas semejantes, que se le hubiese presentado su auténtico espectro a los pies de su cama, en sus horas de vigilia. A todas estas desgracias mentales la había expuesto la severidad del que, aunque decía que perdía el juicio a la más leve mirada de ella, no quiso renunciar a un acto de venganza ruin, a pesar de que había existido el peligro de hacerla tan desgraciada.
Este chubasco de elocuencia femenina fue acompañado con los habituales argumentos de lágrimas y suspiros, y pronunciado con tal entonación y ademanes, que dieran a entender que el resentimiento de la reina no era simple cuestión de orgullo o enfado, sino expresión de la sensibilidad herida, al ver que no tenía sobre su esposo la influencia que ella creía tener.
El buen rey Ricardo estaba muy desconcertado. En vano intentó hacer entrar en razón a aquélla que, a causa de su condescendencia, no era posible que escuchara ningún argumento, y por otra parte, no sabía decidirse a imponer su autoridad a una criatura tan bella y que estaba tan irrazonablemente exaltada. Así, pues, se vio reducido a la posición defensiva, y se esforzó en reprenderla en tonos cariñosos por sus sospechas y en desvanecer su enfado; y le dijo que no debía pensar más en lo ocurrido ni tener remordimientos, ni miedo a cosas sobrenaturales, puesto que Sir Kenneth estaba sano y salvo, y que lo había regalado al gran médico árabe, quien sin duda alguna, era, de todos los hombres, el que sabía mejor procedimiento para conservarle la vida. Pero este extremo pareció ser lo que la disgustara más, y el enfado de la reina se renovó al pensar que un sarraceno —un médico— había podido obtener un favor que ella le había pedido arrodillada y con la cabeza descubierta. Ante esta nueva acusación, Ricardo empezó a perder la paciencia, y con grave entonación le dijo:
—Berengaria: ese médico salvó mi vida. Si ese hecho tiene algún valor a vuestros ojos, no reprochéis que le diera tal recompensa, la única que le pude hacer aceptar.
La reina vio que ya había llevado la coquetería de su enfado lo suficientemente lejos, para arriesgarse más sin peligro.
—Mi Ricardo —dijo—: ¿por qué no me trajiste a ese sabio? La reina de Inglaterra le habría demostrado cómo sabe apreciar a quien ha podido evitar que se apagara la antorcha de la Caballería, la gloria de Inglaterra y la luz y esperanza de la vida de la pobre Berengaria.
En pocas palabras, la disputa conyugal había terminado; pero como a la justicia se le debía alguna satisfacción, el rey y la reina acordaron cargar toda la culpa al mensajero Nectabanus, el cual (la reina ya estaba cansada del carácter del pobre enano), así como su real consorte Guenevra, fueron sentenciados a expulsión de la Corte; y el infeliz sólo escapó a una reprimenda suplementaria merced a la afirmación de la reina, de que se le había aplicado un castigo corporal. Se decidió, además, que, dada la circunstancia de que en breve se enviaría un mensajero a Saladino, para informarle de la decisión del Consejo de reanudar las hostilidades tan pronto como expirara la tregua, y como Ricardo tenía el propósito de hacer un valioso regalo al sultán, como agradecimiento al gran beneficio obtenido de los servicios de El Hakim, las dos infelices criaturas serían agregadas como curiosidades, porque por su extremadamente grotesco aspecto y por el deplorable estado de su mente, eran dignas de que se las considerara como regalos propios de un rey a otro.
Ricardo aún tenía que sostener aquel día otro combate con una mujer; pero fue a él con notable indiferencia, pues, a pesar de que Edith era bella y altamente apreciada por su real pariente y, aunque de las injustas sospechas de él, ya desvanecidas ahora, sólo quedaba la ofensa de que Berengaria se lamentó, no era ni esposa ni amante de Ricardo, y, por consiguiente, temía mucho menos sus bien fundados reproches que los de la reina, no obstante ser éstos injustos y fantásticos.
Después de pedir ser recibido por ellas a solas, fue introducido en la habitación de Edith, que estaba situada al lado mismo de la estancia de la reina, y en ella quedaron sólo las dos esclavas coptas, arrodilladas en el rincón más apartado, todo el tiempo que duró la entrevista. Un velo negro, muy fino, cubría de pies a cabeza la alta y graciosa persona de la noble doncella, la cual no llevaba en aquel momento ninguna clase de adorno femenino. Tan pronto como el rey traspuso la puerta, Edith se levantó y le hizo una profunda reverencia, volviéndose a sentar a una seña de él; y cuando el rey se hubo acomodado a su lado, ella esperó, sin despegar los labios, a que el soberano hablara.
Ricardo, que habitualmente trataba a Edith con la familiaridad que su parentesco autorizaba, notó la frialdad con que se le recibía, e inició la conversación con cierto embarazo.
—Nuestra bella prima —dijo al fin— está enfadada con nosotros; y nosotros confesamos que duras circunstancias nos indujeron a sospechar, infundadamente, de que su conducta hubiese sido diferente de la que siempre observamos en toda su vida. Pero mientras dura nuestro paso por este sombrío valle de lágrimas, los hombres estamos expuestos al peligro de confundir las sombras con realidades. ¿No puede perdonar mi linda prima a su algo impetuoso pariente Ricardo?
—¿Quién puede negar el perdón a Ricardo —contestó Edith—, si Ricardo puede obtener el perdón del rey?
—¡Basta ya, prima mía! —contestó Corazón de León—. Todo eso es demasiado solemne. Por Nuestra Señora, que esa cara triste que pones y este gran velo de luto que llevas podrían hacer pensar a la gente que eres una joven que acaba de quedarse viuda, o, por lo menos, que has perdido a un novio muy querido. ¡Ánimo! Seguramente ya habrás oído que no existe motivo alguno para llevar luto. ¿Por qué, pues, seguir llevando ese velo?
—Por el perdido honor de los Plantagenet y por la gloria que ha abandonado la casa de mi padre.
Ricardo frunció el ceño.
—¡El honor perdido! ¡La gloria que ha abandonado nuestra casa! —repitió, irritado—. Pero mi prima Edith tiene privilegios. Yo la juzgué con demasiada ligereza, y por eso tiene derecho a tratarme rudamente. Pero, por lo menos, dime en qué he faltado.
—Plantagenet —dijo Edith— debía haber perdonado un agravio o castigarlo. No está bien condenar a hombres libres, cristianos y bravos caballeros, a los grilletes de los infieles. No está bien hacer componendas ni concertar trueques, ni perdonar la vida hipotecando la libertad. Condenar a muerte a aquel infeliz podía haber sido una severidad, pero habría tenido una apariencia de justicia; condenarle a la esclavitud y al destierro es nna infame tiranía.
Ya veo, linda prima mía —dijo Ricardo—, que tú eres de aquellas bellezas que creen que un enamorado ausente es como no tener ninguno o como si hubiese muerto. Ten paciencia. Una docena de ligeros caballeros Pueden ir ahora mismo a alcanzarle y corregir mi error, si es que ese galán abe algún secreto que pueda hacer más conveniente mi muerte que su destierro.
—¡No digas cosas de mal gusto! —contestó Edith, ruborizándose—. Es preferible que pienses en que gracias a tu comportamiento has privado a esta gran empresa de un brazo poderoso, que has privado a la Cruz de uno de sus más valerosos defensores; que has puesto a un creyente en el Dios verdadero en manos de un infiel, y en que a los que son tan suspicaces como tú has demostrado ser en esta ocasión, les has dado el derecho de decir que Ricardo Corazón de León ha expulsado al más bravo soldado de su campo, por el temor de que eclipsara su fama en la batalla.
—¡Yo… yo! —exclamó Ricardo, que estaba profundamente conmovido—. ¿Puedo yo envidiar la fama de nadie? ¡Quisiera que él estuviera aquí para que demostrara esa igualdad! Dejaría mi carácter de rey y mi corona, y me enfrentaría con él, varonilmente, en la liza, y se vería si Ricardo Plantagenet tiene motivo por temer o envidiar las hazañas de ningún hombre mortal. Vamos, Edith: tú no crees lo que dices. Que la pena y el disgusto por la ausencia de tu galán no te hagan ser injusta con tu pariente, que, a pesar de todas tus rarezas, aprecia tu amistad como el que más.
—¿La ausencia de mi galán? —dijo Lady Edith—. Pero sí: puede decirse que es mi enamorado quien ha pagado a tan elevado precio este titulo. A pesar de que no soy digna de tal homenaje, yo era para él como la luz que le guiaba adelante en el noble camino de la Caballería; pero que yo olvidara mi rango o que él tuviera la pretensión de ir más allá del suyo, es falso, aunque un rey diga lo contrario.
—Mi bella prima —contestó Ricardo—. No pongas en mis labios palabras que yo no pronuncié jamás. Yo no dije que hubieses concedido a ese hombre otros favores que los que puede obtener un buen caballero aún de una princesa, sea la que sea su condición. Pero, por Nuestra Señora, entiendo algo en los juegos del amor. Empiezan con un mudo respeto y distantes reverencias; pero cuando llega la oportunidad, la franqueza aumenta, y así sucesivamente. Pero no hay que hablar de eso con quien se cree más sabia que todo el mundo.
—Siempre escucho de buena gana los consejos de mi pariente —dijo Edith—, cuando no son susceptibles de ofenderme ni a mi ni a lo que soy.
—Los reyes, bella prima mía, no aconsejan: ordenan —dijo Ricardo.
—También ordenan los sultanes —dijo Edith—; pero es porque ellos tienen esclavos que gobernar.
—¡Vaya! Podrías aprender a dejar de lado ese desprecio que sentís por los sultanes cuando tan alta estima ponéis en un escocés —dijo el rey—. Considero a Saladino más leal a la palabra que empeña, que a ese miserable Guillermo de Escocia que se hace llamar León, ¡podéis creerlo! Ha faltado a su palabra miserablemente, dejando de enviarme los refuerzos que me había prometido. Permitid que os diga, Edith, que quizá con el tiempo lleguéis a preferir un turco leal a un escocés desleal.
—¡No… jamás! —contestó Edith—. Aunque el propio Ricardo, que pasó el mar para echarles de Palestina, abrazara su falsa religión.
—Quieres oír mi última palabra —dijo Ricardo—, y la oirás. Cree de mí lo que quieras, bella Edith, pero yo no olvidaré que somos cercanos y queridos primos…
Diciendo estas palabras, se retiró con aparente amabilidad, pero, en realidad, muy poco satisfecho del resultado de su entrevista.
Cuatro días después de haber sido expulsado Sir Kenneth del campamento, el rey Ricardo estaba sentado en su tienda, gozando de la brisa que soplaba del Oeste todas las tardes, y que, por ser muy fresca, parecía que viniera de la feliz Inglaterra para reanimar a su aventurero monarca, que lentamente iba recobrando las fuerzas que necesitaba para llevar a término sus gigantescos proyectos. No había nadie con él, pues De Vaux había ido a Ascalón para traer refuerzos y provisiones de guerra, y la mayor parte de los otros altos funcionarios estaban ocupados en diferentes trabajos preparatorios de la reanudación de las hostilidades y de una gran revista del ejército, que había de celebrarse al día siguiente. El rey escuchaba el repiqueteo de las forjas, donde se herraba a los caballos; el ruido de los armeros, que en sus tiendas estaban reparando arneses; los gritos de los soldados que iban de una parte para otra resonaban vibrantes y alegres, con una entonación que revelaba el entusiasmo, presagio de victoria. Mientras el oído de Ricardo se deleitaba con esta confusión de ruidos, y mientras se abandonaba a las visiones de conquistas y de gloria que le sugerían aquellos rumores, un escudero fue a decirle que afuera esperaba ser recibido un mensajero de Saladino.
—Que entre inmediatamente —dijo el rey—, y con los debidos honores, Josceline.
El caballero inglés hizo entrar a un individuo que, en apariencia, no parecía ser más que un esclavo nubio, pero que por su aspecto despertaba vivo interés. Era de magnifica estatura y nobles proporciones, y su rostro impresionante, aunque negro, no presentaba ningún rasgo característico de la raza de color. Sobre sus cabellos, negros como el carbón, llevaba un turbante blanco como la leche, y en los hombros una capa del mismo color abierta por delante y por los lados; bajo ella se le veía una túnica de piel de leopardo que le llegaba poco menos que hasta las rodillas. Los extremos de sus musculosos miembros, brazos y piernas, estaban desnudos, salvo que llevaba sandalias y un collar y brazaletes de plata. Del cinto pendía una estrecha daga con empuñadura de boj, con vaina recubierta con piel de serpiente. En la mano derecha empuñaba una corta jabalina armada con ancha y recta punta de acero de un palmo de longitud, y con la izquierda, sujeto con una cuerda trenzada de seda e hilos de plata, guiaba un gran perro de caza, de noble aspecto.
El mensajero se prosternó, descubriendo en parte sus hombros, en señal de humillación, y luego de tocar con la frente en el suelo, se irguió, quedando con una rodilla en tierra, mientras entregaba al rey una cartera de seda que contenía otra de hilo de oro, con una carta del sultán en árabe, acompañada de una versión al inglés normando, y que puede traducirse moderadamente de la siguiente forma:
«Saladino, Rey de Reyes, a Melech Ric, el León de Inglaterra. Habiendo sido informados por tu último mensaje de que prefieres la guerra a la paz, y nuestra enemistad a nuestra amistad, te consideramos ciego en este asunto, y esperamos convencerte de tu error cuando Mahoma, el Profeta de Dios, y Alá, el Dios del Profeta, juzguen la controversia existente entre vosotros. Por otra parte, te tenemos en gran estima a ti y los regalos que nos has enviado, entre ellos los dos enanos, singulares por su deformidad, parecida a la de Esopo, y tan alegres como el laúd de Isaac. Y, en agradecimiento a estos regalos salidos del tesoro de tu generosidad, te enviamos a un esclavo nubio, llamado Zohuak, cuya inteligencia no debes juzgar, como hacen los locos de la Tierra, por el color de su rostro, porque los frutos de cascara negra son los más exquisitos en perfume. Sabe ejecutar las órdenes de su dueño con la misma fidelidad que Rustan de Zablestán; además, apreciarás su habilidad en dar consejos, cuando hayas aprendido a entenderte con él, porque el Señor de la Palabra ha sido condenado al silencio entre las paredes de marfil de su palacio. Le encomendamos a tus cuidados, confiando en que no puede tardar el momento en que te preste un gran servicio. Y con esto nos despedimos de ti, esperando que nuestro santísimo Profeta aún pueda llamarte a la contemplación de la verdad. Pero si te falta esta luz, nuestro deseo es que recobres rápidamente tu real salud para que Alá pueda juzgar entre tú y nosotros en el llano de un campo de batalla».
El mensaje llevaba la firma y el sello del sultán.
Ricardo examinó en silencio al nubio, que estaba delante de él con la vista baja, cruzado de brazos, inmóvil como una estatua de mármol negro de la más exquisita factura, que esperara la vida del contacto de Prometeo. El rey de Inglaterra a quien, como se dijo de su sucesor Enrique VIII, le gustaba ver a UN HOMBRE, se deleitaba admirando la musculatura y la simetría del que contemplaba en aquel momento, y, en lengua franca, le interrogó:
—¿Eres pagano?
—El esclavo movió la cabeza, púsose un dedo en la frente y se persignó para demostrar que era cristiano, y volvió a quedar en su actitud de inmóvil humildad.
—Un cristiano nubio, sin duda —dijo Ricardo—, y privado del órgano de la palabra por esos perros infieles.
El mudo volvió a mover la cabeza, para decir que no, levantó el índice señalando el cielo y luego lo puso sobre sus labios.
—Ya te comprendo —dijo Ricardo—: sufres la privación de la palabra por voluntad de Dios, y no por crueldad de los hombres. ¿Sabes limpiar una armadura y un cinto, y, si es preciso, ceñírselos a un guerrero?
—El mudo dijo que sí con la cabeza, y se dirigió a la cota de malla que, junto con el yelmo y el escudo del caballeresco monarca, estaba colgada de uno de los palos que sostenían la tienda, y la cogió, manejándola con suficiente habilidad para que quedara demostrado que conocía perfectamente la misión de un escudero.
—Veo tu habilidad, y sin duda serás un buen sirviente. Estarás al servicio de mi Cámara, y de mi persona —dijo el rey—, para demostrar cuánto aprecio el regalo del sultán. Si no tienes lengua, es natural que no puedas ir con indiscreciones a nadie, ni que me irrites con contestaciones inconvenientes.
El nubio se postró otra vez en tierra hasta tocar el suelo con la frente, y quedóse de pie, unos pasos atrás, como esperando órdenes de su nuevo dueño.
—Bien: puedes empezar tu tarea ahora mismo —dijo Ricardo—, porque veo empañado el escudo, y quiero que cuando lo ponga ante la cara de Saladino esté tan limpio y reluciente como el honor del sultán y el mío propio.
En el exterior de la tienda sonó un cuerno, e inmediatamente entró Sir Henry Neville con un mazo de mensajes.
—Son de Inglaterra, señor —dijo al entregárselos.
—¡De Inglaterra, de nuestra Inglaterra! —repitió Ricardo con triste entusiasmo—. ¡Ay! ¡No imaginan allí cuánto han torturado a su soberano la enfermedad y la tristeza… y los falsos amigos y los obstinados enemigos!
Procedió a abrir los pliegos, y pronto hubo de exclamar:
—¡Ah! Todo eso no viene de un país que viva en paz; también allí se pelean. Vete, Neville; debo enterarme de todo a solas y con quietud.
Obedeció Neville, y Ricardo pronto quedó absorto en los tristes detalles que le enviaban desde Inglaterra, relativos a los partidismos que destrozaban sus dominios: la desunión de sus hermanos Juan y Godofredo; las disputas de ambos con el Gran Justicia, Longchamp, obispo de Ely; la opresión ejercida por los nobles sobre los campesinos y fa rebelión de éstos contra sus señores, lo cual había dado lugar a escenas de tanta violencia, que algunas veces habían hecho derramar sangre. Detalles de incidentes que mortificaban su orgullo y atentaban a su autoridad, mezclados con prudentes avisos de sus sabios, consejeros más fieles, que le rogaban que regresara inmediatamente a Inglaterra, convencidos de que su presencia era lo único que podía salvar su reino de los horrores de la guerra civil, de que se apresurarían a aprovecharse Francia y Escocia. Lleno de la más penosa ansiedad, Ricardo leía y releía aquellas cartas de mal agüero; comparó la interpretación que en algunas de ellas se daba a los hechos, con el diferente relato que de los mismos se daba en otras, y pronto se abstrajo de todo lo que le rodeaba, a pesar de que, para disfrutar del fresco de la tarde, se hubiese sentado a la entrada de la tienda con las cortinas retiradas, de manera que podía ver y ser visto por los centinelas y todos los que estaban allí cerca.
Más adentro, en la sombra de la tienda, y ocupado en la tarea que le ordenara su nuevo dueño, el esclavo nubio estaba sentado casi de espaldas al monarca. Había terminado de limpiar y ajustar la cota y la bandolera, y en aquel momento se aplicaba al ancho escudo recubierto de plancha de acero, que Ricardo utilizaba a menudo para operaciones de reconocimiento o para atacar plazas fuertes, como más eficaz defensa contra las armas arrojadizas, que el estrecho escudo triangular que utilizaba cuando montaba a caballo. Este escudo no llevaba ni los leones de Inglaterra ni otra divisa alguna susceptible de llamar la atención a los defensores de las murallas atacadas; por consiguiente, la tarea del escudero se reducía a dejar su superficie reluciente como cristal, en lo cual parecía ser muy hábil. Detrás del nubio, y muy poco visible desde el exterior, estaba tendido el gran perro, del que podía decirse que era su hermano en esclavitud, y que, como si supiera que había sido cedido a un regio propietario, yacía al lado del mudo con la cabeza y las orejas tocando al suelo y las piernas y patas encogidas debajo del cuerpo.
Mientras el monarca y su nuevo criado estaban ocupados de esta suerte, entró en escena otro actor, que se mezcló con el grupo de soldados ingleses, que, por respeto a la pensativa actitud y abstraída ocupación de su soberano, hacían la guardia delante de la tienda en un silencio absoluto, contra lo que acostumbraban. Sin embargo, no prestaban mayor atención a su servicio, que la habitual. Algunos jugaban, con piedrecitas, a juegos de azar; otros conversaban en voz baja sobre la próxima batalla, y algunos más dormían en el suelo, envueltos en sus grandes capotes.
Entre estos confiados centinelas se deslizó la andrajosa figura de un viejo turco, pequeño, vestido miserablemente, como un morabito[26] o Santón del desierto, especie de exaltados que alguna vez se aventuran a penetraren el campamento de los cruzados, a pesar de que allí se les trataba con desdén siempre y con violencia a veces. Pero la vida de lujo y la indulgencia de los jefes cristianos atraía a sus tiendas un considerable concurso de músicos, cortesanas y mercaderes judíos, coptos y turcos, y toda la escoria de los pueblos orientales; de manera que el caftán y el turbante no eran ningún motivo de recelo o alarma en el campamento cristiano, a pesar de que si se había formado aquella expedición era precisamente para expulsarles de Tierra Santa. Sin embargo, cuando la enjuta y miserable figura a que nos hemos referido se acercó a los soldados de la guardia, y éstos se dieron cuenta de ella, se quitó el sucio turbante verde que le cubría la cabeza, mostrando que su barba y sus cejas estaban afeitadas, como acostumbraban los juglares de profesión, y que sus raros y arrugados rasgos y la expresión de sus pequeños ojos negros correspondían a una mente enferma.
—¡Baila, morabito! —gritaron los soldados, que conocían las costumbres de aquellos exaltados vagabundos—: baila o te lo diremos con las cuerdas de los arcos, hasta que bailes como el trompo de un chiquillo.
Así le acometieron aquellos indisciplinados centinelas, contentos de tener a alguien a quien atormentar, como el niño que caza una mariposa o descubre un nido de pájaros.
Como si le complaciera satisfacer los deseos de los soldados, el morabito saltó e hizo cabriolas delante de ellos, con singular agilidad, lo cual, dado lo enjuto de su cuerpo y su seca y arrugada cara, le hacia parecer una hoja muerta dando vueltas a merced de un remolino del viento invernal. El único mechón de cabellos que emergía de su cabeza calva y afeitada parecía el asa por la que le sostuviera algún genio invisible; y en verdad, habríase podido decir que se precisaba un arte sobrenatural para ejecutar aquel baile desenfrenado, durante el cual apenas se le veía tocar el suelo con los pies. Con el torbellino del baile, saltando de acá para allá y haciendo cabriolas de una parte a otra, iba acercándose, aunque insensiblemente, hacia la puerta de la tienda del rey, de manera que cuando, al fin, se desplomó, rendido, al suelo, después de dos o tres saltos más altos que los que hiciera hasta entonces, cayó a no más de treinta yardas de la persona del monarca.
—Dadle agua —dijo un soldado—; siempre piden de beber después de sus zarabandas.
—¿Sí? ¿Agua dices, Long Allen? —exclamó otro arquero con el tono más despreciativo para el desdeñado personaje—. ¿Cómo quieres que le j guste esta bebida, después de una danza mora como esa?
—Ni el diablo encontraría una gota aquí —dijo un tercero—; es preciso que de este viejo infiel de pies ligeros hagamos un buen cristiano y que beba vino de Chipre.
—Sí, sí —dijo un cuarto—; y en el caso de que no lo quiera, trae el cuerno con que Dick Hunter administra las purgas a su yegua.
Inmediatamente se formó un corro alrededor del exhausto derviche que yacía en el suelo, y mientras un guerrero de gran estatura levantaba al enjuto bailarín, otro le presentaba una botella de vino. Como no podía hablar, el hombre movió negativamente la cabeza y rechazó con la mano la bebida prohibida por el Profeta; pero los que le atormentaban no se dieron por satisfechos.
—¡Trae el cuerno! ¡El cuerno! —dijo uno—. No existe mucha diferencia entre un turco y un caballo turco, y le trataremos igual.
—¡Por San Jorge, que vais a ahogarle! —dijo Long Allen—, y, además, es lástima hacer engullir a un perro infiel una cantidad de vino que serviría para emborrachar de lo lindo a un buen cristiano.
—No conoces la manera de ser de esos turcos y paganos, Long Allen —contestó Henry Woodstall—. Te aseguro que ese vino le hará bailar la cabeza en sentido contrario al de las volteretas que hacia bailando, y se la dejará como antes. ¿Ahogarle? Se ahogará tanto como la perra negra de Ben con una libra de mantequilla.
—¿Y por qué le quieres negar a este pobre diablo pagano un trago aquí, en la Tierra, si ya sabes que en toda la eternidad no tendrá una gota de agua fresca para remojarse la lengua? —dijo Tomalin Blacklees.
—¡Es muy serio eso, caramba! —dijo Long Allen—. Y sólo porque es turco a causa de haberlo sido su padre antes que él. Si fuese un cristiano renegado, le daría el rincón más calentito del infierno para que estableciera allí sus cuarteles de invierno.
—¡No te metas en líos, Long Allen! —dijo Henry Woodstall—. Te aseguro que tu lengua no es de las más cortas, y te profetizo que contigo tendrá que ver el Padre Francisco, como ocurrió una vez a causa de la muchacha siria de ojos negros. Pero ahora llega el cuerno. Daos prisa: ábrele la boca con el mango de la daga.
—Espera, espera… Ya entra en razón —dijo Tomalin—; fijaos, ya pide la botella. ¡Apartaos, muchachos! Oop sey es, como dicen los holandeses, es manso como un cordero. Estas gentes son buenos bebedores, una vez han empezado, y éste no tose bebiendo ni se arrepiente de haberse decidido a ello.
En efecto, el derviche, o lo que fuera, bebió —o simuló beber— toda la botella de un solo trago, y cuando se la quitaron de los labios, después de terminada, exhaló un profundo suspiro, y sólo dijo: —Allah kerim—, o sea: Dios es misericordioso. Los soldados que habían presenciado aquel monstruoso trago prorrumpieron en una carcajada tan fuerte, que sacó al rey de su ensimismamiento, y, levantando el dedo, dijo encolerizado: —¡Granujas! ¿No tenéis respeto ni disciplina?
Guardaron todos el más profundo silencio, conocedores del temperamento de Ricardo, que tan pronto admitía cualquier familiaridad de los soldados como exigía el más riguroso respeto, aunque esto ocurría raras veces. Los soldados se retiraron a mayor distancia de la regia persona, y probaron de arrastrar al morabito, que, rendido al parecer por la fatiga y por el vino que había engullido, forcejeando y gritando se resistió a que le sacaran del lugar donde estaba.
—¡Dejadle donde está, locos! —dijo Long Allen, en voz baja, a sus compañeros—. ¡Por San Cristóbal, que haréis enfadar a nuestro Ricardito, y a lo mejor vemos venir volando su daga y clavarse en nuestros costados. Dejémosle solo, y en menos de un minuto quedará dormido como un lirón!
En aquel mismo momento el monarca les lanzó otra mirada de impaciencia, y todos se apartaron rápidamente, dejando al derviche en el suelo, imposibilitado, al parecer de mover un solo miembro o un músculo de su cuerpo. Un momento después, todo volvió a quedar tranquilo y silencioso, como antes de la llegada del turco.