1. Visitantes
Los ojos de Medianoche, tan oscuros y profundos como la noche, siguieron a la sombra cuando se movió detrás de las raíces al aire de un sauce tumbado. Un viento fuerte susurró a través del bosque oscuro; agitó los arbustos, sacudió las ramas de los árboles y llenó el bosque de siluetas danzarinas de formas y tamaños ambiguos. En el cielo, las nubes de una tormenta pasajera desfilaron delante de la luna; sus densas sombras se deslizaron entre la enmarañada vegetación como guerreros silenciosos.
Medianoche y dos compañeros estaban acampados en el extremo sur del bosque con forma de lágrima. Sus amigos dormían en una pequeña tienda montada entre dos árboles. Uno de los hombres, Kelemvor, roncaba con un rumor suave y profundo parecido al gruñido del lobo.
Mientras sus compañeros descansaban, Medianoche permanecía sentada veinte metros más allá, a cargo de la guardia. Todavía no había cumplido los treinta años, tenía el cuerpo delgado y era una mujer de encantos voluptuosos. Las cejas eran finas y negras como un trazo pintado por encima de sus ojos, y tenía una larga trenza de cabellos negro azabache que le llegaba a la mitad de la espalda. Su único defecto, si es que así se lo podía denominar, eran las prematuras arrugas de preocupación que surcaban su frente y marcaban la comisura de sus labios.
Estas arrugas de preocupación se habían hecho más profundas en los últimos días. Adon, Medianoche y Kelemvor habían estado a bordo de una pequeña galera con destino a la ciudad portuaria de Ilipur, donde pretendían encontrar una caravana con destino a Aguas Profundas. Cuando el navío recorría la última singladura del viaje, a través del mar protegido llamado Dragonmere, una tormenta antinatural había surgido de pronto de las aguas encalmadas y casi había destrozado el barco. La terrible tempestad había durado tres días, y la galera se había salvado, única y exclusivamente, gracias a los valientes esfuerzos de su tripulación.
El supersticioso capitán, ya nervioso por la presencia de un trirreme de Zhentish que los había seguido, había culpado de su mala suerte a los pasajeros. Cuando por fin amainó la tormenta, el capitán puso rumbo a la playa más cercana y dejó a los tres compañeros en tierra.
Se oyó un sonido procedente de la tienda y Medianoche se giró para ver a Adon que se arrastraba hacia ella. En la mano derecha, el clérigo empuñaba una maza que había comprado a un marinero; en la izquierda sostenía unas alforjas. Una de las bolsas contenía una piedra plana de unos treinta centímetros de ancho por cuarenta y cinco de largo; la Tabla del Destino que el grupo había recuperado en Tantras.
Incluso ahora, en medio de la noche, los rubios cabellos de Adon estaban bien peinados. Su físico era delgado, pero musculoso y bien proporcionado, y sus ojos verdes brillaban con luz propia. Los otros rasgos de Adon eran simétricos aunque un tanto insulsos, excepto por la roja cicatriz que marcaba un sendero oscuro desde el ojo izquierdo hasta la barbilla.
La cicatriz era un severo recuerdo de la crisis personal que el clérigo había sufrido durante las últimas semanas. En la noche del Advenimiento, cuando Ao había expulsado a los dioses de los Planos, todos los clérigos de los Reinos habían perdido sus poderes. A menos que estuviesen a un kilómetro y medio de su dios, sus plegarias de encantamientos pasaban inadvertidas. Al principio, esto no había preocupado al optimista Adon, y se había mantenido fiel a su deidad, Sune, la diosa de la Belleza.
Luego, cerca de Tilverton, lo habían herido en una emboscada. En un primer momento, Adon había temido que la herida fuese un castigo por alguna ofensa ignorada contra su diosa. Este sentimiento se había hecho cada vez más fuerte. Por fin, durante la batalla del valle de las Sombras, Elminster había sufrido un accidente y Adon se encontró incapacitado para ayudar al anciano sabio. El clérigo se sumió en una depresión catastrófica. Cuando finalmente se recuperó, varias semanas más tarde, su fe en Sune había desaparecido. A cambio, el clérigo había enfocado su fervor y dedicación a su compañero.
—¿Por qué estás despierto? —preguntó Medianoche, en un susurro lo bastante fuerte para hacerse oír a pesar del viento.
Adon se acurrucó a su lado y respondió en voz muy baja:
—¿Quién puede dormir con tanto escándalo en sus oídos? —Con un movimiento de cabeza indicó el cuerpo tendido de Kelemvor—. Me ocuparé de la guardia si estás cansada.
—Todavía no —dijo Medianoche, y se volvió hacia el sauce tumbado. La sombra que antes había observado permanecía en cuclillas detrás de las raíces al descubierto.
—¿Ocurre algo malo? —preguntó Adon, al ver el interés de Medianoche por el sauce. Siguió su mirada, y descubrió la forma oscura detrás de la maraña—. ¿Qué es aquello?
—Una sombra que he estado observando —replicó Medianoche, encogiendo los hombros.
La luna asomó su faz entre las nubes y alumbró el bosque con su luz plateada. En la parte superior de la sombra, Medianoche pudo ver la silueta de una cabeza y hombros.
—Parece un hombre —comentó Adon, sin alzar la voz.
—Así es —replicó Medianoche.
El clérigo miró hacia la tienda.
—Deberíamos despertar a Kelemvor.
La sugerencia de Adon tenía sentido. Ninguno de los dos estaba en plena posesión de sus fuerzas. Al igual que había sucedido con los demás magos, los poderes de Medianoche se habían vuelto inestables desde la caída de los dioses. La situación del clérigo no era mejor. Incluso si todavía hubiese tenido fe en su diosa, Sune estaba demasiado lejos para que él pudiera aprovechar su poder.
Pero Medianoche quería dejar que Kelemvor roncara un poco más. No estaba convencida de que la sombra fuera peligrosa, y, si lo era, la maga no quería alarmarlo con un repentino despliegue de actividad. Además, incluso sin sus hechizos, Adon y ella eran buenos luchadores.
—Podemos cuidar de nosotros mismos si es necesario —dijo—. Pero no creo que exista ningún peligro.
Una nube volvió a cubrir la luna, y otra vez sumergió al bosque en las tinieblas. Adon espió el amasijo de raíces, intrigado por la afirmación de Medianoche.
—¿Por qué no? —preguntó.
—Si aquello es un hombre, no pretende hacernos daño. Ya habría hecho algo si esa fuera su intención —respondió Medianoche—. No se estaría sentado allí, sin hacer más que mirarnos.
—Si no pretendiera hacernos daño, ya tendría que estar en el campamento —replicó Adon.
—No necesariamente —dijo Medianoche—. Quizá tenga miedo de hacerlo.
—No tenemos aspecto de ladrones —afirmó Adon, y con un gesto se indicó a sí mismo y a su compañera—. ¿Quién podría tener motivos para tener miedo de nosotros?
Medianoche no respondió de inmediato y evitó la mirada del clérigo. Tan pronto como Adon había formulado su pregunta, a ella se le había ocurrido que la sombra podía ser la de Cyric, el camarada ausente del trío. Solo habían transcurrido unas pocas semanas desde la desaparición del ladrón en el río Ashaba, pero ya parecía como si faltase desde hacía años. Ella echaba de menos su ingenio mordaz, su porte despreocupado, incluso su mal humor.
Después de esperar en vano la respuesta de Medianoche a su pregunta, Adon se volvió hacia la tienda. La hechicera lo sujetó del hombro para impedir su marcha.
—Podría ser Cyric —susurró.
Adon se giró velozmente para enfrentarse a Medianoche, y le respondió en voz muy baja:
—¡Cyric! ¡No es posible!
—¿Por qué no? —preguntó Medianoche, con la mirada puesta en la sombra—. El trirreme que preocupó a nuestro capitán de barco parecía venir en nuestra persecución.
—Esa no es razón suficiente para pensar que Cyric estaba a bordo —replicó Adon—. ¿Cómo podría haberse enterado de que abandonábamos Tantras, y, además, saber en qué barco navegábamos?
—Cyric tiene sus medios —dijo Medianoche, muy seria.
—Sí, ya lo ha demostrado en Tantras —afirmó Adon, frunció el entrecejo y apretó la maza con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos.
Medianoche y Adon se volvieron para mirar a Kelemvor. El guerrero había sido el último en ver a Cyric en Tantras. Un asesino zhentilés había atacado a Kelemvor, pero había fracasado en su intento de matarlo. Cuando acabó el combate, había descubierto a Cyric entre la muchedumbre, como otro espectador cualquiera. El clérigo apartó la mano de la mujer de su hombro, y anunció:
—Voy a buscar a Kelemvor.
—Pero él matará a Cyric —exclamó Medianoche, con una sombra de preocupación en su voz.
—Bien —replicó Adon. El clérigo se volvió otra vez hacia la tienda.
—¿Cómo puedes decir algo así?
—Él se ha aliado con los zhentileses —respondió Adon por encima del hombro—. ¿O te has olvidado?
Según los rumores, Cyric había estado con uno de los ejércitos zhentileses llegados para atacar Tantras. Tras la presencia de Cyric en el intento de asesinato de Kelemvor, Adon daba crédito a las habladurías.
—¿Qué esperabas? —preguntó Medianoche, sin poder creer en la traición de su amigo—. Cyric es un intrigante. Enfrentado a la decisión de escoger entre los zhentileses de Bane o morir, se uniría a ellos. Eso no quiere decir que nos haya traicionado.
—Tampoco significa que no lo haya hecho —objetó Adon, sin volverse. Una fuerte ráfaga de viento cruzó el bosque y se escuchó el estruendo de las ramas sacudidas.
—Hace unas pocas semanas, Cyric era un amigo de confianza y un buen aliado —dijo Medianoche—. ¿Te has olvidado de que fue él quien salvó nuestras vidas en el valle de las Sombras?
—No —admitió Adon. Esta vez el clérigo se volvió para mirar a Medianoche—. Pero tampoco he olvidado que Cyric me habría entregado al hacha del verdugo si tú no te hubieses negado a abandonarme.
Medianoche no supo qué argumentar, porque el clérigo tenía razón. Después de la desaparición de Elminster durante la batalla del valle de las Sombras, la gente de la ciudad había improvisado un juicio y acusado a Medianoche y Adon del asesinato del anciano sabio. Por desgracia, la desaparición de Elminster también había precipitado la depresión catatónica del clérigo, y este había sido incapaz de pronunciar ni una sola palabra en su propia defensa. El tribunal no tardó mucho en emitir su veredicto de culpables y condenarlos a muerte.
La noche anterior a la ejecución, Cyric había aparecido para rescatar a Medianoche. El ladrón estaba disgustado con Adon por su colapso durante el juicio, y solo ante la insistencia de Medianoche había aceptado salvar también al clérigo. Luego, mientras el trío escapaba hacia el río Ashaba, Cyric había tratado a Adon como a un perro sarnoso; únicamente le había hablado para insultarlo, e incluso, de tanto en tanto, le había pegado. La maga había tenido que intervenir muchas veces en defensa de Adon.
Mientras Medianoche recordaba el desagradable viaje, la luna apareció otra vez, y una luz débil bañó el bosque. Esta vez parecía que la luna tardaría en ocultarse, porque las únicas nubes cercanas eran las que el viento acababa de arrastrar. Adon aprovechó la oportunidad para mirar a Medianoche a los ojos.
—No tengo ninguna deuda con Cyric —dijo—. Por lo que a mí respecta, solo estoy en deuda contigo por salvarme la vida en el valle de las Sombras.
—Entonces quiero que pagues tu deuda —respondió Medianoche, sin apartar la mirada—. No des por sentado que Cyric nos traicionó solo porque no te trató bien en el pasado.
—Tú no conoces a Cyric como a Kel…
Medianoche levantó una mano para silenciar al clérigo.
—¿Vas a cumplir o no con el pago de tu deuda? —preguntó.
—Jamás confiaré en Cyric —replicó Adon, furioso.
—No te pido que lo hagas —dijo Medianoche. Miró otra vez en dirección a la sombra—. Todo lo que te pido es que le otorgues a Cyric el beneficio de la duda. No lo mates en cuanto lo veas.
El rostro de Adon reflejó su frustración, y el clérigo desvió la mirada.
—De acuerdo…, pero jamás conseguirás convencer a Kelemvor —replicó.
—Resolveremos el problema cuando llegue su momento —afirmó la maga, sin poder ocultar su alivio—. En primer lugar, pienso que debo averiguar qué quiere Cyric. —Sin esperar a la respuesta, Medianoche comenzó a arrastrarse hacia las raíces del sauce. Las hojas empapadas amortiguaron el roce de sus rodillas y manos, y disimularon lo que de otra manera hubiese sido un sonoro ruido.
—¡Espera! —siseó Adon—. Ni siquiera sabes si aquello es él.
—Es hora de que lo averigüemos, ¿no es así? —respondió Medianoche, que se detuvo tan solo un instante—. Si no lo es, ya puedes despertar a Kelemvor.
Adon suspiró resignado. Se echó las alforjas al hombro, y se preparó para correr en ayuda de la maga si hacía falta.
Mientras Medianoche avanzaba, el silbido del viento ahogó los ronquidos de Kelemvor, si bien todavía se podía escuchar un rumor suave. La joven apretó el mango de la daga, consciente de que cuanto más se alejaba de sus amigos, mayor era el riesgo de ser atacada. Como había señalado Adon, no podían estar seguros de que el hombre que estaba detrás de las raíces enredadas fuera Cyric. Bien podía tratarse de un ladrón, o de un espía zhentilés, que los hubiera seguido desde Tantras. Pero Medianoche comprendió que no tenía otra opción que la de acercarse y ver.
Seis metros más adelante, la maga apoyó una mano sobre una ramita y la quebró. La sombra permaneció inmóvil, pero cuando Medianoche miró a sus espaldas, vio cómo Kelemvor se movía hasta encontrar la empuñadura de la espada, para después reanudar los ronquidos. Una vez más se arrastró hacia las raíces del sauce y avanzó otros tres metros.
De pronto se calmó el viento, y en la arboleda se extendió un silencio inquietante. Hacia el norte, el estampido seco de las ramas al quebrarse y el chasquido de la maleza resonó en el bosque. Alarmada, Medianoche se detuvo y miró hacia el lugar donde se producía el alboroto. Varias siluetas muy grandes avanzaban entre el matorral.
—Despierta a Kelemvor —le gritó Medianoche a Adon—. ¡Algo se aproxima! —La joven miró en dirección a las raíces del sauce y descubrió que la sombra había desaparecido.
Sesenta metros hacia el norte, trece soldados cormytas —los mismos de la patrulla al mando de Ogden el Centauro— cabalgaban sin prisa hacia el sur, a la búsqueda de Medianoche y sus compañeros. A la mayoría de los hombres les faltaban las orejas, los dedos, las narices, incluso una mano o un pie enteros. En sus torsos se veían las heridas desgarradas donde las aves carroñeras los habían picoteado en busca de las apetitosas entrañas. Los caballos no estaban en mejor estado; les habían arrancado grandes tiras del cuero y habían desaparecido las partes más tiernas de sus cuerpos.
De regreso en la tienda, Adon puso una mano sobre la boca de Kelemvor, y después sacudió al guerrero por un hombro. El fornido guerrero despertó sobresaltado, y, en un acto instintivo, apartó a Adon de un empellón que hizo caer al clérigo de espalda. Un momento más tarde, Kelemvor comprendió que había sido la mano de Adon lo que había tapado su boca y ayudó a su amigo a sentarse, sin pensar en disculparse por haberlo tumbado.
La apariencia de Kelemvor era tan ruda como sus modales. Medía casi un metro ochenta de estatura, era muy ancho de espaldas y su cuerpo era todo músculo. Una barba negra de tres días cubría su rostro de facciones muy marcadas, y sus ojos verdes quedaban ocultos por las cejas espesas y muy gruesas. El guerrero se movió con una gracia felina que era el único rastro de la maldición licantrópica de la que hacía poco había conseguido librarse. Se frotó los ojos para quitarse el sueño, y preguntó:
—¿Qué ocurre?
—Algo se aproxima por el norte —contestó Adon, al tiempo que se echaba las alforjas al hombro y empuñaba su maza—. Medianoche no ha dicho qué es. —El clérigo no hizo mención de que la sombra podía haber sido Cyric, porque había prometido no matar al ladrón en cuanto lo tuviera delante. Si comunicaba a Kelemvor la presencia de Cyric habría equivalido a lo mismo.
—¿Dónde está ella? —preguntó Kelemvor, arrodillado en el suelo.
Adon se volvió hacia las raíces del sauce. Medianoche no se veía por ninguna parte.
—Hace un minuto estaba allí —respondió.
Kelemvor soltó una maldición y desenvainó su espada.
—Será mejor que la busquemos.
En aquel momento, Medianoche se había arrastrado hasta unos cuarenta y cinco metros de las sombras al norte del campamento. Podía ver las siluetas de ocho hombres a caballo, aunque la maga oía los ruidos de más jinetes detrás de ellos. Los ocho primeros avanzaban lentamente hacia la tienda, así que la maga comenzó a buscar un lugar donde ocultarse.
Cuando lo encontró, bien arrimada a un aliso, Kelemvor y Adon habían comenzado a buscarla. El guerrero se había arrastrado hasta la maraña de raíces de un árbol caído y buscaba algún rastro de su presencia. Adon estaba en cuclillas a medio camino entre la tienda y las raíces.
—¿Medianoche? —susurró el clérigo—. Medianoche, ¿dónde estás? ¿Te encuentras bien?
Si bien Medianoche conseguía escuchar las llamadas de Adon, no podía responder. Los jinetes estaban solo treinta metros más allá, y tenía miedo de que pudieran oír su respuesta. Empuñó la daga con fuerza y rogó que la presencia de los hombres a caballo en el bosque fuese una coincidencia, y que no pretendieran hacerles ningún mal. Pero a medida que se acercaban, Medianoche pudo ver dos docenas de ojos que resplandecían como ascuas en la oscuridad, y dudó que su plegaria hubiese sido escuchada. Se apretó todo lo que pudo contra el árbol, con la esperanza de ser confundida con la sombra del tronco. Revisó los bolsillos de su capa, para saber cuáles eran los componentes de hechizos a su disposición. Esta batalla, pensó, no podría ganarse sin la ayuda de la magia.
Mientras Medianoche preparaba un hechizo, los jinetes prosiguieron su avance. A la débil luz de la luna, el primer signo de vida que vieron fue la presencia de Adon en cuclillas entre las raíces del sauce y la tienda. Los dos jinetes en cabeza cargaron; detrás de ellos, los otros seis se desplegaron por el bosque y pusieron sus caballos al trote, en un intento de sacar a Medianoche y Kelemvor de sus escondrijos. Los cinco cormytas permanecieron entre los árboles, ocultos de las miradas de la maga.
Los dos atacantes fueron en línea recta hacia Adon, sin descubrir a la figura oscura que acechaba a unos quince metros más allá de la posición del clérigo, oculto detrás de un frondoso arbusto. De repente, la figura se arrodilló, levantó un arco corto y disparó. La flecha se clavó en la garganta del primer jinete, y lo hizo caer de la montura. El hombre cayó sobre su lado izquierdo, rodó cuatro veces y se puso de pie con la espada en alto. Con la flecha clavada en el cuello, corrió hacia el bosque en búsqueda del arquero.
El segundo jinete, sin advertir lo ocurrido a su compañero, prosiguió su avance hacia el clérigo. Adon buscó refugio debajo de un tronco caído que estaba a unos tres metros a la izquierda de la masa de raíces. El atacante se colgó de la montura, con un hombro a menos de un metro del suelo, y enarboló la espada.
Cuando el soldado pasó delante de su escondite, Kelemvor lanzó su ataque. De un salto se apartó de las raíces del sauce, y de un mandoble cercenó la cabeza del hombre, que rodó entre los cascos de su animal. El guerrero no perdió ni un instante en volver a su refugio, con sus pensamientos puestos en la flecha que había tumbado al primer jinete. Kelemvor sabía que Adon no la había disparado, porque lo había tenido todo el tiempo ante sus ojos; y dudaba que hubiese sido Medianoche, porque nunca la había visto emplear arco y flecha.
Los pensamientos del guerrero fueron interrumpidos por el avance de la siguiente fila de jinetes. Cinco de ellos pasaron por delante del escondite de Kelemvor sin aminorar la marcha, pero el sexto se detuvo a unos tres metros de las raíces del sauce.
El insoportable hedor de la carne podrida dejó a Kelemvor sin respiración. El guerrero se tambaleó y estuvo a punto de bajar la guardia. Pero entonces vio los ojos rojos del jinete y comprendió que no podía dejar que lo distrajera el olor de su atacante.
Con el fin de poder combatir entre las raíces del sauce, el jinete podrido desmontó, sin olvidarse de mantener su montura entre él y Kelemvor. Luego el jinete rodeó a su caballo y lanzó una rápida estocada entre las raíces. Kelemvor esquivó el ataque, y después descargó su espada entre la maraña. La punta se clavó en la carne esponjosa del atacante, pero el jinete no prestó atención a la herida. Fue entonces cuando el guerrero comprendió que se enfrentaba a un cadáver.
Mientras el zombi atacaba a Kelemvor, Adon salió de debajo del árbol caído tras ocultar las alforjas con la Tabla del Destino. Se puso de pie y echó a correr hacia el lugar del combate, con la maza en alto. El primer golpe del clérigo se estrelló contra la nuca del asaltante: el zombi no acusó ningún dolor, pero el mazazo sirvió para hacerlo caer al suelo. Kelemvor corrió presuroso alrededor de las raíces para reunirse con Adon. Luego, en un esfuerzo combinado, se dedicaron a cortar y a destrozar a mazazos el cuerpo del atacante.
Los otros cinco jinetes de la segunda ola, ajenos a la suerte corrida por el zombi solitario, buscaban en el bosque al arquero fugitivo. Hasta el momento, no habían descubierto señal alguna de la mujer que debían atrapar. En la suposición errónea de que había sido ella la autora de los flechazos, estaban dispuestos a capturarla antes de que pudiese desaparecer en la fronda.
En realidad, Medianoche todavía permanecía junto al árbol donde había buscado refugio al principio de la batalla. En sus manos sostenía una pizca de polvo y su cantimplora. Si Adon y Kelemvor no hubieran conseguido acabar con su atacante, ella habría utilizado el componente para producir una tormenta de granizo mágica. Con un poco de suerte, el granizo habría hecho pedazos a los zombis, siempre y cuando, desde luego, el resultado del hechizo hubiese sido el esperado. Por fortuna, Medianoche no se había visto forzada a utilizar la magia.
Al igual que Kelemvor, Medianoche sentía curiosidad acerca de quién podía ser el arquero que había tumbado de la montura al primer zombi. Sospechaba que debía de ser Cyric, pero si era así, no conseguía comprender por qué el ladrón no había revelado su presencia antes del inicio de la batalla. Quizás había oído la discusión entre ella y Adon, y había decidido esperar una ocasión más favorable para presentarse.
Mientras Medianoche pensaba en la identidad del arquero, otros cuatro jinetes pasaron a todo galope por delante de su árbol para cargar contra Adon y Kelemvor. El clérigo había recuperado las alforjas del lugar donde las había ocultado, y ahora junto con el guerrero habían reemprendido la búsqueda de Medianoche.
—¿Medianoche? —vociferó Kelemvor—. Por todo el reino de Myrkul, ¿dónde estás?
Cuando Kelemvor y Adon escucharon el repiqueteo de los cascos, dieron media vuelta dispuestos a rechazar a los nuevos atacantes. El clérigo aseguró en sus hombros las alforjas con la tabla, para después, junto con Kelemvor, deslizarse detrás de las raíces del árbol caído. Pretendían que los jinetes se vieran obligados a realizar su ataque a pie.
Sin embargo, antes de que los soldados alcanzaran a los dos hombres, Medianoche se apartó del árbol que la había ocultado. En sus manos todavía conservaba los componentes para provocar la pedrizca mágica.
—¡Kelemvor, Adon! ¡Poneos a cubierto! —gritó.
La maga volcó un poco de agua sobre el polvo, y luego pronunció el hechizo. Al instante, le apareció un terrible dolor de cabeza, los miembros le pesaron como plomo, y todo su cuerpo se vio sacudido por convulsiones. Un centenar de dardos plateados salieron de las puntas de sus dedos; luego, a seis metros por detrás de los jinetes, se reunieron de pronto en una pequeña nube que se elevó hasta la copa de los árboles. Un segundo después, se desprendió de la misma una lluvia de diminutas bolas de fuego. La nube flotó hacia Kelemvor y Adon, incendiando todo lo que había por debajo. En unos momentos, una cortina de fuego separó a Medianoche de sus amigos. El hechizo no había funcionado.
A medida que la nube avanzaba hacia ellos, Adon y Kelemvor se pusieron de pie, sin prisa. Cuando Medianoche les había avisado de que se pusieran a cubierto, los dos hombres comprendieron que ella se disponía a realizar un hechizo, y sin perder un segundo se habían arrojado al suelo, espantados.
Los cuatro jinetes se detuvieron a unos tres metros de la pareja, y luego desmontaron para atacar entre el enredo de raíces. Mientras los muertos vivientes avanzaban, sus cabalgaduras huyeron en dirección al bosque para evitar la lluvia de fuego.
—Medianoche está al otro lado de las llamas —dijo el guerrero—. Cuando yo te avise, sal de aquí y corre hacia el bosque. Rodearemos el incendio, recogeremos a Medianoche y nos iremos.
El clérigo no tuvo tiempo de contestar a Kelemvor. Los zombis habían alcanzado el otro lado de las raíces. Sin perder un segundo, dos de ellos comenzaron a lanzar estocadas entre la maraña, mientras la pareja restante intentaba rodear el obstáculo para atacar sin estorbos.
Kelemvor se adelantó para enfrentarse a los muertos vivientes que pretendían rodear las raíces. Adon mantuvo su posición para evitar que los otros dos pudieran escalarlas. Cuando el segundo zombi metió su espada entre las raíces, el clérigo descargó su maza contra la hoja y la hizo pedazos. El muerto viviente soltó un siseo furioso, y luego se arrojó contra las raíces, con la furiosa intención de poder sujetar al hombre.
Mientras tanto, Kelemvor ya había trabado combate con los otros dos zombis, con lo que evitó un ataque contra Adon por el flanco. El guerrero no tuvo problemas para detener el mandoble del primer muerto viviente y rebanarle la mano en su contraataque. El segundo intentó hendirle la cabeza, pero Kelemvor se agachó y dio un paso atrás.
A espaldas de los atacantes, la nube comenzó la descarga de más bolas de fuego. El matorral se incendió como la yesca, y las llamas lamieron los cuerpos de los soldados.
—¡Corre! —gritó Kelemvor.
El guerrero descargó un puntapié contra el pecho del zombi armado y lo hizo caer entre las llamas. En el mismo instante, el otro soldado se lanzó contra Kelemvor, moviendo los brazos como aspas de molino. Kelemvor aguantó la carga a pie firme, y de un empellón lo envió a reunirse con su compañero en medio del incendio. Los cuerpos de los dos zombis se incendiaron, pero no cesaron en su empeño y se incorporaron para iniciar otro ataque. El guerrero dio media vuelta y corrió hacia el bosque a su derecha, en la confianza de que los muertos vivientes no conseguirían alcanzarlo antes de acabar consumidos por el fuego.
Adon tuvo menos problemas para escapar, porque solo necesitó apartarse de las raíces y escalar el tronco caído. Echó a correr en la dirección opuesta a la de Kelemvor. Los zombis que lo habían atacado intentaban trepar por las raíces, cuando los sorprendió la lluvia de fuego procedente de la nube y sus cuerpos ardieron como teas.
Al otro lado del incendio, Medianoche se desesperaba por ver qué les había ocurrido a sus compañeros. Sus miembros todavía se sacudían y un latido sordo retumbaba en su cabeza como consecuencia del hechizo fracasado. Por fin, gritó:
—¡Kelemvor! ¡Adon!
La joven no escuchó ninguna respuesta, pero sospechó que sus gritos no podían ser oídos por encima del fragor del incendio que los separaba. No sabía muy bien qué hacer: si intentar rodear el fuego para reunirse con sus amigos, o permanecer donde estaba con la esperanza de que ellos pudiesen llegar hasta ella.
Entonces Medianoche oyó el trueno sordo de unos cascos a sus espaldas. Sin preocuparse de mirar atrás, la maga corrió a buscar el refugio de las sombras del aliso. El jinete pasó al galope acompañado por el tufo de la carne podrida. Medianoche no pudo evitar las arcadas.
El zombi, que una vez había sido Ogden el Centauro, tiró de las riendas y, con una cabriola, dio la vuelta para enfrentarse a la mujer. El caballo resolló, y el olor tan nauseabundo que flotó en el aire solo podía provenir de los pulmones de algo muerto y en descomposición.
Medianoche empuñó la daga con un ademán que esperó pareciera amenazador. Pensó en apelar a otro hechizo, pero había abandonado la idea. No tendría tiempo suficiente para preparar los componentes antes de que el jinete estuviese a su lado. Además, lo más probable sería que el hechizo diese cualquier otro resultado menos el deseado.
Ogden envainó su espada, para después hacer avanzar a su caballo al paso hacia Medianoche. Incluso a la débil luz de la luna, la maga podía ver a su atacante con toda claridad. El Dragón Púrpura de Cormyr decoraba su escudo. El casco reflejaba la luz lunar, y el peto de cuero relucía de aceite y cera. Pero la piel gris colgaba de las mejillas como una tela raída, y un único ojo rojo asomaba de las cuencas hundidas.
El caballo debió de ser en vida un ejemplar magnífico, de músculos poderosos, y bien atendido. Ahora, la criatura resultaba algo demoníaca. Cada vez que respiraba, unos vapores negros y pestilentes salían del morro, y el bocado, al tirar hacia atrás los labios de la bestia, dejaba a la vista una hilera de dientes enormes que parecían colmillos afilados.
Medianoche comenzó a rodear el árbol, con mucha precaución de no dar la espalda a Ogden. El zombi espoleó a su caballo, y, en un instante, estuvo a su lado. La maga mantuvo la daga apuntando hacia el muerto viviente, poco dispuesta a echar a correr. Las posibilidades de salir airosa en el combate eran pocas, pero sabía que no tendría ninguna si pretendía escapar.
Finalmente, el sargento acortó la distancia y se inclinó en la montura para cogerla. Medianoche descargó la daga contra sus costillas, y le causó una herida enorme. El cadáver no le hizo caso. Cinco dedos de hielo sujetaron la muñeca de la joven y casi le arrancaron el brazo del hombro, cuando el jinete la alzó en el aire y la depositó atravesada en la grupa del caballo.
Una mano, fría y dura como el granito, la apretó contra la montura. Medianoche intentó zafarse para poder descargar nuevas puñaladas, pero sus esfuerzos resultaron inútiles, y se vio indefensa. El jinete puso su caballo al paso.
En ese momento, Kelemvor había conseguido rodear el perímetro del incendio y vio a Medianoche atravesada sobre la montura del zombi. De inmediato, echó a correr con todas sus fuerzas para interceptar al jinete.
Antes de que el caballo pudiera dar más de una docena de pasos, Kelemvor le dio alcance. El guerrero apareció entre las sombras y con un salto hirió al sargento en la cintura. El impacto arrancó de la silla al zombi y a Medianoche. El caballo huyó espantado. Medianoche aterrizó sobre el muerto viviente, y Kelemvor encima de ella.
El guerrero se incorporó en el acto, espada en mano. Con la mano libre, levantó a la joven de un tirón. El zombi intentó patearle las piernas, pero Kelemvor se apartó.
—¿Estás bien? —le preguntó Kelemvor a Medianoche, al tiempo que con el brazo la apartaba del lugar del combate.
—Sí. ¿Dónde está Adon y la tabla? —La maga se separó un buen trecho, consciente de que Kelemvor necesitaba espacio para maniobrar, y no la poca ayuda que ella pudiera prestarle con la daga.
Antes de que Kelemvor pudiese responder, el zombi desenvainó su espada y lanzó un golpe contra el estómago del guerrero. Este tuvo que dar un paso atrás, ocasión que aprovechó el muerto viviente para ponerse de pie. Kelemvor replicó con un revés que Ogden paró sin dificultad, para después contraatacar con una serie de golpes durísimos.
Mientras tanto, Adon, todavía cargado con la tabla, acababa con su rodeo por el otro flanco del incendio. Hacia el este, el clérigo vio que la mayoría de los zombis restantes eran destruidos por la nube de fuego. Unos pocos se adentraban en el bosque, pero Adon consideró que no representaban ningún peligro, siempre y cuando él continuara el avance sigilosamente. Entonces escuchó el choque de las espadas, y decidió correr el riesgo de caminar más deprisa.
En el lugar del combate, Medianoche se movía cerca de los dos rivales con la daga preparada. Estaba lista para acuchillar al zombi a la primera oportunidad, pero Ogden no dejaba de moverse con una rapidez y agilidad sorprendentes. Hasta el momento, ella no se había atrevido a colocarse al alcance de la espada del sargento.
Kelemvor descargó un mandoble y el muerto viviente lo esquivó, para responder de inmediato con un golpe a la cabeza. El guerrero se agachó y aprovechó para acortar distancias; descargó un golpe con el pomo de la espada contra la mandíbula del zombi. El golpe no hizo mella, así que Kelemvor puso una rodilla en tierra y rodó hacia un costado. Apenas si tuvo tiempo suficiente para ponerse de pie y detener otro de los mandobles de su enemigo.
Mientras esperaba su ocasión, Medianoche comprendió que a Kelemvor se le agotaban las energías y necesitaría ayuda para destruir al zombi. La muchacha pensó primero en emplear un arma mágica, pero después del fracaso anterior, tenía miedo de emplear la magia. A pesar del riesgo que representaba, lo único a su alcance era apuñalar al sargento por la espalda.
Entonces, cuando caminaba para situarse en una posición favorable, Medianoche vio aparecer a Adon entre la maleza. El muerto viviente no parecía haber percibido su presencia, y la maga decidió asegurarse de que la aparición del clérigo pasase inadvertida. Se colocó en la posición directamente opuesta a Adon, y, en el momento que Kelemvor descargaba un golpe hacia la cabeza de Ogden, ella le hundió la daga en el costado.
La hoja penetró en el torso del sargento hasta la empuñadura. El zombi contuvo el golpe del guerrero, y luego miró a Medianoche con una sonrisa feroz en sus labios. Este segundo de distracción fue la oportunidad para que Kelemvor descargara su primer golpe con éxito, y su espada abrió una profunda herida en la cintura de Ogden. Este se giró, y lanzó una estocada en arco con toda su furia. El guerrero consiguió evitar la muerte por los pelos, pero perdió el equilibrio. El muerto viviente alzó una vez más su espada y pareció que había llegado el final de Kelemvor.
Pero en aquel instante salió Adon de los matorrales y descargó su maza contra las corvas del zombi, que cayó a tierra. Kelemvor aprovechó para adelantarse, y cortarle la mano que sostenía la espada. El clérigo le asestó un mazazo en la nariz, y Kelemvor otro mandoble; al cabo de unos momentos, Ogden el Centauro dejó de ser una amenaza para nadie.
Durante unos segundos, Kelemvor permaneció junto al cadáver pestilente mientras intentaba recuperar la respiración, demasiado agotado para pensar en agradecer al clérigo y a Medianoche la ayuda recibida. Pero Adon, sin preocuparse de cortesías, consideró que no era prudente perder tiempo en esperar que Kelemvor descansara un poco.
—Será mejor irnos cuanto antes —dijo, mientras arrancaba la daga de Medianoche de las costillas del muerto y la utilizaba para señalar hacia el bosque—. Todavía quedan un par de zombis por allí.
—¿Qué pasará con el arquero que nos ayudó? —jadeó Kelemvor—. Puede estar en apuros.
—Si no lo han encontrado hasta ahora, dudo mucho que lo consigan —replicó Adon, y dirigió una mirada de complicidad a Medianoche.
—Estoy segura de que aquel arquero sabe cuidar de sí mismo —añadió la maga. Si el arquero era Cyric, como Adon y ella sospechaban, lo último que necesitaría en aquel momento sería tener a Kelemvor tras su rastro en el bosque.
—Me parece que vosotros dos sabéis algo que yo no sé —comentó el guerrero con expresión preocupada.
—Ya hablaremos de eso más tarde —respondió Medianoche, y comenzó a caminar hacia el norte.