No soy un criminal. No he hecho nada malo.

Acaban de pillar a una mujer que estaba al principio de la fila, la tez color café, unos treinta y cinco años, los ojos grandes e inocentes bajo el ala de su boina de marca. Tiene pinta de haberse tomado una dosis de oxitocina, intentando subvertir la esencia del sistema: una sonrisa, un guiño, ese empujoncito químico extra que se salta la lógica y le susurra directamente al tronco cerebral: «Es una amiga. Esta no hace falta que pase por la máquina…».

Pero supongo que se ha olvidado de un detalle: aquí todos somos máquinas, ajustadas, afinadas y perfeccionadas hasta la última molécula. Los guardias han sido inmunizados contra los razonamientos y los aerosoles. Se la llevan, sin inmutarse ante sus protestas. Intento imitarlos e insensibilizarme para lo que quiera que sea lo que le espera a la mujer al otro lado de la puerta blanca. ¿En qué estaría pensando para intentar un truco así? Sea lo que sea lo que se esconde en su cabeza tiene que ser algo más que una mera inclinación. A los pasajeros de pago no se los llevan a rastras por alguna aviesa fantasía, no por ahora, al menos, no por ahora. Tiene que haber hecho algo. Tiene que haber llegado a actuar.

Falta media hora para embarcar en el avión. Por delante tengo al menos cincuenta ciudadanos respetuosos de la ley y todavía no han empezado a procesarnos. El cajón zumbón se alza imponente frente a la fila de pasajeros, como un enorme cangrejo acorazado, recién instalado, con la boca abierta. Una guardia se aparta de su lado y empieza a caminar por la fila, seleccionando al azar a algunos pasajeros, saltándose a otros, sintiéndose afortunada tras la primera presa del día. En un universo justo yo no tendría nada que temer. «No soy un criminal, no he hecho nada malo», me repito una y otra vez a modo de mantra protector.

«No soy un criminal. No he hecho nada malo».

Pero sé que aun así esa jodida máquina me va a señalar.

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La Cámara de los Secretos se ilumina al principio de la fila. Una voz femenina enlatada anuncia el inicio de los controles de seguridad previos al embarque, y la dura acústica hace que su eco resuene por la terminal. Los guardias se ponen relajadamente firmes. Nosotros ya hemos entregado todo antes de incorporarnos a esta fila: placas de identificación inteligentes, alhajas, mi oficina de bolsillo… todo confiscado hasta que lleguemos al otro lado, a la redención. El cajón zumbón necesita ver bien el interior de nuestra cabeza, e incluso un pendiente puede despistarle. Las personas con implantes quirúrgicos o alguno de esos anticuados empastes de mercurio no son bienvenidas aquí. Esa gente tiene una cola aparte, y una sala especial donde los exámenes de las cavidades corporales y los interrogatorios a la antigua usanza están todavía a la orden del día.

La voz omnipresente ordena a todos los pasajeros de Westjet que sufran epilepsia, disfunción coclear o síndrome gray-out que se identifiquen ante los agentes de seguridad antes de pasar por el escáner. Si algún otro pasajero no desea ser escaneado puede optar por renunciar a su billete. Westjet siente no poder reintegrar el importe del mismo en este caso. Westjet no se responsabiliza de cualquier efecto neuronal secundario, temporal o permanente, que pueda derivarse de la utilización del escáner. La utilización del escáner supone la aceptación de estas condiciones.

Y sí que ha habido efectos secundarios. En los primeros tiempos hubo varios casos de personas que padecían epilepsias de lo más ordinarias que tuvieron crisis leves. Y un famoso ateo de Oxford (lo recordaréis, el tipo que escribió todos esos libros) pilló una devota y perdurable fe en el dios de los cristianos en un control del aeropuerto de Heathrow, aunque finalmente parte de la culpa fue achacada al tumor que ya tenía de antes y que lo mató un par de meses más tarde. Y el año pasado, una abuela viuda de Saint Paul apareció en todos los noticiarios cuando salió del cajón zumbón de un juzgado convertida en una insaciable fetichista sexual de las zapatillas deportivas. Lo que podía haberle costado un pastón a Sony, de no haberse tratado de una compasiva alma de Dios que decidió no meterse en pleitos. Los rumores de que había utilizado PajaS justo antes de tomar esa decisión nunca se llegaron a confirmar.

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—¿Destino?

La guardia de seguridad llega a mí cuando no estoy mirando. Su láser me lame el rostro con sus papilas gustativas biométricas. Parpadeo intentando eliminar las postimágenes.

—¿Destino? —repite.

—Esto… Yellowknife.

Echa un vistazo al aparato que lleva en la mano.

—¿Negocios o placer?

Estas preguntas carecen de sentido, ni siquiera se ajustan al guión. Con PajaS hemos dejado atrás la necesidad de todos estos interrogatorios nimios. Seguro que lo único que pasa es que no le gusta mi aspecto. De algún modo lo sabe, aunque no sepa exactamente qué es lo que sabe.

—Ni una cosa ni otra —respondo.

Levanta la mirada bruscamente. Fueran cuales fueran las sospechas que albergaba en un principio, se han visto reforzadas por mi respuesta a todas luces evasiva.

—Voy a un entierro —explico.

Sin una palabra más, continúa fila adelante.

Sé que no estás aquí, Padre. Abandoné la fe en la infancia. Si los demás quieren seguir con todas esas tontas supersticiones, allá ellos, y también allá ellos si quieren irle lloriqueando a un ser sobrenatural en busca de consuelo y perdón. Y lo mismo digo de los cobardes e insensatos que quieren negar la oscuridad con la promesa de una imaginaria vida después de la muerte. Yo no necesito amigos invisibles. Sé que solo estoy hablando conmigo mismo. Y lo único que quisiera es dejar de hacerlo.

Me pregunto si esa máquina será capaz de escuchar a escondidas nuestra conversación.

Yo te apoyé en el juicio, igual que tú me habías apoyado años atrás cuando no tenía ningún otro amigo en el mundo. Juré por tu libro sagrado de cuentos de hadas que nunca me habías tocado, ni una vez en todos esos años. Me pregunto si los otros estarían mintiendo. No lo sé, supongo que porque no hay que juzgar.

Sin embargo, tú fuiste juzgado y hallado falto. Ni siquiera fue noticia: hoy en día, y lleva siendo así desde hace años, los curas que abusan de niños tienen más de cliché que de criminales, y en cualquier caso a nadie le importa lo que sucede en algún pueblucho de mierda perdido en el norte de Canadá. Con que te hubieran trasladado con discreción solo una vez más, con que hubieras conseguido seguir pasando desapercibido una temporadita más, igual no hubieras llegado a esto. Te podrían haber arreglado.

O tal vez no, ahora que lo pienso. El Vaticano atacó PajaS igual que en su momento había atacado la clonación y el sistema solar copernicano. Dios nos ha creado así y eso es algo con lo que no se juega. No debemos poner en peligro la libre elección, por muy libres que podamos ser en el momento en que elijamos hacerlo.

Aunque me he dado cuenta de que en esto no se incluye el lóbulo temporal, puesto que la catedral de San Miguel acaba de gastarse siete millones equipando su nave para el Éxtasis bajo demanda.

A lo mejor el suicidio es la única opción que te quedó; a lo mejor lo único que podías hacer era añadir ofensa al pecado. Tampoco es que tuvieras gran cosa que perder: tus propias escrituras sagradas condenan de igual manera el deseo que la comisión. Recuerdo que hace muchos años, y aunque ya hacía tiempo que había arrojado a un lado mis muletas, te pregunté: ¿qué pasa si el pecado no llega a materializarse?, ¿qué pasa si deseas a la mujer del prójimo o te recreas imaginando un asesinato, pero todo ello lo guardas en tu interior? Me dirigiste una amable mirada, que es posible que estuviera cargada de mucha más comprensión de la que nunca pensé que pudieras tener, antes de condenarme con las palabras de un superhéroe imaginario. «Si has cometido cualquiera de esos actos en tu corazón —dijiste—, entonces lo has cometido ante los ojos de Dios».

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Siento un repentino y breve campanilleo entre los oídos. ¡Qué bien me vendría un trago ahora mismo! El aroma leñoso de un buen escocés añejo serpenteando por mis senos nasales me sentaría estupendamente. Echo un vistazo a mi alrededor y localizo la valla publicitaria que me ha cazado. Crown Royal. ¡Joder con el spam mental! Agradezco en silencio la normativa que prohíbe que te inculquen marcas comerciales; pueden meterte en la cabeza la apetencia por algo, pero engancharte a una marca supondría franquear algún umbral arbitrario del «libre albedrío». No es más que un gesto absurdo, una concesión a los fanáticos de los derechos civiles. Igual que el campanilleo que lo precede: según los tribunales, me informa de que sigo siendo libre. Y mientras sepa que me están hackeando tengo bastantes probabilidades de poder tomar mis propias decisiones.

Un par de personas por delante de mí, un anciano llora en silencio. Hace un momento parecía estar bien. A veces pasa. El anuncio activa las conexiones equivocadas. PajaS no puede crear representaciones sensoriales de alta definición sin un casco, así que estos disparos a distancia evocan más que inculcan. Dicen que la clave son los olores: lóbulos primitivos y lo suficientemente grandes como para que se pueda apuntar a ellos desde lejos, y más sencillos de hackear que las inmensas matrices de gigapíxeles de la corteza visual. Y además, cuanto más primario, más cercano a la parte reptiliana de nuestro cerebro. Se gastaron millones intentando descubrir los disparadores universales. La madreselva te hace acordarte de la infancia; el olor a pino, evocar las Navidades. Nos pueden predisponer hacia Norman Rockwell o hacia el marqués de Sade, en función del producto. Le das un empujoncito a las neuronas receptoras adecuadas y el cerebro ya se encarga de elaborar su propio spam.

Sin embargo, hay personas para las que madreselva es a lo que olía cuando a su madre le dieron una buena paliza. Y otras para las que las Navidades es cuando encontraron a su hermana con las muñecas rajadas.

No es algo que suceda con frecuencia. Los anuncios provocan una ligera incomodidad en un uno por mil de los casos, y una auténtica aflicción en una décima parte de estos. Algunos pensaban que incluso ese precio era demasiado alto. Otros temblaban ante la visión de máquinas implantándonos no solo imágenes y sonidos sino también deseos, opiniones y creencias religiosas. Ahora bien, los anuncios en los que salen bebés adorables y mujeres sexis también despiertan deseos en nosotros, y utilizan las imágenes y los sonidos para saltarse nuestro intelecto e ir directamente a por nuestros instintos. Cualquier debate, cualquier discusión es, literalmente, un intento por alterar la mente de alguien; cualquier poema o folleto es un instrumento viral que busca manipular las opiniones. «Yo lo estoy haciendo ahora mismo —aseguraba el pasado mes en MacroNet un portavoz de Mindscape capaz de refutar cualquier argumento—. Estoy intentando cambiar su configuración neuronal utilizando los sonidos que están oyendo. ¿De veras quieren prohibir PajaS simplemente porque utiliza sonidos que ustedes no pueden utilizar?».

La pendiente es demasiado resbaladiza. Si se prohíbe PajaS a lo mejor también habría que prohibir tanto el arte como la abogacía. Y a lo mejor incluso la propia libertad de expresión.

Los dos sabemos que esto es así, Padre. Incluso las palabras pueden hacer llorar.

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La fila avanza. Nos movemos arrastrando los pies con una fluida y siniestra eficiencia, desapareciendo brevemente uno tras otro en el interior del cajón zumbón y reapareciendo por el otro lado, emergiendo renacidos de un bautismo tecnológico que nos ennoblece a todos con una santidad temporal. Ultrasonidos comprimidos, Padre. Así es como nos purifican. Con todo el despliegue publicitario de hace unos años seguramente te enteraste, incluso ahí arriba. Al menos seguro que viste la bula papal condenándolo. Sony registró la patente original como una interfaz para videojuegos, justo a finales de siglo; y nos dijeron que los visófonos y electrodos de antaño pronto iban a ceder su lugar a unas asequibles cajitas que nos rastrearían por el salón y que, saltándose por completo nuestros ojos y oídos, imbuirían directamente en nuestro cerebro experiencias sensoriales en cinco dimensiones. Aunque todavía seguimos esperando las cajitas en cuestión: es posible que los ajustes sean ultrasónicos, pero el sistema consigue que el cerebro no pierda el norte monitorizando las ondas electromagnéticas, y no son muchos los consumidores que han convertido su hogar en una jaula de Faraday. Mientras tanto y hasta que el precio baje, los hospitales, aeropuertos y parques temáticos se encargan de mantener vivo el sueño. Y los subproductos, Padre, los subproductos están por todas partes. Los sordos oyen. Los ciegos ven. Y a las personas que sufren estrés postraumático les son borradas todas las memorias amargas, siempre y cuando sigan pagando la cuota de conexión.

Y ese es el problema, por supuesto. No es algo permanente: esas frecuencias altas excitan algunas sinapsis e inhiben otras, pero no cambian realmente nada de la circuitería preexistente, con lo que el cerebro termina volviendo a la normalidad una vez se interrumpe la señal. Lo que no solo resulta rentable para los que suministran las ondas, sino que además simplifica bastante las cosas en los tribunales. Porque se tienen que preocupar por todo eso de «la integridad del yo». Si cada vez que voláramos en el puente aéreo nos reconfiguraran el cerebro, se podrían llegar plantear delicadas cuestiones sobre la legalidad del sistema.

Aunque tengo que reconocer que acelera las cosas. Se acabaron esas verificaciones de antecedentes eternas, se acabaron los registros físicos íntimos y supuestamente aleatorios, se acabaron las letanías de preguntas destinadas a extirpar de entre nosotros a los conflictivos. Una pizca de magnetismo transcraneal; un chorrito de ultrasonido; «el siguiente». Hace un año me hubiera tocado hacer cola durante horas. Hoy llevo aquí apenas quince minutos y ya estoy entre los diez primeros. Y no es únicamente lo cómodo que resulta: se trata de la seguridad, la garantía, un suspiro de alivio tras una generación de ruleta rusa. No más infiernos de fuego como el de Edmonton, no más insurrecciones como la de Rio, no más edificios reducidos a escoria ni ciudades enfermando tras la explosión de una bomba sucia. Todavía quedan saboteadores y terroristas sueltos por el mundo, por supuesto. Siempre los habrá, pero cuando llegan a golpear lo hacen en lugares que no están protegidos por PajillaS Zumbón. Cualquiera que vuele por nuestros acogedores cielos es tan inofensivo como… como yo. Y ¿quién puede oponerse ante unos resultados así?

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En los viejos tiempos a lo mejor me habría gustado ser un psicópata. Antes lo tenían bien fácil. Las máquinas se limitaban a buscar respuestas emocionales: movimientos sacádicos, respuestas galvánicas en la piel… Cualquiera carente de conciencia podía sostenerles la mirada con una amplia sonrisa y un corazón vacío. Pero PajaS sirvió de inspiración para una generación de máquinas totalmente nueva. Ahora el técnico ve lo que está por debajo de la superficie: parámetros de la corteza prefrontal, metabolismo de la glucosa… Y ahora adictos, pervertidos y aspirantes a saboteadores son todos ellos cazados en la misma red.

Eso no quiere decir que no nos vuelvan a soltar, por supuesto. No es que la sociopatía esté prohibida por la ley. ¡Demonios!, como dejaran fueran a todos los que tienen una conciencia defectuosa, la clase preferente estaría vacía.

Hay varios niños desperdigados por la fila. En su mayoría están acompañados por algún adulto, pero hay tres que están solos: dos niños y una niña. Se les ve nerviosos y encantadores, asustadizos como animalillos salvajes. No están acostumbrados a estar solos. El mayor no puede tener más de nueve años y tiene un lunar en un lateral del cuello.

No puedo dejar de mirarlo.

De pronto los niños vuelven a andar solos por ahí. Ya llevo meses viéndolos por los parques y centros comerciales, sin nadie que los vigile, inocentes y totalmente vulnerables, como si PajaS les hubiera dado a todos los padres una excusa para poder respirar tranquilos. No importa que vaya a tardar años en extenderse desde los aeropuertos y edificios oficiales hasta las zonas de juegos de los niños. Mamá y papá están hartos de esperar, y se tranquilizan como pueden pensando en que hasta en la última esquina hay una cámara que escudriña de aquí para allá a todo el mundo igual que si detrás de ella hubiera una persona de verdad. Mamá y papá no pueden molestarse en pasar cinco minutos en internet reuniendo su propio manual del depredador sobre cómo utilizar los punteros láser y los ángulos muertos para aprovechar los puntos débiles de nuestra sociedad de la vigilancia. Así que prefieren limitarse a no poner en duda todos esos lugares comunes sobre la «seguridad civil».

Llevamos muchísimos años conviviendo con el miedo. Y como la gente se muere de ganas de contar con algo parecido a la seguridad, aunque sea una mera ilusión, se aferrará a la promesa de un futuro que ni siquiera ha llegado todavía. No es que esto sea algo nuevo; ya hablemos de una casa en una ciudad dormitorio o del tono bronceado que está tomando la Antártida, mamá y papá siempre han vivido a crédito.

Así que si algo les llegara a pasar a sus hijos les estaría bien empleado.

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La fila avanza. Y de pronto soy el primero.

Un representante de la Autoridad me hace un gesto indicándome que entre. Doy un paso adelante como si me dirigiera hacia mi ejecución. Lo hago por ti, Padre. Lo hago para presentarte mis respetos. Lo hago para bailar sobre tu tumba. Si pudiera haberme evitado este momento, si pudiera haber apartado de mí este cáliz, si pudiera haber ido caminando hasta el noroeste del país en lugar de permitir que esta tecnología obscena se introduzca en mi cabeza…

Encima de la boca de la máquina alguien ha pintado dos palabras con una plantilla y spray negro: «La sombra». En un intento por demorar el momento, le dirijo una pregunta al guardia.

—Conoce las maldades que se ocultan en el corazón de los hombres —me dice—. ¡Ja, ja, ja! Siga adelante.

No tengo ni idea de qué está hablando.

Las paredes de la cabina brillan con una compacta trama de hilos de cobre. El casco desciende desde las alturas con un suave siseo hidráulico, y se coloca sobre mi cabeza demasiado livianamente para un aparato tan macizo. La visera se desliza situándose delante de mis ojos igual que una venda. Estoy en un universo de bolsillo, a solas con mis pensamientos y un Dios que todo lo ve. La electricidad zumba en las profundidades de mi cabeza.

Soy inocente de todo crimen. Nunca he quebrantado la ley. A lo mejor Dios lo ve si lo pienso con todas mis fuerzas. ¿Y por qué tiene que ver nada?, ¿por qué tiene que leer el palimpsesto si se va a limitar a escribir encima? Pues porque los cerebros no funcionan así. Cada individuo es distinto, configurado de manera única y tan gloriosamente enmarañada que tiene que ser leído antes de poder ser editado. Y las motivaciones, las intenciones, innumerables y con múltiples cabezas, se enroscan y proliferan desde la corteza central hasta el giro cingulado, desde el hipotálamo hasta el claustrum. No hay una lucecita que se encienda cuando tus planes son nefandos, ni una neurona de Jennifer Aniston para los locos con una bomba. Así que, por la seguridad de todos, tienen que leerlo íntegramente. Por la seguridad de todos.

Tengo la sensación de que llevo una eternidad debajo del casco. Nadie ha tardado tanto.

La fila no avanza.

—Vaya, lo que tenemos aquí… —dice alguien de Seguridad en voz baja.

—Yo no… —digo—. Yo nunca…

—Ni lo vas a hacer, al menos no durante las próximas nueve horas.

—Nunca he hecho nada… —Sueno irascible, infantil—. Ni una vez.

—Ya lo veo —dice, pero sé que estamos hablando de cosas distintas.

El tono del zumbido cambia de manera casi imperceptible. Noto los picotazos de imanes y mosquitos en el interior de mi cabeza. Algo todavía no lo suficientemente asequible para el mercado doméstico me reconfigura: un dolor se evapora, un reprimido anhelo tan crónico que lo sigo notando por su ausencia.

—Listo. Ahora incluso te podríamos poner al frente de dos guarderías y de un coro de monaguillos y ni siquiera te ibas a sentir tentado.

La visera se levanta; el casco se aleja flotando. La Autoridad me devuelve la mirada desde una caterva de despectivos rostros.

—Esto no está bien —digo en voz baja.

—Ah, ¿no?

—Yo no he hecho nada.

—Ni tampoco nosotros. No hemos bloqueado tu cerebro de pervertido, no hemos cambiado quién eres. Hemos protegido tus preciados derechos constitucionales y la identidad que Dios te ha dado. Eres tan libre como antes de montártelo con niños en el parque. Lo único que pasa es que durante un rato no te va a apetecer.

—Pero ¡yo no he hecho nada! —no puedo evitar repetir.

—Nadie lo ha hecho, hasta que lo hace. —Me señala la sala de embarque con la cabeza—. Largo, estás limpio.

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No soy un criminal. No he hecho nada malo. Pero da igual, ahora mi nombre está en una lista. Las noticias de mi depravación me preceden, de control de seguridad en control de seguridad, como una reacción en cadena de dominós. Estarán vigilándome, aunque tienen que dejarme pasar.

Es posible que esto cambie pronto. Incluso ahora, los principios de esta sociedad apenas reconocen la diferencia entre lo que hacemos y lo que somos; así que como les den un empujoncito más, todas las fronteras del mundo se podrían cerrar para mí. No obstante, todavía nos encontramos en los albores de esta nueva técnica, y las leyes definitivas aún no están en vigor. Por ahora soy libre de pisar tu tumba sin consagrar y de llorar tu muerte, disfrutando de esta especie de libertad bajo caución.

Siempre te encantó lo del poder del perdón, Padre. Setenta veces siete, quedamos libres incluso de los pecados más atroces ante los ojos del Señor. E insistías en que lo único que se necesitaba era un arrepentimiento sincero. Lo único que había que hacer era aceptar Su amor.

Aunque claro, por aquel entonces todo esto sonaba mucho menos interesado.

Sin embargo, ahora incluso a los no creyentes se les hace borrón y cuenta nueva. Mi redentor es una máquina y mi salvación tiene fecha de caducidad, aunque bueno, supongo que la tuya también la tenía.

Pienso en la máquina que te programó a ti, Padre, en ese inmenso y glacial aparato compuesto por dogmas y partes móviles, que ha ido abriéndose camino entre chasquidos e iteraciones a lo largo de dos mil años de sangrienta historia. No puedo evitar pensar en cómo reconfiguró tus sinapsis. ¿Te convirtió en un depredador?, ¿te lastró con unas restricciones descabelladas que ningún ser sexual podría aguantar?, ¿te negó la propia esencia de tu naturaleza hasta que te viniste abajo? ¿O ya te fallaba algo cuando te uniste a la iglesia en lo que quizás fue un intento por conseguir una cierta fortaleza que no podías hallar en ti mismo?

Nos conocemos desde hace muchos años, e incluso ahora me digo a mí mismo que te conozco, Padre, y que aunque es posible que fueras un pervertido, nunca fuiste un cobarde. Me niego a creer que optases por la muerte porque fuera la salida más fácil y elijo creer que esos últimos días encontraste la fortaleza para reconfigurar tu propia programación, para darle la espalda a esos algoritmos obsoletos, anticuados en dos mil años, y decidir por ti mismo la diferencia entre un pecado mortal y un acto de expiación.

Te aborrecías a ti mismo; aborrecías los actos que habías cometido. Así que por fin te aseguraste bien de no volverlos a cometer. Y tomaste medidas.

Tomaste medidas que yo nunca podría tomar, aunque el precio a pagar en mi caso sería muchísimo menor.

Porque no solo contamos con esta absolución temporal. Ahora también tenemos máquinas que pueden reducir a cenizas el mal que hay en el interior de un hombre, con emisores de microondas que penetran en lo profundo y vaporizan las mismísimas sendas de la depravación. Nadie te puede obligar a utilizarlas, al menos todavía no. Hay proyectos de ley abriéndose paso por el Parlamento, propuestas legislativas que buscan que se nos reprograme de manera preventiva para el bien en lugar de para el mal, pero por ahora el procedimiento es totalmente voluntario. Y te cambia. Violando la esencia inalienable de nuestro propio yo. Algunos lo consideran un auténtico suicidio.

«Nunca he hecho nada», le insisto al hombre de Seguridad. Pero eso es algo que él ya podía ver por sí mismo.

Nunca he hecho nada para arreglarlo. Debo quererme tal como soy.

Me pregunto si eso importa.

Me pregunto quién de nosotros es más culpable.

© 2008 Peter Watts

El texto original (y por lo tanto también mi traducción) está publicado bajo licencia Creative Commons Attribution-NonCommercial-ShareAlike.