Lord Mogrash, el Señor Oscuro, descendió hasta el sótano más profundo de su palacio, y en su camino fue dejando por encima las mazmorras más subterráneas, los reactores de magma y las tumultuosas y bien protegidas criptas familiares. Avanzó por un sendero en espiral excavado por un gusano perforador de roca que la división de investigación y desarrollo de Minería Titánica había hecho crecer hasta alcanzar un tamaño descomunal, sin dejar de cavilar mientras se dirigía hacia allí.
Las visitas a la sibila de las profundidades nunca terminaban bien. En entrevistas como esa habían sido anunciados el fin de la vida de su padre, de la de su abuelo y de la de su bisabuelo, e incluso de la del antiguo antepasado medio gigante fundador de su rapaz linaje. La longeva criatura solo auguraba malas nuevas, pero había profecías mucho más espantosas sobre las consecuencias que tendría simplemente el facilitarle la jubilación, y mejor no hablar de las de matarla y tirarla por ahí en algún pozo lleno de serpientes.
Mogrash abrió la puerta de un golpe, desparramando el montón de chucherías y recuerdos de costas conquistadas que sus antepasados habían traído como regalo para la bruja. Como si pensaran que tenerla contenta con bagatelas les iba a poder librar de sus sombrías visiones. Pasó por encima de una tortuga de porcelana y de una choza en miniatura hecha de hierbas entretejidas, y se arrodilló en la alcoba donde la sibila hacía sus anuncios.
Las grasientas antorchas revivieron con un titileo y proyectaron sombras alargadas por la estancia. La cortina con manchas de sangre que tenía delante fue corrida bruscamente, dejando al descubierto un muro de tinieblas y los destellos azules gemelos de los ojos de la sibila.
—Has sido convocado y has acudido —dijo la sibila con su áspera voz.
Las historias que se contaban en su familia decían que, de joven, había tenido una voz eufónica, lo que hacía que todavía resultara más duro escuchar los espantosos anuncios. La aspereza de la voz resultaba más apropiada.
—Aquí estoy —dijo Mogrash—. Dame las malas noticias.
—En Mentón Infeliz, un pueblo en las provincias montañosas del este, mora un niño. Si llega a alcanzar la edad adulta, él te arrebatará tu imperio, derrocará tu régimen y te expulsará para siempre de las estancias del palacio.
Mogrash se relajó. Después de todo, no se trataba de una amenaza inminente, como el anuncio de cáncer de huesos con metástasis que le había hecho a su abuelo. Dejó escapar un suspiro.
—Así que debería enviar a las montañas a mi Mesnada Sanguinaria, arrasar el pueblo, sin dejar piedra sobre piedra, coger cautivas a todas las mujeres y asesinar a sus vástagos, para así impedir que se llegue a cumplir esta aciaga profecía.
—Es lo que habría hecho tu padre.
—Sí, pero yo soy más moderno que él. Además, ya hemos visto mil veces como siempre pasa lo mismo: el intento de detener el cumplimiento de la profecía es lo que la hace cumplirse, ¿a que sí? Creeremos que todos los niños han muerto, pero habrá uno que se habrá esfumado, o que a lo mejor simplemente estaba en el bosque recogiendo setas. La exterminación de todos sus seres queridos le creará un trauma tal que jurará vengar a su familia y consagrará su vida a buscar mi ruina, aprendiendo las insidiosas artes de las brujas de la marisma y las más toscas del combate con hacha. Y, dentro de diez o quince años, tendrá mi cabeza en una pica, ¿a que tengo razón?
—Puede ser.
—No me convence nada —dijo Mogrash, moviendo la cabeza negativamente y haciendo chocar ruidosamente los diminutos cráneos de duendecillos magos que le colgaban de las trenzas—. No, encontraré otro modo. La clave en este caso es… la innovación.
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Los peritos imperiales llegaron a Mentón Infeliz, una aldea cuyos habitantes malvivían con lo que sacaban de los campos y bosques, y cuyas mujeres se dedicaban con ardor a la actividad complementaria de fabricar amuletos de protección no demasiado fiables para los mineros que trabajaban al otro lado de la cordillera. Sin responder a ninguna pregunta, los peritos se dedicaron a demoler el edificio de madera donde se celebraban las asambleas comunitarias. Los lugareños se amontonaron en sus chamizos y esperaron la inevitable deportación, reclutamiento o sacrificio humano, eventos todos ellos que se sabía que sucedían con regularidad en las regiones más próximas al corazón del imperio. Si los peritos estaban allí, eso quería decir que su señor tenía planes para el pueblo, y lo más probable es que esos planes no incluyeran el que sus habitantes siguieran viviendo en él. Todos sabían lo que había sucedido en Cornisa Quebrada hacía menos de dos décadas.
Pero, en lugar de eso, los peritos y sus magos constructores les erigieron para sus asambleas un bonito y espacioso edificio nuevo abovedado, de un ligero metal plateado y láminas de un material parecido al cristal, que el encargado podía oscurecer o hacer transparentes a voluntad. Un hombre que los peritos aseguraron que era el propio Lord Mogrash (aunque estaba clarísimo que eso era absurdo: él nunca viajaría hasta el pueblo, debía de tratarse de algún oficial de bajo rango disfrazado) pronunció un discurso ante la multitud el día de la inauguración.
«Este nuevo centro cívico es solo el primero de los cambios que voy a traer a Mentón Infeliz, empezando por el propio nombre: a partir de ahora, este lugar se llamará Villa Progreso. He escogido vuestra hermosa aldea para que sea el nuevo prototipo experimental para la sociedad imperial perfecta, y vamos a construir escuelas (de artes prácticas, mágicas y piráticas) y facilitar formación profesional a todo el mundo —el Lord de pega se rio entre dientes—. Veo la preocupación en vuestros semblantes, pero no temáis: este reciclaje profesional no es obligatorio en modo alguno. Aparte de que tengáis casas con un mejor aislamiento y comidas en las que los gorgojos no sean la única proteína, vuestras vidas no cambiarán a menos que así lo deseéis. Los mayores tienen costumbres muy arraigadas, lo entiendo. En realidad, estos nuevos adelantos van dirigidos a los niños».
Sonrió, y la gente que estaba en la primera fila dijo que sus dientes habían sido tallados en forma de diminutas calaveras, así que quizás sí que se tratara del auténtico Lord.
«La asistencia a la escuela será obligatoria, por supuesto. Es importante que los niños estudien. —Con un puño enfundado en un guantelete, señaló hacia el grupo de oficiales situados a su izquierda—. Podéis plantearles todas vuestras preguntas o inquietudes a los supervisores. Pero quedad tranquilos, yo vendré de vez en cuando para comprobar los progresos de nuestros queridos pequeños».
Y este fue el comienzo de la Edad de Oro de la Abundancia en Villa Progreso.
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En el pueblo solo había treinta niños, grupo que comprendía desde lactantes hasta muchachos de quince años, que era la edad límite marcada por el Lord. Cualquiera por encima de los quince años ya no era un niño, sino alguien con los derechos y responsabilidades de un adulto, algo en lo que incluso la sibila estaba de acuerdo.
—Y las niñas pueden descartarse, puesto que se te escapó «niño» y «él» en tu profecía original —razonó Mogrash—. Así que uno de esos catorce chicos será mi perdición. Me aseguraré de conocerlos a fondo.
—Bastaría con que los asesinaras —refunfuñó la sibila—. Ya nadie respeta las tradiciones.
—Sí, pero ambos sabemos que el verdugo se ablandaría y me traería corazones de cordero en lugar de corazones de niño para demostrarme que había cumplido su misión. E, incluso aunque me encargara yo mismo, empuñando mi poderosa Trepanadora —que era su pica mágica—, cometería algún error, o resultaría que al niño lo habían cambiado por otro al nacer, y el verdadero niño estaría viviendo entre las criaturas mágicas del bosque, o cualquier otra cosa por el estilo. No, mejor tenerlos vigilados a todos con mis propios ojos. Las brujas probabilísticas dicen que este enfoque es el que más posibilidades tiene de neutralizar las consecuencias negativas.
—Las brujas probabilísticas… —dijo con tono burlón la sibila. Había salido de su alcoba para tomarse un té, y tenía un aspecto sorprendentemente bueno para una criatura de incontables siglos de edad: no el de una doncella, pero tampoco el de la vieja bruja que él se había imaginado—. Como si se pudiera predecir el futuro con cuentas en cordeles, contando los repiques de las campanas o lanzando los dados al aire hasta la saciedad. Para atraer la atención de los dioses lo que se necesita es sangre y entrañas.
—Yo prefiero que mis dioses no me presten atención —repuso Mogrash—. Cuando regrese de mi próxima visita al pueblo, te traeré un frasco de la miel que producen. Es excelente.
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Las cosas fueron bien en Villa Progreso durante ese primer año. Los habitantes prosperaron y, curiosamente, el tener suficiente para comer y hogares decentes les hizo trabajar con más ahínco, violando la premisa de la «motivación vía privación», en la que se basaba la mayor parte de la organización del imperio. De manera gradual, Mogrash fue estableciendo pueblos prototipo similares por todo el imperio, centrándose en las provincias en las que el descontento estaba más extendido. Incluso se aseguró de que a los esclavos no les faltara comida, y el número de represiones extremas que fueron necesarias disminuyó en un setenta por ciento. Así que tuvo que licenciar con carácter indefinido a la mitad del Cuerpo Esclavizador, y a la mayor parte de la otra mitad la envió a expulsar de las selvas a las desprestigiadas deidades de las marismas. Por el momento, la aciaga profecía no estaba resultando ser tan aciaga, aunque Mogrash se imaginaba que eso cambiaría cuando uno de esos niños tan espabilados intentara clavarle una daga en el ojo y arrebatarle la corona.
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Los muchachos de más edad terminaron un curso acelerado de administración de empresas y, una vez que las brujas probabilísticas decidieron que ninguno de ellos era la amenaza profetizada, fueron enviados a la ciudad imperial para que allí ocuparan unos cómodos puestos de aprendices. Los algoritmos utilizados por las brujas eran lentos pero implacables, y el Señor Oscuro estaba seguro de que acabarían averiguando cómo exactamente se iba a materializar la amenaza. Con el transcurso de los años, Mogrash fue pasando cada vez más tiempo en el pueblo, generalmente sin su séquito de monstruosos guardaespaldas (que ponían nerviosos a los locales) e incluso se hizo construir una residencia en el lugar, tan solo ligeramente más fastuosa que la casa del alcalde. De vez en cuando, acudía a la escuela como orador invitado e impartía alguna clase de geografía (había estado en todas partes), historia (había sido testigo de gran parte de ella), ciencias políticas (las había reinventado) y matemáticas (aunque sus ejemplos solían referirse al número de efectivos militares y de raciones de campaña).
Finalmente, las brujas probabilísticas acotaron los sospechosos, que quedaron reducidos a tres: Meph, un pálido y temperamental muchacho de doce años, al que le gustaba disparar con honda a los pájaros posados en los árboles, y que destacaba en anatomía; Zander, un estudioso niño de diez años el cual, a juzgar por sus ojos un tanto luminosos y su habilidad para la jardinería, tenía en su linaje algo de sangre de la raza de los fuegos fatuos; y Khalil, un chiquillo de tez oscura con una mirada que penetraba igual que las flechas impregnadas de ácido, y que a sus once años quería saberlo absolutamente todo. Mogrash pasó varias semanas seguidas en el pueblo, al frente de una clase especial cuyo alumnado consistía únicamente en esos tres niños, e hizo correr el rumor de que los estaba preparando para ocupar importantes posiciones en el imperio.
Mogrash se encariñó con los tres, aunque el pacifismo de Zander le resultaba al mismo tiempo fastidioso y tranquilizador (un muchacho que se negaba a aprender las artes del combate era poco probable que fuera a matarle, cierto, pero a pesar de todo le costaba entender esa mentalidad). A Meph le gustaba prender fuego a las cosas y practicar la vivisección a pequeños animales y otros seres semiinteligentes de la zona, así que Mogrash le preparó un plan de estudios centrado en las artes destructivas y las ciencias empíricas, mientras Khalil devoraba vorazmente libros de historia y tratados sobre el arte de gobernar.
Un día, cuando estaban debatiendo en una mesa redonda el experimento social de Villa Progreso y demás poblaciones hermanas, Khalil se aclaró la garganta y dijo:
—Mi señor, tras pensarlo detenidamente, tengo una propuesta: deberíais abolir la esclavitud con carácter inmediato.
—¡¿Qué?! —bramó Mogrash—. ¡Eso es una locura! ¡La esclavitud es la columna vertebral de nuestra economía!
—Pero, mi señor, si examináis estas cifras —dijo sacando una pizarra y escribiendo a toda velocidad con una tiza—, veréis que tan solo con pagar un sueldecillo a los esclavos, montar un economato y ofrecer préstamos con un interés compuesto anual de, por ejemplo, el veinte por ciento, podéis conceder la libertad a vuestros esclavos (algo por lo que muchos de ellos claman) y evitar que se vayan devaluando por culpa de los latigazos, sin por ello perderlos como mano de obra, e incluso ganaríais algo de dinero con la usura.
Mogrash se quedó cavilando. Su familia había empezado a prosperar gracias al tráfico de esclavos, pero es cierto que los tiempos cambiaban. Envió la propuesta de Khalil a los contables empíricos (los teóricos la habrían rechazado de plano) y solo se sorprendió ligeramente cuando llegaron a la conclusión de que las proyecciones eran sólidas. Mogrash abolió la esclavitud, recolocó a los capataces como administradores de minas, plantas y obras, y abrió una cuenta para que Khalil recibiera como recompensa un pequeño porcentaje de las ganancias de los economatos.
Antes de cumplir los quince años, Khalil ya era más rico que muchos de los caciques de Mogrash.
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—Me podías haber avisado de que no podría tener hijos. —Mogrash estaba borracho, apoyado en una pared de la cámara de la sibila, bebiendo a grandes tragos de una jarra de leche fermentada de bestia lanuda, traída de importación—. Me he casado con quince esposas antes de que mi médico personal se atreviera a insinuarme que a lo mejor era yo el que tenía un problema. —Hundió el rostro en las manos y lloró.
La sibila lanzo un resoplido desde las sombras.
—Vislumbré que si te anunciaba todavía más malas noticias harías tapiar con hormigón el pasaje de entrada a mi caverna.
—Esto sí que va a ser la ruina del imperio, y no tu profecía. ¡No tengo sucesor!
—Menudo tonto —dijo la sibila casi con ternura—, como si nunca hubieras oído hablar de la adopción…
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Tanto Meph como Khalil como Zander provenían de familias pobres, y sus padres permitieron encantados que el Señor Oscuro adoptara a sus hijos, aunque si no hubieran estado de acuerdo tampoco habrían dicho nada.
Mogrash les dijo a los chicos que se iban a mudar a la ciudad imperial. Khalil apenas apartó la mirada de sus cifras y se limitó a asentir brevemente con la cabeza; Zander preguntó entusiasmado si los jardines eran tan majestuosos como decía todo el mundo, y Meph le preguntó que a qué edad se podía empezar a participar en las peleas de perros. Con gran sorpresa por su parte, Mogrash disfrutó respondiendo a sus preguntas y ensalzando las múltiples virtudes de la ciudad que llevaba su nombre, y, para cuando el dragón de transporte de tropas aterrizó sobre sus coriáceas alas para llevárselos, hasta Khalil parecía estar interesado.
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Las brujas probabilísticas llegaron a un punto muerto. A pesar de que los muchachos ya llevaban un año viviendo en el palacio, estudiando las materias que les apasionaban con los mejores tutores y con libre acceso a las más completas bibliotecas del mundo, no eran capaces de decir cuál de ellos era la amenaza profetizada. Mogrash fue a visitar a la sibila por primera vez desde el día en que se había puesto en ridículo llorando delante de ella.
—¿Por qué no son capaces de averiguar cuál de mis hijos me va a traicionar? —preguntó.
—Es difícil de saber —dijo la sibila—. Veo varios caminos… es posible que estemos ante un destino dinámico, que pudiera ser cualquiera de ellos. Que si matas a dos, el que quede, sea quien sea, ese vaya a ser tu perdición.
—El que sigas viviendo cómodamente y tu colección de chucherías depende por completo de mi dadivosidad —señaló Mogrash, adoptando su expresión más amenazadora, la que había hecho que tanto caudillos bárbaros como afectados embajadores de allende los mares fueran presa de tales ataques de pánico que poco les había faltado para mojarse los pantalones—. Así que resulta que sí que me vas a aconsejar qué hacer.
—Asegúrate de que ninguno de ellos tiene ningún motivo para perjudicarte. Exactamente lo que has venido haciendo. Esto no neutralizará la profecía, pero puede continuar retrasando el momento de la traición hasta más allá de un punto en que ya hayas muerto de otro modo menos embrollado con el destino. Es todo lo que te puedo decir, mi señor.
—De acuerdo —dijo fulminándola con la mirada—. Seguiré ayudándoles a hacer realidad sus sueños.
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Los chicos fueron haciéndose mayores. Zander, que pasaba la mayor parte del tiempo en los jardines flotantes, se enamoró de una mujer de la raza de los fuegos fatuos, lo que al mirar atrás parece en cierta manera inevitable. Meph se adiestró junto a los miembros más peligrosos del Cuerpo Esclavizador y, a decir de todos, mantuvo el tipo admirablemente bien; cuando no estaba aprendiendo artes marciales, estaba en el sótano con los anatomistas, profundizando en los secretos de la vida y la muerte; y cuando no estaba ocupado con nada de lo anterior, estaba rompiendo los corazones de guapos jovencitos en el barrio de los duelistas. Khalil se fue formando junto a distintos magistrados, peritos y consejeros, aprendiendo así los entresijos de la administración de un imperio, siempre cerca de la mano derecha de Mogrash. Khalil contribuyó con muchas y buenas ideas al gobierno del imperio (para entonces había Villas Progreso por todas partes, en las que se llevaban a cabo en paralelo distintos experimentos sociales, y las técnicas que obtenían resultados positivos se exportaban a todo el imperio), pero el Señor Oscuro prefería la compañía de Meph, y con frecuencia iban juntos de caza y de putas (aunque a distintas alas del burdel).
Cuando los chicos se hicieron hombres y alcanzaron la mayoría de edad, llegó el momento de asignarles un trabajo de verdad. Mogrash fue a visitar de nuevo a la sibila y se paseó por la cámara mientras consideraba las posibilidades.
—Meph parece el principal candidato a dar un golpe. Tiene sed de conquistas. Me temo que pueda ser él quien se vaya a volver en mi contra.
—Tú no has conquistado hasta el último rincón el mundo —señaló la sibila—. Dale algo que hacer.
Mogrash llamó a Meph a la cámara de guerra.
—¿Qué te parecería cruzar el mar y conquistar ese territorio atestado de riquezas que es Lloqupul? Es un viaje largo y a lo mejor tardas en regresar, puesto que solo se puede pasar cuando la barrera de leviatanes se sumerge bajo las olas, lo que sucede una vez cada varios años.
—Allí practican exóticas artes marciales, ¿verdad? —dijo Meph—. He oído que pueden hacer que los testículos de un hombre se retraigan para siempre con tan solo clavar dos dedos en un punto de presión. —Flexionó los dedos de las manos, como probando—. Eso es algo que no me importaría aprender.
—Conquístalos y te enseñarán todo lo que quieras. Te nombraré gobernador y general de todos los territorios que tomes.
Meph le dio un abrazo.
—Voy a preparar el equipaje.
—Llévate a Trepanadora —le ofreció Mogrash, con las lágrimas amenazando con aparecer por segunda vez en la década—. Tengo entendido que en Lloqupul tienen el cráneo grueso.
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—¿Y qué pasa con Zander? Tampoco descarto que se pueda volver en mi contra. No le parece bien que el imperio vaya por ahí saqueando; ya me ha obligado a abandonar las explotaciones mineras a cielo abierto, a replantar bosques, a liberar a los fuegos fatuos de sus ancestrales ataduras… No me atacará directamente, pero podría envenenarme, mandar sus mortales insectos venenosos contra mí o hacer que su novia intente poseerme.
—En el imperio no ha habido un árbol de la vida desde los días de tu tatarabuelo —observó la sibila.
Mogrash llamó a Zander al jardín de la azotea y lo abrazó rodeado de las fragrantes plantas carnívoras.
—Hijo mío, en las llanuras centrales, antes de que mis antepasados carbonizaran a los nativos que allí vivían morando en los árboles, había un árbol sagrado, y las llanuras estaban totalmente cubiertas de exuberante vegetación. Es posible que entre las cenizas todavía quede algún retoño. ¿Serías capaz de encontrarlo y cuidarlo hasta que crezca lleno de vitalidad?
—Creo que ese trabajo está hecho a mi medida, padre —dijo Zander, con los ojos brillándole más de lo habitual.
Mogrash no tenía ninguna reliquia familiar que entregarle, pero, como regalo de despedida, le concedió a su enamorada la plena ciudadanía.
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—¿Y Khalil? Khalil, Khalil… Tiene tantísimas ideas…
—¡Pues vaya! —dijo la sibila—, a mí no se me ocurre ninguna idea sobre qué ofrecerle justo a él.
Mogrash llamó a Khalil a la sala del trono.
—Hijo mío, ¿te gustaría ser diplomático?, ¿jefe de los servicios secretos de inteligencia? Dime cuál es tu anhelo.
—Tan solo deseo materializar esa visión de un imperio mejor que pusiste en práctica con Villa Progreso, padre. —La voz de Khalil estaba llena de reverente respeto—. Tus fabulosos experimentos son algo glorioso.
«Esos programas los establecí tan solo para evitar que tú o tus hermanos me asesinarais», pensó Mogrash, pero movió la cabeza afirmativamente.
—Entonces… ¿Primer Ministro? Nunca hemos tenido uno, pero creo que encajarías en el puesto. ¿Hay algo que te pueda ofrecer como regalo por hacer que este viejo se sienta orgulloso?
—Tan solo fondos suficientes, padre —respondió Khalil, y a Mogrash no le quedó más remedio que sonreír.
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Así que Mogrash siguió gobernando el imperio, aunque en la práctica quien se encargaba de gobernar era sobre todo Khalil. Tras unos años de relativo aburrimiento, Mogrash le otorgó plenos poderes para actuar en su nombre y se fue a visitar a Meph a las ruinas de la capital lloqupuliana, donde se emborracharon juntos y mearon sobre el suelo del Senado mientras cantaban canciones obscenas. Durante una temporada se dedicaron a saquear los territorios en disputa, lo que a Mogrash le resultó más agotador de lo que recordaba, hasta que la barrera de leviatanes abrió otro paso y Mogrash se despidió y volvió a casa. Cuando llegó a la ciudad imperial tres años más tarde, las cosas iban más sobre ruedas que nunca. Khalil había concedido a la raza de los fuegos fatuos la plena ciudadanía, había quitado los motores demoníacos de debajo de las Montañas Espiral y los había sustituido por plantas alimentadas con carbón, y había implantado otras reformas, incluso más importantes.
—Me gustaría disculparme, padre —dijo Khalil la primera vez que se reunieron—. Sabía que mis proyecciones eran sólidas y que estos cambios traerían una mayor prosperidad, pero tenía miedo de que si los proponía estando tú aquí no estuvieras de acuerdo… ¿Me perdonas?
A Mogrash se le pasó por la cabeza el partirle el cráneo por su atrevimiento, pero no podía pasar por alto los resultados: el imperio era más rico que nunca.
—Te otorgué poderes para actuar en mi nombre —dijo Mogrash—. Eres mi hijo.
La forma de proceder de Khalil no era la acostumbrada en su familia, pero era posible que, por increíble que pudiera parecer, fuera mejor.
Fue a visitar a la sibila, que no había envejecido ni un día durante su ausencia.
—Lo que temo es la sucesión —dijo Mogrash, tras haber cavilado sobre el asunto durante la larga travesía de vuelta—. Hermano contra hermano, el imperio sumido en el caos, todo mi trabajo perdido… Las tendencias belicosas de Meph, el cada vez más extenso territorio lleno de paz y verdor de Zander en el centro del imperio, los principios filosóficos de Khalil… van a acabar chocando, estoy seguro.
—Pues habla con ellos —propuso la sibila—. A diferencia de todos los hombres del linaje Mogrash que los han precedido, tus hijos son dialogantes. —Y, tras hacer una pausa, añadió—: Excepto Meph, pero se las apañará.
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Con la ayuda de las brujas, Mogrash conjuró las imágenes de Meph y Zander desde sus remotos paraderos, y se sentó con Khalil en la sala del trono.
—Yo no voy a gobernar eternamente, y no deseo ver cómo mis hijos se matan entre ellos…
—Bueno, todo eso ya está arreglado —intervino Zander—. Yo no quiero gobernar el imperio. Soy feliz con mis árboles. Esta semana tenemos dos nuevos retoños.
—Por esos pagos ya no queda prácticamente nada por aniquilar —dijo Meph alzando la voz para que se le oyera por encima de los sonidos de la batalla que se libraba a sus espaldas—. Yo estoy bien aquí, donde todavía existen fronteras. Dejemos que Khalil se encargue de las cosas allá.
—Esto es tan… civilizado… —dijo Mogrash, sin saber si sentirse orgulloso o inquieto.
—Yo solo gobernaré con tu bendición, padre —puntualizó Khalil.
—La tienes, por supuesto.
Khalil se aclaró la garganta antes de decir:
—¿Cuándo crees que tal vez desees… eh… jubilarte, padre?
—¿Jubilarme? ¡Ningún Lord Mogrash se ha retirado jamás! ¡Siempre hemos terminado bañados en sangre y gloria! O al menos en sangre.
—Bueno —dijo Khalil—, ese precedente es muy respetable, pero… ¿de verdad quieres acabar así, padre? Ninguno de nosotros desea que sufras.
—Yo ya no sé ni lo que quiero —respondió Mogrash, y se marchó para reflexionar un rato sobre el asunto.
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—Estaba seguro de que moriría en el campo de batalla —decía el anterior Señor Oscuro, sentado en el suelo de piedra en la fría desolación de la alcoba de la sibila—. O de que al menos me asesinarían o sería poseído por un monstruo incorpóreo del mundo infernal que tenemos a la vuelta de la esquina. Algo más tradicional. Pero en lugar de eso, este… ¿cambio de régimen pacífico? ¿Y se acabaron las minas a cielo abierto, la esclavitud, las factorías necrománticas alimentadas con sufrimiento humano…? Pensaba que yo era moderno, pero lo que es que Khalil… Mi bisabuelo debe de estar revolviéndose en su cripta.
—Ahí arriba están haciendo bastante más ruido del acostumbrado —comentó la sibila—. ¿Qué es lo que vas a hacer ahora, Sirid?
Mogrash llevaba décadas sin oír su nombre de pila, y le gustó bastante cómo sonaba.
—Khalil dice que puedo quedarme en el palacio (ese desgraciado me quiere), pero me sentiría como un inútil. Todos estos años he pensado que había sido más astuto que tú, que había encontrado una manera de soslayar tus profecías, pero tenías razón. Ese niño efectivamente me ha arrebatado mi imperio, ha derrocado mi régimen y está claro que me va a hacer abandonar para siempre estas estancias.
—¿Adónde vas a ir?
—No lo sé. Había pensado irme a provincias, reunir un ejército de omnífagos y hombres serpiente e intentar derrocar a Khalil, solo por hacer algo… pero el imperio está mejor con él al frente, y creo que estoy demasiado viejo para liderar un ejército de hombres monstruo. Pero lo peor de todo esto es que ni si quiera me importa que me marginen.
—Te comprendo. Yo también me marcho —dijo la sibila.
La noticia sorprendió a Mogrash.
—¡Pero si has estado aquí abajo desde que este lugar no era más que una grieta en la tierra!
—Sí, pero puedo ver el futuro, puedo echarle ojeadas, y en esas ojeadas ya no veo que nadie me consulte. Khalil no me necesita. Tiene brujas probabilísticas, el cuerpo de peritos y sus planes para diez años. Yo ya no pinto nada aquí. Y resulta que tengo todos estos souvenirs del mundo exterior, pero que en realidad nunca he estado en ningún sitio. Estaba pensando en ir a una de esas pequeñas islas del mar Fulgurante, donde se oye cantar bajo las olas a los marineros muertos y por las noches se ven las luces encantadas en el agua. Creo que es posible que yo provenga de allí.
—¿Es que no te acuerdas?
—Veo el futuro, a veces, pero la mayor parte del pasado queda fuera de mi alcance.
Mogrash sintió cómo su mano se arrastraba por el suelo, casi por voluntad propia, hasta rozar los largos y delicados dedos de la sibila.
—Siempre me han gustado las islas. Una casa sencilla, entre las palmeras. Suena… agradable.
—Lo va a ser —dijo la sibila, entrelazando sus dedos con los de él.
© 2009 Tim Pratt