Epílogo
—¡Vaya, conque aquí era donde te escondías!
La voz de Báculo Oscuro puso brusco final al sueño intranquilo de Adon. Si bien todavía no podía ver, el clérigo sabía que se encontraba acostado junto a otra docena de heridos en el comedor de la torre del pico de los Aguiluchos. Poco después de la ascensión de Ao, desaparecieron los efectos de la pócima que le había dado el hechicero, y Adon se había desplomado, incapaz de soportar el dolor. Unos jinetes lo habían trasladado hasta el cuartel y colocado junto a sus compañeros.
—Te hemos buscado durante…, bueno, desde hace un rato —dijo Báculo Oscuro, un tanto avergonzado—. Habían transcurrido más de seis horas desde que había dejado a Medianoche y Adon. En el Pozo de la Perdición, el mago había encontrado a Elminster en el interior de una esfera prismática, asediado por los engendros desde los dos lados de la entrada al reino de la Muerte. Como apenas si le quedaban fuerzas después de las batallas callejeras, Báculo Oscuro había tardado más de lo previsto en librar a su amigo.
—Tendríamos que haber adivinado que un muchacho travieso como tú, no nos esperaría para ir a devolver las tablas —comentó Elminster, con una irritación fingida.
—¡Bien hecho, Adon! —exclamó Báculo Oscuro, con una mano apoyada en el hombro del herido—. Venga. Es hora de regresar a mi torre. Me encargaré de que te atiendan como es debido.
Los dos hechiceros se ocuparon de acomodar a Adon en una camilla, y caminaron en dirección a la salida.
—¡Abrid paso! —gritó Báculo Oscuro.
Por fin, consiguieron atravesar el comedor atestado y salieron de la torre. En el exterior soplaba un viento fuerte y frío. Anunciaba la nieve, como correspondía a esa época del año. Báculo Oscuro se desvió hacia la derecha, pero Adon le pidió que se detuviera.
—Quisiera poder estar unos momentos al aire libre antes de regresar a la ciudad. —A pesar de su alegría por la salvación de los Reinos, le pesaba el corazón por la congoja ante la muerte de Kelemvor y la ausencia de Medianoche. El clérigo deseaba tener un minuto de paz para rendir tributo a sus amigos.
Miró al cielo y una lágrima rodó por su mejilla marcada. El viento arrastró la gota de su rostro y la llevó hacia el mar, para unirla a otro millón de gotas olvidadas.
Quizás esto era lo mejor, pensó Adon. Era hora de olvidar los dolores del pasado, de perdonar la negligencia de los viejos dioses. Había llegado el momento de mirar al mañana, de forjar vínculos más fuertes con los dioses y mejorar los Reinos.
Mientras Adon pensaba en el futuro, un círculo de ocho puntos de luz apareció ante sus ojos. Al principio, supuso que las luces eran producto de su fantasía e intentó hacerlas desaparecer. Pero persistieron. De hecho, se hicieron más fuertes y brillantes, hasta que comprendió que eran estrellas. En el centro del anillo, un torrente de niebla roja se derramaba hacia la parte inferior de la figura.
—¡Medianoche! —exclamó Adon, consciente de que veía el nuevo símbolo de la diosa. Una sensación de tranquilidad recorrió su cuerpo, y llenó su corazón de paz y armonía. Un momento más tarde, tuvo fuerzas suficientes para sentarse en la camilla.
—¿Qué ocurre? —le preguntó Báculo Oscuro.
El clérigo pudo ver con toda claridad la silueta de Báculo Oscuro. Detrás del mago, un jinete de grifón, borracho como una cuba, ayudaba a uno de sus compañeros a ir desde el establo a la torre.
—No pasa nada —contestó Adon—. Puedo volver a ver.
—También pareces estar mucho más fuerte —comentó Elminster.
—Sí —dijo el clérigo. Señaló el círculo de estrellas—. Medianoche me ha curado.
—Aquella es una de las nuevas constelaciones —dijo Báculo Oscuro, mientras miraba en la dirección apuntada—. Apareció a la hora del crepúsculo. ¿Sabes qué significa?
—Es el símbolo de Medianoche —respondió Adon—. ¡Juro por su luz y el nombre de la señora Medianoche que reuniré a una multitud de fieles para hacerle honor!
—Deja que yo sea el primero —pidió el mago. Uno de los soldados borrachos tropezó con Arunsun y estuvo a punto de hacerlo caer sobre la camilla de Adon. Báculo Oscuro se volvió, furioso—: ¡Mira donde pones los pies, imbécil! ¿No ves que tenemos a un hombre herido?
—Lo lamento, señor —se disculpó el otro soldado—. Es ciego.
—Haz que se me acerque —murmuró el clérigo. Cuando el ciego llegó a su costado, Adon puso una mano sobre los ojos del hombre y pidió en silencio a Medianoche que devolviese la visión al soldado.
El jinete ciego sacudió varias veces la cabeza, y parpadeó. Luego, miró a Adon de pies a cabeza, como si no pudiera creer que había recuperado la vista. Cayó de rodillas junto a su camilla.
—¡Me has curado! —gritó.
—No es cuestión de milagros —comentó Elminster, severo—. Adon solo ha hecho lo que sabe hacer mejor.
—Al parecer, la vida vuelve a la normalidad —afirmó Báculo Oscuro, con una sonrisa.
El hechicero de cabellos oscuros tenía razón. Con los dioses de nuevo en los Planos para atender a sus obligaciones, todo recuperaba la normalidad en los Reinos. En el río Ashaba, que hasta entonces había corrido con una velocidad vertiginosa que ningún hombre podía cruzar, un pescador empujó su barca a las aguas tranquilas de antaño. Con un poco de suerte, volvería al amanecer con truchas suficientes para alimentar a su familia durante una semana.
En Cormyr, un ejército de sicómoros que tenía sitiada a la ciudad se retiró. Los árboles marcharon de vuelta al bosque que habían abandonado, y cada uno buscó el agujero donde habían tenido sus raíces.
Pero no todo en los Reinos volvió a ser como antes del día del Advenimiento. Al norte de Arabel, donde Mystra había caído ante Helm, grandes cráteres llenos de alquitrán caliente salpicaban el terreno, y convertían el viaje por aquella región en una experiencia llena de riesgos. Por su parte, en el cuadrante norte de Tantras y los campos a su alrededor, donde Medianoche había tocado la campana de Aylan Attricus y Torm había destruido a Bane, la magia perdió todo efecto, para alegría de todos aquellos que habían ofendido a hechiceros vengativos. Por debajo del puente del Jabalí, en el lugar donde la espada de Cyric había matado al avatar de Bhaal, el río Aguas Sinuosas se había transformado en un sumidero apestoso. Nadie podía beber las aguas en el tramo de ciento sesenta kilómetros que había desde las ruinas del puente y el vado de la Garra de Troll, en el sur. Estas cicatrices y una docena más permanecerían durante generaciones, como un sombrío recuerdo del paso de los dioses por el mundo.
Pero Toril no era el único lugar que había sufrido cambios como resultado de la ira de Ao. En el Plano del Olvido, los dioses aparecían uno tras otro, listos para buscar y llevarse con ellos a los espíritus de sus fieles. La primera fue Sune Cabellos de Fuego en una carroza resplandeciente. La diosa de la Belleza tenía la piel rosada y ojos rojos, y su larga cabellera ondeaba en el aire como un estandarte. Vestía una túnica corta color verde esmeralda que realzaba su generosa figura y contrastaba con el rojo de su rostro. La carroza de Sune con su estela de fuego voló muy bajo por encima de la llanura, y a su paso los fieles se sujetaban a las llamas para viajar con su diosa, al calor de su hermosura.
Después llegó Torm, ataviado de pies a cabeza con una brillante armadura de plata, el visor alzado para mostrar su rostro firme y su serena mirada. El dios del Deber galopó por la planicie montado en su garañón rojo, mientras daba voces para que sus fieles se alinearan detrás de él. Muy pronto, cabalgaba a la cabeza de un ejército que era el más grande y leal que jamás se hubiese visto en los Reinos.
Lo siguió Loviatar, de cabellos canosos, vestida de seda blanca, con la boca fruncida y una mirada cruel en los ojos. Su carruaje iba tirado por nueve caballos cubiertos de sangre, a los que fustigaba con un látigo de nueve colas. La hermosa Auril, diosa del Frío, apareció detrás de ella, en su trineo de hielo, irresistible en su belleza a pesar de su piel amoratada y su aire distanciado. Con su cabellera de algas y el rostro de manatí, se presentó Umberlee, y luego todos los demás dioses que durante tanto tiempo habían abandonado sus tareas.
Mientras las deidades se ocupaban de sacar a sus fieles del Plano del Olvido, una matrona halfling recorría la llanura hacia la ciudad donde languidecían los Falsos y los Infieles. Tenía los cabellos grises, ojos vivaces y se movía con gracia y energía. La mujer era Yondalla, protectora de todos los halflings. A pedido de un dios, iba a la ciudad de los sufrimientos para investigar el caso de uno de los suyos llamado Atherton Cooper, quien había extraviado su camino y se encontraba atrapado en aquel terrible lugar.
Por fin, después de que todos los demás dioses acabaron con su labor, apareció la Dama Herida, la nueva diosa de la Magia. Si bien sus largos cabellos negros y sus bellas facciones no habían sufrido cambios. Medianoche parecía mucho más hermosa y encantadora que cuando había sido una mortal. La mirada de sus ojos oscuros era más enigmática y profunda, y de tanto en tanto aparecían destellos de una gran pena y también de una firmeza implacable. La Dama Herida cabalgaba en un unicornio de alabastro que dejaba a su paso una estela traslúcida y resplandeciente. Cuando los fieles de Mystra entraban en la senda de luz, esta los arrastraba detrás de la diosa de la Magia.
En cuanto acabó de reunir a sus devotos, Medianoche y su montura pusieron rumbo al Plano de Nirvana, el lugar de la ley suprema y el orden regimentado, donde todo eran partes iguales de luz y oscuridad, calor y frío, fuego y agua, y aire y tierra.
Mientras se aproximaban a Nirvana, los fieles de Medianoche pudieron ver un espacio infinito lleno de subplanos circulares colgados en el aire. Los subplanos aparecían dispuestos en todas las direcciones, enganchados entre sí por los bordes como los engranajes de un reloj. Cada uno giraba lentamente, y transmitía sus revoluciones al contiguo, de forma tal que todos los planos giraban al mismo tiempo. El unicornio de Medianoche galopó hacia el subplano mayor, para llevar a su ama y a los fieles a su nueva casa: un castillo perfectamente simétrico de magia tangible.
En otro castillo, muy diferente al de Medianoche de Nirvana, Cyric permanecía en silencio, sumido en sus pensamientos. Los restos de su ejército de monstruos lo rodeaban, y los gritos de los condenados encastrados en los muros de la ciudad flotaban hasta sus oídos. Al nuevo señor de la Muerte le gustaba su nueva casa, si bien encontraba un poco pesado a su nuevo amo, lord Ao. «Con un poco de tiempo —pensó Cyric—, podré encontrar la manera de darle un disgusto».
Mientras tanto, el señor de los dioses disfrutaba al ver llegar a Medianoche y a los demás dioses acompañados por sus fieles. Por fin, habían comenzado a cumplir las tareas para las que habían sido creados.
Ao permaneció sentado con las piernas cruzadas, rodeado por un vacío tan vasto que ni siquiera sus dioses podían llegar a comprenderlo. De todos los estados del ser que podía imaginar, este era su favorito, porque le permitía estar presente en el tiempo pero desconectado de él, ser el centro del universo y, a la vez, estar separado de él.
El señor de los dioses volvió sus pensamientos hacia Toril, el nuevo mundo que le había exigido tanta atención. Rodeado por centenares de planos de existencia y poblado por una variedad de seres fabulosos, tanto siniestros como benevolentes, era una de sus creaciones favoritas; y la que había estado a punto de perder, por descuido de sus dioses.
Pero en dos de sus habitantes —Medianoche y Cyric— Ao había encontrado el material para el equilibrio, y los había llamado para volver las cosas a la normalidad. Por fortuna, ambos habían respondido a su llamada y remendado el tejido, pero habían sido tiempos peligrosos para Toril. Nunca más permitiría que sus dioses amenazaran el equilibrio hasta tal punto.
Ao cerró los ojos y dejó su mente en blanco. Al cabo de unos segundos, su espíritu entró en un lugar anterior al tiempo, en el borde del universo, donde millones y millones de tareas iguales a la suya comenzaban y acababan.
Le saludó una presencia luminosa, que absorbió su energía dentro de la suya. Era una entidad a un tiempo cálida y fría, severa y comprensiva.
—¿Qué tal se comporta tu cosmos, Ao? —preguntó una voz tan suave como admonitoria.
—Ha recuperado el equilibrio, Señor. Los Reinos están una vez más a salvo.