6. La llanura de Tun

Hurón sofrenó su cabalgadura y oteó la llanura. No había otra cosa a la vista que un ondulante mar de hierba verde claro. El día era despejado, así que el halfling podía ver el punto de destino del grupo, los picos del Ocaso, hacia el noroeste. La cordillera se encontraba tan lejos que parecía ser tan solo una nube rojiza en el horizonte.

Mientras el halfling estudiaba las montañas, las hierbas altas entre las patas del animal comenzaron a sisear y a enroscarse como serpientes. El poni relinchó y golpeó el suelo con los cascos, disgustado por la pausa. Desde primera hora de la mañana, la hierba se había enroscado en las patas de los animales cada vez que hacían un alto.

Sin prestar atención al malestar que este último caos causaba a su montura, Hurón examinó con la mirada el terreno a su alrededor a la búsqueda de huellas de otros jinetes. Los movimientos de la hierba dificultaban la visión, pero el halfling no consideró oportuno desmontar. La hierba tenía casi un metro de altura, y él no tenía interés en medir sus fuerzas contra esas culebras vegetales. A pesar de los inconvenientes, Hurón alcanzó a ver una docena de terrones de tierra levantados por los cascos de los caballos al pasar.

Radnor, un explorador cormyta de ojos azules muy oscuros, se acercó para unirse a Hurón. Si bien en un primer momento había vacilado en aceptar la ayuda del halfling en las tareas de exploración avanzada, ahora se alegraba de su compañía. El hombrecillo tenía mucha experiencia como rastreador, y unos sentidos tan agudos como Radnor no había conocido jamás. A la vista de las dificultades de la tarea encomendada, el explorador necesitaba toda la ayuda disponible.

La misión de Radnor era conseguir que la patrulla no fuese descubierta a su paso por la llanura de Tun, que se extendía desde los Picos del Ocaso hasta las montañas del Diente de Dragón. La planicie era una tierra de nadie, entre Fuerte Tenebroso y Cuerno Alto, que ambas fortalezas intentaban controlar. Con este propósito, los cormytas enviaban patrullas muy numerosas a recorrer la zona.

Fuerte Tenebroso ejercía su influencia a través de pequeños señores de la guerra, grupos de bandidos y otros agentes nefarios. Por lo tanto, cada vez que una patrulla cormyta encontraba a alguien en la llanura, los capitanes jamás sabían si se encontraban frente a un agente zhentilés o no. Por lo general, la misión de la patrulla era buscar e interrogar a las personas sospechosas. Pero el capitán Lunt, al mando de esta compañía, había adoptado una estrategia diferente. A la vista de que sus órdenes eran de penetrar directamente hasta el paso de la Serpiente Amarilla, lugar cercano a Fuerte Tenebroso, Lunt había encomendado a Radnor la tarea de eludir a los habitantes de la pradera.

Hasta el momento, Radnor no había fallado en su cometido. La patrulla había salido de Cuerno Alto cinco días atrás, vadeado el cauce del río Tun anteayer, y nadie había advertido su avance.

—¿Qué ves, amigo halfling? —preguntó Radnor. Al igual que el poni de Hurón, la cabalgadura del explorador resopló y coceó la hierba.

—Hay otro grupo que marcha en dirección a Fuerte Tenebroso —respondió Hurón, señalando las marcas en la tierra—. Creo que no son más de veinte, montados en corceles.

Este era el décimo grupo de huellas que habían cruzado en dirección a la fortaleza zhentilesa, pero ninguno de los dos rastreadores lo mencionó. En cambio, Radnor preguntó:

—¿Por qué crees que son corceles?

—Los pasos son demasiados largos para un poni, y la trayectoria es sinuosa —respondió Hurón, ufano. Disfrutaba cada vez que podía hacer gala de sus conocimientos como explorador—. Los caballos son fogosos, así que los jinetes les dan mucha rienda. Los jamelgos de carga caminan, los corceles galopan.

—Sí, ya lo veo —asintió Radnor, inclinándose en la silla para poder mirar mejor las huellas.

El poni del halfling caracoleó nervioso. Se apartó del otro animal, para librarse de las hierbas enredadas en sus patas. Los dos exploradores comprendieron la indirecta, y dejaron que sus ponis reanudaran la marcha mientras ellos conversaban.

—¿Has encontrado algo por el norte? —preguntó Hurón.

—Las huellas de una caravana que pasó por aquí hará dos o tres días atrás.

—¿Ningún rastro de los caballos cojos? —Hurón frunció el entrecejo.

—Únicamente pisadas de bueyes tirando de carros —afirmó Radnor.

El interés del halfling por los caballos cojos había despertado la curiosidad del explorador, pero no se molestó en buscar una explicación. En dos ocasiones anteriores, Hurón le había dado respuestas poco claras.

En realidad, el halfling no podía revelar que los caballos cojos pertenecían a la banda de Cyric. Él lo había averiguado porque, mientras exploraba por su cuenta poco después de dejar Cuerno Alto, había encontrado el campamento abandonado a toda prisa por los asaltantes. Había muchas marcas en las piedras producidas por los cascos, y huellas desparejas que revelaban la cojera de varios caballos. Los hombres de Cyric no habían dejado casi nada en su huida: unos cuantos bocados de comida y el cuerpo exangüe de uno de los soldados. Para Hurón, el cadáver fue la confirmación de que alguien de la partida de Cyric tenía su espada; no sabía de ninguna otra espada que bebiera sangre.

El halfling no había informado de su hallazgo, porque la orden del capitán para evitar contactos lo había enfurecido. Lord Deverell había sugerido a Hurón que cabalgara con la patrulla para poder alcanzar a los culpables de la destrucción de su aldea. Pero en cuanto dejaron Cuerno Alto, el capitán cormyta, solo interesado en llegar al paso de la Serpiente Amarilla, había dado la orden que contradecía la promesa recibida. El hombrecillo se había jurado forzar a Lunt a mantener la palabra de su lord comandante, si bien esto podía significar presentarse con la patrulla en medio del campamento de Cyric.

A los dos días de la partida desde Cuerno Alto, el halfling había encontrado la cuerda rota de una wumera. Esto sí se lo informó a Radnor. La cuerda indicaba que los suyos también iban detrás de Cyric. Por el bien de ellos y el propio, Hurón quería ser el primero en encontrar al ladrón. Él no pretendía acabar con todos los hombres de Cyric, pero sí acabar con el que tenía su espada y evitar que algún otro se apoderase del arma. Por fortuna, el grupo de guerreros halflings no tenía idea de dónde encontrar a los zhentileses y viajaban en línea recta hacia Fuerte Tenebroso.

Durante los dos días posteriores al hallazgo de la cuerda de la wumera, el halfling había encontrado en diversas ocasiones el rastro de una pata coja o atisbado en el horizonte la silueta de un caballo cojo rezagado —siempre por delante de la patrulla—. En un primer momento, esto le había llamado la atención, porque Kelemvor le había dicho que Cyric pretendía secuestrar a Medianoche y conseguir la tabla que llevaba Adon. Si eso era verdad, no conseguía entender por qué los ladrones cabalgaban delante de ellos, como si escapasen de las fuerzas de Cuerno Alto.

Pero finalmente Hurón comprendió la jugada; los rezagados se encargaban de no perder de vista a los cormytas. A partir de ese momento, el halfling se preocupó de explorar el flanco sur, donde siempre aparecían los espías, si bien se guardó la información para sí mismo. Luego de unos momentos de silencio, Radnor dijo:

—Es hora de volver a mi posición. Mantén los ojos bien abiertos. —El explorador espoleó su poni y se dirigió hacia el norte.

—Así lo haré —respondió el halfling—. Y haz tú lo mismo.

Radnor era, junto con Kelemvor y Medianoche, uno de los pocos humanos que le caían bien al halfling. A pesar de ser un excelente explorador que ocupaba una posición importante en el ejército cormyta, Radnor no se sentía amenazado por las habilidades de Hurón como rastreador. Por el contrario, lo había felicitado más de una vez por sus agudas observaciones.

De hecho, cuanto más tiempo pasaba Hurón con los humanos, más le agradaban. A diferencia de los pobladores de Robles Negros, no encontraban su naturaleza seria como algo insultante o una muestra de arrogancia. En realidad, lo respetaban por ello y lo trataban como a un igual, cosa poco frecuente en las relaciones entre humanos y halflings.

Pero Hurón sabía que este creciente afecto podía ser su perdición. A medida que estimaba más a sus compañeros, más culpable se sentía por tener que traicionarlos. El halfling incluso había pensado en informar a Radnor y Kelemvor de la presencia de los espías de Cyric, si bien hasta el momento había dominado la tentación.

Por desgracia, la decisión podía dejar de ser suya. Durante dos días no había encontrado ni un solo rastro de los espías, y el halfling temió que los jinetes de Cyric hubieran perdido el contacto con la patrulla, o que se hubieran visto forzados a detenerse por la cojera de los caballos.

El halfling no sabía qué hacer. Podía abandonar al grupo y buscar a Cyric por su cuenta, pero la llanura de Tun era demasiado grande para una búsqueda sin ayuda. Por mucho que lo impacientara, no tenía más opción que esperar el regreso de los espías. El ladrón no había seguido a Medianoche y la tabla hasta aquí, para después abandonar la presa sin más.

Pero, incluso si los espías zhentileses no regresaban, el halfling sospechaba que aún tenía una posibilidad de sobrevivir sin la espada. Hurón no había pegado ojo desde Robles Negros, y sufría por el arma robada, pero no había tenido otros síntomas de locura. Cabía la remota esperanza de que su estado no fuera a empeorar más. Tal vez tendría la fuerza de voluntad suficiente para soportar la ausencia de la espada, o quizá no.

A unos treinta kilómetros al sur de Hurón y la patrulla cormyta, había una inmensa ciénaga conocida con el nombre de pantano de Tun. Ubicado en el centro de la llanura, el pantano era un lugar desolado y maloliente. La mayoría de los viajeros se tomaban grandes molestias para evitarlo, porque bestias feroces y crueles acechaban entre los cañaverales de las orillas.

Estas bestias no preocuparon a Cyric, consciente de que el pantano no podía albergar nada más siniestro que su propio corazón. Por el contrario, aprovechó la soledad del lugar para instalar su campamento en la margen norte de la ciénaga. Ahora, él y Dalzhel discutían el fracaso de los espías en mantener el contacto con los cormytas.

—¿Dónde están? —rugió Cyric—. Han pasado dos días desde que perdieron de vista a la patrulla.

—Si lo supiéramos, ya habríamos ido detrás de ellos —replicó Dalzhel.

Cyric le volvió la espalda y contempló el río Tun. Sus aguas agitadas por una suave turbulencia mostraban el color cobrizo de la sangre seca. A pesar de su frustración, esta escena tan poco habitual serenó sus nervios. Sin mirar a su fornido subalterno, dijo:

—Mi plan será inútil si no conseguimos encontrar a Medianoche.

—Y quizá también aunque la encontremos —replicó Dalzhel.

El ladrón de nariz aguileña se volvió y lo miró con tanta malicia que el teniente puso la mano sobre la empuñadura de su espada, por si acaso.

—Conozco a Medianoche —manifestó Cyric—. No traicionará a sus amigos, pero tampoco me traicionará a mí.

—Jamás confiaría mi vida a los caprichos de una mujer —rezongó el oficial.

—No te pido que lo hagas —replicó el ladrón, en voz baja—. Lo único que quiero es que la encuentres. Si no te hubiese hecho caso, no nos habríamos detenido para asaltar aquel establo…

—Todos nuestros caballos estarían cojos y hubiésemos perdido igual a los cormytas —lo interrumpió Dalzhel. Advirtió que aún tenía la mano sobre la empuñadura de la espada y la apartó—. Al menos ahora disponemos de caballos frescos.

El ladrón soltó un suspiro. Su lugarteniente tenía razón. Los caballos no eran como los hombres. No se les podía obligar a marchar con las patas lastimadas. Dijo:

—Si la capturan los de Fuerte Tenebroso…

—¡Fuerte Tenebroso no la capturará! —afirmó Dalzhel, confiado—. La mayoría de sus patrullas se mueven mucho más al sur que nosotros. He colocado centinelas cerca de los tres grupos que podrían interceptar a los cormytas.

—¿Cómo sabes que alguno de tus centinelas no nos traicionará? —preguntó Cyric, alarmado.

—Es un riesgo que debemos correr —Dalzhel encogió los hombros—. No hay otra manera de ser los primeros en avistarlos cuando Medianoche y su grupo se separen de los cormytas y marchen hacia el sur.

Al escuchar la respuesta de su lugarteniente, una idea apareció en la mente de Cyric. Puso una mano sobre los hombros del Dalzhel y preguntó:

—¿Los grupos de Fuerte Tenebroso están ahora en las ciudades del sur?

—Al menos los diez de los que tenemos noticias, mi señor.

—Entonces podemos suponer que Bane se llevó a la mayoría de las patrullas del paso de la Serpiente Amarilla para atacar el valle de las Sombras y Tantras, ¿no es así? —preguntó el ladrón, con la mirada perdida en el vacío.

—Así es —contestó Dalzhel, intrigado. No alcanzaba a ver adónde quería llegar su comandante—. Parece lógico.

Cyric sonrió. En un primer momento, había dado por hecho que Medianoche y sus acompañantes se mantendrían bajo la protección de los cormytas para seguir hacia el sur por la carretera del Diente de Dragón hasta Proskur. Había sido una suposición lógica, porque Fuerte Tenebroso mantenía bien controlada la parte occidental de la llanura de Tun. Una vez en Proskur, la maga y sus amigos no tendrían problemas para unirse a una caravana con destino a Aguas Profundas.

Pero la patrulla cormyta había cabalgado hacia el oeste, y el ladrón se vio forzado a cambiar su estrategia. Cyric sospechó que los soldados escoltarían a Medianoche en su travesía por las partes más desoladas del norte de la llanura de Tun. Una vez realizada esta parte del trayecto, la patrulla emprendería el camino de regreso a su base, y Medianoche bajaría hacia el sur. Dio por hecho que la muchacha y sus compañeros cruzarían las Colinas Lejanas, al sur de Fuerte Tenebroso, con la intención de alcanzar la ciudad amurallada de Hluthvar. Ahora Cyric sospechaba que sus planteamientos estaban equivocados. Preguntó:

—¿Y si Medianoche no tiene intención de ir a Hluthvar?

—¿A qué otro sitio podría ir? —interrogó Dalzhel, rascándose la barbilla.

—El paso de la Serpiente Amarilla está al oeste de Cuerno Alto —contestó Cyric, con la mirada puesta en el noroeste.

—Ni un pájaro puede pasar por allí sin el permiso de Fuerte Tenebroso —protestó Dalzhel—. ¡Vuestros amigos jamás lo intentarían!

—Lo intentarán —replicó el ladrón—. No somos los únicos capaces de imaginar que el paso está vacío.

—Haré que los hombres levanten el campamento —exclamó Dalzhel, asombrado—. ¡Estaremos en marcha dentro de una hora!

Siete mañanas después de haber salido de Cuerno Alto, los soldados cormytas se despertaron al pie del paso de la Serpiente Amarilla. Bautizado con ese nombre en recuerdo de un temible dragón amarillo que lo había ocupado varios siglos atrás, la brecha entre las montañas, muy arbolada, parecía un sitio plácido y seguro.

A la clara luz matinal, el paso de la Serpiente Amarilla resultaba tan imponente como a la hora del crepúsculo. Era un profundo y ancho cañón que se abría camino desde el corazón de los Picos del Ocaso hasta la llanura de Tun. Árboles de coníferas y álamos blancos cubrían el suelo del valle, excepto en aquellos lugares donde los tremendos farallones rojos se adentraban en la alfombra verde. Los acantilados se alineaban uno después de otro en continuo ascenso, como la escalera de un titán hacia las cumbres de la cordillera.

Las laderas casi verticales de los picos escabrosos y pelados que flanqueaban el paso como hileras de dientes afilados, formaban las paredes del cañón tan lisas como tejas de pizarra. Los picos estaban teñidos de un rojo profundo, que otorgaba a todo el valle la sensación de un crepúsculo siniestro. De vez en cuando, aparecía un chorro de agua plateada entre las grietas, que se convertía en niebla a lo largo de su caída. El camino serpenteaba por el fondo del valle, y ascendía lentamente hacia las cumbres.

Medianoche contempló el panorama con una mezcla de respeto y miedo. Frente a la magnificencia del paso de la Serpiente Amarilla, se sentía a la vez tranquila e insignificante, como si pudiera perderse para siempre en sus profundidades. La hechicera sabía que la belleza del cañón era engañosa. Como cualquier otro camino de montaña, estaba plagado de peligros que iban desde las fiebres misteriosas hasta las avalanchas.

Si los peligros solo hubiesen sido de orden natural, no habría tenido miedo. Pero los zhentileses controlaban el paso de la Serpiente Amarilla, y no tenía ninguna duda de que ellos deseaban capturarla a ella y a la tabla tanto como cualquier otro. Por fortuna, tal como la maga y sus compañeros habían supuesto, todo parecía indicar que los zhentileses habían abandonado el paso. El capitán Lunt y Adon se acercaron. El oficial dijo:

—Ha llegado el momento en que mis hombres y yo nos marchemos.

Medianoche se volvió para mirar al capitán. Se trataba de un hombre de unos cuarenta años, y en su cabellera negra rizada se veían algunas canas.

—Muchas gracias por vuestra escolta, capitán —respondió la hechicera—. Nos ha ahorrado muchísimo tiempo.

Lunt miró las montañas.

—Incluso si los zhentileses se han marchado —dijo—, hay muchos otros peligros en el paso. —Hizo una pausa, luego apretó las mandíbulas por un instante como si por fin hubiese resuelto un dilema, y añadió—: ¡Al demonio con las órdenes! Iremos con usted.

—¿Qué sabe usted del propósito de nuestro viaje? —le preguntó Medianoche, con una sonrisa.

—No mucho. Lord Deverell dijo que la seguridad de Faerun depende de vuestro éxito. —El oficial cormyta hizo otra pausa, y después comentó—: Pero lo que es verdad es mi voluntad de acompañarla.

—Nos alegraríamos mucho de vuestra compañía, capitán —intervino Adon—, pero lord Deverell tenía sus motivos cuando dio las órdenes. Un grupo pequeño se mueve con mayor facilidad en la montaña.

—Sí, sí, tiene usted razón —replicó Lunt, apenado. Se volvió hacia Medianoche—. Entonces, hasta que volvamos a encontrarnos.

—Hasta que volvamos a encontrarnos —saludó Medianoche.

El capitán Lunt volvió junto a sus hombres. Los cormytas se marcharon sin más ceremonias, salvo que Hurón y Radnor intercambiaron sus dagas como muestra de amistad. El halfling echó las alforjas sobre el lomo de su poni, y montó.

—¿Nos ponemos en marcha? —preguntó—. Este sendero promete ser bastante largo.

—Ve tú en cabeza —ordenó Adon, mientras sujetaba sus alforjas a la silla de su cabalgadura—. Yo iré detrás de ti, luego Medianoche y por último Kelemvor. —El guerrero gruñó. Los demás lo miraron para ver si decía algo, pero él permaneció en silencio. Por fin, el clérigo le preguntó—: ¿Cuál es el problema, Kel?

—No tiene importancia —respondió Kelemvor, sin mirarlo y atareado en recoger sus cosas—. Solo pensaba en el polvo que me tocará tragar.

—Lo lamento —se disculpó Adon, extrañado. No era muy propio de Kelemvor quejarse de algo tan poco importante como el orden de la marcha—. Pero necesitamos a alguien en la reta…

—Adon, ¿por qué no cambiamos de lugares tú y yo? —lo interrumpió la maga—. Sospecho que la queja de Kelemvor no es tanto por el polvo sino por la compañía.

—¡Eso es ridículo! —exclamó el clérigo, irritado—. Vosotros dos no habéis dejado de pelear desde que salimos de Estrella del Anochecer.

Medianoche no le hizo caso y montó su poni.

—En marcha, Hurón —gritó la maga.

El halfling aceptó la orden y avanzó por el sendero, pero Adon estaba dispuesto a que aceptasen sus indicaciones. Se apresuró en montar su poni, y en unos momentos estuvo a la par de la muchacha. Dijo:

—Puedo comprender el comportamiento de Kelemvor. ¿Pero tú, Medianoche?

—¡Es por Cyric! —gritó Kelemvor, desde el final de la columna—. La ha confundido tanto…

—¿A mí? —replicó la maga, furiosa, al tiempo que se giraba en la montura—. ¡Tú eres el que está confundido, pero eso no tiene nada de nuevo! —La contestación le sonó hueca y ofensiva, como suele ocurrir en las discusiones.

—Medianoche —intervino Adon—, Kel tiene razón respecto a Cyric. ¿Por qué no lo aceptas? —Sin esperar una respuesta, se volvió hacia el guerrero—. Pero tú tienes tanta culpa como…

—¿A ti quién te lo ha preguntado? —rugió Kelemvor, y con un movimiento de la mano rechazó la intervención del clérigo.

—Creo que me adelantaré a explorar —los interrumpió Hurón. Al ver que nadie le prestaba atención, encogió los hombros y puso su poni al trote.

—Los dos os comportáis como críos —afirmó Adon, tras un momento de silencio. Su enfado iba en aumento—. No dejéis que vuestras rencillas interfieran con nuestra misión.

—Adon, cállate —exclamó Medianoche. Clavó las espuelas a su cabalgadura.

—Te guste o no, todos estamos metidos en esto —replicó Adon, sin hacer caso de la orden.

—Adon —dijo Kelemvor—, tus sermones no resolverán este problema.

La afirmación del guerrero acalló al clérigo durante un rato, pero el resto del día transcurrió entre amargas discusiones y largos períodos de silencio, tan ásperos y duros como los picos a su alrededor. Los ponis de montaña que les había dado lord Deverell trepaban sin prisa por el sendero bordeado de coníferas, y levantaban nubes de polvo cada vez que pisaban. Parecía que no pasaba el tiempo. Cada minuto entre el polvo se les hacía una hora, y cada hora un día tan agotador como interminable. En un par de ocasiones, Hurón los guio hacia el bosque para evitar las caravanas zhentilesas. Por lo demás, a pesar de su enorme fatiga, los compañeros no se detuvieron. Tan grande era el enfado entre ellos que incluso hicieron su comida del mediodía sin apearse de los ponis.

En el fondo de su corazón, Kelemvor sabía que Adon —como ya era cosa frecuente en los últimos tiempos— no se equivocaba. El guerrero y la maga no podían permitir que sus rencillas se interpusieran en la tarea a realizar. Demasiadas cosas dependían del éxito de la misión.

También Medianoche pensaba lo mismo. Sin embargo, no estaba dispuesta a ser la primera en pedir disculpas. Kelemvor había sido quien, con toda intención, había insistido en discutir mientras permanecían en Cuerno Alto. Además, la hechicera consideraba tener razón con respecto a Cyric. No había ninguna duda acerca de su carácter egoísta y mercenario, pero Kelemvor también lo había sido, y ahora estaba redimido. Resultaba injusto negarle a Cyric la oportunidad de arrepentirse, y Medianoche no abandonaría a su compañero tan fácilmente.

Por fin, llegó el crepúsculo. Hurón guio al grupo fuera del camino y se detuvo en una zona boscosa cerca de un acantilado. El barranco se abría hacia la parte del valle que ya habían recorrido, con lo cual los héroes pudieron ver el sendero hasta que cayó la noche.

Cuando Medianoche se acercó al borde del acantilado, sufrió una gran desilusión. Todavía podía ver el bosquecillo donde habían acampado la noche anterior.

En cuanto acabó de descargar y menear a los ponis, Adon cogió las alforjas con la tabla y desapareció en el bosque. El clérigo estaba harto de las estúpidas rencillas entre Medianoche y Kelemvor, y solo deseaba pasar la noche en paz. Hurón también se metió en el bosque, pero con la intención de buscar algo para la cena.

Ya era noche cerrada cuando Medianoche extendió su saco de dormir. Al verse sola con Kelemvor y sin nada que hacer, decidió poner su mejor voluntad para que el día siguiente resultara más agradable. Después de rebuscar entre las capas, armas de recambio y enseres diversos que les había suministrado el furriel de Cuerno Alto, por fin encontró un saco de galletas de maíz. La hechicera cogió un puñado y le ofreció una a Kelemvor. El guerrero aceptó la galleta con un gruñido.

—Adon está en lo cierto —dijo Medianoche—. No podemos permitir que nuestras emociones se entrometan con la misión.

—No tengas miedo —afirmó Kelemvor—. No volveré a cometer la misma equivocación.

—Por qué… —comenzó a decir Medianoche, mientras arrojaba la galleta, pero el guerrero la interrumpió:

—Cyric.

—Cyric no nos hará daño —exclamó la hechicera, indignada—. Quizá todavía podamos ganarlo para nuestra causa, siempre que tu desconfianza no te obnubile el juicio.

—Cyric se merece mi desconfianza —contestó Kelemvor, sin alzar la voz—. Y es tu juicio el ofuscado.

Al comprender que proseguir la discusión solo serviría para ahondar las discrepancias, el guerrero le dio la espalda y fue a acostarse. Enfadada por la forma brusca en que Kelemvor había dado por acabada la conversación, Medianoche caminó hasta el acantilado y se sentó a pensar.

Veinte minutos más tarde, la joven se sobresaltó al ver aparecer a su lado a Hurón. No lo había oído acercarse.

—Por lo que veo, todo el mundo se ha acostado pronto —dijo el halfling. Abrió el saco que llevaba en la mano y le ofreció un puñado de frambuesas a Medianoche—. Creo que he recogido demasiadas.

Hurón oyó el sonido lejano de una rama al quebrarse en las profundidades del bosque. Al ver que Medianoche no hacía ningún comentario al respecto, decidió que más tarde investigaría la causa del ruido.

—Esta noche me encargaré yo de la guardia —ofreció el halfling—. De todas maneras, no podré dormir.

Medianoche asintió mientras cogía un puñado de frambuesas. Hacía ya tiempo que sabía del insomnio del halfling. Sospechaba que estaba relacionado con la espada mágica que le habían robado en Robles Negros, pero cada vez que lo había interrogado acerca de la espada, él siempre había cambiado de tema, así que la joven había renunciado a nuevos intentos. En cambio, preguntó:

—¿Has visto a Adon?

—Sí —asintió Hurón—. No comprendo por qué tú y Kelemvor aceptáis sus órdenes.

—En estos momentos, es mucho más sensato que Kelemvor o yo misma.

—Es un tonto. —Otro débil estampido sonó en el bosque, y esta vez Medianoche también lo oyó. El halfling se puso de pie y susurró—: Iré a ver de qué se trata. Tal vez no sea nada. Volveré en unos minutos.

Medianoche permaneció sentada mientras Hurón desaparecía en el bosque por el lado norte del campamento, con la mirada puesta en el lugar donde el hombrecillo había entrado en la espesura. Un minuto más tarde, la hechicera oyó una voz familiar a sus espaldas.

—Tus compañeros parecen haber disminuido de tamaño, Medianoche.

La hechicera se volvió con la velocidad del rayo para enfrentarse a su interlocutor. Iba cubierto de pies a cabeza con una capa negra, pero su nariz aguileña todavía era visible.

—¡Cyric! —siseó Medianoche.

El ladrón sonrió. Su banda de zhentileses se escurría a pie por el bosque, para rodear el campamento. Mientras esperaba que su lugarteniente acabara de situar a los hombres, Cyric había vigilado a Medianoche y al halfling. Con la esperanza de poder convencer a la hechicera de que lo acompañara por propia voluntad, había querido aprovechar la última oportunidad de hablar con ella a solas.

—Sí —replicó el ladrón—. ¿Acaso creías que desaparecería sin más?

—¿Qué haces aquí? —preguntó Medianoche, poniéndose de pie.

—He venido para ver si consigo hacerte entrar en razón —dijo Cyric. La sonrisa se borró de su rostro y se cruzó de brazos.

Varias ramas se quebraron entre los árboles al norte del campamento. Medianoche frunció el entrecejo y miró hacia el bosque.

—Si Kelemvor te descubre, te cortará…

—Que lo intente —respondió Cyric—. Ya es hora de resolver este asunto de una vez por todas.

—¡Cyric! —rugió Kelemvor, como un eco de las palabras del ladrón—. ¡Cyric! Esta vez no escaparás. —El guerrero surgió de las sombras, con la espada lista para atacar, pero Medianoche se colocó delante de Cyric.

—¡Contén tu espada, Kel! —gritó la hechicera—. Ha venido para hablar.

Kelemvor dejó de correr e intentó rodear a la muchacha. Por su parte, el ladrón permaneció inmóvil, con una mano sobre el pomo de su espada. Desde algún lugar fuera del campamento, se oyó un grito de sorpresa. Un momento más tarde, Adon vociferó:

—¡Despertad! ¡Estamos rodeados! —El clérigo apareció entre los árboles, maza en mano y las alforjas con la tabla colgadas del hombro.

Cyric desenvainó su espada.

Sin prestar atención al inútil aviso de Adon, la hechicera dijo:

—¡Kelemvor, Cyric, dejad las armas! —Miró a los dos adversarios.

Los dos hombres no hicieron el menor caso a su pedido. Adon se colocó junto al guerrero, y blandió su maza.

—Has cometido una estupidez al venir aquí —dijo el clérigo, mientras miraba furioso a Cyric—. Pero no vivirás lo suficiente para volver a cometer el mismo error.

—¡No! —protestó Medianoche—. ¡Ha venido a hablar!

—Si es eso lo que ha dicho, miente —gruñó Adon—. Ahora mismo sus hombres avanzan por el bosque para cercarnos.

—Si es esto lo que queréis, amigos míos, os daré el gusto. —Cyric levantó su corta espada de hoja rosa, y llamó con voz dura—: ¡Dalzhel!

El ruido de las ramas al quebrarse resonó en el borde del bosque. Kelemvor y Adon miraron por encima del hombre. A unos cien metros del campamento, una docena de sombras salieron de entre los árboles.

El guerrero miró las sombras y después a Cyric. Dijo:

—Morirás con nosotros, ya lo sabes.

—Nadie morirá esta noche —afirmó Medianoche, avanzando hacia Kelemvor, pero él la apartó con rudeza.

—Hay uno que sí —exclamó el guerrero.

—¡Detente! —chilló Medianoche, pero nadie le hizo caso.

Kelemvor levantó su espada y cargó. Con la maza en alto, Adon siguió a su compañero. Cyric hizo frente primero al ataque del guerrero. Se agachó para eludir el mandoble del joven y, de un salto, se colocó detrás de él. Pero el clérigo llegó en aquel mismo momento, y descargó su maza con un golpe tan feroz que podría haber aplastado el cráneo de un gigante.

La espada corta de Cyric centelleó y detuvo la maza de Adon en la mitad de su trayectoria. El cuerpo del clérigo se sacudió por el impacto; luego Adon dio un paso atrás, con un gesto de incredulidad en el rostro. Cyric aprovechó el momento para hacerle una zancadilla. El movimiento pilló a Adon por sorpresa y lo derribó.

Sin perder un segundo, Cyric intentó rematar al clérigo, pero Kelemvor desvió primero el arma roja, y luego lanzó una estocada contra la cabeza del ladrón. Cyric eludió el golpe, y el guerrero se adelantó otra vez en busca de su garganta.

Medianoche no dejaba de gritar. La lucha había comenzado tan de improviso que no había podido hacer nada por evitarla. Ahora no sabía qué hacer para detenerla. Por el norte, vio que una de las sombras señalaba con su espada hacia la pelea. Los demás comenzaron a correr hacia el campamento. Hurón todavía no había regresado, y la hechicera rogó para que los atacantes no lo hubieran matado.

La joven era consciente de que debía detener a estos hombres. Decidió correr el riesgo de crear una pared de fuego mágica para impedir su avance. A la vista de la actual inestabilidad de la magia y los cambios en su relación con ella, no podía saber si el encantamiento daría el resultado deseado. Pero si los hombres de Cyric se sumaban a la lucha, estaban perdidos. Medianoche rebuscó en un bolsillo de su capa y sacó unos granos de fósforo, que era el componente material del hechizo.

Los gestos y las palabras correctas para crear la pared de fuego aparecieron en la mente de Medianoche. Para su sorpresa, no había ninguna indicación de lo que debía hacer con el fósforo.

Mientras Medianoche se preparaba para lanzar su hechizo, Cyric detuvo el mandoble de Kelemvor. Las espadas chocaron con gran estrépito, y el ladrón, aprovechando el estupor del guerrero al ver parado su golpe, bajó la espada y lanzó una estocada contra el pecho indefenso del héroe.

Kelemvor se salvó por los pelos porque en el último momento atinó a darle un puntapié en el estómago al ladrón que lo hizo volar hacia el acantilado. Cyric aterrizó de espaldas casi dos metros más allá.

Los asaltantes zhentileses estaban a unos setenta metros del campamento cuando Medianoche esparció el fósforo en semicírculo alrededor de su cuerpo, y pronunció la fórmula para que la magia creara la pared de fuego.

Los gránulos blancos cayeron al suelo sin ningún efecto aparente.

Un momento después, se escuchó un fuerte estampido delante de los soldados de Cyric. Unas resplandecientes columnas de humo amarillo se elevaron entre ellos y Medianoche. Las columnas comenzaron a ondularse con la brisa, como si fuesen espigas de trigo. Dalzhel y los demás demoraron su avance, sin saber muy bien qué hacer ante la magia de la mujer.

Sin preocuparse del hechizo fracasado, Kelemvor, Adon y Cyric continuaron su pelea. El ladrón se levantó de un salto, y lo mismo hizo Adon.

El clérigo y Kelemvor avanzaron con cautela, y Cyric retrocedió mientras intentaba ganar tiempo para planear una estrategia diferente. El borde del acantilado estaba a unos tres metros detrás de él.

Entonces, Kelemvor descubrió una sombra que avanzaba a espaldas del ladrón de nariz aguileña. Su altura correspondía a la cintura de un hombre, y solo podía tratarse de un halfling.

—Tu esgrima ha mejorado mucho —comentó Kelemvor, en un intento por mantener ocupada la atención de su rival—. ¿O es cosa de esa espada que llevas ahora?

—No tardarás en averiguarlo —respondió Cyric.

El guerrero hizo una seña a Adon, y cargaron al unísono contra el ladrón desde direcciones opuestas. Cyric retrocedió y, en aquel momento, oyó una pisada suave a sus espaldas.

Hurón saltó en el preciso instante en que su enemigo se giraba. En la llanura, el halfling había tenido la esperanza de no sufrir por la espada perdida. Pero un vistazo al arma mágica había reavivado su desesperación por recuperarla.

Cyric dio un paso al costado, sujetó el brazo de Hurón con su mano libre y lo arrojó contra el clérigo. Un instante después, el ladrón tuvo que defenderse de Kelemvor, y, a duras penas, pudo parar el golpe.

Pero el guerrero no estaba acabado. Propinó un puntapié en las costillas del rival que lo hizo retroceder casi un metro, hasta el borde del acantilado.

Mientras Cyric intentaba recuperar la respiración, Kelemvor lo hizo caer a tierra con otro puntapié en las espinillas. El ladrón cayó con el cuerpo sobre el brazo de la espada, y quedó medio colgado del borde. Un grito de dolor y rabia escapó de sus labios.

Al escuchar el grito de su comandante, Dalzhel resolvió no demorarse más ante el humo. Se adentró a toda carrera entre las serpenteantes columnas amarillas, y, al ver que no le hacían ningún daño, el teniente gritó a sus hombres que lo siguieran.

Al mismo tiempo que avanzaban los zhentileses, Kelemvor dio un paso al frente dispuesto a rematar a Cyric. Con voz autoritaria, la joven gritó:

—¡Detente, Kelemvor!

—¡No! —respondió el guerrero, sin apartar la mirada de Cyric. Puso la punta de su espada contra la garganta del ladrón.

Adon y el halfling se levantaron, momento en el que advirtieron el avance de los zhentileses. El clérigo se apresuró a recoger las alforjas con la tabla, mientras Hurón desaparecía en las sombras.

—Si lo matas —exclamó Medianoche—, también moriremos nosotros.

—No moriremos solos —afirmó Kelemvor, sin dejar de vigilar al ladrón.

—No hay ninguna razón para morir —vociferó Adon—. El clérigo se volvió en dirección a los atacantes que se encontraban a unos treinta metros. Señaló a Cyric con la espada de Kelemvor en la garganta y les gritó: —¡Deteneos, o Cyric es hombre muerto!

La primera intención de Dalzhel fue la de cargar contra el hombre de la cicatriz en el rostro, pero al ver la situación en que se encontraba su comandante, se detuvo y señaló a sus hombres para que hicieran lo mismo. Después, le preguntó a Cyric:

—¿Qué hacemos, mi señor?

Por primera vez, Cyric se arriesgó a hacer un movimiento. Con mucha cautela, levantó un poco el cuerpo para liberar el brazo aprisionado. Luego respondió:

—¡No os mováis!

—¿Y ahora qué vamos a hacer? —le preguntó Kelemvor al clérigo, con una expresión de sorpresa en su rostro—. Zhentil Keep ha enviado a Cyric en búsqueda de la tabla, y no renunciará a su misión.

—Estás en un error —intervino Cyric, soltando una amarga carcajada—. Ya no son mis amos. Quiero la tabla por razones personales.

—Para satisfacer tus ansias de poder —replicó Kelemvor.

—Tengo veinte hombres —añadió el ladrón, sin hacerle caso—. Unamos nuestras fuerzas. A todos nos interesa devolver las tablas a los Planos.

—Y nos degollarías mientras dormimos —se burló Adon.

—¿Tienes acaso la capacidad de leer en el corazón de los hombres, Adon? —preguntó Medianoche—. ¿Eres un paladín que puede saber con toda certeza cuándo un hombre no dice la verdad? —El clérigo permaneció en silencio. La hechicera, satisfecha al ver que sus amigos tendrían que escuchar a Cyric, añadió—: Entonces, ¿cómo sabes cuáles son sus intenciones?

Después de una pausa muy larga, Kelemvor se encargó de responder a los interrogantes de Medianoche con otra pregunta:

—¿Y cómo sabes tú lo que pretende?

—No lo sé —admitió Medianoche—. Pero en un tiempo fue nuestro amigo. Merece nuestra confianza hasta que abuse de ella.

—Eso ya lo ha hecho —afirmó el guerrero.

Con un brillo demoníaco en los ojos, Hurón se unió al grupo con una soga muy larga. Luego preparó un lazo y lo pasó por encima de uno de los peñascos.

Dalzhel vigilaba con mucha atención los preparativos del halfling, listo para atacar.

—¿Qué haces? —preguntó Medianoche.

—Mandaremos que sus hombres bajen hasta el fondo del acantilado, y yo me encargaré de mantenerlo como rehén mientras vosotros tres os marcháis —respondió el halfling—. Ya estaréis muy lejos antes de que consigan reunirse con él.

—¿Y qué harás tú? —quiso saber Adon.

—Ya pensaré en algo —dijo el hombrecillo.

En realidad, Hurón tenía un plan. En cuanto se hubiesen marchado todos, mataría a Cyric para recuperar su espada. El plan tenía muchos riesgos, pero era la única manera de poner a salvo a sus amigos y volver a tener el arma mágica.

Cyric frunció el entrecejo ante la capacidad de recursos del halfling.

—Sé cuando me han vencido —mintió el ladrón, con la mirada puesta en Medianoche en un intento por ganar tiempo—. Si me dejáis ir, me llevaré a mis hombres y jamás os volveré a molestar.

—¡Miente! —gritó Hurón, comprobando el nudo de la cuerda.

—No lo dudo —dijo Adon—, pero al menos esta noche viviremos.

—Yo soy partidario de matarlo —afirmó Kelemvor, y apretó un poco más la punta de la espada contra la garganta del ladrón—. ¿Podrás detener a sus hombres con un hechizo, Medianoche?

—¡No! —respondió la joven—. Ni siquiera lo intentaría.

Kelemvor suspiró frustrado. Sin apartar la espada del cuello de su enemigo, dijo:

—Entonces, Cyric, vivirás…, por ahora. Levántate.

Cyric se puso de pie con mucho cuidado, consciente de que el guerrero lo mataría al primer movimiento sospechoso.

—¿Qué disponéis, mi señor? —preguntó Dalzhel.

—¡Dile que baje por el sendero hasta el fondo del acantilado! —le indicó Kelemvor al ladrón, sin desviar la mirada de su rostro. Cyric vaciló antes de responder.

—¿Cómo sabré que me dejarás en libertad?

—Mi palabra vale más que la tuya —le espetó Kelemvor—. Tú lo sabes. En cuanto tus hombres se hayan marchado, podrás bajar por la cuerda. Ahora diles que se vayan.

El ladrón permaneció en silencio durante un buen rato. No tenía ninguna duda de que el guerrero mantendría su palabra. Pero, después de haber estado tan cerca de capturar a Medianoche y la tabla, Cyric no podía soportar la idea de dejar que se escaparan.

Kelemvor empujó suavemente la espada y una gota de sangre apareció en la garganta de su enemigo.

—No sé cuánto más podré resistir la tentación —le advirtió el guerrero—. ¡Da la orden para que se marchen!

Cyric no tenía ninguna otra opción y lo sabía. Kelemvor podía matarlo en un instante.

—Haz lo que dice, Dalzhel —ordenó el ladrón.

El teniente asintió y envainó su espada. Pero antes de marcharse, se dirigió a Kelemvor:

—Si no lo liberas ileso, volveremos. —Dalzhel dio media vuelta y se puso en marcha a la cabeza de sus hombres.

Unos minutos más tarde, Adon caminó hasta el linde del campamento y espió en la oscuridad del bosque.

—Creo que se han ido —afirmó.

—Bien —exclamó Hurón—. Ya podemos matarlo.

—No traicionaré mi palabra —manifestó Kelemvor. Luego sin apartar la espada de la garganta del ladrón ni por un momento, guio a su prisionero hasta la cuerda—. Si alguna vez te vuelvo a ver…

—No tendrás la oportunidad —gritó Cyric.

Sin envainar su espada corta, el ladrón se pasó la cuerda alrededor del muslo y por encima del hombro. Después inició su descenso con cuidado por la pared del acantilado, utilizando su mano libre para hacer correr la soga por su improvisado arnés de escalada. En la otra mano mantuvo la espada.

—No hagas que me arrepienta de haberte salvado —dijo Medianoche.

El ladrón respondió con un gruñido y continuó el descenso. Mientras miraba cómo se iba Cyric, un gemido angustioso surgió de los labios de Hurón. Le embargó la más terrible desesperación al ver que no podría recuperar la espada. El halfling sacó su daga, sujetó la cuerda, enroscó sus piernas en ella, y luego desapareció por la pared del acantilado detrás de Cyric.

La acción del halfling los pilló a todos de sorpresa, y pasó un momento antes de que reaccionaran. Cuando se asomaron al borde del barranco, Hurón ya no era más que una sombra oscura que se deslizaba por la soga.

Cuando Cyric sintió el tirón de la cuerda, su primer pensamiento fue que Kelemvor la había cortado, pero al ver que no caía, supo que pasaba alguna otra cosa. El ladrón miró hacia lo alto y vio al hombrecillo que bajaba.

—¡Quiero mi espada! —chilló Hurón.

—Pues ven a buscarla —replicó Cyric. Se detuvo, preparado para defenderse.

Un momento más tarde, el halfling lo alcanzó e intentó acuchillarlo. Cyric paró el ataque sin problemas y la daga de su agresor desapareció en el aire de la noche. La carencia de armas no arredró a Hurón. Se deslizó por la soga para ir a caer sobre los hombros de Cyric, y luego intentó sujetar el brazo que sostenía la espada. El ladrón liberó su brazo, y apoyó el filo de la espada contra el cuello de su oponente.

—¡Estás loco! —gritó, furioso.

Hurón reprimió un impulso insensato por coger el arma. En aquel momento, el halfling comprendió que estaba a merced de Cyric.

—¡Devuélveme mi espada! —rogó, con voz plañidera. En el instante que el ladrón descubrió el motivo para el enloquecido ataque de Hurón, una sonrisa cruel apareció en sus labios.

—Mientras la tenga en mi poder, no dejarás de perseguirme, ¿verdad? —preguntó Cyric.

El halfling comenzó a responder con una mentira, pero enseguida entendió que no tenía mucho sentido. Incluso si Cyric era tan tonto como para creerle, Hurón no dejaría de ir a la caza del ladrón. Mientras hacía un último intento por recuperarla, gimió:

—No tendrías que habértela llevado.

—Oh, sí, que debía —afirmó Cyric, y de un tajo degolló a Hurón.

En lo alto del acantilado, los tres compañeros no oyeron el grito ahogado del halfling. Solo vieron un cuerpo pequeño que caía en silencio hacia el fondo del barranco, en medio de la oscuridad.

Durante unos momentos, Medianoche, Adon y Kelemvor se quedaron helados, sin poder creer que el halfling había desaparecido. Luego, mientras Cyric reanudaba el descenso, la hechicera intentó llamar a Hurón. Pero de sus labios solo brotó un gemido.

En cambio, Kelemvor rugió:

—¡Cyric!

El ladrón miró hacia lo alto y vio que el guerrero levantaba su espada para cortar la soga. Por fortuna, estaba preparado para una acción de este tipo. Cuando Kelemvor descargó el mandoble, Cyric ya estaba sujeto a la pared del acantilado.

Adon vio cómo caía la cuerda, pero la silueta de Cyric desapareció entre los recovecos del barranco. Con una voz apenas audible, murmuró:

—Cyric todavía está vivo…, y no creo que vaya a cumplir con su palabra.