VI. GALANTERÍA Y DEVOCIÓN
Cuando Baselga hubo tomado asiento frente a la dama y tan cerca de ella que sin esfuerzo alguno podía pisar uno de aquellos pies que con algo más importante asomaban bajo la falda demasiado recogida, quedó silencioso un buen rato, no sabiendo cómo expresarse con una mujer tan excesivamente despreocupada.
La baronesa, por su parte, seguía contemplando con aire burlón al gallardo subteniente y esperaba con calma sus palabras.
—¡Cuánto tengo que agradecer a usted, bella dama! —dijo por fin el joven rompiendo aquel abrumador silencio—. A usted debo la vida, pues sin su auxilio es probable que a estas horas no existiría ni tendría la dicha de haberla conocido.
—No he hecho más que cumplir con mi deber, galante conde. Yo soy tan realista y entusiasta por la buena causa como usted y puede creerme que siento que la sociedad no permita a las mujeres ciertos desahogos; pues de lo contrario, sería capaz de salir espada en mano a batirme con esa canalla liberal.
—Estaría usted graciosísima en atavío militar —dijo Baselga, sonriéndose y recobrando su peculiar aplomo.
—No tanto como usted, que siempre que entra en Palacio se lleva prendidos muchos corazones de los botones de su uniforme. Pero… ¿qué hace usted? Despacio, conde; no me pise el pie, que eso es costumbre de muy mal gusto, indigna de un seductor de tanto renombre.
Baselga quedó nuevamente desconcertado por aquella franqueza, y ruborizándose como una niña, permaneció callado algunos minutos, mientras que Pepita le contemplaba con la superioridad de la mujer que tiene un frío imperio sobre sus pasiones y que sabe jugar con fuego sin quemarse.
—Baronesa —dijo por fin el subteniente buscando palabras para salir del paso—. A juzgar por sus palabras usted me conoce hace algún tiempo.
—¿Quién no conoce en Madrid al conde de Baselga, la más gallarda figura de la Guardia Real, el hombre adorado por las damas más encopetadas de la corte?
—Parece, baronesa, que se burla usted de mi al hablar en ese tonillo.
—Todo pudiera ser, señor Matamoros. ¡Eh! ¿Va usted acaso a desafiarme?
—Hermosa baronesa. Usted está autorizada para burlarse cuanto quiera de mí, para tratarme como un perro, para hacerme pedazos si quiere, porque yo le debo la vida y aunque no…
—Usted nada me debe —interrumpió la baronesa—. Lo que por usted he hecho, es un servicio propio entre correligionarios y… nada más. Pero, continúe usted. Estábamos en el preludio de la declaración. Continúe usted y procure no turbarse como sucede a los cómicos sin experiencia.
—Búrlese usted cuanto quiera, pero óigame. Decía yo que aunque no le debiera la vida, podría usted disponer de mi persona como de la de un esclavo, porque yo ya no soy dueño de mis acciones, porque yo…
—¡Yo… la amo! —dijo Pepita riendo como una loca y levantándose del sillón para remedar la actitud de Baselga, que era la de un actor amanerado.
—No está mal, señor conde —continuó, mirando burlonamente al joven—. Para ser un militar poco versado en literatura, según creo, sabe usted decir cosas muy bonitas; ahora sólo le falta comparar su amor al trino de un pájaro, al murmullo de una fuente o al susurro de un bosque, y que me maten si no parece usted el galán de una comedia de D. Pedro Calderón.
Baselga volvió a quedar anonadado por la sempiterna ironía de aquella mujer, y únicamente supo decir con voz balbuciente:
—¿Se burla usted?
—¡Qué me he de burlar! Lo que estoy es admirada de la facilidad con que usted se enamora y de la manera original y distinguida con que sabe expresar su pasión. ¡Ah, gran calavera! Por eso tiene usted tanto partido entre las mujeres; con tan dulces palabras y algún pisotón que haga ver las estrellas, no hay beldad que se le resista. ¿Es así como usted conquista a las duquesas de la corte?
Y la baronesa al decir esto se paseaba por la estancia lanzando carcajadas sonoras y deteniéndose algunas veces frente al espejo para echar sobre su persona una furtiva mirada.
Baselga estaba asombrado. Nunca había llegado a imaginarse una mujer como aquella y se sentía humillado ante el genio burlesco de la baronesa que le dejaba cortado y balbuciente.
Las continuas heridas que Pepita abría en su amor propio, excitaban aún más su naciente pasión; pero esto no evitaba que se sintiera avergonzado por su derrota y que permaneciera en su asiento encogido y tal vez deseando que se abriera la tierra y lo tragara para no servir más de diversión a la burlona baronesa.
Cuando ésta se cansó de reír, acercóse algo sofocada al cabizbajo subteniente y con acento cariñoso le dijo tocándole en un hombro.
—¿Se ha enfadado usted acaso? Reconozco que he sido cruel; pero… ¿qué quiere usted? Este carácter maldito me obliga muchas veces a indisponerme aun con las personas que más estimo. Vaya, todo acabó; perdóneme usted, y en prueba de reconciliación y perpetua amistad, permito que bese usted mi mano.
Y la baronesa avanzó una mano de piel satinada, tibia y con graciosos hoyuelos, de la que se apoderó rápidamente el condesito llevándola con avidez a su boca.
No fueron uno ni dos los besos que le dio Baselga, y poco a poco los labios se deslizaron al antebrazo, y aun hubieran llegado más arriba a no soltarse Pepita merced a un fuerte tirón, quedándose en guardia con la diestra levantada y en actitud graciosamente amenazante.
—Cuidadito, Baselga —dijo la hermosa con tono entre irritado y dulce—. Mire usted que puedo enfadarme y entonces soy terrible.
Y Pepita, como para demostrar que era verdad lo que decía, dio al joven una cariñosa bofetada que le supo a gloria.
—Ahora, siéntese usted —dijo la joven volviendo a ocupar el sillón—, y hablemos como buenos y tranquilos amigos. ¿De dónde le ha venido esa rápida pasión que parece haberse creado con solo mi presencia?
—Baronesa; yo la amo hace ya muchos días.
—¿Sin haberme visto hasta ahora? Mire, eso sólo puede pasar en las novelas; y si sigue usted por ese camino, volveré a reírme. ¿Sabe usted acaso quién soy yo?
—Sí; una mujer enloquecedora a quien amo y debo la vida.
—La vida se la deberá usted al cirujano; pues yo, como antes he dicho, no he hecho más que socorrer a un héroe de mi mismo partido. Porque yo, sépalo usted bien, aunque parezca una mujer superficial, mordaz y casquivana, soy muy realista, muy católica, y muy enemiga de esa canalla liberal. Para mí, después de Dios y de su representante en la tierra el Papa, sólo hay una persona sagrada que es el rey.
—Y para mí también —se apresuró a decir Baselga para estar en consonancia con su adorada, que hablando de tales cosas se ponía tan seria como un diplomático.
—Ya sé que es usted un decidido defensor del absolutismo y de ello ha dado buenas pruebas. ¡Lástima grande que tan buen muchacho tenga el feo vicio de hacer el amor a la primera mujer que encuentra!
—Eso no es verdad. Yo la hago el amor a usted porque la adoro.
—¡Hombre! No diga usted disparates. Usted me ha visto por primera vez hace poco rato, e inmediatamente sin tomarse ni tiempo a respirar, me ha espetado su declaración que tiene aprendida de memoria y que suelta a todas cuantas ve.
—No es cierto. Yo no he amado nunca; yo, es el primer día que me siento dominado por la pasión.
—Cuénteselo usted a su abuela. ¿Conque no ha amado usted nunca? ¿Y dónde se deja a cierta airosa manola de la ribera de Curtidores?
—Eso ha sido un entretenimiento sin consecuencias y del cual apenas si me acuerdo.
—Pero no olvidará a usted a la duquesa de León, dama de la reina y que tanto cuidado se toma porque sea usted el oficial más rumboso y bien vestido de la Guardia.
—Está usted tan enterada de mi vida —dijo Baselga sonriéndose—, como yo mismo. ¿Es que hace tiempo me espía usted? Esto casi me haría creer que mi humilde persona es objeto de interés y que usted…
El condesito se detuvo indeciso como si no se atreviera a terminar su pensamiento; pero la baronesa lanzando nuevamente su sonora carcajada, exclamó:
—¡Habrase visto mayor mamarracho! Sin duda ha llegado a imaginarse, lo que menos, que yo le amo hace mucho tiempo en secreto y que procuro enterarme de su vida. Pues hijo, está usted en el mayor engaño y ahora me he convencido de que es verdad lo que las gentes dicen de usted…
—¿Y qué dicen de mí? —preguntó Baselga con acento de susceptibilidad herida.
—Pues que el condesito de Baselga es un buen muchacho aunque muy ignorante y muy fatuo.
El subteniente se ruborizó hasta las orejas, e hizo un gesto con el que parecía decir: —Eso no lo dirá ningún hombre delante de mí.
En aquel momento sonaron las doce en el reloj de San Felipe, y cada una de las campanadas parecía que iba borrando del rostro de Pepita aquella expresión burlona y mundanal que la caracterizaba.
Púsose seria, alzó los ojos al Santísimo sacramento del altar, y a continuación rezó tres padres nuestros que fueron contestados por Baselga aunque no con tanta devoción.
El joven estaba admirado y no sabía cómo calificar aquella mujer que tan pronto se colocaba en actitudes provocativas marcando sus espléndidas formas, como rezaba padrenuestros; y que entre dos carcajadas hablaba del monarca con tanta seriedad que daba a entender un fanatismo realista a toda prueba.
Comenzaba el subteniente a experimentar cierto respeto ante aquella hermosura que tenía el ambiente misterioso de las diabólicas apariciones de las leyendas.
Pero no duró mucho tiempo la actitud estática de la baronesa, pues su rostro volvió a adquirir la habitual expresión y mirando burlonamente al joven, dijo:
—Quedamos en que usted decía…
—Baronesa: yo no decía nada; usted es la que de un modo gracioso me llamaba ignorante y fatuo.
—Y lo es usted; pues sus actos se encargan de demostrarlo. Sólo a un ente superficial se le ocurre hacer el amor a una mujer a quien no conoce. Bien andaría el mundo si todas las mujeres que recogen por compasión o por deber a un herido, hubieran de enamorarse de él. Vamos a ver, ¿quién soy yo? ¿Sabe usted algo de mi vida?
—Baronesa: creo conocer la historia de usted.
—Indudablemente, el negro Pablo le habrá distraído durante su curación relatándole un cúmulo de majaderías. Es un charlatán a cuya lengua impondré correctivo. Pero aunque usted crea conocer mi vida, eso no impide que sea una chiquillada el hacerme el amor a primera vista. Además, usted no se ha fijado en que hay desigualdad de edades, porque yo tengo cuatro o cinco años más que usted.
—El amor no reconoce edades.
—Ya lo sé —repuso la baronesa riendo con crueldad—; y por eso ama usted a la duquesa de León que ya pasa de los cuarenta.
El recuerdo de la duquesa trajo sin duda a la memoria de Pepita, los uniformes que aquella regalaba a Baselga y fijándose en el que ahora llevaba éste, preguntó:
—¿Qué le parece a usted ese uniforme?
—¡Ah!, baronesa. Es una atención más que tengo que agradecer a la hermosa protectora que ha salvado mi vida.
Nada de agradecimiento, pues el tal regalo ha sido por puro egoísmo, estimable conde. Para recibir la visita de una dama, había de encontrarse usted presentable y ayer, permítame que le diga, que estaba espantosamente ridículo con aquella bata sucia y estrecha.
El joven ruborizose al recordar la grotesca aventura, y Pepita, como para consolarle, añadió:
—Hoy está usted muy guapo. De seguro que la duquesa se extasiaría contemplando a su lindo adorador. Pero ¡calle! Falta una prenda que de seguro ese imbécil de Pablo ha olvidado. Voy por ella.
Y la baronesa, antes de que Baselga pudiera oponerse, salió corriendo de la habitación exhibiendo una vez más con el menudo y acelerado paso, sus excitantes formas.
El condesito estaba tan anonadado por las continuas zurras que a su amor propio había dado aquella mujer con su inagotable ironía, que al quedarse solo no pensó en nada, pues parecía que la más absoluta estupidez se había apoderado de su cerebro.
No tardó en oírse el paso ligero de Pepita, que entró en la habitación agitando sobre su cabeza dos magnificas charreteras de oro.
Baselga, apenas las miró, dijo con la seriedad propia del militar que teme cometer una grave falta:
—Baronesa, eso no me sirve. Yo no soy más que subteniente y esas charreteras son de capitán.
—Póngaselas usted y calle.
—Pero, baronesa, eso sería faltar a mis deberes, exponiéndome a un castigo, y yo no quiero hacerme reo usurpando una categoría que no tengo.
—Es usted muy tenaz, y si tan testarudo se muestra en hacerme el amor, casi acabará por rendirme. Vamos a ver; si yo le hubiera dejado hablar al hacerme su declaración, ¿no habría acabado por llamarme reina de belleza, como siempre dicen los adoradores ramplones en tales casos? Pues bien: yo, la reina, tengo a bien hacer a usted capitán.
—Baronesa —dijo Baselga poniéndose serio—; las cosas del Ejército son demasiado graves para jugar con ellas.
—Y usted es un fatuo testarudo con el que no se puede hablar. ¿Cree usted que yo hago las cosas a ciegas? ¿O es que acaso ha llegado usted a imaginarse que sólo conocen al rey los oficiales de la Guardia Real?
—¿Qué quiere usted decir con eso?
—Quiero decir que nuestro señor, el rey Don Fernando VII, en premio a su heroico comportamiento en la jornada del día 7 le nombra a usted capitán; gracia que le será reconocida el día en que los buenos servidores de S. M. barran de España eso que llaman Constitución. Yo, en representación de la augusta persona, confiero a usted tal empleo.
El condesito fue a protestar de aquello que le parecía de mal gusto, o una de las muchas bromas a que tan aficionada se mostraba la baronesa: pero vio en el rostro de ésta tal expresión de seriedad, que se tranquilizó, y más cuando Pepita dijo para acabar de disipar sus dudas:
—Póngase usted las charreteras, señor capitán, que yo seré responsable de cuantos perjuicios puedan sobrevenirle por eso que usted cree usurpación de empleo.
Y luego añadió con expresión de orgullo y altivez.
—Obedeciéndome a mí obedece usted al rey.
Baselga, subyugado por aquella mujer original que tan pronto reía y bromeaba con gran descoco como hablaba de política y tomaba aires de soberana, obedeció sus órdenes y colocó las charreteras sobre sus hombros ayudado por Pepita que más de una vez rozó sus robustos pechos con el brazo del joven.
No debió ser éste manco ni corto de genio, por cuanto la hermosa, tomando aquella actitud de ofendida sonriente que tan bien la cuadraba, exclamó levantando su manecilla:
—Cuidado, don Fernando. Mire usted que si me enfado de veras, va usted a acordarse por mucho tiempo.
—Baronesa, es usted irresistible y aunque me amenazara con los mayores castigos me sería imposible permanecer quieto.
—Yo encontraré un remedio para su impresionabilidad. Me voy y hasta mañana en que podrá salir de esta habitación y comer con nosotros, no me verá usted.
—¿Y será usted capaz de dejarme solo tanto tiempo?
—Hijo mío, aunque usted me crea una mujer superficial y casquivana, tengo muchas ocupaciones y no puedo disponer a mi antojo del tiempo. La comida me espera y después tengo que recibir algunas visitas.
—¿Y se va usted así? ¿Sin dejarme la más leve esperanza?
—¿Qué es lo que usted quiere, hermoso condesito?
—Linda baronesa: oír de su boca que no le soy indiferente; saber que me ama.
—Mire usted, Baselga; es usted muy niño y aunque yo no sea una abuela, allá va un consejo. Para conquistar el corazón de una mujer, lo de menos es amar; lo importante, es hacer méritos para ser amado.
—¿Y podré yo conseguir el realizar esos méritos que me realcen a sus ojos?
—Veremos… tal vez. Lo mismo puede usted conseguirlo mañana que nunca.
Y Pepita, después de hacer al condesito uno de sus saludos irónicos, salió de la estancia riendo como una loca.
VII. SIGUE LA CONQUISTA
Nunca había estado Baselga en un estado moral tan raro.
Si aquello no era amor, sería que tal pasión no existe en el mundo.
El gentil militar no pensaba ya ni en el rey, ni en la Guardia, ni en los liberales; su única y constante idea era Pepita, aquel encantador diablazo con faldas, y tan enamorado estaba, que… ¡caso asombroso!, hasta perdía las ganas de comer, pues su estómago no podía ya, como en pasados tiempos, engullirse un pollo grandecito de una sentada y absorber tres cuartillos de vino de otros tantos tragos.
El condesito languidecía, se encontraba más abatido que cuando huía perseguido por los defensores de la plaza Mayor, y hasta llegó, en el colmo de su desesperación amorosa, a intentar el escribir unos versos describiendo la inmensidad de su pasión.
Al bravo defensor del absolutismo le causaba algún rubor el pensar que en un rapto de locura había estado a punto de escribir versos lo mismo que uno de aquellos pobres diablos periodistas u oradores del partido liberal, a los que él, como buen realista, que apenas si sabía leer y escribir, profesaba un odio sin límites; ni arrancándole la carne con tenazas le hubieran hecho confesar delante de personas tamaña debilidad, y lo único que le consolaba es que, después de borronear muchos pliegos de papel no encontrando un consonante a baronesa, ni sabiendo a ciencia cierta si los versos habían de medirse a palmos o a dedos, acabó por hacer trizas su engendro poético, arrojando los menudos pedazos de papel al vaso de noche.
Y la verdad era que Baselga no tenía motivo para mostrarse desesperado, pues sus asuntos amorosos, si no marchaban tan bien como deseaba su voluntad, tampoco iban del todo mal.
Por de pronto, el cirujano le había permitido que saliera de aquella alcoba, en la que tan malos ratos había pasado, y se paseaba por la casa pudiendo distraer su imaginación tirando del rabo o haciendo otras diabluras a los hermosos loros parlanchines, que sobre artísticas perchas estaban en el saloncito, donde Pepita pasaba la mayor parte del día.
Además, comía en compañía de su adorada y del señor Antonio, y tenía la inmensa satisfacción de comprender cada vez mejor el genio raro de aquella baronesa original que se burlaba de él, se complacía en martirizarle y apenas le veía un poco amoscado, sabía desvanecer el enfado con alguna palabrita dulce o algún bofetón cariñoso.
Cada una de aquellas comidas era para Baselga motivo de alegrías y de pesares; pero estas diversas impresiones iban tan seguidas y mezcladas, que cuando el joven quedaba solo, no sabía si sonreír de felicidad o entristecerse.
En la mesa, que era grande y semejante a las de conventual refectorio, tenía la dicha de sentarse a un extremo frente a Pepita y en amable vecindad con sus lindos pies, mientras que el señor Antonio, siempre grave y ensimismado, ocupaba el otro extremo como para demostrar que pertenecía a una clase inferior y que no osaba faltar a la sagrada ley de castas, digna de respeto entre buenas gentes realistas.
Venía a mediodía algún convidado con sotana, que era el que merecía todos los honores, y que con su presencia quitaba a la reunión de los dos jóvenes el alegre carácter que solía tener.
En los primeros días de su restablecimiento, notó Baselga que el número de clérigos convidados eran grande, siendo aquéllos cada vez diferentes, y tampoco le cayó en saco roto la afición que tales señores tenían a mirarlo como un bicho raro y la maña con que sabían sondearlo, haciendo que expusiera sus opiniones políticas, sin que él se diera inmediata cuenta de ello.
Afortunadamente el desfile de negras sotanas y caras austeras o astutas, cesó muy pronto y sólo de tarde en tarde aparecía a la hora de comer alguno de aquellos pájaros, que eran de mal agüero para el amor de Baselga.
¡Cuán feliz era éste cuando a la hora de comer sólo se reunían torno de la mesa Pepita y el sombrío administrador!
La baronesa era un encantador diablillo que mortificaba al joven, haciéndole al mismo tiempo concebir risueñas esperanzas.
Se burlaba lindamente cuando con palabras alambicadas pretendía expresarla su amor; a cada uno de sus floreos estúpidos aprendidos en los salones de Palacio, respondía arrojándole a las narices bolitas de pan; contestaba a los continuos pisotones por bajo de la mesa con alguna graciosa coz; le recordaba su cojera, defecto que hacía salir de quicio al condesito, y cuando ya había puesto bien a prueba su voluntad y estaba una vez más convencida de su amorosa paciencia, le llamaba ¡hijo mío!, con aquel tono zalamero que producía en el pecho de Baselga extrañas vibraciones, le tiraba cariñosamente de las patillas, y hasta algunas veces le permitía que le besara la mano.
Cuando Pepita no estaba de mal humor permitíale estar en su saloncito mientras ella hacía alguna labor, rezaba oraciones o tocaba el piano, y allí se pasaba el joven las horas muertas recorriendo con la vista una y otra vez todos los detalles de aquel hechicero cuerpo desde los pies a la cabeza o quedándose como hipnotizado al escuchar a la baronesa que con su voz pastosa y sonora de contralto cantaba danzas mejicanas o sentimentales romanzas italianas en que el poeta hablaba siempre de amor, de besos y de morir.
Aquella habitación que parecía impregnada por el perfume de Pepita, era para Baselga como un oasis delicioso en el desierto de su vida. Las paredes rameadas por el pincel de pintor churrigueresco, los cuadros de santos y santas, el retrato oscuro en el que el difunto gobernador de Acapulco ostentaba su rostro avinagrado y los dos loros chillones y aleteadores, eran testigos cada día, de fogosas declaraciones repetidas por centésima vez siempre con idénticas palabras, de irónicas carcajadas que parecían no tener fin, de audaces tentativas del condesito que quería prevalerse de la fuerza de sus músculos y de soberbias bofetadas con acompañamiento de sonrisas que terminaban siempre el conflicto.
Baselga estaba cada vez más desesperado.
Pensando a todas horas en Pepita y su rara conducta, el menguado cerebro del condesito acabó por sacar la consecuencia de que la baronesa le amaba. Y si no… vamos a ver. Si a Pepita le era antipática su persona, ¿por qué sufría aquella pasión tenaz y viéndole ya curado no le plantaba con muy buenas palabras en la puerta? ¿Por qué quería tenerle en su casa y no le permitía salir ni aun de noche, diciéndole que le buscaban con gran empeño por Madrid los revolucionarios, con los cuales había ido a palos tantas veces antes de la sublevación de la Guardia? ¿Por qué, en fin, tras las crueles burlas y los golpes, que aunque dados con acompañamiento de sonrisas no eran por esto menos pesados se cuidaba tanto de desenojarlo con palabras cariñosas o con alguna que otra concesión?
El joven haciéndose tales reflexiones se convenció de que la baronesa le amaba y que debía esperar a que ésta modificase su conducta extravagante.
Pronto tuvo ocasión Baselga de convencerse que, al menos una vez, su cerebro había pensado con cierta cordura y que nada perdía en esperar.
El verano hacía sentir sus rigores con ese encono que guarda siempre para la coronada villa, población privilegiada por la naturaleza, pues el invierno la dedica sus más crueles y mortíferos fríos, y el estío sus más abrasantes e irresistibles calores.
En el interior de aquel caserón se respiraba una atmósfera pesada y sofocante y era preciso buscar el viento de la calle que tenía un poco más de frescura y pureza.
Aquella noche Pepita observó con su adorador una magnanimidad sin precedentes, pues en vez de despedirse de él al poco rato de terminada la cena y rezado el rosario, como ocurría siempre, enviándolo a su cuarto a que charlase con el señor Antonio hasta la hora de acostarse, le invitó a pasar al saloncito, en el que sólo entraba de día, y puesta ya en el camino de las concesiones, le permitió asomarse al balcón.
Eran ya más de las nueve, la luna alumbraba el otro lado de la calle, dejando envuelta en la oscuridad la fachada de la casa y transitaba poca gente, pues era noche en que por ciertas agitaciones políticas del momento la gente bullanguera estaba aplaudiendo en los clubs patrióticos a los oradores más fogosos. No había, pues, peligro de que Baselga fuera reconocido por algún transeúnte.
Pepita estaba adorable puesta de pechos al balcón y contemplando con soñolienta mirada aquel trozo de cielo azul que parecía un toldo tendido entre los tejados de ambos lados.
Desde aquel balcón no se veía la luna, pero su luz daba un tinte blanquecino al azulado éter, sobre el cual los titilantes astros destacaban sus cuerpos de inquieto brillo, semejantes a las pupilas de un niño martirizadas por extraordinario resplandor.
Era una de esas noches en que se siente con más fuerza que nunca el deseo de vivir y en las que debe ser mas dolorosa y desesperante la llegada de la muerte; noches en que la inspiración, despertada por el tibio aliento de la naturaleza, sale de la mansión de lo desconocido y desciende sobre el cerebro humano, o en que el amor se infiltra en la sangre para conmover los cuerpos jóvenes y exuberantes de vida con agudos pinchazos de pasión que hacen desesperarse hambrienta la bestia carnívora que todos llevamos dentro de nuestro ser.
Baselga se encontraba a sí propio desconocido. Sentía una dulce embriaguez y un abandono voluptuoso y hasta le parecía que iba a caer nuevamente en el feo vicio de hacer versos.
Aquel viento caliente que cada vez que abría la boca se colaba hasta el fondo de su pecho, le enardecía la sangre y le producía igual efecto que si estuviera en una de las alegres francachelas con sus compañeros de batallón apurando a docenas las botellas.
En la agradable oscuridad que envolvía al balcón, percibía el opaco perfil de aquel rostro encantador y sentía impulsos de morder sus labios frescos y sensuales y la barbilla partida por delicioso hoyuelo.
Su olfato aspiraba con delicia el perfume embriagador que exhalaba aquel cuerpo robusto, incitante y de artística exuberancia cubierto por un vestido de verano de traidora sutilidad, pues al más ligero roce dejaba adivinar la tersa finura de aquellos miembros ocultos como misterioso tesoro.
Baselga se apoyaba cada vez con más fuerza sobre el hermoso busto y una de sus manos, deslizándose por la barandilla, fue a buscar otra de las de Pepita, oprimiéndola con fuerza así que la encontró.
La baronesa faltando a su costumbre no protestó, dejó hacer a su adorador y hasta le pareció a éste que aquella mano tibia y satinada correspondía a sus amorosos apretones, sin que por esto la dueña dejara de mirar al cielo.
—¡Si supieras cuánto te amo! —murmuró Baselga con voz tenue al mismo tiempo que doblaba su cabeza descansándola sobre el hombro de Pepita.
Esta salió entonces de su celeste contemplación y volviendo los lindos ojos miró al condesito de soslayo con expresión de cariño.
—¡Oh! ¿Me amas? ¿Me amas? —preguntó el joven con entusiasmo creyendo adivinar la expresión de aquella mirada.
Pepita parecía poseída por la misma embriaguez que su adorador, y éste, siguiendo su instinto o como queriendo aprovecharse de aquella excitación que la contemplación de la naturaleza producía en la hermosa, rodeó con su brazo la gentil cintura atrayendo a la baronesa sobre su pecho.
Pero aquella caricia produjo en Pepita un efecto semejante a una descarga eléctrica.
Conmovióse todo su cuerpo con rápido estremecimiento, agitó su cabeza como si despertara de un pesado sueño y se separó del joven con rudo empuje, yendo a colocarse al otro extremo del balcón, en la actitud sombría propia de una mujer ofendida.
—Fernando —dijo con voz vibrante por la cólera después de contemplar con cierto ceño al condesito—. Eres un hombre enfadoso por lo tenaz y acabaré por aborrecerte si persistes en tu conducta.
—Señora, yo…
—Háblame de tú, como antes lo has hecho. ¿No te satisface esta concesión? Tuteémonos ya que nos amamos.
—¡Por fin!… ¡Oh, felicidad! ¿Tú me amas?
—Sí, te amo; ¿para qué seguir ocultando tanto tiempo mi pasión? Te amo; pero no te acerques tanto, no pretendas arrancarme por la fuerza una sola caricia porque te aborreceré.
—¿Por qué tan esquiva?
—Respeta los caprichos de mi carácter. Soy una loca, pero conviene que sepas que aquel hombre que por mí quiera ser amado, tendrá que considerarse siempre inferior a mi persona y obedecerme en todo. Si yo me diera por vencida y cayera trémula, pasiva y sin voluntad en tus brazos, yo tendría que ser tu esclava en vez de tu señora.
—Yo seré a tu lado todo cuanto quieras: tu esclavo, tu servidor en cuerpo y alma; dispón de mí como gustes, pero no huyas, no me arrojes lejos de ti, me abraso… ten compasión de mi amor.
Y Fernando adelantó algunos pasos; pero Pepita fue retrocediendo hasta llegar a un extremo del largo balcón y levantando su diestra, dijo con voz que tenía algo de rugido:
—¡Si avanzas más te abofeteo como a un esclavo! ¿Crees tú que a mí se me conquista por el sistema aprendido en el cuerpo de guardia? ¿Te figuras que a una mujer como yo se la domina con cuatro suspiros y oprimiéndola la cintura? Soy dueña absoluta de mis pasiones y me avergonzaría de que estas me dominaran alguna vez. Yo mando en mi voluntad sin que ésta logre dominarme nunca, y aunque te amo, me creería deshonrada si cayera en tus brazos sin darme exacta cuenta de ello. Yo seré tuya cuando me plazca y no cuando lo quiera el amor.
—¿Qué debo hacer pues?
—Esperar.
—Es imposible, me devora la impaciencia. Además, tú eres muy loca, y ¿quién me garantiza que mañana me querrás lo mismo que hoy?
—¡Imbécil! Una mujer como yo sólo ama una vez, y el hombre que logra interesarla, puede estar seguro de su fidelidad.
—¿Y tú me amas así?
—Mucho antes de que tú cayeras herido a la puerta de esta casa y de que lograras conocerme, ya tu nombre había llegado a mis oídos, y mi curiosidad me había arrastrado a conocerte personalmente. Te conozco muy bien, y el amor no realza a mis ojos tu persona. Sé que eres un inocente lleno de fatuidad, que te crees irresistible por tu fama de espadachín y algunas fáciles conquistas, pero a pesar de todo hay en ti algo que para mi te distingue de los demás hombres y te amo, no tengo inconveniente en manifestártelo, te amo.
—Ángel mío! —exclamó Baselga, halagado por aquel te amo tan encantador y avanzando nuevamente.
—¡No te acerques o te golpeo! Si quieres que te aborrezca, no tienes más que desobedecer mis mandatos. Esta situación es insostenible para ti, que eres impaciente, y para mí, que la encuentro ridícula. Retírate, que en tu habitación te aguardará Antonio. Habla con él de política, intenta distraerte y espera, procurando no ser importuno.
—¿Y cuándo seré feliz? ¿Cuándo podré llamar mía a la mujer que me ama?
—No tengas prisa y consuélate con la esperanza de que he de ser tuya antes que de otro. El día en que me encuentres más fría, más desapasionada, más dueña de mi voluntad, entonces será cuando me arrojaré en tus brazos. La hora de mi caída no la habéis de determinar ni tú ni el amor; he de señalarla yo misma; yo, a quien de hoy en adelante, obedecerás con la fidelidad pasiva de un ser sin voluntad.
VIII. UNA SORPRESA
Llegó por fin para el impaciente Baselga la hora de su felicidad, que fue aquella en que se contempló dueño de la mujer ansiada.
Después de la nocturna escena en el balcón, transcurrieron muchos días sin que la baronesa se mostrara dispuesta a acceder a los deseos del condesito; pero por fin, éste se consideró dichoso viendo, cuando menos lo esperaba, caer en sus brazos el ansiado tesoro de belleza.
Sentada al piano e interrumpiendo el canto de una de aquellas romanzas italianas, fue como Pepita declaró a Baselga con una mirada llena de voluptuosidad y hechiceras promesas, que estaba dispuesta a ser suya.
Aquella fue la primera vez que el audaz joven logró acercarse a Pepita sin miedo a sus bofetadas, y desde entonces pudo considerarse dueño absoluto de la mujer, cuya imagen tantas noches le había robado el sueño.
Los dos amantes se entregaban a su pasión sin recelos ni preocupaciones, y casi puede decirse que hacían una vida marital.
Los criados y especialmente los dos negros nada parecían comprender, y en cuanto al señor Antonio, como miraba siempre al suelo, le era fácil dejar de ver las muestras continuas de cariño que se daban los arrulladores pichones.
Baselga estaba en sus glorias. Jamás en sus ensueños de libertino había soñado una mujer como aquella, y a veces en los instantes de mayor placer llegaba a dudar si estaba despierto, o era víctima de fantástica ilusión.
Aquel Hércules del absolutismo, en materia de amores había estado reducido hasta entonces a conquistas sin importancia, y ahora que su buena estrella le deparaba tanta felicidad, experimentaba la misma impresión que el ebrio de baja estofa que al verse dueño de abundante depósito de fino néctar, quisiera tener cien bocas para beber más aprisa.
El amor de aquel calavera novel y de aquella mujer casquivana conocedora del mundo, no tenía nada de la dulce placidez de las pasiones sublimes, pues estaba reducido a un delirio carnal, pero tan fuerte y arrollador que casi llegaba a la locura.
Baselga mostrábase cada vez más confuso en lo tocante a su querida. Antes de realizar la conquista (que de tal, sólo tenía el nombre), creía que lograría conocer el verdadero carácter de Pepita; pero conforme iba ganando su confianza y penetraba en los secretos, materia de cariñosas confidencias, encontrábase más desorientado no sabiendo al fin en qué concepto tener a su amada.
A todas horas mostrábase dominante y celosa de que su voluntad imperara sobre las de todos cuantos la rodeaban.
Si Baselga en sus raptos de entusiasmo amoroso había prometido ser su esclavo, ahora veía realizado su ofrecimiento, pues Pepita procedía con él, así que se veía desobedecía, casi del mismo modo que con los dos negros.
Pero fuera de este rasgo dominante, todos los demás de su carácter eran tan ligeros, variables e indecisos, que acusaban un desarreglo cerebral.
Entregábase al placer con el instinto carnívoro propio de una fiera insaciable, y cuando más dominada parecía por la locura apasionada, cambiábase rápidamente la expresión de su rostro, sus ojos arrojaban lágrimas y con voz quejumbrosa comenzaba a condolerse de sus grandes pecados y a pedir a la Virgen y a todos los santos que la perdonasen.
Unas veces llamaba a Fernando, gritando como una loca, su ángel bueno, su Dios y le besaba en la boca y en los ojos acabando por morderle la nariz; y otras le arrojaba de su lado con varonil empuje, le amenazaba iracunda y le decía que en su cuerpo se encerraba el diablo que quería tentarla y hacerla suya para arrastrarla al infierno.
Dos o tres veces que Baselga valiéndose de su intimidad con Pepita intercaló en su conversación soeces juramentos de cuartel en que las cosas de la religión no salían muy bien libradas, la joven tornose pálida mostrando una indignación sin límites, y en cambio, cuando por la falta más pequeña daba de puñetazos a los infelices negros, blasfemaba como una furia sin que al parecer le importara un ardite, lo que pudieran pensar de ella en el cielo.
El condesito estaba asombrado por aquel carácter original que cada vez se hacía más raro; pero como al fin su voluntad no era de las que podían sostener grandes resistencias ni su cerebro de los que se entregaran a largas observaciones, optó pronto por la pasividad y se entregó por completo a aquella mujer que hacía de él cuanto quería.
¡Cuán feliz se consideraba el ínclito don Fernando! Los celos era lo único que de vez en cuando como tétrica sombra turbaba su dicha, pero como no tenía ningún fundamento para dudar de la fidelidad de aquella mujer, tales pensamientos se desvanecían rápidamente y apenas si conseguían tener fruncido su entrecejo breves minutos.
Pepita salía poco de casa y todo el día y gran parte de la noche lo pasaba a su lado, procurando endulzar aquella reclusión forzosa a que lo obligaba la vigilancia de los liberales.
Por miedo a las murmuraciones de los criados y por no hacer demasiado ridícula la posición del señor Antonio en la casa, Baselga se retiraba todas las noches a su cuarto antes de las doce, pero durante las horas que seguían a la de la cena y después de bien rezado el rosario, los dos amantes agitados por todos los caprichos de una concupiscencia nunca harta, daban abundante pasto a la bestia carnal que se agitaba furiosa dentro de sus cuerpos.
Algunas veces, la nocturna entrevista no se verificaba, con gran disgusto del joven.
Pepita alegaba para ello indisposiciones momentáneas o actos de devoción que había de hacer en determinados días, y el condesito tenía que darse por satisfecho con tales explicaciones e ir a pasar la velada con el señor Antonio que siempre con cierta superioridad se ocupaba de cuestiones tan atractivas, como hablar contra Carlos III o su ministro el conde de Aranda y sobre los graves males que producía a la patria el general descreimiento sostenido por la masonería.
Una noche de aquellas en que Pepita se encerró a las nueve en sus habitaciones, Baselga encontrose al poco rato cansado por la monótona charla del vejete, y deseando salir de su habitación y dar un paseo por la casa, pretextó una apremiante necesidad física para abandonar al señor Antonio, quien pareció mostrar alguna contrariedad por la salida del joven.
Las habitaciones principales estaban ya a oscuras, pero el joven habituado a pasar por ellas, avanzó con resolución aunque tropezando de vez en cuando con algún mueble.
Baselga sintióse acometido de pronto por una curiosidad digna de un amante. ¿Qué haría Pepita en aquellos instantes? ¿Pensaría en él? ¿Estaría rezando a sus santos favoritos cuyo catálogo era interminable?
Apenas se hizo tales preguntas tomó una resolución algo indigna de su caballerosidad, pero propia de un amante apasionado.
Con el intento de espiar a su amada, dirigiose a tientas hacia el célebre saloncito inmediato al cual se encontraba el dormitorio de la hermosa; pero al llegar al corredor que conducía a aquél, encontró cerrada la puerta.
Miró por la cerraja y a lo lejos vio amortiguada por la densa sombra interpuesta, una gran faja de luz que marcaban los entreabiertos cortinajes del saloncillo.
El corazón del condesito latió con violencia; no por considerar que allá dentro envuelta en aquella luz estaba la mujer amada, sino porque le pareció escuchar el amortiguado eco de una voz que no era la suya, pues tenía el timbre hombruno y aun cierta gangosidad que no le era desconocida.
Algún tiempo pasó escuchando, con una oreja aplicada al ojo de la cerraja y haciendo los mayores esfuerzos por percibir aquella conversación muchas veces interrumpida y que llegaba hasta él como el susurro de una lejana fuente.
¡Oh desesperación! Aquellos sonidos confusos perdían al llegar a él su contorno de palabras y no podía adivinar su significado. La voz hombruna le ponía fuera de sí. No cabía duda: Pepita se libraba de él algunas noches para encerrarse con un hombre.
Esta idea hizo renacer en su pecho todos los celos infundados y sin objeto que tantas veces le habían atormentado, y por primera vez sintió, con la vehemencia propia de su carácter algo salvaje, la pasión que ha sido autora muchas veces de las más célebres venganzas.
Siguiendo los impulsos de su voluntad, hubiera derribado a patadas aquella puerta penetrando como un torbellino destructor en el cuarto de Pepita; pero aunque parezca extraño, hay que decir que aquel gigantazo tenía cierto respeto y no poco miedo a su amada; de tal modo había conseguido esclavizarlo.
Esto le hizo revestirse de paciencia, y siguió escuchando a pesar de que con ello experimentaba en su parte moral horribles tormentos.
Fuese realidad o fantasía de su imaginación acalorada por los celos, lo cierto es que de pronto llegaron a sus oídos alborozadas carcajadas, y hasta le pareció que con ellas iba mezclado su nombre. Entonces ya no quiso escuchar más.
La puerta tembló, conmovida por tremenda patada que hizo cesar el murmullo de aquellas voces.
Baselga, por la fuerza de la costumbre, se llevó la mano al costado buscando la espada, y al notar que no la tenía, pensó en sus robustos puños; capaces de echar abajo una pared.
—Abre, Pepita —mugió con su vozarrón, enronquecido por la ira—. ¡Abre, o echo la puerta abajo!
Durante algunos instantes la más profunda calma contestó a tales palabras; pero por fin oyéronse pasos varoniles en el largo corredor, y la puerta se abrió, delineándose en la oscuridad la figura de un hombre de aventajada estatura.
Apenas se presentó éste, Baselga se arrojó sobre él, y agarrándole por los hombros con sus férreas manos, de dos soberbios empujones y chocando a cada paso con las paredes del pasadizo lo arrastró al saloncillo.
Cuando el apretado grupo que formaban aquellos dos hombres, agitándose, tropezando con los muebles y llevándose tras de sí los cortinajes, llegó semejante a veloz proyectil al centro del saloncillo, Baselga prorrumpió en un juramento, y manifestando una sorpresa sin límites soltó a su contrincante, que de seguro guardaba indelebles señales de sus manos.
A la luz del rojo fanal que pendía del florón del techo, acababa de reconocer a su pariente y protector el duque de Alagón.
Pero la anterior sorpresa no valió nada en comparación con la que experimentó al volver la vista y ver sentado frente a Pepita, que le miraba sonriendo irónicamente, un personaje de gran nariz, ojos maliciosos y chuscos, cabeza poco poblada y labios abultados y colgantes, que reía con cierto aire canallesco al ver la original entrada de los dos hombres.
—¡Señor! —murmuró Baselga con la mayor confusión haciendo una gran reverencia.
Entretanto, el duque de Alagón se rascaba los hombros en actitud compungida, como para borrar las huellas que en ellos habían dejado los dedos de Baselga, y su amo, sin cesar de reírse, le dijo con voz algo gangosa:
—Duque, ¡vaya un pedazo de bruto que tienes por pariente! Este jayán te paga los beneficios a coscorrones.
—Señor —dijo el joven con humildad—, perdóneme S. M. este arrebato.
—Necesitado estás de perdón, pues tal manera de presentarse es impropia de un oficial de mi Guardia, y más en casa de una señora. ¿Es así como corresponde a la hospitalidad de la baronesa de Carrillo? Baselga hubiera querido desaparecer como por ensalmo, pues estaba pasando uno de los ratos más malos de su vida. Verse amonestado duramente por su rey y puesto en ridículo ante la mujer querida, constituía una situación demasiado fuerte para aquel realista y enamorado.
—Di, incorregible calavera —continuó el soberano—. ¿Te parece bien venir a estorbar los negocios de tu rey con tales escándalos?
—Señor —contestó Baselga que buscaba una ocasión de lucir su realismo a toda prueba—. Si yo hubiera sabido que aquí se encontraba mi rey y señor, me hubiera guardado de entrar sin ser llamado.
—Así lo creo, y terminemos esta cuestión que tanto disgusto me causa.
Te veo con charreteras de capitán, lo que demuestra que no has andado tardo en gozar el premio que te concedí a instancias de esta linda señora por tu heroísmo en el 7 de Julio.
—Señor, vuestra majestad es muy magnánima conmigo.
—Ahora sólo te falta justificar ese ascenso con nuevas hazañas. Con vuestra desgraciada sublevación me habéis puesto en tremendo compromiso; los liberales me martirizan más que nunca y necesito de buenos servidores como tú, que vayan a ponerse al frente de los fieles vasallos que en varias provincias se baten, formando las bandas de la Fe.
—Su majestad —dijo el conde con cierta fiereza—, me tiene a sus órdenes como firme servidor. Mi sangre y mi espada están a su disposición.
—Bueno; retírate y mañana recibirás órdenes mías. Procura en adelante tener la cabeza menos ligera, y no comprometer con irreflexivos ímpetus el honor de una respetable dama.
El rey, en señal de despedida, tendió su mano al capitán, que con cara compungida, después de hincar una rodilla en tierra, la besó contritamente. ¡Pícara imaginación! ¿Pues no le pareció poco rato después al loco Baselga, que aquella mano tenía algo del perfume del gentil cuerpo de Pepita?
El conde salió de la estancia acompañado del de Alagón, y entonces Fernando inclinándose con cierto garbo manolesco sobre la baronesa que durante la anterior escena no había cesado de reír, exclamó:
—¡Chica! No has tenido mal gusto. Ese condesito es un animal, propio para tu carácter. Vais a formar una adorable pareja de locos; cada uno de género distinto.
—Le tengo alguna voluntad; tal vez por lo fácilmente que se amolda a todos mis caprichos. Es un matachín tan valeroso como inocente, lo que no impide que se tenga por un calavera consumado.
—Sin embargo, creo que después de esta escena, no va a tener gran fe en ti y que te será difícil hacerle tu marido.
—Ya se encargarán de esto los buenos Padres.
—Buenos ayudantes tienes. ¿Qué no se logrará con su apoyo? A ellos debo la dicha de conocerte.
—Nuestra majestad está esta noche muy galante.
—Mi majestad lo que está es muy aburrido de ver que para que me des un beso es necesario pedírtelo.
Sonó un beso tan fuerte, prolongado y escandaloso, que casi lo hubiera oído Baselga.
Cuando los dos nobles llegaron al extremo del corredor que poco antes habían pasado furiosamente agarrados y topando con las paredes, el capitán se paró para decir con ansiedad a su ilustre pariente:
—Pero tío, ¿qué es esto?
—Sobrino, cosas en las que harás muy bien en no mezclarte, si es que quieres ser fiel cortesano y buen realista. Y ahora que estamos sólos, te advierto que si no fuera porque la violenta escena de antes no ha tenido más testigos que el rey y esa señora, a pesar de ser mi pariente y de toda tu fama de espadachín, te batirías mañana conmigo.
—Algo imprudente he estado, lo confieso; pero sepa usted que esa mujer me pertenece.
—Lo sé perfectamente, y también lo sabe el rey.
—¿El rey…? Pues entonces ¿a qué viene aquí?
—Sobrino —dijo Alagón dando a su voz un tono misterioso—. A ti se te puede decir, pues eres de casa. La señora baronesa de Carrillo tiene un talento político de primer orden, y el rey viene aquí muchas noches a que le dé consejos sobre los actuales conflictos.
Aquella noche el conde no pudo dormir tranquilo. Tanta satisfacción le causaba ser amado por una mujer a quien el rey pedía consejo y que era casi un ministro universal con faldas…
IX. LA CONFESIÓN
Al anochecer del día siguiente, Baselga supo por boca de su amada, que en el salón de visitas le esperaba el padre Claudio, deseoso de hablar con él de asuntos muy graves.
—¿Quién era el padre Claudio?
Entre la inmensa banda de tétricas sotanas que por turno iban pasando por los salones del vetusto caserón o se sentaban a la mesa de Pepita Carrillo, el padre Claudio constituía una brillante excepción y tal vez por esto era recibido con más grandes honores.
Rodeado de tantos rostros huraños o forzadamente amables, pero siempre con el sello especial de la idiotez disimulada o de la astucia encubierta, el de aquel cura destacábase luminoso, atrayente y como esparciendo efluvios de una dulzura evangélica.
Era el padre Claudio muy joven para tener tan gran imperio sobre los que le rodeaban, pero sin duda este ascendiente se lo proporcionaban su hermosura física, su exterior simpático y el encanto dulce y persuasivo de su conversación.
Su cabeza de fino cutis y cabello corto, ensortijado y aplastado sobre la frente, recordaba la de aquellos elegantes romanos del tiempo del Imperio; su figura era de proporciones artísticas y los pies y manos por su pequeñez y delicadeza, casi hacían creer que la flamante y bien cortada sotana ocultaba el cuerpo de una fina damisela.
Hablaba con voz dulce y reposada y todas sus palabras tenían un carácter tan vaporoso, que las hacían casi semejantes a los perfumes agradables que exhalaban las vestiduras del elegante sacerdote.
Había devotas que oyendo las palabras del padre Claudio, quedaba extasiadas en la contemplación de su tez fresca y transparente y de sus cabellos de un rubio apagado, pero brillante, comparándolo mentalmente con el ángel Miguel y demás elegantes de la corte celestial.
Sólo un detalle venía a afear aquel rostro, completo modelo de bondad y hermosura angélica. Los que le trataban con cierta confianza sabían que su frente se contraía en ciertos momentos con coléricas arrugas y que sus ojazos azules, cándidos y casi inmóviles, en muchas ocasiones dejaban pasar por su fondo rápidos chispazos de una ira tan intensa que asombraba y permitían adivinar en sus pupilas, en los instantes de alegría, una ambición que por lo inmensa causaba miedo.
Semejantes a esos mares tranquilos y risueños, cuna de belleza y de poesía que cuando se alteran con el viento de la tempestad son más terribles que el Océano, aquellos ojos imponían cuando despojándose de su falsa expresión transparentaban las pasiones que se agitaban en el cercano cerebro.
El padre Claudio, era un hombre terrible que unía con pasmosa habilidad la bondad con el odio, la sencillez con la astucia y la humildad con una ambición sin límites.
Aquel dandy de sotana, era semejante a las pequeñas víboras de las selvas índicas que escogen siempre por nido la corola de una flor.
Para él nada había imposible, ni retrocedía ante obstáculo alguno. Todo cuando le era útil lo tenía inmediatamente por moral y de aquí que reparara poco en los fines de sus empresas fijando únicamente su atención en los medios, pues tenía cierta preocupación de artista en su modo de obrar.
Aborrecía el ruido, el escándalo y los procedimientos brutales tanto como era partidario de la cautela, la sagacidad y los golpes rápidos y silenciosos.
Para el padre Claudio, el rey de la naturaleza no era el león sino la serpiente y le inspiraba más admiración el avance traidor, rastrero y espeluznante de ésta que el ataque brutal, pero franco e instintivo de aquél.
Pertenecía a la misma categoría que Nerón y demás delincuentes artistas que encubrieron sus más tremendos crímenes bajo un manto de belleza.
El padre Claudio era capaz de asesinar con tal que la hoja del puñal estuviera cubierta de rosas.
Esta quinta esencia de maldad, le hacía ser más respetado y temido por sus compañeros y subordinados, y por otra parte sus prendas físicas y aquel carácter de apóstol que tan a la perfección le disfrazaba, valíanle una admiración sin límites entre sus amigos devotos que ponían sus conciencias bajo la absoluta dirección del hermoso padre.
En casa de Pepita, don Claudio imperaba como un soberano; el señor Antonio mostraba ante él una servil humillación que ni al más adulador lacayo podía tener a su alcance, y hasta la casquivana baronesa no osaba en su presencia dejar la menor libertad a su estrafalario carácter, y acogía con aspecto contrito las dulces reprimendas que el padre tenía a bien dirigirla.
También en Baselga causaba gran impresión aquel cura elegante que apenas si tendría seis años más que él.
El condesito admiraba la finura de sus ademanes, su carácter simpático y su gran ilustración; pero aun había en su persona una cosa que le subyugaba más y era que en ciertos momentos tenía el empaque de un caudillo, y el oficial de la Guardia profesaba admiración y respeto a todos esos hombres especiales que son enérgicos sin manifestarlo y parecen nacidos para mandar.
Tres o cuatro veces había comido con el padre Claudio en casa de Pepita, y casi sintió tanto como ésta el que no fuesen más frecuentes las visitas del cura, pues le era tan simpática su conversación sencilla, pero amena, como enojosa la presencia de los otros clerigotes por lo regular groseros y bruscos en sus palabras y modales.
Cuando Baselga entró en el salón de visitas, el padre Claudio se levantó del sillón que ocupaba en un rincón oculto bajo la sombra.
El quinqué colocado sobre un ligero velador tenía puesta de tal modo la pantalla que bañaba con viva y rojiza luz medio salón dejando la otra parte envuelta en la más densa oscuridad.
Besó el capitán aquella mano blanca, fina y casi femenil que le tendió el cura con graciosa amabilidad, y se sentó obedeciendo su indicación junto a la lámpara que hacía resaltar todos los detalles salientes de su rostro enérgico.
Sacó el padre Claudio de una petaca de oro cubierta de filigranas dos cigarrillos casi microscópicos, que olían a perfumes de tocador más que a tabaco, y después que vio arrojar al militar las primeras bocanadas de humo, dio principio a la conversación.
—Señor conde, vengo de parte del rey, que según creo, se dignó hace poco tiempo anunciaros que os comunicaría pronto sus órdenes.
—Así es, padre Claudio. S. M. me honra distinguiéndome entre sus más fieles vasallos.
—El señor don Fernando (que Dios guarde) —y al decir esto el cura, a pesar de encontrarse casi invisible en la sombra, se inclinó por la fuerza de la costumbre—, desea auxiliar por cuantos medios pueda a los buenos españoles que en Navarra, en Aragón y en Cataluña luchan por los santos derechos del Altar y el Trono, y para esto necesita del apoyo de todos sus leales servidores.
—Dispuesto estoy a obedecer sus órdenes. Mi vida es suya por completo.
—El rey tiene la certeza de ello, y por esto le designa a usted para que sea portador de varios encargos que envía a los defensores de la Fe, y al mismo tiempo ordena que se una usted a esas legiones de esforzados defensores de la legitimidad, con la seguridad de que allí será más útil su espada que en otro cualquier lugar.
—Dispuesto estoy a obedecer. ¿Cuándo tengo que partir?
—Mañana al romper el día. Debe usted agradecer al soberano esta determinación respecto a su persona. Aquí peligra su vida, y la policía por un lado y los patriotas por otro buscan a usted, tanto en Madrid como fuera de él, ganosos de castigarle como a uno de los principales promovedores de la jornada del 7 de Julio. ¿Se acuerda usted del teniente Goiffeaux?
—Sí; un buen muchacho francés que pertenecía a mi mismo batallón. Es grande amigo mío, ¿qué ha sido de él?
—La semana pasada fue ajusticiado en la plaza de la Cebada como autor del asesinato perpetrado a las puertas de Palacio en 18 personas del capitán Landáburu. Calcule qué sería de usted si fuera descubierto por esos furiosos liberales que tienen al conde de Baselga por el principal autor del hecho.
El joven capitán, a pesar de su carácter tan enérgico como ligero, no pudo menos de sentirse impresionado por el trágico fin de su amigo y quedó durante algunos instantes silencioso y como en profunda reflexión. Por fin, rompió el silencio para preguntar:
—¿Y qué misión es la que me confiere el rey cerca de los caudillos de la Fe?
—Su majestad desea que usted sea portador de cincuenta mil duros pertenecientes a la asignación que le da el gobierno liberal, y que él, con un desprendimiento digno del mayor elogio, destina a la formación de nuevas partidas realistas en el Alto Aragón, que nos liberen pronto de la maldecida Libertad. Usted se pondrá al frente de las que se vayan creando, y de seguro que con una brillante campaña hará méritos para ser recompensado largamente por el soberano el día en que triunfe la buena causa.
Baselga, a quien el combate de la plaza Mayor, su amistad con Córdova y hasta el roce con Pepita, habían hecho bastante ambicioso, soñaba desde poco tiempo antes con la gloria guerrera, así es que recibió con el mayor gozo aquel tácito nombramiento de caudillo del absolutismo.
—Padre Claudio —dijo con arrogancia y transparentando en sus ojos el entusiasmo que le dominaba—. Si habla vuestra reverencia con el rey, dígale que podrá tener servidores que valgan más que yo; pero tan entusiastas y decididos al sacrificio, ninguno. Iré donde me mandan y volveré vencedor más pronto o más tarde, pues de lo contrario seré un mártir más entre los innumerables que han dado su vida por la buena causa.
—¡El Dios de los ejércitos irá contigo y te protegerá! —dijo don Claudio con cierto aire de inspirado, y extendiendo su mano de dama, dio la bendición al capitán.
El sacerdote, durante la anterior conversación, había estado desde el fondo de la oscuridad observando aquel rostro brutal, pero franco, en el que tan claramente se transparentaban las internas impresiones, y con exacto conocimiento de la situación creyó muy del caso la reciente invocación bíblica, que acabó de entusiasmar al inculto cruzado del fanatismo.
Baselga quedó como reflexionando bajo el peso de aquella santa bendición, y el clérigo, dijo al poco rato:
—Mañana saldrá usted de Madrid al amanecer precedido de un hombre de confianza que vendrá a buscarle y fuera de las puertas encontrará un carruaje de camino bajo cuyos asientos y en onzas de oro, estarán los cincuenta mil duros. El mismo hombre le dará cartas del rey para sus defensores en Aragón. De preparar a usted para que salga de Madrid sin ser reconocido, se encargará el respetable administrador de la señora baronesa, quien le afeitará cuidadosamente y le dará unos hábitos de sacerdote que ya tiene en su poder.
—Haré cuanto indica vuestra reverencia.
—Mucha prudencia al atravesar las calles de Madrid, y piense usted que son muchos los que le buscan, que usted es muy conocido y que un sacerdote en estos abominables tiempos revolucionarios, inspira tanta sospecha como en otras épocas veneración.
—No tema usted. Sabré fingir perfectamente, solo por darles un chasco a esos aborrecidos liberales.
Quedaron después de esto callados un largo espacio los dos hombres, y al fin, el condesito fue el primero en romper el silencio, preguntando con interés:
—¿Sabe ya la señora baronesa mi próxima partida?
La conoce perfectamente, pues ella ha sido la más interesada en proporcionarle ocasiones donde lucir su heroico valor y legítima gloria.
Baselga que hasta entonces había permanecido obsesionado por la ilusión de convertirse en un célebre caudillo, comenzaba a recordar apasionadamente a Pepita cuya imagen se le aparecía ahora más seductora que nunca.
La idea de alejarse en breve de la mujer adorada aumentaba el valor de su hermosura, y el placer de sus caricias aparecía centuplicado en la imaginación de Baselga.
¡Abandonarla cuando en su ser no se había saciado la terrible hambre amorosa, que su belleza provocaba! Aquel libertino defensor de los reyes y los curas, sentía cierta desesperación y aun se mostraba inclinado a maldecir las circunstancias que le arrancaban de las delicias del amor, y le arrojaban rápidamente del cielo al suelo.
Don Claudio siempre recatándose en la sombra, contemplaba fijamente al capitán y en la sonrisa que vagaba por sus labios comprendíase la facilidad con que iba leyendo en la frente de aquél, todos sus pensamientos.
—Señor conde —dijo el cura cambiando con gran maestría el tono de su voz que de ligera y meliflua, se trocó en grave—. Dentro de pocas horas va usted a partir para cumplir una importante misión y poner en práctica lo que, al ceñir espada, juró usted como cristiano y caballero.
Baselga, que pensando en su próxima y dolorosa separación de la mujer amada tenía la frente apoyada en una mano, levantó la cabeza como sorprendido al oír aquellas palabras dichas en tono solemne.
—Va usted a entrar —continuó don Claudio siempre con la misma entonación—, en esa vida accidentada y abundante en peligros propia del valiente que tiene que luchar contra superiores y temibles enemigos. Grandes serán las aventuras de que estará erizada su próxima existencia; aunque el Señor tiene contados los días de sus criaturas, nadie sabe en el mundo cuál será la última hora de su vida, y hay que temer a la muerte.
—¡Padre! —dijo Baselga con arrogancia—. Yo no la temo y eso que no ha mucho me vi casi en su brazos. Soldado soy y mi destino es morir en el campo de batalla: otra clase de muerte, la consideraría deshonrosa.
—Está muy bien lo que usted dice; pero considere que no todo es morir, que más allá de la tumba existe otra vida y que conforme a la doctrina que enseña la Santa Madre Iglesia hay que pensar en tener la conciencia lo más limpia de pecados que sea posible, para cuando hayamos de comparecer ante el tribunal de Dios. El buen católico antes de morir descarga su pecho del peso de sus culpas, en el regazo del confesor. Usted va a cumplir una noble misión en la que tal vez le busque la muerte. ¿Se encuentra el alma de usted limpia de culpas?
Baselga quedó asombrado por estas palabras y miró con gran confusión al sacerdote que poco a poco había ido arrastrando su sillón hacia el que ocupaba el capitán, y que ahora avanzaba su cabeza de modo que destacara su artístico perfil sobre el foco de luz del quinqué.
El condesito estaba tan aturdido, como muchacho que en la escuela es sorprendido por el maestro en flagrante delito, y no encontraba palabras para contestar.
Excitado por la mirada bondadosa y angelical del cura se decidió al fin a hablar y al principio no consiguió más que embrollarse en un sinnúmero de confusas palabras.
—Yo… padre… la verdad… ando bastante descuidado en materias de religión. Creo en Dios, en Jesucristo, en el Papa y en todo lo que manda la Iglesia; en otros tiempos me sabía todo el catecismo de memoria, pero ahora… ya ve usted… los amigos, la vida militar, las locuras de la juventud… en fin, que hace mucho tiempo no me he confesado y que, de morir en este momento, el diablo tendría mucho que hacer con mi alma.
—A tiempo está usted, hijo mío, de conjurar el peligro. En mí que soy indigno representante de Dios encontrará usted el medio de librarse del peso de tantas faltas.
—Yo quisiera confesarme, pero… ¿en este sitio?, ¿en un salón de visitas?
—Dios está en todas partes y en todas también puede su sacerdote oír la confesión de un pecador. Acérquese usted más… así está bien. Y ahora si tiene usted verdadero fervor para reconciliarse con Dios, ábrame su pecho y no tema en revelarme la verdad, sin miedo a la enormidad de los pecados, pues el Supremo Hacedor no quiere que el culpable agonice bajo el peso de sus faltas sino que viva y se arrepienta.
Estuvo Baselga por mucho rato cabizbajo, ensimismado y como contrayendo todos los pliegues de su memoria para que no quedara trasconejado el recuerdo de las más pequeñas de sus faltas, pero cuando ya se disponía a hablar, le interrumpió don Claudio para decirle:
—Supongo que no irá usted a imitar a ciertas devotas viejas que tienen como pecados nimiedades insignificantes y ridículos escrúpulos. Aquí más que confesor y penitente, somos dos hombres, y, por tanto, hemos de hablar con franqueza e ir derechamente a la verdadera importancia de las cosas. Empiece usted hermano y diga todo aquello que considere realmente como pecado.
Baselga hizo un poderoso esfuerzo para romper los lazos con que el amor propio y la vergüenza sujetaban su lengua y con el rostro teñido de rubor comenzó así:
—Padre; me acuso de haberme valido de mi habilidad en el juego para robar con malas artes el dinero de mis compañeros.
—Mala cosa es el juego; pero como culpables son igualmente todos los que se dejan dominar por vicio tan reprochable, no cayó usted en pecado mortal al explotar la simpleza de los que confían su suerte a la baraja. Adelante, hijo mío.
—Me acuso, de haber hecho uso de mi espada sin razón alguna contra personas a quienes antes había ofendido, derramando su sangre injustamente.
—Gran pecado es atentar contra la vida del prójimo, mas, sin embargo, todo aquel que lleve espada, se tenga por caballero y ostente un nombre ilustre, tiene el deber de velar por su prestigio personal y no incurrir nunca en la nota de cobardía. Además, así como la Providencia veló por la vida de usted, podía haber ocurrido todo lo contrario, en cuyo caso tanto se exponía usted como su contrincante a morir en el lance. No es, pues, muy grave este pecado. ¡Animo hijo!, ¿cuáles son los otros?
—Yo fui el que instigó a los soldados a dar muerte en la plaza de Palacio al capitán Landáburu y confieso que el recuerdo de su mujer viuda y de sus hijos huérfanos me ha quitado el sueño muchas noches.
—Digno de execración es siempre el asesinato; pero hay que convenir en que aquel hecho nada tuvo de tal. La muerte violenta de Landáburu fue uno de tantos incidentes propios de épocas de agitación, y sin duda aquel desgraciado fue destinado por Dios para servir de triste ejemplo a sus compañeros en política y hacerles ver prácticamente cuán terrible es el fin de los hombres que se separan de las buenas doctrinas. Landáburu era un impenitente revolucionario a quien usted conocía muy bien; ¿quién sabe si Dios quiso castigarle por sus malos pensamientos y lo escogió a usted como ejecutor de sus venganzas? No es, pues, tan enorme este pecado. Adelante, hijo mío, adelante.
Baselga estaba encantado por la bondad de aquel sacerdote que todo lo encontraba bien; que en vez de las reprimendas esperadas, le dirigía amables sonrisas y que demostraba un empeño paternal por desvanecer todos los remordimientos en el pecho del penitente.
Con un confesor tan de manga ancha que sabía desmenuzar los pecados de modo que perdieran su carácter horrible dejándolos reducidos a simples faltas, se podía hablar con entera tranquilidad, y por esto el condesito, cobrando cada vez más confianza, repasó por completo todo lo grave de su pasado y al fin llegó a sus amores con la baronesa.
Al pensar en tal aventura su lengua se detuvo. El capitán creía circunstancia indispensable en todo galanteador caballeresco, guardar eternamente el secreto de sus amores; así es que no se mostró propicio a revelar lo ocurrido en aquella casa entre Pepita y él; tanto más cuanto que el padre Claudio era amigo de la baronesa.
El sacerdote que con mirada atenta seguía contemplando al joven, pareció adivinar nuevamente los pensamientos que se agitaban bajo su frente, y para desvanecer todo escrúpulo dijo así:
—Hace usted mal, si es que piensa ocultarme por miras particulares algún suceso importante de su vida. Engañándome a mí engaña usted a Dios y de poco puede servir a su alma una confesión incompleta e inspirada en miras egoístas. Todas las preocupaciones mundanales deben expirar al pie del confesionario; para el representante de Dios no ha de guardarse secretos, tanto más cuando lo que usted diga aquí quedará como encerrado en una tumba. ¡Vamos!, decídase usted, hijo mío, y ya que se ha propuesto implorar la protección de Dios descargando su conciencia de culpas, no oculte ni una sola de éstas.
El condesito, impresionado por aquella voz dulce y atractiva decidióse a hablar, aun faltando a su condición de amante reservado y silencioso. Además, pensó en que Pepita se confesaba igualmente con don Claudio y que, como buena católica, le habría revelado todo lo ocurrido.
Así que Baselga se decidió a decir la verdad, dejó escapar un verdadero chaparrón de palabras, que fue la relación completa y detallada de todo lo ocurrido entre él y la baronesa desde el día en que se conocieron hasta la hora presente.
El cura escuchaba con aparente atención las palabras del penitente pero un profundo observador hubiera adivinado en él la distracción que le causaba oír por segunda vez la relación de sucesos que ya le eran conocidos.
Cuando Baselga acalorado en la descripción de su última conquista, deslizaba algún detalle de color algo subido y se detenía como avergonzado, el clérigo le animaba con un gesto de benevolencia, y el joven seguía adelante en su relación, encontrando cierto placer en revelar a un hombre (aunque éste fuese un cura) toda la felicidad que había gozado.
Cuando el condesito terminó de hablar, vio con cierto recelo que don Claudio se ponía muy serio por primera vez y aun se alarmó más al oír que con voz algo irritada, le decía:
—Después de lo que usted acaba de decirme es casi imposible que yo le de la absolución.
—¡Cómo!, ¿qué dice usted padre mío?
—Usted, llevado de sus antiguos hábitos de galanteador irreflexivo ha abusado de la generosa hospitalidad que le dispensó una mujer, que aunque a primera vista parezca algo ligera, es modelo de virtudes. La baronesa ha perdido su honor en los brazos del hombre a quien salvó la vida y éste obraría con una deslealtad nunca vista e impropia de un caballero si se negara a reparar el mal que causó.
Baselga quedó anonadado bajo aquella severa reprimenda.
—Va usted a partir —continuó el sacerdote—, dentro de breves horas, y Dios sólo sabe dónde podrán arrastrarle los azares de la guerra. El corazón de usted es ligerísimo, su facilidad amorosa grande en extremo, y caso probable que cuando termine la guerra usted haya dado su afecto a otra mujer y olvidado a la baronesa, en cuyo caso ¿cuál será la suerte de esa desgraciada señora, modelo de virtudes, pero a quien el amor ha hecho pecar?
—¡Oh!, no, padre. Yo nunca olvidaré a Pepita: la amo mucho.
—El amor cuando no está santificado por la bendición del sacerdote es fugaz pasión que el menor vaivén de la vida hace desaparecer. No basta que usted quiera a Pepita, es necesario afirmar esa pasión con algo más serio que los juramentos de amor.
—¿Y qué puedo hacer yo, padre mió? —dijo Baselga, a quien las palabras del cura habían conmovido.
—Hoy casi nada. La orden del rey le obliga a partir dentro de breves horas y no hay tiempo para que usted legitime por medio del casamiento canónico sus amores con la baronesa.
—Entonces, ¿cuál ha de ser mi conducta para que vuestra reverencia me dé la absolución?
—Ya que es imposible por el momento el borrar las anteriores faltas con el matrimonio, jure usted ante Dios que está en el cielo y en todo lugar, que dará su mano y su nombre a la mujer amada tan luego termine la comisión que ahora le encarga su majestad.
—Dispuesto estoy a jurarlo, padre mío.
Entonces Baselga por indicación del cura, púsose en pie y extendió su diestra a un antiguo cuadro que representaba a Cristo macilento y negruzco, fue repitiendo el juramento que palabra por palabra le dictó don Claudio, y al final de cuya fórmula pedía para sí todos los tormentos del infierno y los dolores de la tierra si dejaba de cumplir lo prometido.
El mastuerzo que con tanto valor sabía batirse en las calles de Madrid, sentíase ahora conmovido por las palabras que le hacía pronunciar el hábil capellán y le faltó poco para derramar lágrimas de alegría cuando le dijo don Claudio con acento melifluo:
—Hermano; de rodillas.
Oyó Baselga latinajos que no entendía y con ademán compungido recibió la bendición de aquella mano fina y aristocrática que después besó contritamente.
—Ahora —dijo don Claudio levantando del suelo al capitán—, a luchar como un héroe por la santa causa de la Iglesia y del rey.
—Lucharé hasta morir —contestó el joven con resolución que no daba lugar a dudas.
—¿No es verdad que se siente usted mejor después de la confesión?
—Me encuentro poseído de un bienestar inmenso.
—El pecador que tiene fe en Dios siempre experimenta tan grata impresión después de desahogar su pecho de culpas.
—Ya hemos terminado —continuó el cura después de un breve silencio—, retírese usted a hacer sus preparativos de viaje y avístese con el señor Antonio que ya ha recibido las instrucciones necesarias. Además autorizo a usted para que cuando vea a la señora baronesa, le revele cuanto aquí ha ocurrido. Es una santa mujer que experimentará una alegría sin límites al saber que usted ha jurado ser su esposo tan pronto como lo permitan las circunstancias.
—¡Adiós, padre! —dijo el capitán con algún enternecimiento—. Que el cielo permita nos volvamos a ver pronto.
—¡Adiós, hijo mío! Que el Señor proteja a usted.
Y aquel Pedro el Ermitaño del realismo español, estrechó con cariño la mano del cruzado que iba a defender en los montes la tiranía del monarca y el restablecimiento de la Inquisición.
Cuando los pasos de Baselga hubieron dejado de sonar en la habitación vecina, el cura sonrióse con aire satisfecho, y dirigiéndose a la puerta del salón contraria a aquella por la que había salido el joven, levantó el pesado cortinaje, preguntando con voz meliflua:
—¿Está usted contenta, Pepita?
—Mucho, padre mío. ¡Cuánto tengo que agradecer a usted!
Y la baronesa, diciendo estas palabras, entró en el salón. Sus mejillas estaban coloreadas por la alegría y en toda ella conocíase el vivo placer que le había causado la anterior escena.
—Esto es un servicio más que usted tendrá que agradecer a la poderosa Compañía que la protege desde la cuna.
—Lo agradezco con toda mi alma, padre Claudio, y crea vuestra reverencia que siento no corresponder con más fuerza a tan grandes y continuos favores.
—Con que tenga usted al rey mucho tiempo hechizado con sus gracias y disponga un poco de su voluntad, nosotros nos damos por satisfechos.
—Eso hago y eso haré tan bien como me sea posible. Mis ilusiones se realizan y desde la cumbre a que me elevan los favores de la orden, podré servir mejor a los intereses de la Compañía. Únicamente me faltaba un marido y éste ya lo tengo gracias a la sabiduría de vuestra reverencia que tan acertadamente sabe dirigir las conciencias. Querida predilecta del rey, pero teniendo que vivir oculta por no poder presentarme en sociedad como una viuda forastera, problemática y sin amistades, me es imposible servir tan bien a la orden como lo haré el día en que figure en la corte como la esposa de un hombre que ha prestado grandes servicios a la causa del rey. Baselga es un necio, pero tiene algo de héroe y si no lo matan conseguirá abrirse paso y llegar a los más altos puestos. Yo necesitaba un marido de tal clase y vuestra reverencia me lo asegura valiéndose de su profundo talento que a todos convence. ¡Cuán agradecida debo estar a la orden que me protege!
—Baronesa: el que trabaja para la mayor gloria de Dios se ve colmado siempre por el Altísimo de inmensas felicidades.
X. 1823
En 1823 cambió por completo la decoración para liberales y serviles que con tanta saña venían combatiéndose hacía tres años.
Al rey que decía a sus súbditos «marchemos todos francamente y yo el primero por la senda constitucional», mientras ocultamente favorecía con dinero y con hombres las sublevaciones absolutistas en los montes de Cataluña y Navarra, le parecía todavía insuficiente el armar tropeles de fanáticos, que combatieran en favor del Altar y el Trono, y solicitó el auxilio de la Francia que envió a España al duque de Angulema con sus cien mil hijos de San Luis.
Fue aquella una época de desbordamiento y de impudor. Nunca se ha visto un pueblo más propenso a la mudanza, a la traición y a la desvergüenza.
Largos años de tiranía habían corrompido el sentido moral de nuestro pueblo; la revolución sólo había servido para hacerlo más bullanguero, y ni una sola de las ideas democráticas que los oradores predicaban en los clubs, conseguía penetrar en aquella juventud que todavía era hija legítima y directa de la generación de Pan y Toros.
Los que antes iban con gran fervor a las procesiones o eran cofrades del Rosario de la Aurora, asistían ahora a los clubs, cantaban a grito pelado en las calles los himnos en moda u organizaban las manifestaciones cívicas. He aquí toda la reforma que la revolución consiguió hacer en el pueblo español.
El rey, a pesar de la Constitución y de todos los esfuerzos de exaltados y comuneros, seguía siendo la personificación del país; lo que el monarca hacía los súbditos lo imitaban y como Fernando VII era canallesco, desvergonzado y traidor, el pueblo no conocía ni aun de oídas el pudor político y cuando aún repetía el eco sus gritos de ¡viva la Constitución!, volvía la hoja rápidamente para pedir a gritos el triunfo del rey neto y la vuelta de los felices tiempos en que funcionaba la Inquisición, los jesuitas dirigían el gobierno y el amo de España mostraba el sobrehumano talento que le había dado Dios para presidir corridas de toros.
La política en los últimos tiempos de aquella época constitucional, estaba reducida a una serie de vergonzosos engaños. La agonía del trienio liberal puede definirse diciendo que fue una espantosa traición.
Fernando engañaba a los liberales y mientras firmaba cuantos manifiestos le ponían delante y en los cuales se entonaban himnos laudatorios a la Constitución, solicitaba con gran urgencia el auxilio de las bayonetas francesas; Morillo hacía traición a sus compañeros los generales La Bisbal y Ballesteros; La Bisbal le imitaba y Ballesteros por no ser menos, uníase a los invasores para derribar al gobierno que confiaba en el apoyo de sus espadas.
La Constitución era una enferma atacada de rápida tisis y los hombres, dueños del poder, semejaban embrollada consulta de médicos pedantes, ocupados en discutir el nombre y etimología de los medicamentos que pensaban emplear, mientras la paciente se moría a toda prisa.
No faltaban liberales entusiastas dispuestos a dar su sangre por aquella Constitución que tantas veces habían jurado sostener, pero estaban en minoría y sus esfuerzos se perdían entre la indiferencia y el envilecimiento del pueblo.
El heroico Mina resucitaba en Cataluña la epopeya de la Independencia luchando con escasas fuerzas contra las hordas realistas y las legiones invasoras, pero su sublime tenacidad tenía el pálido reflejo de un rayo de sol en el fondo de putrefacta laguna.
Aquella revolución moría como mueren todas las formas de gobierno que no llegan a ser populares. Sólo la clase media había abierto sus ojos a la luz de la libertad.
El pueblo, llevando todavía en su mente el recuerdo de los privilegios señoriales y de las rapiñas de la Iglesia, estaba tan ciego, que tomaba sus armas para defender la causa de los nobles y de los curas.
Pudo muy bien el gobierno constitucional organizar una tenaz defensa que hiciera más lenta la marcha del tropel de alguaciles que Francia nos enviaba para reponer el absolutismo en su primitivo ser y estado.
Con esto no se habría salvado la libertad, pero habría caído con más honra y los Borbones de la nación vecina no se hubieran engreído y puesto al nivel de Bonaparte por una guerra en la que los reclutas de la restauración no dispararon dos veces sus fusiles.
Pero los liberales adoptaron sus resoluciones con demasiada lentitud, confiaron su defensa a militares de dudosa fe política y cuando vinieron a apercibirse de sus desaciertos, vieron sus órdenes desobedecidas y que la traición de sus generales dejaba libre el paso al chaparrón de la venganza absolutista que iba a caer sobre ellos con furor terrible.
El final del período liberal tuvo algo de la rapidez del vértigo y mucho de la vaguedad del sueño.
El avance de las bayonetas francesas hizo salir de Madrid a toda prisa a ministros y periodistas, diputados y milicianos formando inmensa caravana que semejante al vagabundo pueblo de Israel, llevaba como arca santa la chusca persona de Fernando VII. Éste se reía interiormente de la candidez de aquellos revolucionarios tan respetuosos siempre con el mismo hombre que les daba la muerte. Todos ellos sabían que el mismo monarca era quien movía el ejército invasor que venía pisándoles los talones y ni a uno solo de los fugitivos se le ocurrió encargar a su fusil la misión de librar a España del monstruo que pocos meses después había de ensangrentarla con horribles venganzas.
El más vergonzoso relajamiento se había apoderado de nuestro pueblo, y, como si quisiera poner su adoración al nivel de su vileza, tributaba homenajes a los seres más abyectos.
El país que doce años antes había admirado a Mina y al Empecinado, se entusiasmaba ahora con las proezas de cuatro bandidos que vestían el sayal frailuno, y con la cruz en una mano y el trabuco en otra, iban sembrando el incendio y la muerte, queriendo exterminar a los negros hasta la cuarta generación. Los mismos que habían aplaudido a Argüelles y Muñoz Torrero, miraban ahora como dechados de sabiduría a los pedantes y covachuelistas que componían la Regencia de Urgel.
El Trapense, una fiera con hábito, era el héroe de la situación. Creíase que su trabuco tenía el poder de hacer milagros, y cuando el fraile guerrillero, llevando a la grupa a la hermosa aventurera Josefina Comeford, penetró en Madrid, el mismo pueblo que tres años antes había tirado de la carretela en que iba Riego, se arrojó bajo las herraduras del caballo con la misma entusiástica indiferencia del indio que desea ser aplastado por el carro del ídolo y ganar el cielo.
Una bendición de aquella mano era una dicha que muchos solicitaban. La mano del Trapense estaba, sin duda, santificada por Dios, pues nunca la abatía el cansancio. Prueba de ello, era la rapidez y limpieza con que degolló uno tras otro, sin interrupción, setenta y seis soldados constitucionales que fueron hechos prisioneros en la toma de la Seo de Urgel.
Barrido de Madrid y de Sevilla, el gobierno liberal, siempre fugitivo y vagando, con rumbos inciertos, fue a refugiarse en Cádiz. La Constitución de 1812, semejante al hijo pródigo, después de correr grandes aventuras, volvía decaída y derrotada a morir en el mismo punto donde nació.
Allí fueron a buscarla sus implacables enemigos, y el ejército de Angulema, en unión de algunas de las hordas realistas que le precedían, a guisa de avanzadas, estableció el sitio de Cádiz.
Los muros de la inmortal ciudad volvieron a conmoverse con el estampido de los cañones franceses; pero entre el sitio de 1810 y el de 1823, hubo tanta diferencia como la que existe desde el drama a la comedia.
Ni Angulema era Soult, ni aquellos liberales, fugitivos, desilusionados, y que se batían por «el qué dirán» y por dar a su bandera cierta gloria antes de plegarla, podían compararse con los gaditanos de 1810 que, después de asistir a las sesiones de las célebres Cortes, empuñaban el fusil con la mente llena de sublimes pensamientos e iban a morir en las trincheras.
En el último sitio de Cádiz se luchaba sin ánimo de triunfar y únicamente por cumplir con el deber. Todos los personajes que estaban encerrados en Cádiz, sabían cuál iba a ser su suerte y la aguardaban pacientemente. Argüelles pensaba en la próxima emigración; el canónigo Villanueva se entretenía escribiendo sonetos y letrillas contra Angulema y los absolutistas; el marino Valdés se convencía de que era inútil pensar en revivir la célebre defensa por él organizada en 1810, y entretanto, Fernando distraía sus ocios remontando cometas de varias formas y colores en el tejado de la Aduana, sistema de telegrafía óptica que enteraba a los sitiadores de cuanto en la plaza ocurría.
La toma del Trocadero fue la única operación que honró militarmente a los invasores; pero aquel simple acto de guerra, que resultaba una bagatela para las legiones de Napoleón, fue pregonado por la Fama del realismo como una hazaña al lado de la cual las proezas de Aníbal y de Alejandro quedaban oscurecidas.
La restauración borbónica, tan mezquina en Francia como en España, necesitaba aumentar la importancia de los hechos para adquirir ese prestigio que tan necesario es a los tiranos.
Por desgracia para la causa realista, la gloria le volvió la espalda, y para que el mundo no se apercibiera de tal desdén, se veía obligada a falsificar los hechos. Ni más ni menos que esos amantes desdeñados en cuya boca los más insignificantes favores de la mujer ansiada se convierten en comprometedoras y decisivas concesiones.
XI. CÓMO TERMINA UN CALAVERA
Entre el tropel de esbirros de la tiranía, que como un cinturón de hierro y bocas de fuego rodeaba los muros de Cádiz, figuraba el conde de Baselga, realista decidido y hombre de gran porvenir, del cual se ocupaban periódicos tales como La Atalaya de la Alancha, El Regenerador y otros papeluchos redactados por furibundos frailes, citando al capitán de la Guardia como un modelo de fieles defensores del despotismo.
¡Quién podía saber con certeza el número de barbaridades que el ilustre Baselga había cometido desde Agosto de 1822 hasta aquel momento, defendiendo en los montes con más aire de bandido que militar la causa de Rey y de la Religión!
Al frente de las guerrillas compuestas de fanáticos y de gente perdida había pasado más de un año en los montes de Aragón, operando unas veces con entera independencia y otras a los órdenes de Bessieres, el aventurero francés que en 1822 era sentenciado a muerte por conspirador republicano y en 1823 se distinguía mandando a los feroces feotas, nombre que los liberales daban a los defensores del absolutismo por llamarse con énfasis soldados de la Fe.
Con gran disgusto de Baselga, las necesidades de la guerra le habían llevado de Aragón a Valencia, y de este último punto tuvo que salir para Andalucía, no pudiendo dirigirse a Madrid, donde ya funcionaba con el carácter de gobierno la reaccionaria regencia formada en Urgel.
El conde ansiaba ardientemente ver a Pepita, cuyo recuerdo no se apartaba de su memoria, y ya que le era imposible cumplir su deseo, consolábase escribiéndole largas cartas siempre que le era posible, y en las cuales, con toda la corrección de que era susceptible su rudeza y pasando por alto los homicidios ortográficos, describía una vez más la constante grandeza de su pasión.
Cuando a principios de Julio llegó aquel paladín del absolutismo a las inmediaciones de Cádiz con sus feroces hordas, más para entorpecer que para ayudar las operaciones de bloqueo que ejecutaban los franceses, el administrador de Correos de Puerto de Santa María le entregó una carta, cuya procedencia adivinó antes de abrirla.
El corazón le latió agitadamente, pues en las letras desiguales y arrebatadas de la cubierta, le pareció ver la nerviosa mano de Pepita manejando la pluma con loca precipitación.
Era la primera carta que recibía de la mujer querida desde que se separó de ella.
Al principio, Baselga sólo se fijó en las palabras cariñosas y apasionadas, en las promesas de eterno amor, en aquellos requiebros melosos y aniñados propios de la imaginación de una criolla; pero después sus ojos, que saltaban apresuradamente de renglón en renglón con el ansia de leer de un golpe toda la carta, paráronse sorprendidos en unas palabras misteriosas, cuyo significado no lograba comprender.
Pepita hablaba de circunstancias que hacían visible su deshonra, de sucesos acaecidos después de su partida que echaban un borrón sobre su buen nombre; aludía con cierto misterio al último mes de Abril, y terminaba anunciando que el buen padre Claudio enviaba al campamento sitiador de Cádiz un hombre de confianza para que tratase con él de un asunto grave. «De tu resolución —decía Pepita—, del acuerdo que tú tomes, depende que yo viva o muera. La pérdida definitiva de mi honor acabará mi existencia».
Baselga leyó una y otra vez la carta, deletreó todas sus palabras, y al fin se quedó tan ignorante y confuso como al principio.
¿Qué peligros para el honor de Pepita serían aquellos? El fogoso militar, pensando que la mujer amada pudiera encontrarse en apurada situación, soñaba ya en villanos enemigos y acariciaba la espada en su cinto, y en el cerebro la descabellada idea de partir inmediatamente con dirección a Madrid, para emprenderla a estocadas contra todos cuantos turbasen la tranquilidad de la hermosa baronesa.
El ver incluido en la carta el nombre del padre Claudio, excitaba aun más la curiosidad del condesito, pues éste reconocía que el afable sacerdote no se iba a mezclar en asuntos de poca monta ni a tomarse por éstos la molestia de enviar emisarios a Cádiz.
Dos días pasó Baselga dominado por una constante preocupación y a tal punto llegó ésta, que por las noches los oficiales franceses y algunos guerrilleros que habían organizado una timba en el campamento, en la cual tallaba el conde por derecho propio, le ganaron cuanto dinero puso en la banca, sin que el antiguo fullero se le ocurriera sacar a plaza sus indiscutibles habilidades.
En la tercera noche, Baselga, que arruinado ya, había pasado de banquero a la simple calidad de mirón, fue avisado por su asistente de que fuera de la tienda le esperaba un caballero que decía acababa de llegar de Madrid.
Júzguese con qué rapidez acudiría el joven al llamamiento y cuál sería su sorpresa al conocer que el enviado del padre Claudio no era otro que el señor Antonio, el vejete realista que completaba su antiguo traje con un gran sombrero de los que se llevaban a principios de siglo, llamados de medio queso.
El conde experimentó la mayor alegría al ver al eterno acompañante de su amada. Hasta le pareció que en él había algo que evocaba la seductora imagen de Pepita y que su mugrienta casaca exhalaba el mismo perfume de su hechicero cuerpo. Quien haya estado enamorado comprenderá inmediatamente tan extraña aberración.
No fueron pocas las preguntas que apresuradamente disparó Baselga sobre el vejete, pero éste con gran calma le agarró suavemente por uno de sus brazos y le fue alejando de la tienda.
—Si le parece a usted, señor conde —dijo el señor Antonio—, pasearemos por sitio donde no nos puedan oír, pues tengo que comunicarle cosas graves.
Dirigiéronse los dos hombres a los límites del campamento y comenzaron a pasear a lo largo de una de las trincheras, cuidando de no acercarse demasiado a un centinela que contemplaba curiosamente las idas y venidas de aquella pareja cuyas sombras dilataba fantásticamente la luna sobre el suelo.
—Comenzaré por indicarle —dijo el viejo—, que yo no vengo enviado aquí por mi señora sino por el reverendo padre Claudio.
—Lo sabía desde anteayer.
—¿Le ha escrito a usted mi señora? —preguntó con sorpresa el vejete—. Lo ignoraba; pero ya nos lo recelábamos el bueno del padre y yo. La pobre baronesa… ¡le quiere a usted tanto!
Y el señor Antonio quedóse cabizbajo al decir estas palabras como si lamentara en el fondo de su pecho que su ama se hubiese enamorado de semejante perillán.
—Yo —continuó el viejo con acento triste—, conozco a la señora baronesa casi desde que nació, y aunque cometa una censurable irreverencia, digo que la amo como si fuese hija mía. Juzgue usted cuál será mi dolor hoy que la veo deshonrada.
—¡Deshonrada…! ¿Por quién?
—Usted lo sabe mejor que nadie. La señora, corazón sencillo e ingenuo, se dejó engañar por un hombre audaz que cayó moribundo a la puerta de su casa y el premio de su cristiana caridad ha sido la deshonra.
—¡Señor Antonio! Mida sus palabras que ya sabe usted quién soy yo y qué genio gasto. La señora baronesa me ama tanto como yo a ella, pero esto no autoriza a nadie para que hable de deshonra ni ponga mi honor en duda.
—Es ya inútil todo fingimiento. Lo sé todo, y así como yo, cuantos entran en nuestra casa de Madrid. La pasión carnal que usted encendió en el pecho de la señora la hizo caer; y hoy el fruto del pecado atestigua su deshonra.
—¡Fruto de deshonra! —exclamó el joven con tanta extrañeza como miedo—. ¿Qué quiere usted decir, señor Antonio? ¡Por Dios!, explíquese usted.
—La señora baronesa ha tenido una niña hace tres meses. Usted es su padre.
Ante esta lacónica respuesta Baselga no supo lo que le pasaba. De un golpe penetró en el misterio que envolvían las palabras de la carta de Pepita y quedó asombrado, pues todo lo esperaba menos aquella noticia.
—¡Ya ve usted —continuó el viejo—, cuan dolorosa es la situación de mi señora! ¡Una dama modelo de virtudes y de recato, una señora considerada hasta por el mismo rey a causa de su profundo talento, caer de repente de tan envidiable altura para ponerse al nivel de una mujer perdida! Señor conde; la infeliz nada dice contra usted, le ama tanto que no se queja; pero si usted es cristiano, si en su corazón ya que no el amor, la compasión ocupa algún vacío, ya sabe usted cuál es el deber que tiene que cumplir. Usted es caballero y a su consideración de honrado dejo el asunto.
Baselga estaba demasiado impresionado por la noticia para fijarse en tales palabras que llegaban a sus oídos como un murmullo sin sentido.
Aquella solución de sus amores le tenía anonadado. Por una extraña analogía, pensando en la deshonra de Pepita surgió en su memoria el recuerdo de la última noche que pasó en su casa, de la confesión con el padre Claudio y del terrible juramento que éste había hecho prestar ante la imagen del Crucificado.
La idea de faltar a lo jurado cruzó rápidamente como soplo diabólico por su cerebro, pero inmediatamente la sola posibilidad del perjurio produjo un escalofrío al caudillo de la Fe.
El señor Antonio contemplaba con atención al joven y comprendiendo las impresiones que le agitaban, continuó:
—Yo vengo aquí enviado por el respetable padre Claudio con el solo objeto de recordarle un juramento sagrado que usted hizo en cierta noche y saber si está dispuesto a cumplirlo. Nada sabe la baronesa de este paso que damos, pero el respetable sacerdote como su director espiritual y yo como su más antiguo servidor y amigo de su padre, tenemos el deber de explorar el ánimo del que es causa de su deshonra para obrar en consecuencia, manifestando antes a usted que si no está dispuesto a cumplir sus promesas jamás volverá a ver a mi señora, pues ésta se encerrará en un convento a llorar sus culpas.
No queremos tanto el padre Claudio como yo, que continúen esas relaciones escandalosas e inmorales que arrojan negra mancha sobre el blasón de una casa digna de toda clase de respetos.
La terrible amenaza de no ver más a Pepita fue lo que más impresión causó en el ánimo de Baselga.
Hay que confesar que éste, durante su año de campaña, no se había olvidado de Pepita, sin dejar por esto de hacer de las suyas en cuantos pueblos entraba y veía la hermosura femenil con digna representación; pero a pesar de tales recuerdos hacía tiempo que del cerebro del militar se había borrado la idea de casarse. De sus amores guardaba constantemente el recuerdo de la hermosura de Pepita y el grato sabor de los placeres, pero la confesión y el juramento con el padre Claudio, se había perdido en su memoria, hasta aquel momento en que surgían con nueva e imponente fuerza.
El conde tenía que decidir entre su libertad de célibe y su amor, y estaba demasiado impresionado para no inclinarse por este extremo.
—Señor Antonio —dijo después de reflexionar largo rato—. Los caballeros nunca dudan en reparar el mal que hayan hecho y más si el amor va unido a sus generosos sentimientos. Diga usted al padre Claudio que tan pronto como nos apoderemos de Cádiz y yo presente mis respetos al rey, iré a Madrid para casarme inmediatamente con la baronesa.
El viejo al escuchar estas palabras hizo las más grandes demostraciones de alegría y exclamó enternecido:
—¡Oh!, ¡gracias señor conde! No esperaba yo menos de usted. Le pido con toda mi alma que me perdone las palabras que hace poco le dirigí. Reconozco que estuve sobradamente fuerte y que me deje arrastrar por una ira injustificada; pero… la baronesa es el ser en quien he depositado todo mi cariño de anciano, y cuanto a ella atañe produce en mí más impresión que mis propios negocios.
Una vez convenida entre los dos hombres la resolución del grave asunto, Baselga sintió gran curiosidad por conocer detalladamente la existencia de su amada durante el largo año de separación, y el señor Antonio se vio bastante apurado para contestar por completo el diluvio de preguntas que Baselga dejó caer sobre su persona.
La baronesa había procurado ocultar su estado durante el tiempo que le fue posible, y las frecuentes dolencias que experimentaba su organismo atribuíalas al disgusto que le causaba la escasez de noticias de su Fernando y el no saber tampoco a dónde dirigirle una carta. Pero por fin llegó un día en que le fue imposible ocultar por más tiempo su estado disimulándolo Con dolorosos artificios y confesó entre lágrimas y rubores su triste deshonra, ante el padre Claudio y el administrador, que eran las únicas personas de su confianza.
El parto se había verificado en el mes de Abril, y la niña, que en honor al padre había sido bautizada con el nombre de Fernanda, gozaba de buena salud.
Baselga escuchaba con embeleso la relación del vejete.
En sus sentimientos, después de pasada la primera impresión y los efectos de la lucha entre el amor y la libertad celibataria, causaba honda sensación la idea de ser padre.
¡A quién no produce alegría la paternidad!
El condesito sentíase orgulloso de haber dado al mundo un nuevo ser, y lleno de satisfacción pensaba que aquella obra era suya y muy suya.
Para apoyar tal certeza buscaba en los rincones de su memoria el recuerdo de la época en que Pepita cayó en sus brazos, y con ayuda de los dedos iba contando los meses desde Julio a Abril, y al encontrar que eran nueve justos, se convencía de que su paternidad era cierta.
Aquella última aventura de su vida de calavera, le causaba un placer nunca experimentado, a pesar de su desenlace de comedia vulgar que nada tenía de novelesco y original.
En cuanto al silencio que Pepita había guardado desde Abril hasta el presente mes de Julio, el señor Antonio se encargaba de justificarlo explicando la carencia de noticias acerca del paradero del conde.
Éste no encontraba ni un solo motivo capaz de turbar su felicidad y estaba dispuesto a cumplir su juramento. Tan pronto como terminasen sus compromisos de guerrillero realista, iría en busca de su hija y se casaba, sí señor, se casaba con una viuda, pero joven y hermosa, aunque esta resolución arrancara una carcajada burlona a todos sus antiguos compañeros de libertinaje.