La estirpe de los Orven


(1895)

¡Tristeza y dolor es lo que siempre me asalta cuando recuerdo el sino del príncipe Zaleski, víctima de un Amor tan importuno como desafortunado que ni el fulgor del mismísimo trono consiguió atajar; exiliado forzoso de su tierra natal y exiliado voluntario del resto de los hombres! Habiendo renunciado al mundo, por el que, refulgente e inescrutable cual estrella fugaz, había pasado, el mundo dejó enseguida de maravillarlo; e incluso yo, a quien, en mayor medida que a cualquier otro, fueron revelados los misterios de esa mente justa y apasionada, lo dejé medio relegado al olvido en el devenir de los acontecimientos.

Sin embargo, durante la época en la que lo que se denominó el «laberinto de Pharanx» tenía absortos a muchos de los intelectos mejor dotados del país, mis pensamientos volvían a él una y otra vez; e incluso cuando el asunto ya había sido olvidado por la opinión pública, un luminoso día de primavera, combinado quizá con una desconfianza latente respecto al desenlace de aquella oscura trama, me llevó hasta su lugar de retiro.

Llegué a la lúgubre morada de mi amigo al ocaso. Era un inmenso palacio de otros tiempos que se levantaba aislado en medio de una zona boscosa, y al que se accedía por una sombría avenida de álamos y cipreses por los que apenas penetraba la luz del sol. Por ella pasé, y tras encontrar vacíos los establos (que me parecieron demasiado ruinosos para ofrecer amparo), acabé por dejar mi calèche[20] en la sacristía a medio desmoronar de una antigua capilla dominica y solté la yegua para que paciera durante la noche en un potrero detrás de la casa.

Cuando empujaba la puerta principal abierta y entraba en la mansión, no pude por menos de pensar en el antojo saturnino que llevó a este hombre díscolo a escoger un lugar de meditación tan desolado en el que pasar sus días. ¡Me pareció una inmensa tumba de Mausolo en la que tantísimo genio, cultura, inteligencia y poder yacían hondamente sepultados! El vestíbulo estaba construido a la manera de un atrio romano y del estanque oblongo de agua caliginosa en el centro huyó una tropa de ratas gordas y ociosas lanzando débiles chillidos al acercarme yo. Ascendí por peldaños de mármol quebrados hasta las galerías que circundaban el espacio abierto, y luego me abrí camino a través de un laberinto de aposentos —una estancia tras otra— a un costado de la galería, subiendo y bajando un buen número de escaleras. Nubecillas de polvo surgían de los suelos sin alfombrar y me ahogaban; el Eco incontinente tosía en respuesta sincopada a mis pasos en la oscuridad en ciernes y daba énfasis a la penumbra funérea de la morada. Por ninguna parte había vestigio de mobiliario; por ninguna parte rastro de vida humana.

Tras un largo intervalo llegué, en una remota torre del edificio y cerca de su mayor altura, a un pasillo suntuosamente alfombrado, desde cuyo techo tres lámparas de mosaico proyectaban tenues luces de color violeta, escarlata y rosa pálido. Percibí al cabo dos figuras erguidas como si hicieran guardia silenciosa a ambos lados de una puerta tapizada en piel de pitón. Una de ellas era reproducción tardía en mármol de Paros de la Afrodita desnuda de Cnidos; en la otra reconocí la forma gigantesca del negro Ham, el único ayudante del príncipe, cuyo fiero y reluciente rostro de ébano se abrió en una sonrisa avispada conforme iba acercándome. Le ofrecí un asentimiento y entré sin ceremonias al aposento de Zaleski.

La estancia no era de las grandes, aunque tenía un techo elevado. Incluso en la semioscuridad del levísimo brillo verdoso que irradiaba de una lampas de oro desgastado similar a un incensario, en el centro del techo abovedado decorado al encausto, cierta incongruencia de esplendor bárbaro en el mobiliario me colmó de asombro. El aire estaba enrarecido por el olor perfumado de esa luz y los vapores del narcótico cannabis sativa —la base del bhang de los mahometanos— en el que bien sabía yo que mi amigo tenía costumbre de buscar el sosiego. Los tapices eran de terciopelo color vino, gruesos, ribeteados en oro y bordados en Nurshedabad. Todo el mundo sabía que el príncipe Zaleski era un consumado conocedor —un profundo aficionado— además de un erudito y pensador, pero, aun así, me pasmó la mera multitud de curiosidades que había conseguido aglomerar en el espacio que le rodeaba. Uno al lado de otro se veían un instrumento paleolítico, un «sabio» chino, una joya gnóstica, un ánfora de artesanía grecoetrusca. El efecto general era una bizarrerie de lustre y penumbra a medio camino de la rareza. Las planchas sepulcrales flamencas difícilmente casaban con lápidas rúnicas, miniaturas, un toro alado, escrituras tamiles en hojas laqueadas de palma talipot, relicarios medievales suntuosamente engastados de joyas o dioses brahmines. Todo un lado de la estancia estaba ocupado por un órgano cuyo retumbo en aquel espacio circunscrito debía de lanzar todas aquellas reliquias de épocas muertas a danzas fantásticas entre tintineos y estrépitos. Al entrar yo, la atmósfera vaporosa palpitaba al ritmo del campanilleo grave y líquido de una caja de música invisible. El príncipe estaba reclinado en una otomana de la que un paño plateado se precipitaba como un torrente por el suelo. A su lado, tumbada en su sarcófago abierto sobre tres caballetes de latón, yacía la momia de un antiguo menfita, en cuya parte superior las vendas pardas se habían podrido o habían sido hurtadas, dejando a la vista el espanto del semblante desnudo y sonriente.

Desprendiéndose de su chibuquí engastado y de una antigua reimpresión en papel vitela de Anacreonte, Zaleski se apresuró a ponerse en pie y me recibió efusivamente al tiempo que murmuraba algún lugar común sobre su «placer» y lo «inesperado» de mi visita. Luego dio orden a Ham de que me preparara un lecho en una de las habitaciones contiguas. Pasamos la mayor parte de la noche sumidos en el delicioso flujo de esa charla soñolienta y medio mística que solo el príncipe Zaleski era capaz de iniciar y mantener, durante la cual me instó a catar repetidamente un mejunje de cáñamo hindú parecido al hachís que preparaba con sus propias manos y resultaba más bien inocuo. Fue tras un sencillo desayuno a la mañana siguiente cuando planteé el asunto que constituía parte del motivo de mi visita. Se repantigó en el diván, ablusó labeneesh[21] turca que llevaba y me prestó oídos, quizá un tanto cansado al principio, con los dedos entrelazados, y los pálidos ojos invertidos de viejos anacoretas y astrólogos, la velada luz verdosa cayendo sobre sus rasgos siempre pálidos.

—¿Conocía usted a lord Pharanx? —pregunté.

—Me he cruzado con él en «el mundo». Con su hijo lord Randolph también; lo vi una vez en el Tribunal en Peterhof y luego en el Palacio de Invierno del zar. Observé en su gran estatura, las matas de pelo greñudo, las orejas de una conformación muy particular y cierta agresividad en el porte, un intenso parecido entre padre e hijo.

Había traído conmigo un legajo de viejos recortes de periódico y, comparándolos a medida que continuaba, procedí a exponerle los incidentes.

—El padre —dije— ocupó, como usted bien sabe, un alto cargo en una antigua administración, y era una de nuestras grandes luminarias en la política; también ha sido presidente del consejo de diversas sociedades científicas y autor de un libro sobre ética moderna. Su hijo estaba adquiriendo prestigio rápidamente en el corps diplomatique, y hace poco (si bien, en el sentido estricto de la palabra, de un modo unebenbürtig)[22] se prometió con la princesa Charlotte Mariana Natalia de Morgenüppigen, dama con una veta indudable de sangre Hohenzollern en sus reales venas. La familia Orven es muy antigua y distinguida aunque, sobre todo en estos tiempos, nada rica. Sea como fuere, poco después de que Randolph se hubiera prometido con esta real dama, el padre aseguró su vida por sumas inmensas en diversos bufetes tanto de Inglaterra como de Norteamérica, y ahora la estirpe ha visto cómo quedaba borrada de un plumazo la ignominia de la pobreza. Hace seis meses, casi simultáneamente, tanto el padre como el hijo renunciaron a sus diversos cargos en bloc. Pero si le cuento todo esto, como es natural, es porque doy por sentado que no lo ha leído en la prensa.

—Siendo lo que son en su mayor parte —respondió—, no hay nada que me resulte tan insoportable en la actualidad como un periódico moderno. No hago ni por verlos, créame.

—Pues bien, lord Pharanx, como decía, renunció a sus cargos en plenitud de facultades y se retiró a una de sus fincas en el campo. Hace unos cuantos años, tuvo con Randolph una terrible pelea por una nimiedad, y, con la implacabilidad que caracteriza a su estirpe, no habían cruzado palabra desde entonces. Pero el padre, poco después de su jubilación, envió un mensaje al hijo, que estaba en la India. Como primer paso con vistas al rapprochement[23] de este par de seres orgullosos y egoístas, era un mensaje realmente singular, y fue presentado posteriormente como prueba por un funcionario de telégrafos; rezaba así: «Regresa. El principio del fin ha llegado». Después de lo cual Randolph regresó, y tres meses después de la fecha de su llegada a Inglaterra, lord Pharanx había muerto.

—¿Asesinado?

Algo en la entonación con que pronunció Zaleski esta palabra me dejó perplejo. No me quedó claro si me había dirigido una exclamación que expresaba convencimiento o una mera pregunta. Supongo que mi expresión me delató, porque dijo a renglón seguido:

—Hubiera podido deducirlo fácilmente de su comportamiento, ¿sabe? Quizá incluso podría haberlo predicho, hace años.

—¿Haber predicho qué? Desde luego, no el asesinato de lord Pharanx, ¿verdad?

—Algo por el estilo —respondió con una sonrisa—, pero, adelante, cuénteme todos los hechos que le constan.

No era raro que se desprendieran enigmas verbales como éste de los labios del príncipe, así que seguí adelante con la narración.

—Los dos, entonces, se reunieron y reconciliaron, pero fue una reconciliación sin cordialidad, sin afecto, un apretón de manos a través de una barrera de latón, e incluso este apretón de manos fue estrictamente metafórico, porque se ve que no pasaron de cruzar una fría inclinación de cabeza. Sea como fuere, hubo pocas oportunidades de comprobarlo. Poco después de la llegada de Randolph a Orven Hall, su padre inició una vida de aislamiento casi absoluto. La mansión es un antiguo edificio de tres plantas, la última constituida mayormente por dormitorios, la primera por una biblioteca, salón y demás, y la planta baja, aparte del comedor y otras estancias habituales, por otra pequeña biblioteca abierta (por un lado de la casa) a una galería baja que, a su vez, se asoma a un césped salpicado de macizos de flores. Fue esta biblioteca menor en la planta baja la que quedó despojada de libros y convertida en dormitorio para el conde. Allí emigró y allí vivió, sin abandonarla apenas nunca. Randolph, por su parte, se mudó a una habitación en la primera planta inmediatamente encima de aquélla. De los criados de la familia, unos fueron despedidos, y sobre los pocos restantes se cernió un silencio expectante, una sensación de incertidumbre, sobre lo que presagiaban esos acontecimientos. Se propagó por el edificio una gran quietud impuesta, y el menor ruido indebido en cualquier parte venía indudablemente seguido de la voz furiosa del amo exigiendo saber la causa. En cierta ocasión, mientras los criados cenaban en la cocina en la parte de la casa más alejada de la que ocupaba él, lord Pharanx, ataviado con zapatillas y batín, apareció en el umbral y, rojo de ira, amenazó con poner a todos en la calle si no moderaban el estrépito de cuchillos y tenedores. Siempre se le había temido en su propia casa, y ahora el mero sonido de su voz desencadenó el terror. Se le llevaba la comida a la estancia que había convertido en su morada, y se comentó que, si antes tenía preferencias gastronómicas sencillas, a partir de entonces, debido posiblemente a la vida sedentaria que llevaba, se volvió quisquilloso e insistía en que le sirvieran bocados exquisitos. Si le menciono todos estos detalles, como también le mencionaré otros, no es porque tengan la menor relación con la tragedia que ocurrió después, sino solo porque me constan y usted me ha pedido que le cuente todo lo que sé.

—Sí —respondió con un ápice de tedio—, tiene razón. Más vale que oiga toda la historia, si es que tengo que oír parte de ella.

—Mientras tanto, se ve que Randolph visitaba al conde al menos una vez al día. Tan retirado vivía él también que muchos de sus amigos lo creían todavía en la India. Solo respecto a un particular quebrantaba el retiro. Como usted bien sabe, los Orven están considerados en política, y creo que siempre lo han estado, los conservadores más obstinados e incluso recalcitrantes. Incluso entre las familias más enamoradas del pasado de Inglaterra, descuellan visiblemente en este aspecto. ¿Le resulta verosímil, siendo así, que Randolph se ofreciera a la Asociación Radical del Distrito de Orven como candidato para las siguientes elecciones en oposición al miembro en funciones? También ha quedado constancia de que habló en tres sesiones públicas, de las que se informó en la prensa local, declarando su conversión política, y luego colocó la primera piedra de una nueva capilla baptista, presidió un té metodista y, llevado por un insólito interés por las degradadas condiciones de vida de los jornaleros en los pueblos circundantes, habilitó como aula un aposento en la planta superior de Orven Hall, donde reunía en torno a sí dos tardes a la semana a toda una clase de palurdos a quienes se dedicó a inculcar demostraciones de mecánica elemental.

—¡Mecánica! —exclamó Zaleski, al tiempo que se incorporaba un instante—. ¡Mecánica a los trabajadores del campo! ¿Por qué no química elemental? ¿Por qué no botánica elemental? ¿Por qué mecánica?

Era la primera muestra de interés por la historia que daba, y me complació, pero respondí:

—Eso no hace al caso; y lo cierto es que los caprichos de este individuo no tienen explicación. Imagino que confiaba en transmitir cierta idea a los jóvenes incultos de las simples leyes del movimiento y la fuerza. Pero ahora llego a un nuevo personaje en el drama, el personaje más importante de todos. Un día se presentó una mujer en Orven Hall y pidió ver a su dueño. Hablaba inglés con fuerte acento francés y, aunque se acercaba a la mediana edad, seguía siendo hermosa, con unos furiosos ojos negros y el rostro de una palidez lechosa. Su vestido era chabacano, barato y chillón, con señales evidentes de desgaste, llevaba el pelo desarreglado y su porte no era el de una dama. Cierta vehemencia, exasperación o inquietud caracterizaba todo lo que decía y hacía. El lacayo no le permitió pasar; lord Pharanx, le dijo, no estaba visible. Ella insistió violentamente, intentó apartar al sirviente y tuvieron que echarla por la fuerza, durante todo lo cual la voz del amo se oyó atronar desde el pasillo en una colérica protesta por aquel alboroto fuera de lo corriente. Ella se marchó gesticulando con furia y clamando venganza contra lord Pharanx y el mundo entero. Luego se averiguó que se había establecido en una de las aldeas vecinas llamada Lee.

»Esta persona, que dio el nombre de Maude Cibras, volvió a presentarse en la mansión tres veces sucesivas, y una tras otra se le impidió la entrada. Entonces, sin embargo, se consideró aconsejable informar a Randolph de sus visitas, y él dejó instrucciones de que si volvía, le permitieran verlo. Eso hizo ella al día siguiente, y tuvo una larga entrevista con él en privado durante la que una tal Hester Dyett, una criada de la casa, oyó la voz de la mujer, alzada en una airada protesta, mientras Randolph, en tonos quedos, parecía intentar calmarla. La conversación era en francés y no alcanzó a entender ni una palabra. Ella salió al cabo, sacudiendo la cabeza con garbo, y sonrió en ademán de vulgar triunfo al lacayo que anteriormente le había impedido el paso. Que se sepa, no volvió a solicitar que la recibieran en la casa.

»Su contacto con los moradores, sin embargo, no cesó. La misma Hester asegura que una noche, cuando regresaba a casa a horas avanzadas por el parque, vio a dos personas conversando en un banco bajo los árboles, se ocultó tras unos arbustos y descubrió que eran la desconocida y Randolph. La misma criada asegura haberles seguido a otros lugares de encuentro y también haber hallado en la saca del correo cartas con la dirección de Maude Cibras escrita de puño y letra por Randolph: una de ellas saldría a la luz más adelante. De hecho, tan absorbente se tornó la relación que, por lo visto, llegó a interferir en el arrebato de celo radical del hombre que recientemente se había convertido a la política. Los encuentros, siempre a cobijo de la oscuridad pero manifiestos y evidentes a los ojos de la atenta Hester, coincidían a veces con las clases de ciencias, y entonces éstas se suspendían; tanto que poco a poco fueron volviéndose más escasas y luego casi cesaron.

—Su narración adquiere un interés inesperado —dijo Zaleski—. Pero ¿qué decía esa carta de Randolph que salió a la luz?

Leí lo siguiente:

Querida mlle. Cibras:

Estoy intercediendo por usted ante mi padre con toda la influencia que poseo, pero él no da señal de cambiar de parecer por el momento. ¡Ojalá pudiera inducirle a que la recibiera! Pero, como usted bien sabe, es una persona de voluntad implacable, y mientras tanto debe confiar en mis leales esfuerzos en su nombre. Al mismo tiempo, reconozco que la situación es precaria: no me cabe duda de que usted queda bien asegurada en el actual testamento de lord Pharanx, pero está a punto —yo diría que es cosa de dos o tres días— de redactar otro y, exasperado como está por causa de su aparición en Inglaterra, sé que no tiene usted ninguna oportunidad de recibir ni un céntimo con el nuevo testamento. Esperemos que, antes de eso, le ocurra a usted algo favorable, y, mientras tanto, permítame implorarle, no permita que su justísimo resentimiento traspase los límites de lo razonable.

Un cordial saludo,

RANDOLPH

—¡Me gusta la carta! —exclamó Zaleski—. Se aprecia un tono de franqueza viril, pero los hechos ¿eran ciertos? ¿Redactó el conde un nuevo testamento en el momento especificado?

—No, aunque bien pudo ser porque aconteció su muerte.

—Y, en el testamento antiguo, ¿quedaba bien asegurada mademoiselle Cibras?

—Sí, al menos eso era correcto.

Le cruzó el rostro una sombra de dolor.

—Y ahora —continué—, llego a la escena final, en la que uno de los hombres más notables de Inglaterra falleció a manos de un oscuro asesino. La carta que acabo de leer fue escrita a Maude Cibras el 5 de enero. El siguiente acontecimiento se produce el día 6, cuando lord Pharanx abandonó su habitación por otra durante el día entero y un mecánico especializado fue conducido a ella con objeto de que llevara a cabo ciertas alteraciones. Al preguntarle Hester Dyett, cuando abandonaba él la casa, cuál era la naturaleza de sus operaciones, el hombre contestó que había colocado un dispositivo patentado en la ventana que daba a la galería para proteger mejor la estancia de los ladrones, pues se habían producido varios robos en el vecindario recientemente. La repentina muerte de este hombre, no obstante, antes de que ocurriera la tragedia, impidió que prestara testimonio. Al día siguiente (el 7) Hester, que entraba a la habitación con la comida de lord Pharanx, se figura, aunque no sabría decir por qué (ya que está de espaldas a ella, sentado en un sillón junto al fuego), que lord Pharanx ha estado «bebiendo abundantemente».

»El día ocho ocurrió algo insólito. Por fin indujeron al conde a que recibiera a Maude Cibras, y durante la mañana de ese día escribió una nota de su puño y letra informándole de su decisión, nota que Randolph entregó a un mensajero. Este mensaje también salió a la luz, y dice lo siguiente:

Maude Cibras:

Puede usted venir una vez oscurecido. Vaya a la parte sur de la casa, suba las escaleras hasta la galería y entre a mi habitación por la ventana abierta. Recuerde, no obstante, que no debe esperar nada de mí, y que a partir de esta noche pienso borrarla eternamente de mi pensamiento: pero escucharé su historia, que ya de antemano sé falsa. Destruya esta nota.

PHARANX

A medida que seguía adelante con mi relato, reparé en que poco a poco se adueñaba del semblante del príncipe Zaleski un singular aspecto de rigidez. Sus rasgos menudos y penetrantes se deformaron en una expresión que solo puedo describir como de insólita curiosidad, una curiosidad de lo más impaciente, arrogante en su intensidad. Sus pupilas, contraída cada una de ellas en un punto, se convirtieron en núcleo de dos anillos de luz abrasadora, y dio la impresión de que le rechinaban los dientecillos. Ya le había visto otra vez esa misma expresión codiciosa cuando, aferrando una lápida prehistórica cubierta de jeroglíficos medio borrados —sus dedos lívidos por efecto de la presión que ejercían—, volcó en ella esa intensa curiosidad, esa ardiente mirada inquisitiva, hasta que, gracias a una suerte de dominio hipnótico, pareció arrancarle el arcano que se ocultaba a otros ojos; luego se recostó, pálido y débil tras tan ardua victoria.

Cuando hube leído la carta de lord Pharanx, se apresuró a cogerme el papel de las manos y escudriñó el pasaje.

—Cuénteme… el final —dijo.

—Maude Cibras —continué—, invitada a reunirse con el conde, no se presentó en el momento acordado. Resulta que había dejado su alojamiento en la aldea a primera hora de esa misma mañana y, por una u otra razón, se había trasladado a la ciudad de Bath. Randolph también se fue ese mismo día, aunque a Plymouth, en dirección contraria, y regresó a la mañana siguiente, la del 9. Poco después se llegó a Lee y conversó con el patrón de la hostería donde se alojaba Cibras, le preguntó si estaba y, cuando le dijeron que se había marchado, indagó si se había llevado su equipaje; se le informó de que así era y también de que había anunciado su intención de abandonar Inglaterra de inmediato. Entonces regresó camino de la mansión. Ese mismo día Hester Dyett advirtió que había numerosos artículos de valor esparcidos por la habitación del conde, particularmente una diadema de antiguos brillantes brasileños que acostumbrara lucir lady Pharanx. Randolph, que estaba presente en ese momento, le hizo reparar aún más en ellos al decirle que lord Pharanx había querido reunir en su estancia muchas de las joyas de la familia; y recibió instrucciones de poner al tanto de ello a los demás sirvientes, por si veían a algún gandul de aspecto sospechoso por la finca.

»El día 10, tanto el padre como el hijo no salieron de sus habitaciones en todo el día, salvo cuando el segundo bajó a la hora de las comidas, momentos en los que cerró la puerta tras de sí y con sus propias manos subió la comida del conde, aduciendo como razón que su padre redactaba un documento importante y no quería que lo molestara la presencia de un criado. Durante la mañana, Hester Dyett, al oír en la estancia de Randolph fuertes ruidos, como si trasladaran muebles de un lado a otro, encontró un pretexto para llamar a su puerta y él le ordenó que no volviera a interrumpirle bajo ningún concepto, pues estaba ocupado haciendo el equipaje con vistas a un viaje a Londres al día siguiente. La conducta posterior de la mujer indica que el espectáculo sin duda insólito de Randolph haciendo su propio equipaje debió de aguijonear su curiosidad al máximo. Durante la tarde se dio instrucciones a un muchacho del pueblo de que reuniera a sus compañeros para una clase de ciencias ese mismo día a las ocho. Y así transcurrió la azarosa jornada.

»Llegamos ahora a las ocho de la tarde del día 10 de enero. La noche es oscura y sopla el viento; ha estado nevando un poco pero ya ha amainado. En una habitación de la planta superior, Randolph se dedica a explicar los principios de la dinámica; en la estancia inferior se encuentra Hester Dyett, pues, de alguna manera, Hester ha obtenido una llave que abre la puerta de la habitación de Randolph, y aprovecha que éste se encuentra arriba para registrarla. Debajo de ella está lord Pharanx, sin duda en cama, probablemente dormido. Hester, temblando de la cabeza a los pies en una fiebre de miedo y emoción, sostiene una vela encendida en una mano que cubre religiosamente con la otra, pues la tormenta es racheada y las rachas, abriéndose paso por las grietas de los viejos y ruidosos marcos de ventana, proyectan grandes sombras trémulas sobre las cortinas que le dan sustos de muerte. Solo tiene tiempo de ver que la habitación entera está revuelta de arriba abajo cuando, de repente, una ráfaga más fuerte apaga la llama, y se queda en lo que a sus ojos, estando como estaba en terreno prohibido, debió de ser el horror de la oscuridad. Al mismo tiempo, brusco y nítido justo debajo de ella, resuena en su oído un disparo de pistola. Por un instante se queda de piedra, incapaz del menor movimiento, y luego sus sentidos aturdidos cobran conciencia, o al menos eso juró, de que un objeto se mueve en la habitación, se mueve al parecer por voluntad propia, se mueve en oposición directa a todas las leyes de la naturaleza según las conoce ella. Imagina percibir un espectro, un ente extraño de un blanco globular, según dice, “como una bola de algodón de gran tamaño” que se alza directamente del suelo frente a ella y asciende poco a poco como si lo halara una fuerza invisible. La brusca conmoción resultante de percibir lo sobrenatural la priva de razón coherente. Al tiempo que levanta los brazos y profiere un estridente chillido, se precipita hacia la puerta, pero no llega a alcanzarla: a medio camino cae postrada sobre un objeto y luego ya no sabe más, y cuando, una hora después, sale de la habitación en brazos del propio Randolph, la sangre le gotea de una fractura en la tibia derecha.

»Mientras tanto, en la estancia superior se han oído el disparo y el grito de la mujer. Todas las miradas se vuelven hacia Randolph, que está a la sombra del artilugio mecánico con el que estaba ilustrando sus razonamientos, y busca apoyo en él. Intenta hablar, los músculos de la cara se le mueven pero no emite sonido alguno. Solo transcurrido un rato es capaz de decir con voz entrecortada: “¿Habéis oído algo, en el piso de abajo?”. Responden “sí” a coro y luego uno de los muchachos enciende una vela y salen todos en tromba con Randolph a la zaga. Un aterrado sirviente sube a toda prisa con la noticia de que algo horrible ha ocurrido en la casa. Continúan un trecho, pero hay una ventana abierta en las escaleras y la vela se apaga, de modo que tienen que esperar unos minutos hasta que encuentran otra, y luego la procesión reanuda la marcha. Al llegar a la puerta de lord Pharanx y encontrarla cerrada, se procuran un farol y Randolph los guía a través de la casa hasta el jardín, pero cuando ya casi han alcanzado la galería, un muchacho observa una pista de huellas de pies pequeños de mujer en la nieve; se detiene la marcha y entonces Randolph señala otro rastro de pies, medio borrado por la nieve, que parte de un bosquecillo cerca de la galería y forma un ángulo con respecto a la primera pista. Estas últimas huellas son de pies grandes, holladas por gruesas botas de faena. Sostiene el farol sobre los macizos de flores y muestra cómo los han pisoteado. Alguien encuentra un pañuelo vulgar como los que suelen llevar los obreros, y Randolph encuentra medio enterrados en la nieve un anillo y un relicario olvidados por los ladrones en su huida. Y ahora los que van a la cabeza llegan a la galería. Randolph, a su espalda, les grita que entren, pero le contestan que les es imposible porque la ventana está cerrada. Al oír la respuesta parece que se adueña de él primero la sorpresa y luego el horror. Alguien le oye murmurar las palabras: “Dios mío, ¿qué puede haber ocurrido ahora?”. Su horror se agrava cuando uno de los chicos le trae un trofeo repugnante hallado delante de la galería: las falanges anteriores de tres dedos de una mano humana. Una vez más profiere la exclamación agónica: “¡Dios mío!”, y luego, dominando la inquietud, avanza camino de la galería para descubrir que el cierre de guillotina de la ventana ha sido arrancado por la fuerza y la guillotina puede abrirse con solo empujar hacia arriba: así lo hace, y entra. La habitación está en la oscuridad: en el suelo debajo de la ventana se encuentra el cuerpo insensible de esa mujer, Cibras. Está viva, pero se ha desmayado. Tiene los dedos de la mano derecha cerrados en torno al mango de una navaja de grandes dimensiones que está cubierta de sangre; le falta parte de los dedos de la mano izquierda. Todas las joyas han sido sustraídas de la habitación. Lord Pharanx yace en la cama, apuñalado en el corazón a través de las sábanas. Luego también se hallará una bala alojada en su cerebro. Debo aclarar que un ribete afilado que recorría toda la parte inferior de la guillotina de la ventana constituía la herramienta que a todas luces había cercenado los dedos de Cibras. La había colocado pocos días antes el obrero al que me he referido, y constaba de varios resortes secretos ubicados en la cara interna de la pieza horizontal inferior del bastidor. Al oprimir cualquiera de estos resortes la ventana de guillotina descendía; de modo que nadie que ignorara el secreto podía salir por allí sin apoyar la mano en uno de aquellos resortes, haciendo descender de súbito la guillotina armada sobre la mano colocada debajo.

»Se celebró, como es natural, un juicio. La pobre acusada, presa del terror a la muerte, graznó una confesión del asesinato justo en el momento en que el jurado regresaba tras una breve consulta y antes de que hubiera tenido tiempo de pronunciar su fallo de “culpable”, aunque negó haber disparado contra lord Pharanx y negó también haber robado las joyas; y lo cierto es que no le encontraron pistola ni joyas encima, ni en toda la estancia, por lo que aún hay muchas cuestiones misteriosas. ¿Qué papel tuvieron los ladrones en la tragedia? ¿Estaban conchabados con Cibras? ¿No tendría un significado oculto el comportamiento extraño de al menos uno de los habitantes de Orven Hall? Se aventuraron conjeturas descabelladas por todo el país y se forjaron teorías, pero ninguna de ellas explicaba todas las cuestiones. Ahora, sin embargo, ha menguado la conmoción. Mañana por la mañana Maude Cibras será ejecutada en la horca.

Así puse punto final a mi narración.

Sin una palabra, Zaleski se levantó del sofá y se acercó al órgano. Ayudado desde atrás por Ham, que preveía todos y cada uno de los antojos de su amo, procedió a interpretar con infinito sentimiento un pasaje del Lakmé de Delibes; estuvo un buen rato sentado, desentrañando la melodía como en un ensueño, con la cabeza caída sobre el pecho. Cuando por fin se levantó, su amplia frente se veía despejada y tenía en los labios una sonrisa que era cualquier cosa menos solemne. Se acercó a un escritoire de marfil, garabateó unas palabras en un papel y se lo entregó al negro con las instrucciones de coger mi calesa y llevar el mensaje a toda prisa a la oficina de telégrafos más cercana.

—Este mensaje —dijo, volviendo a ocupar su sitio en la otomana— es una última palabra sobre la tragedia y, sin duda, propiciará alguna modificación en el tramo final de su historia. Y ahora, Shiel, vamos a ponernos cómodos para hablar de este asunto. A juzgar por cómo lo ha expresado usted, salta a la vista que hay ciertas cuestiones que lo dejan perplejo: no abarca de un limpio coup d’oeil[24] el regimiento entero de hechos, y sus causas y consecuencias, tal como ocurrieron. Veamos si, a partir de toda esa confusión, somos capaces de obtener una coherencia, una simetría. Se comete una grave ofensa, y en la sociedad a la que ha sido infligida recae la tarea de dilucidarla, de verla en todas sus implicaciones, y de castigarla. Pero ¿qué ocurre? La sociedad no está a la altura de las circunstancias; en general, se las arregla para tornar más opaca la opacidad, no ve el crimen en el sentido humano; es incapaz de castigarlo. Ahora bien, usted estará de acuerdo en que, cuando esto ocurre, se trata de un triste fracaso: triste, quiero decir, no en sí mismo, sino en su importancia, y tiene que haber una causa precisa para ello. Esta causa es la carencia de algo no solo, ni especialmente, en los investigadores del agravio, sino en el mundo en general. ¿Tendremos el atrevimiento de llamarlo carencia de cultura? Pero, entiéndame, con este término no me refiero tanto a un logro en general cuanto a un humor en particular. La incógnita de cuándo puede llegar a ser universal semejante humor, si es que alguna vez llega a serlo, quizá le plantee a usted dudas, pero, por lo que a mí respecta, a menudo creo que la civilización empieza, como sin duda empezará algún día, cuando las razas del mundo dejan de ser turbas crédulas y ovinas y se convierten en naciones críticas y humanas: eso marcará el comienzo de diez mil años de cultura clarividente. En ninguna parte, sin embargo, y en ningún momento en los escasos cientos de años que el hombre ha ocupado la tierra, se ha apreciado un solo indicio de su presencia. En algunos individuos sí, en el griego Platón, y me parece que en sus ingleses Milton y el obispo Berkeley, pero en la humanidad, nunca; y apenas en individuo alguno fuera de esas dos naciones. La razón, a mi modo de ver, no es tanto que el hombre sea un necio sin remedio cuanto que el Tiempo, por lo que a él respecta, no ha hecho, como sabemos, más que empezar: naturalmente, es concebible que la creación de una sociedad perfecta de hombres, como primer requisito para un régime de cultura, debe concederse un período de tiempo más largo que la consolidación de, pongamos por caso, un estrato de carbón. Una persona locuaz, uno de sus queridos novelistas, por cierto, si es que puede considerarse novela una obra en la que no haya ninguna aspiración de novedad, me aseguró en cierta ocasión que no podía reflexionar sin enorgullecerse acerca de la grandeza de la época en que vivía, una época cuya poderosa civilización comparaba con la de los tiempos de Augusto y Pericles. Me parece que cierta mirada pétrea de interés antropológico con la que observé su hueso frontal dejó anonadado al pobre hombre, que se marchó sin demora. ¿Ignoraba acaso que la nuestra es, en general, más grande que la de Pericles por la mera razón de que la Divinidad no la constituye el mal ni un chapucero; que tres mil años de conciencia humana no son nada; que un todo es más grande que sus partes y una mariposa más grande que la crisálida? Pero fue la suposición de que poseía por tanto algún atisbo de grandeza abstracto lo que ocasionó mi profundo asombro y, desde luego, mi desprecio. La civilización, si algún significado tiene, es el del arte gracias al cual los hombres viven juntos en armonía, al son, por así decirlo, de las zampoñas o, tal vez, de ditirambos marciales cual triunfantes estallidos de órgano. Cualquier fórmula que la defina como «el arte de repanchigarse y dejar que nos diviertan de forma muy elaborada» debería a estas alturas ser demasiado primitiva, demasiado «ópica», para arrancar otra cosa que una sonrisa de los labios de hombres blancos hechos y derechos; y el simple hecho de que semejante definición todavía encuentre plena aceptación en todas partes puede ser un indicio de que la auténtica ιdεα que esta condición del ser debe asumir al cabo está muy lejos, quizá a eras y eones de distancia, de entrar a formar parte de la concepción general. En ninguna parte desde el principio del mundo se ha acercado el tremendo problema de la vida tanto a una solución, y mucho menos el delicado y complejo problema de la vida en común: à propos del cual el cuerpo colectivo no solo sigue produciendo criminales (igual que el cuerpo natural pulgas), sino que su organismo, tan elemental, no es capaz de revestir siquiera una constitución genuinamente atlética. Mientras tanto, usted y yo estamos en desventaja. El individuo se afana con dolor. En su lucha por la calidad, por los poderes, por el aire, consume sus fuerzas y, sin embargo, apenas es capaz de eludir la asfixia. Ya no puede evadirse de las tendencias físicas que lo condicionan, como no puede la tierra zafarse del sol, ni éste de las omnipotencias que lo sujetan al universo. Si por casualidad a alguien le crece un tenue indicio de alas, una súbita sensación de contraste lo colma de inseguridad: una tragedia inmediata en la que lo inconsciente es «la soledad absoluta». Para lograr cualquier cosa, tiene que embutir la cabeza en la atmósfera del futuro mientras pies y manos derraman umbríos humores de desesperanza desde la crucifixión del burdo presente: ¡qué horrible tensión! En las alturas ve una instigación nocturna de estrellas, pero no puede golpearlas con la cabeza. Si la tierra fuera un barco, y estuviera yo al timón, bien sé hacia qué tormentoso azimut arrumbaría la proa, pero la gravedad, la gravedad, ¡la mayor maldición tras el pecado en el Edén!, es hostil. Cuando por fin (como ha de ser) la vieja madre se encarame a una órbita sublime, la seguiremos en su estela: hasta entonces no somos sino vanos «comparsas» de Ícaro. Lo que quiero decir es que es el plano de ubicación lo que falla: si se alza ese plano, todo ascenderá. Pero, mientras tanto, ¿no es Goethe quien nos asegura que «por mucho que se esfuerce, más lejos no alcanza hombre alguno»? Pues el Hombre, como habrá advertido, no es muchos, sino Uno. Es absurdo suponer que Inglaterra puede ser libre mientras Polonia está esclavizada; mientras París esté lejos de los orígenes de la civilización, Tuvalu y Chicago siguen en la barbarie. Es probable que ningún malhadado y microcéfalo hijo de Adán cometiera un error tan inmenso e infantil como Epulón si se imaginó rico mientras Lázaro estaba sentado míseramente a la puerta[25]. No muchos, como digo, sino uno. Ni siquiera Ham y yo, aquí en nuestro retiro, estamos solos: nos incomoda el espíritu intruso del presente; la adamantina raíz de la montaña en cuya cima nos encontramos está inextricablemente ligada al mundo inferior. Sin embargo, gracias al cielo, Goethe no estaba del todo en lo cierto, como, de hecho, demostró en carne propia. Se lo aseguro, Shiel, sé si María asesinó o no a Darnley[26]; sé, con toda la claridad y precisión de que es capaz un hombre, que Beatrice Cenci no era «culpable» como «demuestran» ciertos documentos recientemente descubiertos, sino que la versión del asunto que da Shelley, aunque mera conjetura, es la correcta[27]. Es posible, por medio del raciocinio, añadir un codo, o quizá una mano, o un dáctilo, a nuestra estatura; cabe la posibilidad de desarrollar poderes levemente, muy levemente, pero sin lugar a dudas, tanto en género como en grado, anticipándose siempre a la masa de aquellos que viven más o menos en el mismo ciclo temporal que uno. Aun así, solo cuando la masa comparta estos poderes a los que me refiero, cuando lo que, a falta de mejor término, denomino la época del Humor Cultivado haya llegado por fin, resultará el ejercicio de ellos sencillo y familiar al individuo y ¿quién sabe qué presciencias, prismas, sesiones de espiritismo, qué destreza introspectiva, apocalipsis del genio no estarán entonces al alcance de esos pocos que se hallan espiritualmente a la vanguardia de los hombres?

»Todo esto, como usted comprenderá, se lo digo como una suerte de excusa para mí mismo y para usted, por cualquier vacilación que hayamos podido tener ante la tarea de desentrañar el pequeñísimo enigma que me ha planteado, un enigma cuya resolución no debemos considerar difícil en absoluto. Como es natural, teniendo en cuenta todos los hechos, el primer particular que debe inevitablemente llamarnos la atención es el que se deriva de la circunstancia de que el vizconde Randolph tiene razones de peso para desear la muerte de su padre. Son enemigos declarados; él está prometido con una princesa a pesar de que probablemente es muy pobre para llegar a desposarse con ella, aunque lo más seguro es que sea lo bastante rico cuando muera su padre; etcétera. Todo eso salta a la vista. Por otro lado, nosotros, tanto usted como yo, conocemos al individuo: es una persona de sangre noble, tan moralmente cabal, debemos suponer, como la gente de a pie, que ocupa un puesto destacado en el mundo. Es imposible imaginar que una persona semejante cometiera un asesinato, o simplemente lo consintiera, por cualquiera de las razones que hemos visto o por todas ellas. En lo más hondo, con pruebas fehacientes o sin ellas, nos costaría creer algo así de él. Los hijos de los condes, de hecho, no van por ahí asesinando gente. A menos, por tanto, que nos las ingeniemos para descubrir otros móviles sólidos, adecuados e irresistibles, y por “irresistible” entiendo un móvil que debe ser mucho más fuerte incluso que el amor a la vida misma, creo que lo más justo sería descartarlo.

»Y, sin embargo, hay que reconocer que sus actos no están libres de culpa. De pronto intima con la culpable confesa, a quien, por lo visto, no conocía antes. Se da cita con ella de noche y mantiene correspondencia con ella. ¿Quién y qué es esa mujer? Creo que no nos equivocaríamos mucho al suponer que se trata de algún antiquísimo amor de lord Pharanx de las del tipo théâtre des variétés, a la que ha mantenido durante años, y a la que, al llegar a oídos de él alguna historia que la desacredita, ha amenazado con retirar sus favores. Sea como fuere, Randolph escribe a Cibras, una mujer violenta, una mujer de pasiones desatadas, asegurándole que en cuatro o cinco días se verá excluida del testamento de su padre; y en cuatro o cinco días Cibras hunde un cuchillo en el pecho de su padre. Es una secuencia perfectamente natural, aunque, claro está, la intención de causar con sus palabras el efecto que en realidad causaron bien pudo estar ausente; de hecho, la carta del propio lord Pharanx, de haberla recibido, habría contribuido a causar ese mismo efecto, pues no solo ofrece una oportunidad excelente para trasladar a la acción las ideas malvadas que Randolph (bien sin pensarlo o bien aposta) ha inspirado, sino que tiende en mayor medida aún a suscitar su pasión desengañándola de cualquier esperanza de clemencia. Si suponemos, como es natural, que no hubo intención semejante por parte del conde, podríamos suponer lo mismo en el caso del hijo. Cibras, sin embargo, no llega a recibir la carta del conde: la mañana del mismo día se marcha a Bath con el doble objeto, imagino, de adquirir un arma y dar la impresión de que se ha marchado del país. Entonces, ¿cómo sabe la localización exacta de la habitación de lord Pharanx? Está en una parte poco habitual de la mansión, ella no tiene relación con ninguno de los criados y es forastera en el distrito. ¿Es posible que Randolph se lo hubiera dicho? Y aquí de nuevo, incluso en ese caso, hay que tener en cuenta que lord Pharanx también se lo decía en su nota, y hay que reconocer la posibilidad de la ausencia de intención dolosa por parte del hijo. De hecho, iré hasta el extremo de demostrarle que en todos y cada uno de los casos en que sus actos son en sí extravagantes y sospechosos, la circunstancia de que el propio lord Pharanx estuviea al tanto de ellos y participara asimismo en ellos los torna, cuando no menos extravagantes, sí menos sospechosos. Luego está el cruel filo añadido a la ventana de la galería; a este respecto, el pensador más rudimentario argüiría para sí: “Randolph prácticamente incita a Maude Cibras a asesinar a su padre el día 5, y el día 6 hace que modifiquen la ventana de modo que si ella actúa según se lo ha sugerido él, se verá atrapada al intentar salir de la habitación, mientras que él, al ser descubierta en flagrant délit la culpable ejecutora, se zafará de cualquier atisbo de sospecha”. Pero, por otra parte, sabemos que la modificación se llevó a cabo con el consentimiento de lord Pharanx, probablemente a petición suya, pues abandona su estancia preferida todo un día con ese objeto. Lo mismo atañe a la carta a Cibras del día 8: Randolph la envía, pero la escribe el conde. Lo mismo con la colocación de las joyas en el aposento el día 9. Se habían producido varios robos en el vecindario, y de inmediato surge la sospecha en la mente de quien se ciñe al razonamiento elemental: ¿es posible que Randolph, al averiguar que Cibras ha “abandonado el país”, y que, de hecho, la herramienta que esperaba que cumpliese sus objetivos le ha fallado, es posible que hubiera llevado las joyas allí y hubiera advertido a los criados de su presencia con la esperanza de que la información trascendiera y diera lugar a un robo en el curso del cual su padre perdiera la vida? Hay pruebas, como usted sabe, que nos llevan a pensar que el robo sí llegó a producirse, y, a la vista de ello, semejante sospecha no es en absoluto irrazonable. Y, sin embargo, militando en contra de tal sospecha, obra en nuestro poder el conocimiento de que fue lord Pharanx quien “eligió” acumular las joyas cerca de él; de que Randolph puso al tanto de su existencia a la criada en presencia de aquél. Al menos en el asunto de la pequeña comedia política parece ser que el hijo actuó solo, pero desde luego uno no puede librarse de la impresión de que los discursos radicales, la candidatura y todo lo demás no constituían sino una serie muy elaborada, y sin embargo torpe, de preliminares a esas clases que le dio por impartir. Cualquier cosa para hacer que la perspectiva, la secuencia, de tal medida pareciera natural. Pero en las clases, por lo menos, contamos con el consentimiento tácito, e incluso la cooperación, de lord Pharanx. Usted ha descrito la conspiración de silencio que se impuso, por una u otra razón, en la casa; en ese reino de silencio un portazo, la caída de una bandeja se convierten en un tornado doméstico. Pero ¿ha oído usted alguna vez subir las escaleras a un trabajador del campo con chanclos o botas gruesas? El ruido es terrible. El estruendo de una multitud de tales trabajadores al atravesar la casa por la planta superior, probablemente cruzando groserías unos con otros, sería insufrible. Sin embargo, parece ser que lord Pharanx no puso ninguna objeción; la nueva institución se establece en su propia casa, en una parte de ella insólita, probablemente en contra de sus principios, pero no oímos ni un murmullo de sus labios. El día fatal, además, la calma de la casa se ve bruscamente quebrantada por un revuelo considerable justo encima de la habitación de Randolph, de resultas de sus preparativos para “un viaje a Londres”, pero el amo no protesta con su furia habitual. Y ¿no ve usted cómo esta actitud que va más allá del consentimiento por parte de lord Pharanx en lo que respecta a la conducta de su hijo resta a esa conducta la mitad de su importancia, lo intrínsecamente sospechoso que resulta?

»Quien razonara con premura llegaría inevitablemente a la conclusión de que Randolph era culpable de algo, de alguna intención funesta, aunque no sabría a ciencia cierta de qué. Pero quien razonara con más esmero haría un alto y colegiría que, puesto que el padre estaba implicado en esos actos, y puesto que él era inocente de cualquier intención semejante, lo mismo podría decirse posiblemente, incluso probablemente, del hijo. Por lo que veo, ésta ha sido la opinión de las autoridades, cuya lógica es de suponer que vaya muy por delante de su imaginación. Pero, suponiendo que pudiéramos alegar un acto, sin duda motivado por la intención dolosa por parte de Randolph, un acto en el que su padre sin duda no participó, ¿con qué nos encontramos a continuación? Pues con que de súbito nos remitimos al punto de vista de quien razona con premura y llegamos a la conclusión de que todos los demás actos relacionados se llevaron a cabo por el mismo motivo dañino; y llegados a este punto, ya no seremos capaces de resistirnos a la conclusión de que aquellos en los que su padre participaba bien pudieron derivarse de un motivo similar también en su pensamiento; como tampoco la mera obvia imposibilidad de una tesitura semejante tendrá la más mínima influencia en nosotros, en tanto que pensadores, a la hora de decidirnos en contra de su posibilidad lógica. Hago, por tanto, la inferencia, y continúo.

»Veamos si somos capaces, por medio de la indagación, de descubrir alguna desviación completamente irrefutable del camino recto por parte de Randolph, sobre la que podamos fundar nuestra certeza de que su padre no actuó como instigador. A las ocho de la noche del asesinato ya está oscuro; ha caído un poco de nieve, pero la nevada ya ha amainado: no sé cuánto rato antes, pero el suficiente para que el intervalo sea lo bastante apreciable para dejar huella. Ahora el grupo que rodea la casa se encuentra con dos pistas de huellas de pies que forman ángulo una con respecto a otra. De una de las pistas se nos dice únicamente que se debe a unos pies pequeños de mujer, y no sabemos de ella nada más; de la otra averiguamos que los pies eran grandes y las botas gruesas, y, se añade, el rastro estaba medio borrado por la nieve. Dos cosas quedan por tanto claras: que las personas que las hicieron venían de direcciones distintas y que probablemente las dejaron en momentos diferentes. Ya solo eso, por cierto, constituiría una respuesta suficiente a la pregunta de si Cibras estaba conchabada con los “ladrones”. Pero ¿cómo se comporta Randolph con estas huellas? Aunque lleva el farol, pasa por alto las primeras, las de la mujer, cuyo descubrimiento lleva a cabo un muchacho; pero las otras, medio ocultas en la nieve, las ve sin dificultad, y de inmediato llama la atención sobre ellas. Explica que los ladrones han estado haciendo de las suyas, pero fijémonos en su terror y sorpresa cuando oye que la ventana está cerrada; cuando ve los dedos ensangrentados de la mujer. No puede por menos de exclamar: “Dios mío, ¿qué ha ocurrido ahora?”. Pero ¿por qué “ahora”? La palabra no puede hacer referencia a la muerte de su padre, pues eso lo sabía, o lo conjeturó, de antemano, al oír el disparo. ¿No es más bien la exclamación de un hombre cuyos proyectos se han visto complicados por el destino? Además, lo que él esperaba era encontrar la ventana cerrada: nadie excepto él, lord Pharanx y el trabajador, a estas alturas fallecido, conocían el secreto de su construcción; uno de los ladrones, por tanto, después de entrar y robar en la estancia, al intentar salir apoyaría la mano en el marco y la guillotina le caería encima de la mano con el resultado que ya conocemos. Los otros, entonces, romperían el cristal para escapar, o cruzarían la casa, o quedarían atrapados. Esa sorpresa desmesurada era, por tanto, ilógica hasta lo absurdo, después de ver el rastro de huellas del ladrón en la nieve. Pero ¿cómo explicar el silencio de lord Pharanx durante la visita de los ladrones, si es que hubo tal visita? Estuvo, hay que tenerlo en cuenta, vivo todo el rato; no lo mataron y, desde luego, no le dispararon, pues el disparo se oyó después de que la nieve hubiera dejado de caer, es decir, después, mucho después de que los ladrones se hubieran marchado, ya que fue la nieve lo que dejó medio borradas las huellas al caer; ni lo acuchillaron, pues eso confiesa haberlo hecho Cibras. Entonces, ¿cómo es que, estando vivo, y sin amordazar, no dio lord Pharanx señal de la presencia de sus visitas? En realidad, no hubo ladrones esa noche en Orven Hall.

—Pero ¡las huellas! —exclamé—. ¡Las joyas encontradas en la nieve! ¡El pañuelo!

Zaleski sonrió.

—Los ladrones no son más que gente honrada y común que tiene una noción acertada del valor de las joyas cuando las ven. Consideran, como es natural, un mero desperdicio absurdo perder piedras preciosas en la nieve, y se negarían a ir en compañía de un hombre lo bastante necio para que se le cayera el pañuelo una noche de frío. Todo el asunto de los ladrones fue una artimaña especialmente poco artera, indigna de su autor. Únicamente la facilidad con que Randolph descubrió las joyas enterradas con la ayuda de la tenue luz de un farol debería haber servido ya de indicio a cualquier policía avezado y sin miedo a arrostrar lo improbable. Las joyas se dejaron allí con el propósito de dirigir las sospechas hacia los ladrones imaginarios; con ese mismo objetivo se arrancó el cierre de la ventana, se dejó abierta aposta la guillotina, se hizo la pista de huellas y se hurtaron los objetos valiosos de la habitación de lord Pharanx. Todo esto lo llevó a cabo deliberadamente alguien… ¿Sería precipitado decir ya quién lo hizo?

»Ahora que nuestras sospechas han perdido todo su carácter de imprecisión y han empezado a llevarnos en una dirección perfectamente definida, examinemos las declaraciones de Hester Dyett. Veo comprensible que los testimonios aportados por esta mujer en los interrogatorios públicos se recibieran con desconfianza. No hay duda de que es un espécimen indigno de ser humano, una criada indeseable, la caricatura histérica y fisgona de una mujer. Sus declaraciones, si bien quedó constancia formal de ellas, no se creyeron; o si se creyeron, solo se creyeron a medias. No se hizo ningún intento de deducir algo a partir de ellas, pero, por mi parte, si quisiera información especialmente fidedigna sobre un asunto, sería precisamente de un ser semejante de quien no acudiría a buscarla. Permítame que le haga un esbozo de esa clase de intelecto. Adolece de codicia de información, pero la información, para que lo satisfaga, debe hacer referencia a hechos reales; la ficción no le despierta simpatía; es de su impaciencia frente a lo que parece ser de donde surge su curiosidad por lo que es. Clío es su musa, y solo ella.[28] Todo su afán es recabar información a través de un agujero, toda su facultad consiste en fisgar, pero está desprovisto de imaginación, y no miente; en su pasión por las realidades consideraría un sacrilegio distorsionar una historia. Va directo a lo sustancial, lo indudable. Por esa razón losPeniculi y Ergasili de Plauto[29] me parecen mucho más fieles a la naturaleza que el personaje de Paul Pry en la comedia de Jerrold.[30] En un caso, sin lugar a dudas, el testimonio de Hester Dyett parece, al menos a primera vista, ser del todo falso. Declara haber visto un objeto blanco orbicular que ascendía en la estancia, pero, teniendo en cuenta que la noche era cerrada y se le había apagado la vela, debía de estar en medio de una densa oscuridad. ¿Cómo pudo, entonces, ver el objeto? Su testimonio, se arguyó, debía de ser falso adrede o, si no (puesto que se encontraba en un estado de arrebato), producto de una imaginación desaforada. Pero ya he dicho que esa clase de personas, nerviosas, neuróticas incluso, no son fantasiosas y, por tanto, yo doy su declaración por cierta. Y ahora vea usted la consecuencia de aceptarla como tal. Me veo inclinado a admitir que debía de haber una fuente de luz de alguna clase en la habitación, una luz lo bastante tenue y difusa para que la propia Hester no reparase en ella. De ser así, tenía que partir de algún punto al lado, debajo o encima de ella. No hay otras alternativas. En torno a éstas no había sino la oscuridad de la noche; la habitación inferior, como sabemos, también estaba a oscuras. Entonces la luz procedía de la estancia superior, de la clase de mecánica. Pero solo hay un medio por el que la luz de una habitación superior pueda filtrarse a otra inferior. Tiene que ser por un agujero en los tablones que separan una de la otra. Eso nos lleva al descubrimiento de una abertura de alguna clase en el suelo de la cámara superior. Dada esta circunstancia, el misterio del objeto blanco orbicular que es “halado” se desvanece. De inmediato preguntamos: ¿por qué no alzado a través de la abertura recién descubierta por medio de un cordel lo bastante fino para resultar invisible en la penumbra? Sin duda fue alzado. Y ahora que hemos determinado la existencia de un agujero en el techo de la habitación en que se encuentra Hester, ¿sería poco razonable, incluso sin pruebas adicionales, sospechar la existencia de otro en el suelo? Pero lo cierto es que sí tenemos esas pruebas. Al apresurarse hacia la puerta cae, se desvanece y se fractura la parte inferior de la pierna. Si hubiera tropezado con algún objeto, como suponía usted, el resultado habría sido igualmente una fractura, pero en una parte distinta del cuerpo; estando donde estaba, solo pudo habérsela causado al introducir el pie sin apercibirse en un agujero mientras el resto del cuerpo continuaba su movimiento apresurado. Eso nos da una idea aproximada del tamaño del orificio inferior; era al menos lo bastante grande para dar cabida a esa “bola de algodón de gran tamaño” de la que habla la mujer: y a partir del inferior podemos conjeturar el tamaño del superior. Pero ¿cómo es que no se mencionan estos agujeros entre las pruebas? Solo puede ser porque nadie llegó a verlos. Sin embargo, las habitaciones tuvieron que ser inspeccionadas por los agentes de policía, quienes, en caso de que existieran, tuvieron que haberlos visto. Por lo tanto, no existían: es decir, las piezas retiradas del suelo habían sido pulcramente repuestas para entonces, y, en el caso de la estancia inferior, cubiertas por la alfombra cuya retirada tanto revuelo causara en la habitación de Randolph el día fatal. Hester Dyett habría sido capaz de reparar al menos en una de las aberturas e incluirla en su testimonio, pero perdió el conocimiento antes de que le diera tiempo de averiguar la causa de su caída, y una hora después, como usted recordará, fue el propio Randolph quien la sacó de la habitación. Aun así, ¿no tendrían que haber reparado en la rendija los alumnos de las clases del piso superior? Sin duda, si se hallaba en el espacio abierto en medio de la habitación. Pero no repararon en ella, de modo que su posición no era ésa, sino el único lugar posible aparte de ése: detrás del aparato utilizado en la demostración. Ése era, por tanto, uno de los fines útiles que el aparato, y con él la rebuscada hipocresía de la clase, y los discursos, y la candidatura, perseguía: se construyó para hacer de cortina, de pantalla. Pero ¿no tenía otro fin? Podremos contestar a esa pregunta cuando sepamos su nombre y su naturaleza. Y no está fuera de nuestras capacidades conjeturarlo con algo parecido a la certeza, pues las únicas “máquinas” que cabe utilizar a modo de ilustración de nociones básicas de la mecánica son la clavija, la cuña, la balanza, la palanca, el eje con su rueda y la máquina de Atwood. Los principios matemáticos que ejemplifican cualquiera de ellas resultarían, como es natural, incomprensibles para alumnos semejantes, pero sobre todo las cinco primeras, y como sin duda se utilizaba el leve pretexto de procurar que los alumnos entendieran, escojo por tanto la última, selección que queda justificada si recordamos que al oírse el disparo, Randolph busca apoyo en la “máquina” y queda bajo su sombra: cualquiera de las demás sería demasiado pequeña para proyectar una sombra apreciable, salvo una, el eje y la rueda, que difícilmente hubiera servido como apoyo a un hombre alto en posición erguida. Por lo tanto, la máquina de Atwood se nos impone; por lo que respecta a su construcción, está compuesta, como usted bien sabe, de dos postes verticales con un travesaño provisto de poleas y cuerdas, y se utiliza para demostrar el movimiento de cuerpos sometidos a una fuerza constante: a saber, la fuerza de la gravedad. Piense ahora, sin embargo, en todos los usos de veras gloriosos que se puede dar a esas mismas poleas con objeto de arriar y halar inadvertidamente esa “bola de algodón” a través de las dos aberturas, mientras las otras cuerdas con los pesos amarrados oscilan ante los ojos embrutecidos de los campesinos. Basta con que señale que cuando el grupo entero salió en tropel de la estancia, Randolph fue el último en abandonarla, y ahora no resulta difícil conjeturar por qué.

»Entonces, ¿de qué hemos declarado culpable a Randolph? Para empezar, hemos demostrado que por medio de las huellas en la nieve se llevaron a cabo preparativos de antemano con objeto de ocultar la causa de la muerte del conde. Esa muerte, por tanto, debía de ser al menos esperada, prevista. Así pues, lo declaramos culpable de esperarla. Y luego, a través de una línea de deducción independiente, podemos descubrir también el modo en que esperaba que ocurriese. Está claro que no esperaba que ocurriese cuando ocurrió a manos de Maude Cibras, como prueba el que supiera que ella se había marchado, su asombro a todas luces genuino al ver la ventana cerrada y, sobre todo, su afán, de veras morboso, de establecer una coartada irrefutable para sí mismo yendo a Plymouth el día en que todo indicaba que ella haría lo que tenía intención de hacer, es decir, el día 8, fecha de la invitación del conde. La noche fatal, el mismo afán morboso de labrarse una coartada clara es apreciable, ya que se rodea de una nube de testigos en la cámara superior. Aunque ésa, como usted reconocerá, no es ni remotamente tan perfecta como hubiera sido un viaje, pongamos por caso, a Plymouth. ¿Por qué entonces, si esperaba la muerte, no hizo ese viaje? A todas luces porque en esta ocasión su presencia personal era necesaria. Cuando, juntamente con todo esto, recordamos el hecho de que durante las intrigas con Cibras las clases se interrumpieron, y luego se reanudaron de inmediato tras su inesperada partida, llegamos a la conclusión de que el modo en que se esperaba que ocurriera la muerte de lord Pharanx era la presencia personal de Randolph junto a los discursos políticos, la candidatura, las clases, el aparato.

»Aun así, aunque sigue siendo culpable de saber lo que ocurriría, y de estar en cierta medida relacionado con la muerte de su padre, no alcanzo a ver ningún indicio de que fuera personalmente su responsable, ni siquiera de que hubiera albergado intención semejante. Las pruebas son pruebas de complicidad, y nada más. Y, sin embargo, incluso de eso empezamos por exculparlo a menos que podamos descubrir, como he dicho, algún móvil sólido, adecuado, del todo irresistible para semejante complicidad. De otro modo, nos veremos obligados a reconocer que en algún punto nuestra argumentación nos ha jugado una mala pasada y nos ha llevado a conclusiones que difieren por completo de ciertos conocimientos que poseemos sobre los principios que rigen la conducta humana en general. Busquemos, pues, un motivo de esa índole, ¡algo más hondo que la enemistad personal, más fuerte que la ambición personal, que el amor a la vida misma! Y ahora, dígame, cuando aconteció este misterio, ¿se investigó a fondo toda la historia pretérita de la casa de los Orven?

—No, que yo sepa —contesté—; en la prensa aparecieron, como es natural, esbozos de la carrera del conde, pero creo que eso fue todo.

—Sin embargo, no cabe la posibilidad de que su pasado fuera desconocido, sino que meramente se hizo caso omiso de él. Mucho tiempo, se lo aseguro, mucho tiempo y a menudo, he meditado sobre esa historia e intentado averiguar de qué funesto secreto ha estado preñado el destino, triste como Érebo y las tinieblas de Nyx[31] con su manto negro, que durante siglos ha enturbiado a los hombres de esta malhadada estirpe. Ahora al fin lo sé. Oscura, oscura y enrojecida de sangre y horror es esa historia; por los silenciosos pasillos de los tiempos han huido entre gritos estos hijos ensangrentados de Atreo con las garras de las temidas Euménides a la zaga.[32] El primer conde recibió su título en 1535 de manos del octavo Enrique. Dos años después, aunque era conocido como rabioso «hombre del rey», se sumó al alzamiento contra su amo conocido como Peregrinaje de Gracia, y poco después fue ejecutado junto a Darcy y algunos otros lores. Tenía entonces cincuenta años. Su hijo, mientras tanto, había servido en el ejército del rey a las órdenes de Norfolk. Es notable, por cierto, que las mujeres siempre han sido excepcionales en la familia, y que en ningún caso ha habido más de un hijo. El segundo conde, bajo el reinado del sexto Eduardo, rechazó de pronto un cargo en la administración, se alistó en el ejército y cayó a la edad de cuarenta años en la batalla de Pinkie en 1547. Su hijo lo acompañaba. El tercero en 1557, bajo María, renunció a la fe católica, a la que, tanto antes como a partir de entonces, la familia se ha aferrado con pasión, y fue condenado (a la edad de cuarenta años) a la pena capital. El cuarto conde murió de causas naturales, pero de súbito, en la cama, a los cincuenta años en el verano de 1566. A medianoche del mismo día su hijo lo tendió en la tumba. Más adelante, en 1591, a este hijo lo vio caer su hijo desde una alta galería en Orven Hall mientras andaba sonámbulo en pleno día. Después no ocurre nada durante un tiempo, pero el octavo conde muere misteriosamente en 1651 a la edad de cuarenta y cinco años. Al declararse un incendio en su habitación, saltó por una ventana para huir de las llamas. Se fracturó de esa manera varias extremidades, pero iba camino de recuperarse cuando padeció una repentina recaída que pronto desembocó en su muerte. Se descubrió que había sido envenenado con radix aconiti indica, un veneno árabe muy poco común a la sazón, desconocido en Europa salvo para los entendidos, y mencionado por primera vez pocos meses antes por Acosta.[33] Un sirviente fue acusado y sometido a juicio, pero absuelto. El por entonces hijo de la casa era miembro de la recién fundada Real Sociedad, y autor de un trabajo sobre toxicología ahora olvidado, que, de todos modos, he leído. Como es natural, no recayó ninguna sospecha sobre él.

A medida que Zaleski seguía adelante con esta retrospectiva, no pude por menos de preguntarme con el más genuino asombro si sería poseedor de estos conocimientos de carácter íntimo ¡sobre todas las grandes familias de Europa! Era como si hubiese dedicado parte de su vida a llevar a cabo un estudio pormenorizado de la historia de los Orven.

—De esta misma manera —continuó—, podría detallar los anales de la familia desde aquellos tiempos hasta el presente. Pero en todos los casos han estado caracterizados por los mismos elementos trágicos latentes; y ya he explicado lo suficiente para demostrarle que en cada una de las tragedias había invariablemente algo grande, siniestro, algo acerca de lo que el entendimiento exige explicación, aunque se esfuerza en vano por encontrarla. Ahora ya no tenemos que seguir buscando. El destino no proyectó que el último lord Orven continuara ocultando al mundo la culpa secreta de su estirpe. Era la voluntad de los dioses, y se traicionó a sí mismo. «Regresa —escribió—. El principio del fin ha llegado.» ¿Qué fin? El fin, perfectamente bien conocido por Randolph, no necesitaba ninguna explicación para él. El antiguo, antiquísimo fin, que en tiempos lejanos y oscuros llevó al primer lord, todavía leal en el alma, a traicionar a su rey; y a otro, todavía devoto, a renunciar a su preciada fe, y a otro a incendiar la casa de sus antepasados. Usted ha calificado a los dos últimos vástagos de la familia de «par de seres orgullosos y egoístas»; orgullosos lo eran, y egoístas también, pero se engaña si cree que su egoísmo era personal: al contrario, eran singularmente ajenos a sí mismos en el sentido literal de la expresión. Los suyos eran el orgullo y el egoísmo de la estirpe. ¿Qué otra consideración, cree usted, aparte del bienestar de su casa, pudo inducir a lord Randolph a cargar sobre sí la vergüenza, pues así la considera sin duda, de una conversión al radicalismo? Estoy convencido de que hubiera preferido morir a llevar a cabo esa simulación con fines meramente personales. Pero la lleva a cabo, ¿y con qué razón? Es porque ha recibido el terrible emplazamiento desde casa; porque «el fin» está más cerca cada día que pasa, y no debe encontrarlo desprevenido para arrostrarlo; es porque los sentidos de lord Pharanx están adquiriendo una agudeza excesiva; porque el estrépito de los cuchillos de los criados al otro lado de la casa le altera hasta la locura; porque su paladar agitado ya no soporta alimento alguno excepto las exquisiteces más sutiles; porque Hester Dyett es capaz de conjeturar a partir de la postura en que está sentado que se encuentra ebrio; porque, en realidad, está al borde de la horrenda dolencia que los médicos llaman parálisis general del demente. Recordará usted que le cogí de las manos el periódico donde se reproducía la carta del conde a Cibras para leerla con mis propios ojos. Tenía mis razones, y estaba justificado. Esa carta contiene tres errores de ortografía: «aquí» está impreso «aqui», «pase» aparece como «pas» y «habitación», como «havitación». ¿Erratas de imprenta, diría usted? Pues no lo creo, una es posible, dos en un párrafo tan breve difícilmente podría ser, tres resultaría imposible. Escudriñe el periódico entero y creo que no encontrará otra. Rindámonos ante la teoría de la probabilidad: los errores eran del autor, no del impresor. Se sabe que la parálisis general del demente tiene efecto en la escritura. Ataca a sus víctimas en torno al período de la edad mediana, la edad en que acontecieron los fallecimientos de todos los Orven que murieron de modo misterioso. Al descubrir que la funesta herencia de su estirpe, la herencia de la locura, cae o ha caído sobre él, pide a su hijo que regrese de la India. Dicta para sí mismo sentencia de muerte: es la tradición de la familia, el voto secreto de autodestrucción transmitido de padre a hijo a través de los tiempos. Pero debe contar con ayuda: hoy en día es difícil que un hombre cometa el acto suicida sin ser detectado, y si la locura es una ignominia para la estirpe, lo mismo ocurre con el suicidio. Además, la familia debe enriquecerse con los seguros de vida, y de ese modo emparentará con sangre real; pero el dinero se perdería en caso de detectarse el suicidio. Randolph, por tanto, regresa y se transforma en un candidato popular.

»Durante una temporada se ve obligado a abandonar sus planes originarios por causa de la aparición de Maude Cibras; confía en poder convencerla para que sea ella quien acabe con el conde; pero cuando ella lo deja en la estacada, vuelve a su plan original, vuelve a él de repente, pues el estado de lord Pharanx se está volviendo crítico, patente para cualquiera, si alguien lo viese, tanto así que el último día no se permite a ninguno de los criados entrar en su habitación. Debemos, por tanto, considerar a Cibras como mera adición y elemento extraño a la tragedia, no como parte integral de ella. No disparó al noble lord, ya que no tenía pistola; ni tampoco le disparó Randolph, pues estaba lejos del lecho de muerte, rodeado de testigos; ni tampoco lo hicieron los ladrones imaginarios. Por lo tanto, el conde se disparó a sí mismo; y fue la pequeña pistola plateada globular, una como ésta —aquí Zaleski sacó de un cajón cercano una pequeña arma veneciana repujada— lo que a Hester, en su nerviosismo, le pareció una “bola de algodón” mientras la halaban en la penumbra por medio de la máquina de Atwood. Pero si el conde se disparó a sí mismo, no pudo haberlo hecho después de ser apuñalado en el corazón. Maude Cibras, por tanto, apuñaló a un hombre muerto. Naturalmente, tendría tiempo de sobra para entrar a hurtadillas en la habitación y hacerlo después de que se efectuara el disparo, y antes de que el grupo llegara a la ventana de la galería, debido a la demora en las escaleras al procurarse otra luz; al acudir a la puerta del conde; al examinar las huellas, y demás. Pero puesto que apuñaló a un hombre muerto, no es culpable de asesinato. El mensaje que acabo de enviar por medio de Ham va dirigido al ministro del Interior, y tiene como objeto decirle que no permita que se celebre mañana la ejecución de Cibras bajo ningún concepto. Sabe muy bien quién soy, y dudo que sea lo bastante necio para creerme capaz de utilizar esas palabras si no es con pleno conocimiento de causa. Será perfectamente sencillo demostrar mis conclusiones, ya que las piezas retiradas y luego otra vez colocadas en los suelos todavía pueden detectarse si se buscan; la pistola sigue, sin la menor duda, en la habitación de Randolph, y su cañón puede compararse con la bala en el cerebro de lord Pharanx; pero, sobre todo, las joyas robadas por los “ladrones” siguen a buen recaudo en algún armario del nuevo conde, y pueden encontrarse con facilidad. Por lo tanto, espero que el dénoûment[34] dé ahora un giro notablemente distinto.

Que el dénoûment dio un giro notablemente distinto, y estrictamente ceñido a las previsiones de Zaleski, forma ya parte de la historia, y, por tanto, huelga que yo haga aquí comentario adicional alguno sobre los incidentes.