15. La Ciudad de los Prodigios

Después de librarse del hielo y pasar una larga noche junto a un pequeño fuego, Kelemvor abandonó el Páramo Elevado. A pesar del dolor que le producía la congelación de sus pies, caminó hasta la carretera. Una vez allí, encendió una gran hoguera y luego se sentó a esperar que alguien viniese en su ayuda.

Mientras se le descongelaban los pies, Kelemvor había pensado en lo que debía hacer. Medianoche había caído en el río subterráneo y no sabía nada más acerca de su destino. Pero si él había conseguido sobrevivir, creía que ella tenía más oportunidades porque contaba con la ayuda de la magia. Por lo tanto, el guerrero decidió suponer que seguía con vida.

Sin embargo, Kelemvor no tenía medios para saber qué podía haber hecho la hechicera. Quizás había intentado recuperar la tabla robada por los zombis, en el caso de que estuviese enterada de la pérdida. Si no, podía haber intentado ir hasta el reino de la Muerte para buscar la segunda tabla en poder de Myrkul. Pero cabía la posibilidad de que Medianoche lo diera por muerto, en cuyo caso Kelemvor no tenía la más remota idea de lo que podía hacer.

El héroe no tardó en comprender que no podía anticipar las acciones de la hechicera. Lo único cierto era que ella acabaría por ir en algún momento a Aguas Profundas.

Tras llegar a esta conclusión, Kelemvor consideró la posibilidad de perseguir a los zombis y recuperar la tabla. Pero, solo, sin armas e impedido por la congelación, no tenía muchas probabilidades de éxito. Además, a la vista del empeño demostrado por los muertos vivientes para apoderarse de la tabla, sospechó que los zombis ya no estaban en el castillo de Lanza de Dragón. Habrían escapado en busca de su amo, y él desconocía el lugar de su escondrijo.

Después de pensarlo mucho, decidió marchar a Aguas Profundas. Allí esperaría la llegada de Medianoche. Si no se presentaba, entonces buscaría ayuda y saldría a la búsqueda de la tabla y de su amante.

Por fortuna, Kelemvor había acabado sus planes antes de que sus pies se descongelaran. En el momento en que había vuelto la circulación, le había sido imposible pensar en nada más que en el dolor. Había tenido la sensación de estar metido en un caldero de agua hirviendo, y la tortura había continuado durante veinticuatro horas.

Una compañía de diez jinetes había aparecido en mitad del tormento. Los hombres se apiadaron de Kelemvor, y, como tenían más caballos, le prestaron uno para que los acompañase hasta Aguas Profundas.

Un día y medio más tarde, llegaron a los restos de la posada de El Grifón Asado. Sus ocupantes habían sido asesinados sin ningún motivo aparente. Los mercaderes habían intentado aclarar el misterio hasta que uno de ellos encontró el cuerpo sin sangre del posadero. De inmediato, habían atribuido la carnicería a un vampiro. Pero Kelemvor había manifestado su sospecha de que los autores eran los mismos zombis que habían atacado a su grupo en el castillo de Lanza de Dragón.

Una semana después, cuando estaban acampados a medio kilómetro de la carretera, los mercaderes habían podido comprobar que el guerrero tenía razón. En mitad de la noche, una docena de zombis había llegado al campamento, matado al centinela y a la mitad de la compañía antes de que pudieran reaccionar. Kelemvor, al ver las túnicas a rayas de los zombis, había empuñado una espada e intentado organizar la defensa. Sin embargo, los mercaderes habían tenido pánico y los que todavía vivían pusieron pies en polvorosa. El guerrero, al verse solo e impedido por el dolor, buscó un caballo y escapó del lugar.

De todo esto ya habían pasado tres días. Desde entonces, el héroe jugaba al gato y el ratón con los zombis. Estos viajaban hacia Aguas Profundas, pero evitaban la carretera en un torpe intento de no ser vistos. De tanto en tanto, Kelemvor se acercaba a ellos para comprobar que mantenían su marcha con rumbo noroeste. Por su parte, los zombis hacían lo mismo con él, y, en varias ocasiones, le habían tendido emboscadas. La necesidad de mantenerse siempre vigilante había representado que el joven no había podido pegar ojo desde el ataque a los mercaderes.

La falta de sueño se había cobrado su tributo. Mientras su caballo trotaba por la carretera, tenía que concentrarse en el paisaje para mantenerse despierto. A su derecha, una llanura cubierta de nieve se extendía tan lejos como él podía ver. En algún lugar de la misma, Kelemvor lo sabía, marchaban los zombis. A la izquierda divisaba una franja de arena marrón que solo podía ser la costa de la Espada. Más allá, brillaban las aguas azul oscuro del mar que a lo lejos se unía con el horizonte, era el mar de las Espadas.

El camino llegó a lo alto de una pequeña colina y el caballo se detuvo por propia voluntad. Luego resopló y golpeó el suelo con uno de sus cascos. Kelemvor se inclinó para palmearle el pescuezo, y entonces vio que el animal había pisoteado algo con escamas. Por un instante, pensó que era una serpiente, pero después vio las aletas y agallas.

Era un pez.

El guerrero observó la carretera. Al otro lado de la colina, la llanura se veía cubierta de miles de formas que saltaban y serpenteaban. Era como si el mar se hubiese convertido de pronto en un lugar indeseable, y los peces hubieran decidido moverse tierra adentro en busca de otras aguas mejores. Si bien el espectáculo resultaba desconcertante, no tuvo miedo. Al igual que la mayoría de los habitantes de los Reinos, se había habituado a este tipo de cosas extrañas.

Pero, desde lo alto de la colina, Kelemvor también pudo ver algo mucho más importante: Aguas Profundas. El camino se prolongaba poco más de un kilómetro hasta llegar a un portal fortificado casi al lado mismo de la costa. Al sur de la entrada, se abría la inmensa superficie del mar de las Espadas, salpicada aquí y allá por las velas blancas de los grandes navíos de cargas. Por el lado norte, y a un par de metros de altura sobre la playa, se iniciaba la pendiente de un acantilado. A medida que la ladera subía hacia el este de forma abrupta hasta convertirse en un farallón.

En la cumbre del acantilado aparecía una muralla muy alta, con grandes torreones a intervalos regulares. El muro solo se interrumpía en el centro, donde la pendiente era casi vertical y no podía ser escalado. Al otro lado del muro, asomaban los orgullosos cimborrios de un centenar de torres. Kelemvor no tenía ninguna duda de que, por fin, veía la Ciudad de los Prodigios.

Más allá de Aguas Profundas, una pequeña montaña de casi trescientos metros de altura se elevaba sobre la planicie como un centinela de la ciudad que llevaba su nombre. En el pico del monte Aguas Profundas había una torre solitaria alrededor de la cual volaban bandadas de pájaros enormes. Incluso desde esta distancia, Kelemvor podía ver sus cuerpos y la forma de sus alas.

El guerrero empuñó las riendas y puso a su caballo en marcha. El animal se movió de mala gana, y buscó su camino entre la marea de peces como quien camina por una calle enfangada y no quiere ensuciarse los pies.

Cuando estuvo más cerca del portal, Kelemvor descubrió que las aves en el cielo de Aguas Profundas no eran tales. Tenían las alas y la cabeza de las águilas, pero sus cuerpos y garras eran de león. Eran grifones, y sobre el lomo cargaban a sus jinetes. El joven pensó en las dificultades que se habría ahorrado si hubiese podido disponer de una de aquellas monturas.

Iba tan absorto ante la visión de los grifones que, cuando su caballo se detuvo, casi no se dio cuenta de que había llegado al portal. Dos centinelas le cerraban el paso, vestidos con armaduras de placas negras. En los petos aparecía una luna en cuarto creciente dorada rodeada por nueve estrellas de plata. Detrás de ellos había otro hombre, ataviado de cuero verde y cota negra, pero con una insignia donde solo aparecía la luna dorada. Otra docena de soldados vestidos de la misma manera permanecían junto al portal, ocupados en atender a diversos viajeros.

—Alto. Diga su nombre y actividad —dijo el primer guardia. Evitó acercarse al guerrero cubierto de suciedad. Estaba habituado a la mugre de los viajeros, pero este superaba lo habitual.

—Kelemvor Lyonsbane —respondió el héroe. Sabía que olía mal. Si a esto le sumaba estar sucio, hambriento, helado y exhausto, no dudaba de que su aspecto debía de resultar horrible.

—¿Y cuál es su actividad?

Kelemvor se echó a reír. La única respuesta que se le ocurrió fue la de que había venido a salvar el mundo. Pensó si los guardias lo creerían. El otro soldado se acercó, molesto por lo que interpretaba como una falta de respeto.

—¿Qué le causa tanta gracia? —dijo.

El guerrero se mordió los labios, en un intento por contener la risa. Lo dominaba la euforia del cansancio y le resultaba difícil controlarse. Respondió:

—Nada. Lo lamento. Hay unos zombis a los que persigo…

El gesto de burla de los dos soldados interrumpió su respuesta, pero el hombre vestido de verde dio un paso adelante y preguntó:

—¿Zombis? —Su jefe le había advertido que podía haber problemas con los zombis en las semanas venideras.

—Nos atacaron y mataron a uno de mis amigos —contestó el guerrero.

—¿Puede repetirme su nombre?

—Kelemvor Lyonsbane. —El héroe comprendió que su voz resultaba incoherente.

—¿Dónde están los otros dos? —exclamó el guardia, sorprendido. Esta era una de las personas a las que esperaba—. ¿Medianoche y Adon de Sune?

—¡Ya se lo he dicho! —gritó Kelemvor, furioso por tener que repetirse. Era consciente de que su mal humor se debía al cansancio, pero no podía evitarlo—. ¡Nos atacaron los zombis! ¡Adon está muerto y Medianoche desaparecida! Está por alguna parte… ¡Tengo que encontrarla!

—Cálmese, ahora ya está a salvo —dijo el hombre. Pensó que su jefe estaría más capacitado para entenderse con el viajero—. Soy Ylarell. Lo esperábamos.

—¿Es cierto? —preguntó Kelemvor. De pronto, su mente volvió a la normalidad—. Hay zombis en la zona… tendrán que ir a buscarlos.

—Nos encargaremos de ellos —murmuró Ylarell—. Los zombis no podrán hacerle daño aquí. Ahora venga conmigo, hay alguien que desea verle. —El guardia cogió las riendas del caballo del joven y lo guio a través del portal.

Después de cruzar una plaza desierta con la hierba cubierta de nieve, Ylarell condujo al guerrero hasta otra muralla. Habló con el guardia apostado en la entrada, y por fin introdujo al joven en la ciudad. Si bien el héroe había visto muchas ciudades en su vida, el tamaño y la magnificencia de Aguas Profundas lo dejó boquiabierto. Las calles se veían llenas de vehículos y peatones, todos muy ocupados y presurosos. El olor a sal y brea de la bahía flotaba desde el lado izquierdo donde se levantaban los grandes tinglados del puerto y las viviendas de los marinos. A la derecha, se extendía un sector de posadas y establos, tan arracimados que Kelemvor no conseguía imaginar cómo se las ingeniaban las caravanas para llegar a los más interiores.

A medida que avanzaban en la ciudad, recorrieron calles flanqueadas de comercios y albergues de lujo. Luego, llegaron a una zona residencial, poblada de casas muy grandes e incluso un par de mansiones cuyos jardines se abrían a amplias avenidas. Finalmente, Ylarell se detuvo delante de una gran torre.

—¿Quién llama? —La voz surgió de la base de la estructura, si bien Kelemvor no pudo distinguir ninguna puerta o ventana.

—Ylarell de la guardia, con Kelemvor Lyonsbane.

No había acabado el soldado de dar su respuesta, cuando se abrió una puerta en medio del muro. Un hombre alto y de cabellos oscuros salió de la torre.

—¡Bienvenido, Kelemvor! Soy Báculo Oscuro Arunsun, amigo y aliado de Elminster. ¿Dónde están tus compañeros?

—Está agotado, mi señor —intercedió Ylarell.

—Hazlo pasar —ordenó Arunsun, y volvió a la torre.

El guardia ayudó a Kelemvor a bajar del caballo y lo condujo hasta una sala pequeña. Un momento más tarde, reapareció Báculo Oscuro en compañía de otro hombre. A pesar de ser un anciano, su aspecto era tan sano y vigoroso como el de su compañero. Una melena de león y la abundante barba enmarcaban su cara de facciones agudas.

—¡Elminster! —gruñó el héroe. Debido a su agotamiento, no le costó mucho al guerrero culpar al viejo sabio de todas las penurias que él y sus amigos habían soportado. Era obvio que Elminster había llegado a la ciudad mucho antes que él y con muchísimos menos problemas—. ¡Tendría que cortarte el pescuezo como a un pavo! —exclamó.

—No soy ningún pavo —replicó el sabio, sin intimidarse—. Ahora dime qué ha pasado con tus amigos.

Kelemvor relató los hechos que habían ocurrido en el castillo de Lanza de Dragón, sin olvidar lo referente a Bhaal y Cyric. Cuando acabó, Elminster y Báculo Oscuro se quedaron sin saber qué decir, mientras trataban de evaluar los efectos de las informaciones del guerrero en sus planes.

Por fin, Elminster gimió frustrado. No había tenido en cuenta la posibilidad de que Medianoche diera, por sus propios medios, con una entrada al reino de Myrkul.

—Si ha ido a buscar sola la segunda tabla, los Reinos pueden correr un peligro muy grave —dijo.

Kelemvor se animó ante la suposición implícita de Elminster de que Medianoche había sobrevivido al río subterráneo. Pero también se asustó al ver la preocupación del sabio ante el hecho de que la muchacha hubiera ido a recuperar la tabla sin ninguna ayuda.

Báculo Oscuro fue el primero en ponerse de pie, mientras comunicaba a los demás su plan para controlar los daños.

—Ylarell, busca a Gower y reúnete con nosotros en la posada Portal del Bostezo —dijo—. Luego, forma una patrulla y envíala a perseguir a los zombis que atacaron a Kelemvor. Es imprescindible que recuperemos la tabla inmediatamente.

—¿Piensas en el Pozo de la Perdición, amigo mío? —preguntó Elminster, listo para acompañar a su colega.

—Gower nos enseñará el camino —asintió Arunsun.

Los dos magos no dijeron nada más. Ambos sabían lo que se debía hacer. En las profundidades de la montaña de Aguas Profundas, se encontraba el Pozo de la Perdición, que era el punto más cercano de acceso al reino de Myrkul. Iban a entrar en el Hades para rescatar a Medianoche y la tabla, si es que todavía era posible. Elminster y Arunsun se encaminaron hacia la salida sin ninguna otra explicación. Kelemvor pensó que se habían olvidado de su presencia.

—¡Esperadme! —gritó.

—Amigo mío, creo que esto no es para ti —dijo Báculo Oscuro, con una mirada de condescendencia—. Ya has hecho más que suficiente.

—Yo voy con vosotros —exclamó el héroe, irritado ante la actitud protectora del mago.

—¡Pero si apenas puedes caminar! —protestó Arunsun.

—Iré con vosotros, os guste o no —insistió Kelemvor.

Indeciso, Báculo Oscuro miró a Elminster. El sabio estudió por un instante al guerrero antes de emitir un juicio.

—Tal vez nos sea útil —dijo, por fin, el mago—. ¿Tienes alguna cosa que restaure sus fuerzas?

Arunsun levantó una mano y mostró una ampolla llena de un turbio líquido verdoso. Le entregó la ampolla a Kelemvor.

—Esto aliviará tu fatiga… por un tiempo.

El joven no hizo ninguna pregunta a pesar de su curiosidad acerca del contenido del recipiente. Los magos parecían muy poco dispuestos a comentarios inútiles, y él prefirió reservar sus preguntas para temas más importantes. De un solo trago, bebió el líquido verde. Tal como había dicho Arunsun, la fatiga desapareció al momento.

Sin preocuparse más por el guerrero, los dos hechiceros salieron de la torre y caminaron hacia el sur por un laberinto de callejuelas hasta llegar a una posada bastante grande. El cartel en la entrada decía: El Portal del Bostezo.

Elminster y Báculo Oscuro entraron y, sin hacer ningún caso de los parroquianos, fueron directamente a la oficina del dueño. Kelemvor fue tras ellos, y se sentó en una de las sillas alrededor de la única mesa de la habitación. Sin que nadie se lo hubiera pedido, una camarera trajo cervezas para todos, y, al marcharse, cerró la puerta.

El propietario era un viejo guerrero retirado llamado Durnan el Vagabundo. Nadie más que los dos hechiceros sabían que Durnan era uno de los misteriosos señores de Aguas Profundas, el concejo democrático secreto que gobernaba la ciudad.

Al igual que con su propietario, en el nombre de su establecimiento había algo más de lo que se veía a primera vista. El Portal del Bostezo era una alusión entre los entendidos a todos los que disfrutaban con los cuentos fantásticos que formaban parte de la tradición de la posada. Pero también era una referencia al túnel, parecido a un pozo interior, que conducía hasta las cavernas debajo de la montaña Aguas Profundas. El pasadizo era la razón por la que Báculo Oscuro había venido a la posada, y no únicamente para esperar al tal Gower, como había pensado Kelemvor.

Los dos magos se sentaron sin decir palabra, y el héroe no se atrevió a romper el silencio. Lo impresionaba su porte, si bien consideraba que no eran muy corteses con alguien que había cruzado los Reinos para provecho de ambos. Pero estaba dispuesto a soportar sus malos modales con gusto porque representaban su única oportunidad para reunirse con Medianoche.

Diez minutos más tarde, un hombre robusto y de hombros anchos entró en la oficina, seguido por Ylarell y un enano de nariz roja. Sin preocuparse por las presentaciones, Báculo Oscuro se dirigió al enano:

—Gower, tendrás que guiarnos hasta el Pozo de la Perdición.

—Te costará caro —manifestó el enano.

—¿Cuál es el precio? —preguntó Elminster, suspicaz. Conocía muy bien la costumbre de los enanos a cobrar en exceso cualquier servicio.

—Quince…, no, veinte… jarras de cerveza —respondió Gower, decidido a sacar el mayor beneficio.

—Hecho —dijo Arunsun, consciente de que Durnan se haría cargo de la factura, sin reclamar el dinero—. Pero cobrarás a la vuelta. Te necesitamos sobrio.

—Siete ahora…

—¡Una ahora, y nada más! —gruñó Báculo Oscuro. Se volvió hacia el propietario—. Durnan, ¿podemos utilizar tu pozo?

Durnan asintió y dijo:

—¿Aceptáis compañía?

Elminster, que conocía el coraje de Durnan, miró al otro mago.

—Si es tan bueno con la espada como dice ser…

Durnan soltó un bufido ante los remilgos de su amigo.

—Voy a buscar mi espada y la jarra para Gower —exclamó.

Báculo Oscuro condujo al grupo a la habitación vecina, donde se encontraba el pozo. Un par de minutos más tarde, Durnan se unió a ellos. Se presentó cargado con la jarra de cerveza, una espada reluciente, un rollo de soga y media docena de antorchas. Distribuyó las teas, encendió la suya en la llama de la lámpara de pared y luego puso un pie en el cubo del pozo.

—Bájame despacio, Ylarell —dijo—. Hace tiempo que no vengo por aquí.

Ylarell bajó a Durnan al fondo del pozo. Lo siguieron Báculo Oscuro, Elminster y Gower. Cuando le llegó su turno, Kelemvor imitó a los demás.

—Hazlo bajar —dijo.

Ylarell hizo girar la manivela, y el guerrero bajó por el pozo oscuro durante varios minutos. A unos tres metros del fondo, Arunsun tendió una mano desde un túnel lateral y tiró de Kelemvor. En cuanto el joven sacó el pie del cubo, el mago se volvió hacia el enano.

—Adelante, Gower —le ordenó.

El enano no se molestó en llevar su antorcha, y de inmediato comenzó a descender por el túnel. Durnan lo siguió escoltado por los dos magos y con Kelemvor en la retaguardia. Bajaron hasta un laberinto de túneles semiderruidos construidos por los enanos y pasajes naturales. En algunas ocasiones, el grupo tuvo que vadear cursos de agua caliente, en ocasiones tan profundos que Durnan cargó con Gower para que no se ahogara. Por fin, llegaron a una especie de tobogán que se perdía en las tinieblas con una pendiente muy aguda. Kelemvor pensó que si alguien caía por el agujero iría a parar en el fondo. Al parecer, Durnan tuvo la misma idea.

—Utilizaremos la cuerda para bajar —dijo.

—Tonterías —exclamó Gower, sentado en el borde del tobogán—. No necesitamos la cuerda. —Se empujó con las manos y desapareció en la oscuridad.

Durnan, Elminster y Báculo Oscuro intercambiaron miradas de desafío, pero ninguno se atrevió a ser el primero en seguir al enano. Luego, Elminster puso su mano sobre un peñasco y comentó:

—Aquí se podría sujetar la cuerda.

El propietario de la posada se encargó de atar la soga, y la compañía bajó por el tobogán. Gower los esperaba en el fondo con una expresión de burla en el rostro. El pasadizo comunicaba con una cueva tan grande que la luz de las antorchas no alcanzaba a iluminar el techo ni la pared más lejana. Los resplandecientes espectros blancos vagaban por centenares, o quizá por miles, en el interior de la caverna.

—El Pozo de la Perdición está allí —dijo el enano, señalando hacia el centro del recinto—. Pero sucede algo extraño.

—¿Quiénes son todos esos? —preguntó Kelemvor, interesado en las extrañas siluetas.

Elminster no se molestó en contestar. Su atención se concentraba en la cúpula de luces titilantes que había señalado Gower.

—¿Piensas lo mismo que yo? —dijo Báculo Oscuro, mirando a su colega.

—Sí —respondió Elminster. Los dos magos dirigieron sus miradas a la cúpula.

—¿De qué se trata? ¿Qué es lo que piensan ustedes dos? —exclamó Kelemvor, con la cabeza metida entre los dos hechiceros.

Como de costumbre, ninguno de ellos respondió, pero ambos sospechaban que la cúpula era una esfera prismática, uno de los más poderosos exorcismos defensivos que un mago podía practicar. Ahora, trataban de descubrir por qué estaba allí.

Un segundo más tarde, siempre en silencio, avanzaron hacia el objeto. Durnan, Gower y Kelemvor los siguieron, si bien los dos primeros no sentían tanta aprensión como el guerrero. Habían trabajado antes con Báculo Oscuro y confiaban en que si necesitaban saber alguna cosa importante, él se las diría.

Cuando el grupo llegó a la cúpula, vieron que estaba puesta dentro de una pequeña fuente con la pared de piedra. Parecía ser una esfera con la parte inferior oculta a la vista. Encajaba con tanta precisión que no había ni un intersticio entre la pared y el globo. La esfera no dejaba de centellear y los colores rojo, naranja, amarillo, verde, azul y violeta, se sucedían en su superficie como si fuese una pelota a rayas que diera vueltas sobre su eje.

Los magos caminaron alrededor de la fuente para inspeccionar la cúpula desde todos los lados y bien de cerca; luego se apartaron para estudiarla de lejos. Por fin, Báculo Oscuro preguntó:

—¿Qué has sacado en limpio?

Elminster frunció el entrecejo. En lugar de atender la pregunta de su amigo, se volvió hacia Kelemvor.

—¿Podría ser esto obra de Medianoche? —lo interrogó.

El guerrero encogió los hombros. No tenía ni la más remota idea de lo que podía ser el globo o si Medianoche era capaz de crearlo o no.

—Lo único que puedo decir es que cada vez tenía más poder. En una ocasión… —Buscó la palabra que la hechicera había empleado cuando los sacó de un lugar para trasladarlos a otro—. En una ocasión nos «teletransportó» a los cuatro desde el puente del Jabalí hasta medio camino del castillo de Lanza de Dragón.

—¿Ella hizo eso? —exclamó Elminster, asombrado.

—Entonces, es muy capaz de haber hecho esto —afirmó Báculo Oscuro.

En el interior de la esfera, Medianoche había aprovechado para descansar. Tenía que recuperarse del esfuerzo hecho para poner en práctica los hechizos del caminomundo y la esfera prismática, uno detrás de otro. Ignoraba que habían venido a ayudarla. Los terribles gritos y chillidos de un millar de engendros enfurecidos le impedían oír las voces de Elminster y sus acompañantes.

Por fortuna, el ruido era lo único que había entrado en el globo. Varios engendros se habían lanzado contra la esfera y otros habían intentado deshacerla con hechizos. En todos los casos, Medianoche había escuchado los gritos de dolor o furia cuando la esfera devolvía el ataque contra quien lo había lanzado.

Mientras el globo se mantuviera en su sitio, la hechicera y los Reinos estarían a salvo de los siervos de Myrkul. Pero el exorcismo no tardaría en desaparecer, y la maga pensó que necesitaría emplear casi todas sus fuerzas para volver a practicarlo. Si bien esto serviría para mantener la situación sin cambios, solo era una solución a corto plazo.

Además, Medianoche no se atrevía a abandonar la esfera antes de haber desmontado la trampa de Myrkul. Hasta entonces, la tabla debía permanecer dentro del globo. En caso contrario, abriría un pasaje para los engendros entre el reino de la Muerte y allí donde estuviese la tabla.

De pronto, se le ocurrió que podía emplear un hechizo de permanencia para prolongar indefinidamente la existencia de la esfera prismática. Los gestos y las palabras aparecieron en su mente. Requería el mismo esfuerzo que el otro, pero solo necesitaría hacerlo una vez.

Resignada, Medianoche realizó el exorcismo. Gastó muchas energías, pero no las agotó. Con unas ocho horas de descanso, tendría suficiente para recuperarse y desmontar la magia que Myrkul había puesto en la tabla.

En el exterior, Kelemvor y sus cuatro acompañantes permanecían sumidos en el desconcierto.

—Estas cosas no tienen una duración ilimitada —comentó Báculo Negro—. Y si Medianoche es quien la creó, entonces tiene que estar por aquí.

—Desde luego —replicó Elminster—. Se encuentra en el interior. Para eso sirven las esferas prismáticas.

—¿Está dentro de esa cosa? —preguntó Kelemvor. Dio un paso adelante, pero Durnan se apresuró a detenerlo.

—No, amigo mío —dijo Durnan—. Si la tocas, quedarás hecho picadillo.

—Entonces, ¿cómo haremos para sacarla? —gritó el guerrero.

—No creo que lo intentemos —respondió Elminster, acariciándose la barba—. El mago que crea una esfera prismática puede entrar y salir de ella a voluntad. Si Medianoche permanece en el interior, es que tiene sus razones.

—¿Y qué otra cosa podemos hacer? —insistió Kelemvor.

—Le haremos saber que estamos aquí —afirmó Báculo Oscuro—. Contaré hasta tres, y gritaremos su nombre al unísono.

El intento no hubiera fracasado de no haber sido por el escándalo de los gritos de los engendros en el lado de la esfera que daba a la ciudad de Myrkul. Las voces de la compañía se perdieron en la barahúnda, y Medianoche no se enteró de que la llamaban.

A continuación, sus amigos intentaron arrojar cosas al interior de la esfera: trozos de ropa, piedras, anillos. Ninguno consiguió pasar. Los objetos rebotaban en la superficie y volvían en contra de quien los había arrojado. Báculo Oscuro llegó a probar un hechizo telepático, pero el resultado fue que el mago permaneció mudo durante veinte minutos, víctima de una fuerte conmoción. Kelemvor lo agradeció para sus adentros por el respiro, porque ya estaba harto de la cháchara condescendiente de Arunsun.

—Bien, Elminster, ¿qué vamos a hacer? —preguntó el guerrero, con los brazos cruzados sobre el pecho.

—Esperaremos —respondió Elminster—. La esfera se deshará en un par de horas.

Se sentaron a esperar. De vez en cuando, algunos espectros se acercaban hasta ellos, y conversaban con Elminster y Báculo Oscuro. En cambio, Kelemvor, Durnan y Gower, dominados por un temor supersticioso, evitaron cualquier intercambio con los muertos. Varias veces, algunos de los espíritus no pudieron resistir más la llamada del Pozo de la Perdición y trataron de entrar a pesar de la esfera. En todos los casos, eran repelidos o desaparecían en un destello blanco.

Cuatro horas más tarde, Arunsun se puso de pie.

—Esto es ridículo —exclamó—. Nadie puede mantener una esfera prismática durante tanto tiempo.

—Al parecer, Medianoche sí —comentó Elminster.

—¡Voy a desmantelarla! —anunció Báculo Oscuro.

—Tal vez no sea prudente —dijo Elminster—. Incluso si consigues hacer todos los encantamientos sin fallos, no podemos arriesgarnos a eliminar la esfera sin saber por qué la ha creado.

—¿Puedes desmantelarla? —preguntó Kelemvor, y se incorporó para unirse a Arunsun.

—Sí puede —explicó Elminster—. Pero es un proceso muy complicado y tedioso.

—Dígame en qué consiste —pidió el guerrero. Al igual que Báculo Oscuro se había aburrido de esperar.

—Muy bien —suspiró Elminster—. Al parecer, no tenemos nada mejor que hacer. En realidad, una esfera prismática está compuesta por siete esferas mágicas distintas, y cada una provee defensas para diferentes tipos de ataque.

—Para desmantelarla —intervino Báculo Oscuro—, debes proyectar un cono de frío para destruir la esfera roja, que cierra el paso a los proyectiles como pueden ser flechas, lanzas…

—¡Y piedras envueltas con mensajes! —gritó Kelemvor. Arunsun frunció el entrecejo molesto por la interrupción, pero el héroe no le hizo caso—. Lo único que debes hacer es desmantelar la primera esfera —añadió—. Entonces, arrojaremos algo al interior para llamar la atención de Medianoche.

—No me gusta… —comenzó a decir Elminster, con un tono de duda.

—¿Es que tenemos alguna otra elección? —preguntó Durnan, sin dejarlo acabar la frase. Era la primera vez que expresaba una opinión—. No podemos quedarnos aquí indefinidamente. Tengo un negocio que atender.

—Muy bien —aceptó Elminster. Metió la mano en un bolsillo y sacó una de sus pipas de espuma de mar. Se la dio a Kelemvor—. Ella la reconocerá. Por favor, intenta no romperla. Ahora, Báculo Oscuro, si quieres hacernos el honor.

—Con mucho gusto —respondió el mago.

En el interior de la esfera, Medianoche acababa de descubrir la naturaleza de la trampa de Myrkul. Había combinado unas variaciones muy poderosas de los hechizos para localizar objetos y mantener puertas abiertas. De esta manera, se aseguraba de que sus engendros podían seguir siempre la pista de la tabla. El primero de los exorcismos servía como faro de posición de la tabla, y el segundo impedía al ladrón cerrar su ruta de escape.

Era toda una suerte que la esfera prismática de Medianoche no hubiera cerrado su ruta de salida, sino que la había bloqueado. Ella podría salir y los engendros no podrían seguirla. Gracias a que había utilizado un encantamiento para que el globo fuera permanente, la puerta entre la ciudad de Myrkul y los Reinos estaría siempre abierta, pero el obstáculo en la salida era insalvable.

Mientras Medianoche analizaba su descubrimiento, algo voló al interior de la esfera y aterrizó en su regazo. Se levantó de un salto, y estuvo a punto de salir de la esfera y caer en las manos de los engendros de Myrkul. Luego, la joven recogió el objeto y vio que era una pipa de espuma de mar, una pipa muy especial y conocida.

En el exterior de la esfera, todos respiraban un poco más tranquilos porque el hechizo de Báculo Oscuro no había fallado. Además, Kelemvor había lanzado la pipa de Elminster dentro de la esfera sin que rebotara.

—¿Qué pasará si ella no reconoce tu pipa? —quiso saber el guerrero.

En aquel preciso momento, Medianoche salió de la esfera, con la tabla en una mano y la pipa de Elminster en la otra.

—¿Es esto de alguno de ustedes? —preguntó.

—¡Medianoche! —gritó Kelemvor.

Los dos jóvenes corrieron a encontrarse y se abrazaron, pero no antes de que Elminster se apresurara a recuperar su pipa.

Durante unos momentos muy largos y embarazosos, Báculo Oscuro, Elminster, Durnan y Gower esperaron mientras los amantes se besaban y acariciaban. Por fin, cuando resultó evidente que se habían olvidado de los demás, Elminster carraspeó.

—¿Quizá sería oportuno ocuparnos de nuestras obligaciones? —sugirió.

Medianoche y Kelemvor se separaron.

El viejo sabio le preguntó a la hechicera:

—¿Podrías explicarnos por qué has estado metida en el interior de esa cosa durante gran parte del día? —dijo, señalando la esfera.

—Ahora no —exclamó Gower—. Tengo sed, y me adeudas diecinueve jarras de cerveza.

—Un momento, Gower —exclamó Báculo Oscuro, impaciente—. ¿No hay ningún riesgo si nos marchamos?

—Oh, no, ninguno —respondió Medianoche—. Podemos irnos. La esfera es permanente.

Elminster y Báculo Oscuro intercambiaron miradas de asombro.

—¿Lo veis? —dijo el enano—. Salgamos de aquí.

Gower echó a andar hacia la salida. Conscientes de que no podían encontrar el camino de regreso a la taberna de Durnan por sus propios medios, los demás lo siguieron de mala gana, pero sin dejar de asaltar a Medianoche con mil y una preguntas.