La primera vez que vi la película Loup-garou fue en 1989, en un pequeño cine de arte y ensayo en el centro de Birmingham. Fui en coche hasta allí para una entrevista de trabajo y, como siempre, calculé que el viaje me iba a llevar mucho más tiempo del que luego necesité. Mi previsión había sido que iba a tardar un par de horas en llegar a Birmingham, aparcar y localizar las oficinas de la empresa de contabilidad en la que ansiaba conseguir un puesto. La entrevista era a las dos y media, así que tenía intención de salir de casa a mediodía. La noche anterior había hecho todos los cálculos, pero en el último momento empecé a temerme que el tráfico me pudiera jugar una pasada, así que decidí darme media hora más para el viaje. Y cuando esa mañana miré el plano de la ciudad, vi que los aparcamientos no aparecían marcados en el mismo, así que decidí sumar otra media hora más al tiempo previsto. Salir a las once parecía prudente, pero a las diez y media ya estaba preparado, así que en lugar de quedarme sentado en casa poniéndome nervioso decidí marcharme ya.

Que los viajes me estresen tanto es un defecto que tengo, lo sé, pero como siempre he vivido y trabajado en esta pequeña ciudad de provincias no es un problema al que tenga que enfrentarme todos los días. En aquella ocasión me quedó bien claro lo irracional que en realidad era ese miedo mío a llegar tarde a las citas: había poco tráfico y las carreteras estaban despejadas, así que a las doce menos cuarto ya estaba en el centro de Birmingham. Encontré un aparcamiento sin problema y, nada más llegar, un motorista que se estaba marchando a pesar de haber pagado por todo el día me pasó su tíquet. Aparqué y cuando salí a la calle me encontré con que justo enfrente de mí estaban las mismísimas oficinas que andaba buscando. Así que tenía que matar dos horas y media.

Simplemente por pasar el rato eché un vistazo al vestíbulo del cine que estaba justo al lado del aparcamiento. En una hoja informativa clavada en un panel vi que una película titulada Loup-garou estaba a punto de empezar y que acababa antes de las dos. Parecía ser la solución perfecta para mi problema.

Dudo de que en el cine hubiera más de cinco o seis personas. La sala era pequeña y moderna, y la butaca en la que tomé asiento no era demasiado incómoda. Llegué a tiempo para ver pasar lentamente los títulos de crédito iniciales. El sol se estaba levantando por encima de una hermosa campiña, y los nombres de los actores, todos franceses, iban apareciendo y desapareciendo pausadamente mientras la luz iba bañando campos y árboles. La escena estaba rodada de manera primorosa, y una sencilla y evocadora pieza de piano iba repitiéndose apaciblemente mientras iban apareciendo los nombres del breve reparto y, finalmente, el del guionista y director: Alain Legrand. Cuando dos horas más tarde salí del cine, con todo cuidado copié su nombre de la hoja informativa del vestíbulo.

La película era lenta hasta extremos increíbles, pero cada escena estaba encuadrada de manera tan maravillosa y los colores eran tan rabiosamente vivos que la película casi resultaba hermosa en exceso. La luz del sol, de un ámbar sobrenatural, caía sesgadamente sobre el paisaje mientras se nos presentaba al protagonista, un muchacho que iba caminando de su casa en el pueblo a otra situada a menos de un kilómetro de distancia. La cámara no se apartó de su lado en ningún momento del recorrido. Una tranquila voz en off, en francés, iba hablando lo suficientemente despacio como para que yo la entendiera. El muchacho le dio una patada a una piedra y explicó que tenía una teoría según la cual el cuatro era un número perfecto, y un cuadrado era un buen ejemplo de ello. Así que, si le pegaba una patada a esa piedra o un golpecito al travesaño de una cerca, tenía que hacerlo tres veces más para que fuera perfecto. Y si, por alguna desafortunada casualidad, repetía la acción hasta, por ejemplo, cinco veces, entonces tenía que llegar hasta dieciséis, cuatro veces cuatro. Y esta vez el castigo por equivocarse era terrible: la acción tendría que ser repetida una y otra vez hasta alcanzar las doscientas cincuenta y seis repeticiones, es decir, dieciséis veces dieciséis.

Era un monólogo repleto de divagaciones y una idea absurda que podría habérsele ocurrido a cualquier chaval, pero me chocó de inmediato porque esa misma manía la había tenido yo de adolescente. Esta casualidad me predispuso hacia nuestro protagonista, con lo que empecé a tener ganas, al igual que él, de ver a su novia, si es que el director le permitía llegar a su casa algún día. Cuando por fin llamó a la puerta, y tal como era previsible, tuvimos que esperar a que su madre saliera a abrir y a que lo invitara a pasar a la acogedora cocina en penumbra. Y, cómo no, allí también le tocó esperar, porque, según le dijeron, la muchacha se estaba cepillando el pelo en el piso de arriba y no tardaría. Habló con la madre, acarició un gato y miró por la ventana. Hasta que por fin el objeto de su afecto descendió por la escalera.

En ese momento me incorporé en la butaca. La joven era idéntica a Yvonne, a mi mujer, cuando esta tenía su edad. Era guapa, con unos extraordinarios ojos azules y el pelo rubio y largo. Me encantó la coincidencia.

Y, cómo no, se tomaron su tiempo antes de salir al exterior, donde el sol ya estaba más alto en el cielo. Sentí un escalofrío cuando se sentaron juntos en el banco que había junto a la puerta y, sin que su madre los viera, él le besó cariñosamente la nuca cuando ella se inclinó para mirar en una caja de botones. La maestría del director me maravilló. Mientras los labios de él le rozaban la piel, la muchacha rebuscó por entre los botones de una manera increíblemente sensual. Luego cogió un grueso botón verde con forma de manzana y le preguntó si sabía que en el pasado había pertenecido al traje de un famoso payaso.

Hasta ese momento había disfrutado con las coincidencias que había encontrado en la película, pero lo del botón era llevar ya las cosas demasiado lejos. Mi madre también había tenido uno muy parecido en una caja de costura, y al parecer también había pertenecido a un popular payaso. No sabía cómo interpretar su aparición en la película.

Los dos decidían entonces dar un paseo por el campo, durante el que iban hablando de amor y de su futuro. Y entonces, en el bosque, tenía lugar una escena en la que hacían el amor, tratada con extrema delicadeza y rodada de tal modo que quedaba cuidadosamente velada por unos árboles. Cuando el protagonista por fin se encaminó hacia su casa, volvimos a escuchar la voz en off declarando su amor por la muchacha a la que, como era inevitable, llamó Yvonne.

Tras unos cuantos encuentros más entre los dos, llegan las únicas escenas en las que intervienen otros actores, que transcurren en un día de celebraciones: el último día de clase. Un nuevo personaje aparece en la película, un muchacho de más edad que está claro que se siente atraído por la protagonista. De inmediato intenté adjudicar el papel equivalente a alguien de mi juventud. Durante mi relación con Yvonne cuando todavía estábamos en el instituto, había habido episodios de celos, pero finalmente me había casado con el amor de mi infancia. Inmerso por completo en la aparente realidad de la película, sentí un apasionado odio hacia este candidato a pretendiente. Y, de improviso, en una escena en la que Yvonne besa tímidamente a este segundo muchacho, se nos revela que cuando antes habíamos sido testigos a distancia de la escena de la pareja haciendo el amor lo habíamos sido a través de los ojos ¡de nuestro protagonista!

Entonces la película cambiaba de estilo. Las largas escenas tan bellamente encuadradas estáticamente desde un único punto eran sustituidas de improviso por planos breves y bruscos, que parecían rodados cámara en mano, y que se suponía se correspondían con el punto de vista del protagonista, transmitiéndonos la furia ciega que bullía en su interior. El muchacho se dirigía hacia la casa de Yvonne por el mismo camino del principio de la película, aunque ahora iba corriendo y mirando desesperado de un lado a otro. Cuando llegó a la granja golpeó la puerta, y la madre abrió y le dijo que la muchacha había salido. Entonces él echa a correr campo a través y se adentra en el bosque, y mientras las vertiginosas imágenes de la cámara nos van mostrando su periplo, el punto de vista va descendiendo poco a poco del nivel de los ojos de un joven al del de los de un animal que corre por el bosque. Durante un instante vemos de nuevo a la pareja que hace el amor. El protagonista se abalanza sobre ellos y se oyen unos terribles gritos, aunque los violentos movimientos de la cámara nos impiden ver qué es lo que está sucediendo. La pantalla se queda en negro, y justo cuando los espectadores empiezan a ponerse nerviosos y a preguntarse si la película ha terminado o si el proyeccionista no ha cambiado el rollo, la imagen empieza a volver poco a poco, y nos muestra una puesta de sol extraordinariamente lánguida y al protagonista, sucio y desastrado, llorando incontrolablemente mientras camina de vuelta al pueblo.

Volvemos al pausado estilo de antes. El muchacho se cuela sin que lo vean en un garaje a oscuras, y en la penumbra lo vemos atar una cuerda a las vigas. Llegados a este punto vuelve a oírse la música, una variación del tema inicial, y en el primer plano de lo que parece ser una larga toma sin cortes lo vemos subirse a una silla, atarse la cuerda alrededor del cuello y apartar la silla de una patada. Para entonces todo está tan oscuro que ya no se distinguen los detalles de la horrible muerte, y la música ha ocupado el lugar de los ruidos del garaje, pero la imaginación suple lo que no se muestra.

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La película me dejó emocionalmente exhausto. Emergí de nuevo a la luz de la tarde de Birmingham profundamente afectado por la escena final y sin pensar demasiado en las anteriores coincidencias. Sentía como si en mi propio pecho estuviera brotando la furia que bullía en el interior del protagonista cuando corría en busca de los amantes, y tardé un rato en serenarme. Entonces me acordé de las extrañas similitudes entre las circunstancias del protagonista y las mías, y por fin pude pararme a pensar sobre el asunto. No era capaz de saber qué era real, qué era producto de mi imaginación y qué se debía a la maestría del director. Me quedé parado en la acera delante del cine, enfadado por la falta de justicia de la película. Ni aún hoy sé cómo conseguí serenarme lo suficiente para presentarme a la entrevista treinta minutos más tarde y que no me descartaran.

Cuando esa tarde llegué a casa y relaté los hechos del día, la película cobró mayor relevancia que la entrevista. Divertida, Yvonne escuchó pacientemente mi descripción de la misma y dijo que a ella también le gustaría verla. En un folleto que había cogido en el cine había escrito «Loup-garou» y el nombre del director, «Alain Legrand». Yvonne me señaló que «loup-garou» quería decir hombre lobo, algo en lo que yo no había caído hasta ese momento. «Así que has estado viendo una película de miedo», me dijo, y yo estuve de acuerdo en que era aterradora.

Tras desahogarme con mi mujer y, y esto me da vergüenza reconocerlo, llorar mientras narraba la historia, me sentí extraordinariamente mejor, y un cierto distanciamiento incluso me permitió que las coincidencias de la película me hicieran gracia. A lo mejor les había dado demasiada importancia. Esa noche cuando estaba ya en la cama me dije que si había algo de sobrenatural en las aparentes coincidencias, lo que fuera, estaba ahí para demostrarme lo afortunado que había sido al conseguir que mi amor de la infancia acabara convirtiéndose en mi esposa. La miré mientras dormía a mi lado, y contemplé el enmarañado pelo rubio y la piel sedosa, la forma de la nariz y los mullidos labios entreabiertos. Por primera vez en el día pensé en el protagonista de la película como en un actor y no como en mí mismo, y dormí profundamente.

Cuando me volvieron a llamar para la segunda entrevista no conseguí el trabajo, y ahora, al mirar hacia atrás, me alegro. En su momento me llevé una decepción, pero mi vida siguió adelante, cómoda y provincial, y desde entonces no he vuelto a sentirme tentado por la vida urbana. Cuando volví a Birmingham para la infortunada segunda entrevista, me pasé por el cine, pero la película que estaban echando parecía ser una comedia de costumbres noruega. Ni tenía buena pinta ni yo tenía tiempo para verla.

Entre nuestros amigos, Loup-garou se convirtió enseguida en un pretexto para echar unas risas. Cuando una noche durante una cena le estaba contando lo sucedido a otra pareja, mi mujer vio que mientras narraba el argumento tenía una lágrima en los ojos, lo que fue motivo de un buen cachondeo a mi costa. Yo empecé a hacer todavía más teatro, recriminándole a mi esposa que en su existencia fílmica me abandonara por otro, lo que, al parecer, me empujaba a atacarles a ella y a su amante para a continuación suicidarme. A mi mujer todo el asunto de la película le parecía bastante fascinante, así que entre nosotros decidimos que intentaríamos verla. Sin embargo, las películas francesas de arte y ensayo poco conocidas no acostumbran a llegar a los circuitos cinematográficos de provincias, y tardé varios años en encontrar referencia alguna a la misma.

Durante una temporada me dediqué a comprar libros sobre hombres lobo, tanto de ficción como de no ficción, pero me di cuenta de que la película no le debía su fuerza a ese mito, sino a la manera en que estaba realizada, con lo que mi fascinación por el tema se desvaneció rápidamente. Sin embargo, mi interés por el cine foráneo creció, junto con mi colección de vídeos, y pronto empecé a entender bastante de cine de arte y ensayo europeo. En mis indagaciones encontré una referencia a Loup-garou en la biografía del director, Alain Legrand, en la que se afirmaba que la película nunca se había llegado a distribuir porque había tenido problemas con la censura (debido a que parecía aprobar las relaciones sexuales entre menores). Unos años más tarde apareció en una base de datos de películas francesas en la que se aseguraba que, no solo no se había distribuido, sino que nunca se había llegado a montar. Estas afirmaciones se repetían de manera textual en otras páginas, y aunque posteriormente un completo libro de referencia sobre cine europeo corrigió estos errores, esas entradas siguen sin haberse rectificado en internet. El libro en cuestión también decía que aquellos críticos que habían visto Loup-garou aseguraban que pocas veces habían visto una fotografía más bella, y al mismo tiempo más amateur. Durante los siguientes años solo descubrí otra referencia, en un sitio web dedicado a los hombres lobo, donde la describían como «decepcionante», y decían que «a duras penas se la puede considerar una película de hombres lobo». En ningún lugar encontré ninguna alusión a que estuviera disponible en algún formato. Sin ninguna esperanza de tener éxito, introduje los datos de la película en diversos buscadores de internet sin conseguir resultado alguno, y dejé lanzada una búsqueda permanente de la misma en un sitio de subastas, que actualizaba inútilmente todos los años.

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Hasta que hace tan solo un par de semanas recibí un correo notificándome que la película iba a salir a subasta. Un vendedor privado tenía un DVD para vender, que reconocía que era una copia pirata de un vídeo que no se había llegado a comercializar. No dudé en ofrecer cincuenta libras como puja máxima y, a pesar de que no parecía haber ningún otro competidor, cuando quedaba un día para que se cerrara el plazo subí hasta cien libras. Fui testigo del final de la subasta una tarde de domingo; me esperaba una oleada de pujas de última hora, pero no hubo ninguna. Gané el DVD por la puja mínima, cinco libras.

El DVD llegó a mi buzón un par de días después, remitido por un francés residente en Londres. No venía acompañado por factura alguna, y la carátula estaba en blanco, sin ningún tipo de dibujo. Yvonne y yo habíamos decidimos convertir el visionado de la película en todo un acontecimiento, así que resolvimos esperar hasta que los niños estuvieran ya en la cama. Y cuando ya habíamos abierto una botella de vino, un molesto dolor de cabeza del que Yvonne ya se había quejado un rato antes empeoró, amenazando con convertirse en migraña, así que mi mujer decidió acostarse.

Lo que no fue óbice para que yo viera la película. Sabía que no me iba a importar volverla a ver unos días más tarde, cuando Yvonne ya se encontrara mejor, y después de todo ese tiempo me moría de las ganas.

En la casa reinaba la tranquilidad cuando me senté frente al televisor y pulsé el botón de «play» en el mando a distancia. Aparecieron los títulos de crédito igual que lo habían hecho hacía más de quince años en aquel pequeño cine. Si bien la imagen dio un par de saltos al principio, luego se estabilizó y la calidad resultó ser buena. El sonido era claro, y la música, tan evocadora como la recordaba. Aunque una parte de mí tenía miedo de que la película no se ajustara totalmente a mi recuerdo, me volvió a parecer que estaba primorosamente filmada, y aguardé a que apareciera el muchacho caminando hacia la granja. Así lo hizo a su debido tiempo, y mediante la voz en off explicó lo de su obsesión con el número cuatro. Sentí un estremecimiento.

Cuando la cámara fue recorriendo lentamente la cocina de la familia de Yvonne, me fijé en varias cosas que había pasado por alto en mi primer visionado. La primera fue que el aparador era muy similar a uno que la familia de mi esposa había tenido hacía tiempo. Y además, la madre se parecía un montón a su propia madre. Contuve la respiración mientras la joven Yvonne empezó a descender por las escaleras, y de pronto me sentí totalmente desconcertado.

La chica que apareció no era ni por asomo la que yo recordaba. Esta actriz tenía el pelo moreno y estaba un tanto rellenita, a diferencia de la flacucha muchachita de la otra vez.

Y como si deliberadamente quisiera pasar por alto mi confusión, la actriz asumió el papel como si siempre hubiera sido suyo.

Cuando salieron se sentaron en el banco tal como yo recordaba, y toda la escena con los botones se repitió exactamente como se la había contado a mis conocidos durante todos estos años. Y hasta donde alcanzaba a recordar, el paseo por el campo y el bosque fue idéntico, plano por plano, y la escena en la que hacían el amor estaba tratada tan cuidadosa y enigmáticamente como la otra vez. Y, aunque podía entender que algunos se quejaran de que los actores fueran menores de edad, prácticamente todo el trabajo quedaba en manos de la imaginación del espectador; el director sugería, pero no mostraba.

Desilusionado ante mi aparente incapacidad para recordar la película correctamente, la exasperación que sentí mientras contemplaba las escenas con el otro pretendiente fue bastante menor que aquella primera vez. Había contado la historia en innumerables ocasiones y nunca nadie me había señalado que hubiera cambiado detalle alguno, así que debía de haberla contado mal desde la primerísima vez, ¡cuando acababa de verla!

Estaba demasiado enfadado conmigo mismo como para poder disfrutar del resto de la película, que de pronto se me empezó a hacer eterna. Me obligué a continuar viéndola, preguntándome si siquiera me iba a molestar en ponérsela a Yvonne, hasta que por fin llegaron las últimas escenas. El ataque a la pareja que hacía el amor fue igual de repentino y casi tan inesperado como la otra vez, pero también en esta parte estaba equivocado en los detalles. No era el protagonista sino el otro muchacho el que regresaba al pueblo y entraba en el garaje en penumbra, se subía a la silla y ataba la cuerda. Y sin que apenas se le distinguiera en la oscuridad, y con la música tapando el sonido de ambiente, se colgaba.

Aparecieron los títulos de crédito y apagué el reproductor. Volví a meter el DVD en la caja con la carátula en blanco y decidí prepararme para irme a la cama. Eché el cerrojo a la puerta y apagué todas las luces salvo la del descansillo, donde me detuve para mirar a Yvonne, que estaba dormida.

Y con la sensación de que había algo que no estaba bien del todo entré en el dormitorio.

Allí, en nuestra cama, había una mujer con el pelo oscuro. Me quedé de pie, casi sin moverme, porque ni por asomo quería despertarla; aunque cuando me di cuenta de que estaba temblando volví a salir por la puerta, sin saber qué hacer. Nuestra foto de bodas estaba allí, al final de la escalera, y me costó mantenerme en pie cuando me vi, en una fotografía de veinte años atrás, junto a una bonita mujer, morena y rellenita.

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Esa noche debí de quedarme dormido en el sofá, y a la mañana siguiente me encontré con la habitual vorágine de tener que preparar el desayuno de los niños y llevarlos al colegio antes de irme yo mismo al trabajo. Antes de salir de casa murmuré algo a la habitación a oscuras, intentando no pensar en quién yacería bajo las sábanas.

No estoy seguro de cómo conseguí llegar al final del día. Mi mujer se había transformado, era lo único en lo que podía pensar. Era una idea ridícula, sobre todo teniendo en cuenta que la fotografía de nuestra boda me demostraba que estaba equivocado. No tenía en absoluto la sensación de estar volviéndome loco, pero a lo largo del día analicé hasta la última de las posibilidades, y la única que parecía tener algún sentido era que yo hubiera cometido un error de proporciones descomunales. Esta explicación no me convencía en absoluto, así que esa noche regresé a casa sintiendo una inmensa inquietud. Aparqué en el garaje y me quedé de pie en la oscuridad, sin gana alguna de entrar en casa. A pesar del torbellino en el que estaba sumida mi mente, me percaté de que no estaba pensando en la mujer morena que había en mi casa, sino en cómo había podido confundir a las protagonistas de la película que había visto. Y cuando me descubrí cavilando sobre la última escena de la película, decidí entrar.

Mi hija me saludó en el recibidor como si todo estuviera bien. E incluso anunció alegremente que «Mamá ya se encuentra mejor y se ha levantado de la cama».

Me dirigí hacia la cocina donde la mujer morena estaba preparando la cena. Cuando estaba entrando me crucé con mi otra hija que me dirigió un jovial «hola», y la mujer me miró con una sonrisa. Se me acercó y me cogió las manos.

—Anoche viste la película, ¿verdad? —me preguntó.

Reconocí que sí.

—Lo entiendo —dijo ella—. Se suponía que íbamos a verla juntos, pero después de tantos años seguro que estabas deseando poder comprobar si era tal como la recordabas. Espero que no te importe, pero cuando esta tarde me he levantado de la cama no estaba como para hacer nada, salvo sentarme delante de la tele. Así que he decidido que yo también podía verla. Y tenías razón; es una película preciosa, pero no te acordabas bien del final, ¿verdad?

Moví la cabeza negativamente.

—Aunque en lo de Yvonne sí que tenías razón… es calcadita a mí.

Y me abrazó, y aunque no le veía la cara supe que estaba llorando. Debería haber sentido cariño por ella, pero en lo único en lo que podía pensar era en el garaje a oscuras, y en la ira que estaba creciendo en mi interior…

© 2008 R. B. Russell