PARTE CUARTA
EL CAPITÁN ÁLVAREZ

I. UN ASPIRANTE A HÉROE

El 20 de setiembre de 1852, fue admitido en la Academia Militar de Toledo, un muchachote de dieciséis años, de rostro franco y ademán altivo, que, como detalle típico, tenía entre las dos cejas esa arruga vertical que delata un carácter tenaz e inquebrantable hasta llegar a la testarudez.

Los alumnos de la Academia miraron al recién llegado con la hostil curiosidad propia del caso, y los más antiguos comenzaron a pensar en las rudas pruebas por las que habían de hacer pasar al novato.

Pronto les ahorró este trabajo el cadete Esteban Álvarez, que así se llamaba el muchacho, pues al enterarse de lo que proyectaban sus nuevos compañeros, púsose fosco, y tirando del sable, dio una buena paliza a dos de los matoncillos que capitaneaban aquella hostil manifestación contra él.

Este arranque no sólo le libró de los malos tratamientos que a guisa de iniciación le esperaban, sino que le dio gran prestigio entre aquella turba juvenil que adoraba la fuerza y la energía con loco entusiasmo.

El neófito no fue ya considerado como apóstol (nombre que recibían los novatos), sino que de un salto se colocó entre los más guapos del colegio.

El cadete Esteban Álvarez podía ser considerado como un buen muchacho.

Su padre era un antiguo coronel que había comenzado su carrera en el Perú, batiéndose a las órdenes del general Valdés contra los americanos, que deseaban librarse del yugo de España.

Había tenido por compañero en las guerras de América, cuando no era más que teniente, a un joven comandante llamado Baldomero Espartero, sin llegar nunca a descubrir en su amigo ningún rasgo que le anunciase el brillante porvenir que le estaba reservado.

Cuando volvió a España en 1825, el gobierno absolutista de Fernando VII, después de someterlo a denigrantes purificaciones, lo envió al cuartel a Valencia, vigilado de cerca por la policía de los realistas.

El militar no se quejó. Iguales muestras de agradecimiento recibían de la patria todos los héroes que volvían a ella, después de haber estado luchando durante años enteros en lejanas tierras por conservarla sus posesiones. Aquellos militares, combatiendo a los americanos, se habían contaminado de sus ideas republicanas, y al gobierno absoluto le convenía tener bajo una continua vigilancia a tan peligrosos huéspedes.

La guerra carlista y el renacimiento del partido liberal vino a sacar de su existencia aislada al capitán D. José Álvarez, quien peleó en el Norte con gran denuedo a las órdenes de su antiguo camarada Espartero convertido ya en célebre general; encontrándose, al ajustarse el convenio de Vergara, con las charreteras de coronel.

El antiguo héroe de América podía haber hecho una brillante carrera aprovechándose de la amistad de Espartero, que ocupaba la Regencia y estaba en el apogeo de su gloria; pero era hombre poco aficionado a adular a los poderosos, y el duque de la Victoria estaba demasiado preocupado por sus asuntos políticos para acordarse del coronel Álvarez y dignarse a darle lo que éste no se atrevía a pedirle.

Algunas veces el caudillo de Luchana, soldado hasta la médula de los huesos, cuando estaba en intimidad con sus allegados y recordaba las hazañas de su vida pasada, así como sus mejores compañeros, nombraba al coronel Álvarez y decía con acento de convicción:

—Es un hombre que vale, y como amigo no hay que pedirle más. En los Andes se batía como un león, y en el Norte ha hecho verdaderas heroicidades. No digo que tenga una gran inteligencia militar, pero es un soldado de la buena madera, y pocos saben, como él, meter un regimiento en el punto de mayor compromiso. Ahora creo que vive en Valencia, desde que terminó la guerra. Se casó en Pamplona en una tregua de la campaña, y casi estoy por asegurar que ha tenido un hijo. ¡Lástima grande que viva arrinconado en una provincia! Le escribiré mañana así que tenga un rato libre, y haré por él lo que se merece.

Esta promesa la hizo Espartero varias veces, pero agobiado por las apremiantes ocupaciones de su alto cargo, antes fue derribado de la Regencia por la coalición de moderados y progresistas que pudo escribir a su antiguo camarada y sacarlo de la oscuridad en que vivía.

El coronel Álvarez se había establecido en Valencia con su esposa, una navarra varonil, que a pesar de pertenecer a una de las principales familias de Pamplona, no había tenido miedo de seguirle en muchas de las expediciones militares, marchando a la cola del regimiento unas veces montada en una mula y otras en el carro de los equipajes.

Cuando al año de matrimonio tuvo un hijo, la enérgica señora se conformó con cierto pesar a no seguir al regimiento en sus atrevidas marchas; pero el coronel no pudo impedir que se estableciera en un pueblo situado en el centro del teatro de la guerra y que estaba de continuo amenazado por los carlistas. La fiel esposa despreciaba todos los peligros, con tal de vivir en un punto que frecuentemente visitaba, aunque de paso, la columna donde figuraba su marido.

En aquel pueblecito de la sierra cubierto por la nieve durante ocho meses del año y oyendo con gran frecuencia el estruendo de los combates que entre cristinos y carlistas se entablaban casi a la vista, fue creciendo el pequeño Esteban.

El olor de la pólvora, los arreos militares y las costumbres reguladas por una severa ordenanza, fue lo primero que conoció el pequeñuelo al darse cuenta de su existencia.

De su infancia pasada, en aquella reducida población, lo que más grabado quedó en su infantil memoria hasta el punto de recordarlo muchos años después, fue, las apariciones de su padre que entraba en la población imponente y magnífico montado en su caballo y seguido de su regimiento que cubierto de polvo y sudoroso, marchaba al compás de los redobles de tambor y las aventuras de cierta noche oscura y tormentosa en que un batallón carlista entró por sorpresa en la población y él descalzo y semidesnudo en los brazos de su madre, fue conducido al fuerte, mientras que oía con curioso terror los gritos y las descargas que estallaban allá abajo en las tortuosas calles.

El pequeño Esteban, nacido entre el fragor de la guerra, educado en ella e hijo de un valiente oficial y de una mujer enérgica, necesariamente había de tener gran afición a la vida militar.

En Valencia, viviendo en plena tranquilidad, el muchacho pensaba con cierta envidia en la vida de agitaciones y sobresaltos que había tenido en Navarra, y cómo nacido entre los horrores de la guerra creía que ésta era el estado normal de la sociedad y que la paz resultaba una monstruosidad digna de ser deshecha inmediatamente para que el mundo recobrase su equilibrio.

Nada hicieron sus padres para desviar las bélicas aficiones del muchacho y antes bien las fomentaron.

El coronel no creía que la profesión militar era gran cosa; antes bien se sentía predispuesto en todas ocasiones a echar pestes contra ella pero ¡qué diablo!, su hijo había de ser algo en el mundo, y al escoger una profesión más le enorgullecía que pensase en ser militar que en ser cura. En cuanto a la madre, experimentaba ese irreflexivo entusiasmo que sienten la mayoría de las mujeres por los colorines militares, y ya que el padre por su torpeza no había hecho gran carrera, soñaba en que algún día su hijo ceñiría la faja de general.

El muchacho prometía ser un héroe, pues en punto a atrevido y a genio irascible, llevaba gran ventaja a todos los de su edad. Cada mes lo arrojaban de la escuela por revolver a alumnos y pasantes, y rara era la semana que el coronel no tenía que intervenir en alguna travesura grave de aquel angelito que tenía en el puño a todos los muchachos del barrio y que contaba ya por docenas las víctimas de sus pedradas y sus palos.

A los diez años era un grandullón que se confundía con los muchachos de quince, y apenas violentando la severa consigna dictada por su padre salía a la calle, los perros y los gatos de la vecindad huían despavoridos como un tropel de herejes al ver un sanguinario inquisidor.

En punto a estudiar no se distinguía tanto. Tenía muy buen ingenio y aprendía las cosas con pasmosa facilidad cuando él quería; pero era preciso confesar que quería muy pocas veces, pues a los diez años leía de un modo lastimoso y trazaba unos palotes inverosímiles.

El coronel no se disgustaba y miraba a su hijo con la complacencia del artista que contempla en su obra el indeleble sello de su carácter. También había sido así y no perdió por ello gran cosa, pues para ser soldado, lo necesario es tener muy buenos puños y mucho coraje.

—No hay que asustarse, Balbina —terminaba diciendo el coronel siempre que trataba la cuestión, el que el chico sea un bruto, no impedirá el día de mañana que llegue muy alto, si es que tiene corazón y le ayuda un poco la suerte. Por si no lo crees, ahí tienes a Espartero que, cuando vino al Perú lo acababan de suspender en los exámenes de ingreso para la escuela de Estado Mayor. Baldomero no sabe gran cosa y sin embargo, regente del reino ha sido y capitán general y duque lo tienes hoy.

Estos razonamientos eran más que suficientes para convencer a doña Balbina, y de aquí que el muchacho siguiese tan cerril y atrevido, olvidando las lecciones para ir a capitanear las pedreas en el río a apalear gatos por toda la ciudad.

Lo que los padres no querían tomarse la molestia de hacer, lo lograron las aficiones militares que sentía el muchacho.

A los doce años Esteban comenzó a escaparse con menos frecuencia de su casa y cobró gran afición a encerrarse en un cuartucho donde su padre había amontonado unas cuantas docenas de volúmenes que la humedad por un lado y los ratones por otro comenzaban a destruir.

Aquellos libros los tenía el coronel por casualidad, pues no era hombre capaz de dedicar un céntimo a la lectura que al fin (según sus propias palabras), sólo le había de enseñar cosas que no le importaban. Habíalos heredado de un comandante compañero suyo, a quien los soldados llamaban el coplero y que era muy respetado a causa de su afición al estudio y del gran bagaje de libros que constituía todo su ajuar. Una bala carlista dio fin a su vida e impidió que fuese terminado un drama romántico del que sus compañeros del regimiento esperaban un triunfo que los honrase a todos.

Aquellos libros constituían la más grata diversión del travieso Esteban que pasaba horas hojeándolos sin fijarse gran cosa en el texto y en busca siempre de las defectuosas láminas en acero que a él le parecían brillantes reproducciones del natural.

¡Qué profunda impresión causaban en el joven aquellas láminas que ponían ante sus ojos los más célebres combates del mundo! Entusiasmábase Esteban con aquellos grupos de hombres siempre en actitud fiera y con las armas en alto dispuestos a exterminarse los cuales representaban la guerra en las diversas épocas de la historia. Primero griegos y persas, romanos y cartagineses, Escipión y Aníbal; después la Edad Media con todo su arsenal de fantásticas armaduras y descomunales mandobles, el Cid con sus proezas legendarias y los reyes haciéndose la guerra por mero capricho; a continuación los regimientos sustituyendo las armas blancas por las de fuego y resolviendo los combates a cañonazos y por cargas de caballería, los tercios españoles, los generales de Felipe II, las campañas de Gustavo Adolfo y las locas aventuras de Carlos XII y últimamente las guerras de la República Francesa, la Marsellesa coreada por el rugir de mil bocas de fuego y el griterío de las cargas a la bayoneta, bélica y gigantesca estrofa que tenía por estribillo la aparición del dios de la matanza y la ambición que se llamaba Bonaparte.

Todo este mundo de luchas, de victorias y de derrotas, pasaba en forma de defectuosos, pero animados cuadros, ante los ojos del muchacho que rugía de entusiasmo al contemplar cualquiera de aquellos caudillos con la espada desnuda y centelleante arrojándose sobre las compactas masas del enemigo.

La continua contemplación de tales episodios despertó en el ánimo del muchacho el deseo de conocer más detalladamente los hechos y los personajes que representaban aquellas láminas, y aunque la lectura le producía mareos y una atención demasiado sostenida, le amenazaba con congestiones hijas de su sanguínea complexión, se determinó a abandonar las láminas por el texto, y aunque saltando páginas y leyendo a medias los párrafos, comenzó a entablar conocimiento con los héroes que figuraban en los dibujos, y especialmente con aquel Alejandro y aquel Napoleón, cuyos nombres surgían a cada instante ante sus ojos.

¡Qué lectura tan hermosa! ¡Cómo seducía el belicoso ánimo del muchacho! ¡Qué gran cosa era la guerra! Esteban interesándose cada vez más por aquella lectura iba conociendo lo que la guerra había sido en todos los tiempos y envidiaba el hermoso papel que habían desempeñado en todas épocas los grandes capitanes.

Ahora más que nunca se sentía inclinado a la profesión militar, y cuando interrumpiendo la lectura quedaba pensativo, en vez de correr a la calle como en otros tiempos lo hacía, al menor descuido de sus padres, entregábase ahora a risueñas ilusiones y se imaginaba llegar a ser en el porvenir un Alejandro conquistando reinos ignorados como la Persia y la India, un Washington salvando a su patria o un Bonaparte convirtiendo todas las naciones de Europa en provincias de su Imperio.

Pero conforme Esteban se aficionaba a la lectura devorando los libros del difunto comandante, convencíase con dolor de que para ser un gran caudillo no era suficiente, según decía su padre, ser muy valiente y tener buenos puños, sino que era necesario adquirir gran caudal de ciencia y ser tan sabio como heroico.

Aquello de que Alejandro más que de las campañas persas se cuidaba de proteger a su maestro, un tal Aristóteles, proporcionándole los medios para que catalogase y describiese todos los animales de la tierra, y de que el general Bonaparte cuando iba con rumbo a Egipto a bordo de El Oriente, atendía con más interés a las discusiones de Mooge Berthollet y otros sabios sobre ciencias exactas y metafísicas que a las indicaciones de su Estado Mayor acerca de la próxima guerra, producía gran confusión en el muchacho que hasta entonces no había creído que la ciencia tuviese la menor relación con las armas.

Además, aquellos libros le hablaban de una porción de conocimientos científicos indispensables para ser un buen caudillo y esto acabó de moverle a desechar sus antiguos instintos y dedicarse al estudio con una tenacidad verdaderamente heroica.

Al principio su carácter independiente, inquieto y revoltoso, se sublevó contra aquel régimen de recogimiento que contrastaba con la anterior vida; pero Esteban era inquebrantable en sus resoluciones y consiguió vencer a la pereza y la ignorancia.

El coronel Álvarez estaba asombrado del cambio radical experimentado por su hijo, y hasta llegaba a temer, en vista de su afición al estudio, que olvidase sus inclinaciones militares y se decidiese por una carrera científica.

Todo había cambiado en la vida de Esteban, hasta el carácter. En adelante las largas horas pasadas antes los libros le robaron sus aficiones al bullicio y al escándalo, y se hizo reflexivo y grave hasta el punto de ruborizarse cuando recordaba sus hazañas de poco tiempo antes.

El padre, tan ignorante y rudo como siempre, admirábase ante los conocimientos científicos que rápidamente adquiría su hijo y lo creía un pozo de ciencia, complaciéndose en hablar de él con admiración ante unos cuantos veteranos que eran sus amigos íntimos.

El bueno del coronel no dudaba que su hijo llegaría a muy alto y hasta pensaba en que su amigo Espartero de allí a algunos años, tendría un rival capaz de oscurecerle con el brillo de su gloria.

A los dieciséis años, el coronel Álvarez envió a su hijo al colegio militar de Toledo, que, según él, era una empolladura de héroes que se quedaban a la mitad del camino. Su hijo sería de los que llegarían a la cumbre, sólo con que le ayudara un poco la fortuna.

Cuando Esteban marchó a Toledo a formalizar sus estudios, era un verdadero aspirante a héroe. La sed de gloria turbaba su existencia y soñaba de continuo con ser un día un genio de la guerra del que dependiese la suerte de su patria.

Sus ideas habían sido transformadas por el estudio. Aquellas campañas de la República Francesa donde los soldados descalzos, harapientos y roídos por el hambre vencían a la coalición de todos los tiranos, le producían más admiración que las teatrales victorias de Napoleón con sus ejércitos disciplinados y disponiendo de grandes medios para hacer la guerra.

El ser soldado de una causa tan grande como la libertad, le entusiasmaba más que el ser soldado por oficio o por placer, y por ello prefería Washington a Alejandro y Hoche a Bonaparte.

La primera vez que oyó la Marsellesa, aquel himno tantas veces mencionado en las guerras de la República, se conmovió profundamente hasta el punto de derramar lágrimas. Las sombras de Marceau y de Hoche, de Latour d’Auvergue, de Kléber y de Desaix desfilaron ante su imaginación envueltas en el brillante ropaje de las heroicas y rítmicas estrofas, y casi se sintió tentado de saludar con la misma veneración que se descubre el recluta ante el general que le ha conducido a la victoria.

No pasaron desapercibidos para su padre estos detalles, y los lamentó con todo su corazón.

—Cuando en mi juventud —decía a su esposa—, hacía yo la guerra en el Perú también tuve algo de republicano, y por eso me vi tratado tan mal al volver a España. No son las ideas republicanas la mejor recomendación para hacer carrera en el ejército, pero más le quiero así que no carlista. Al fin no desmiente la sangre.

Con tal bagaje de ideas y ensueños, fue Esteban a hacer su aprendizaje militar, y ya vimos cómo al entrar en el Colegio demostró que sus aficiones al estudio no habían amenguado la energía de su carácter ni enmohecido sus puños.

II. ÁLVAREZ Y SU ASISTENTE

En 1856 recibió el alférez Álvarez su bautismo de sangre. Recién salido del colegio acababa de incorporarse a un regimiento de guarnición en Madrid, cuando a O’Donnell se le ocurrió dar fin al famoso bienio progresista nacido del alzamiento de Vicálvaro, llevando a cabo el golpe de Estado que equivalía a una repugnante traición contra su compañero Espartero.

La Milicia Nacional mandada por Sixto Cámara y otros revolucionarios, resistió valerosamente aquella violación de las leyes que O’Donnell llevaba a cabo, pero una vez más venció la fuerza al derecho, y la legalidad cayó al suelo herida por la espada de un ambicioso.

El alférez Álvarez se batió como un valiente en la plazuela de Santo Domingo. Al comenzar el combate el joven tenía sus dudas y hacía depender su conducta de la actitud que tomase Espartero. Si el antiguo amigo de su padre se decidía en favor de la causa popular y echaba su espada en la balanza de la revolución, él iría a ponerse al lado de los bravos milicianos aun conociendo que comprometía su porvenir; pero el duque de la Victoria permaneció quieto, negándose a auxiliar a los que combatían en nombre de la Constitución violada, y el alférez, acallando los impulsos de su corazón que le empujaban hacia los insurrectos, permaneció fiel a la ordenanza, y se batió tan bien como el primero, en defensa de una causa que odiaba.

Una bala le produjo un ligero rasguño, y esto bastó para que el gobierno de O’Donnell, interesado en crearse simpatías en el ejército y que derramaba los ascensos con prodigalidad, le diese el grado de teniente.

Desde 1856 Álvarez arrastró esa vida sedentaria y monótona, propia de los soldados en tiempo de paz. Trasladado de una a otra guarnición, fue corriendo media España, y los ocios de esa vida insustancial y lánguida que se arrastra en las pequeñas guarniciones los empleó dedicándose al estudio y poniendo a contribución cuantas bibliotecas encontraba.

De este modo fue Álvarez adquiriendo una vasta ilustración, y pronto pudo pasar como muy versado no sólo en materias militares, sino literarias y científicas.

En el regimiento le consideraban como un oráculo, y todos los oficiales reconocían la justicia con que sus compañeros de la Academia de Toledo, que muchas veces sustituían los apellidos por chuscos motes, le habían puesto el apodo de Séneca.

Álvarez era un buen oficial que cumplía sus deberes con exactitud solemne, y esto, unido a su ilustración, le hacía ser apreciado por sus superiores y sus iguales, y le valía que en el cuarto de banderas reinase un profundo silencio siempre que él abría la boca para dictaminar sobre alguna cuestión.

El coronel, antiguo soldado que apenas sabía leer, pero que tenía sus pretensiones de elocuencia, le hacía corregir sus arengas conmemorativas antes de insertarlas en la orden del día; en las conferencias de oficiales deslumbraba con sus disertaciones, y no había alférez que dejase de presentarle, solicitando una concienzuda corrección, los versos escritos en honor de alguna romántica novia.

El teniente Álvarez era, en una palabra, el hombre imponente del regimiento, el genio cuya gloria se encargaban de pregonarlos, desde el coronel al último corneta; pero tan inmensa popularidad no satisfacía al agraciado, ni lograba impedir que a menudo se entregase a sus ensueños ambiciosos.

Los galones de teniente le desesperaban, la paz le producía náuseas, y casi se sentía próximo a llorar de rabia cada vez que pensaba que a fines del pasado siglo había en Francia generales de su misma edad que se hacían inmortales.

Al enviar el Gobierno la expedición a Cochinchina, solicitó el teniente formar parte de ella con el deseo de adquirir gloria en tan lejanas tierras, pero su proposición fue desatendida, lo que le produjo hondo despecho.

La fortuna, aquella deidad tan ensalzada por su padre, le volvía la espalda, y él, tan ansioso de gloria y tan dispuesto a realizar las mayores heroicidades, veíase obligado a vegetar en una guarnición, olvidado, casi embrutecido, y teniendo por único consuelo la mezquina popularidad que gozaba en su regimiento.

Cuando más agitado estaba por sus decepciones, recibió la noticia del fallecimiento de su padre a consecuencia de lesiones internas producidas por una bala que los cirujanos del Perú no supieron extraerle.

Esta noticia aumentó aún más la tristeza del joven militar que cuando soñaba en un porvenir glorioso colocaba siempre en primer término a su padre conmovido por la alegría y llorando como un niño al ver a su descendiente elevado a los primeros puestos del Estado.

¡Oh, maldita imaginación! ¡Ilusiones engañosas! Él nunca llegaría a ser nada y gracias si al retirarse podía alcanzar como su padre el empleo de coronel. Además, aun cuando sus sueños se realizasen, Esteban no se consideraría feliz, pues le faltaría la inmensa satisfacción producida por la alegría de su padre.

Doña Balbina, que vivía en Valencia únicamente por el cariño que a dicha ciudad tenía su esposo, al morir éste trasladose a Burgos, donde su hijo estaba de guarnición, complaciéndose en hacer la misma existencia nómada que en su juventud, aunque sin el aliciente para ella de las aventuras y terribles incidentes de la guerra.

Transcurrieron tres años de este modo, viviendo Esteban con su madre y ejerciendo ésta tal superioridad sobre las esposas de todos los militares como su hijo en el regimiento.

La viuda del coronel Álvarez hablaba con los oficiales viejos de las operaciones de la guerra civil con tanta autoridad como si dentro de ella estuviese el general Zarco del Valle, y con las militaras disertaba sobre las condiciones que debe reunir un buen asistente y la influencia que las mujeres pueden ejercer sobre los valientes llamados a dar su sangre por la patria.

Cuando el Gobierno español declaró la guerra al imperio de Marruecos, el regimiento al que pertenecía Esteban y que se hallaba en aquel entonces de guarnición en Zaragoza, recibió la orden de salir inmediatamente para Valencia, donde debía embarcarse con rumbo a África formando parte de la división de reserva que mandaba el valiente general Prim.

Gran trabajo costó al teniente disuadir a su madre del empeño que mostraba en seguir al regimiento. La valerosa navarra sentíase halagada por la idea de asistir a una campaña en país tan extraño y contra enemigos a los que ella odiaba como buena católica, pero su hijo le expuso razones que le hicieron desistir y la obligaron a conformarse con la tristeza que le causaba no poder presenciar aquella guerra en la que iban a perder sus vidas muchos miles de moros dignos de la peor de las suertes por poner a Mahoma a más nivel que Jesucristo y no prestar acatamiento al Papa.

Doña Balbina fuese a vivir con sus parientes de Pamplona, y Esteban, libre de toda carga, partió con su regimiento contento con la fortuna que le deparaba una verdadera guerra donde poder lucir su valor y conquistar algo de aquello que su ambiciosa imaginación soñaba.

Apenas si en el viaje, ni durante la campaña, echó de menos a su madre en punto a cariñosos cuidados. Llevaba como asistente a un mocetón aragonés, despierto de entendimiento y servicial y fiel como un perro que miraba al señorito con tanto respeto como a su padre y con igual cariño que si fuese un hermano.

En todo el regimiento se hacían comentarios sobre la indestructible armonía que reinaba entre el oficial y el asistente y la facilidad con que éste cumplía sus menores indicaciones.

Entre el teniente Álvarez y su asistente Perico apenas si mediaban al día media docena de palabras, y sin embargo todo se hacía a gusto del primero sin que tuviera el menor motivo de queja.

En la más leve mirada adivinaba el soldado los deseos de su superior y se apresuraba a realizarlos sin romper el mutismo a que tan aficionado se mostraba su amo.

Perico, aunque aragonés, era tan hiperbólico como un andaluz cuando en las reuniones con los demás asistentes del regimiento surgía en la conversación el nombre de su amo.

Para él no admitía duda que todo el mundo estaba convencido de lo mucho que valía su señorito y que desde O’Donnell al último soldado se tenía como artículo de fe que el teniente Álvarez era el oficial más valiente y más sabio del ejército español.

Cuando le oía hablar con otros oficiales quedábase en ademán estático y con la boca abierta asombrado ante aquellos nombres extraños que su amo mezclaba en la conversación, y algunas veces hubo de reñirle Esteban en Zaragoza porque se arrimaba irrespetuosamente a la puerta del cuarto de banderas tan sólo por escuchar cómo el teniente discutía con los compañeros, aprobando enérgicamente con movimientos de cabeza todo aquello que su amo decía y que él estaba muy lejos de entender.

Tanta influencia ejercía el oficial sobre su asistente, que éste tenía ya adoptada una formal resolución sobre su porvenir. Nunca se separaría de aquel hombre al que estaba ligado por el respeto y el cariño.

Se encontraba casi solo en el mundo, carecía de padres a cuyo sustento atender y no tenía más pariente que su tía Tomasa, una hermana de su padre, que muy joven fue a París a servir a unos señores y que ahora estaba en Madrid en casa de un conde como ama de gobierno y doméstica de cierta autoridad. Esta tía era un verdadero tesoro para Perico, que como único sobrino era el verdadero dueño de su afecto y recurría a ella con éxito en todos sus apuros.

La tía le enviaba todos los meses algunos duros para sus vicios, y como Perico no los tenía, de aquí que emplease tales cantidades en beneficio de su señorito, el cual no podía explicarse al sentarse a la mesa cómo con tres pesetas que diariamente entregaba a su asistente comía casi con tanto regalo como el coronel del regimiento.

Aquel Perico era de oro, según la expresión de todos los oficiales, y lo más notable en él resultaba la fidelidad, pues desechó las proposiciones de varios compañeros de su amo que querían llevárselo a sus casas con el deseo de tener un sirviente tan atento y puntual.

En la campaña de Marruecos el asistente demostró hasta dónde llegaba su cariño al señorito, pues en vez de permanecer a retaguardia como los demás soldados de su clase, no dejaba el fusil de la mano y sin desatender por esto sus obligaciones marchaba al lado del teniente Álvarez más atento a defenderle que a hostilizar al enemigo.

Por dos veces salvó la vida a su señor; pero éste le correspondió dignamente partiendo de un sablazo la cabeza de un marroquí que a quemarropa apuntaba a Perico con su espingarda.

Ganoso Esteban de conquistar aquella gloria tantas veces soñada, le pareció poco notable figurar en un regimiento que entraba en fuego lo mismo que los otros, y se presentó a Prim, solicitando por sí y su asistente el ingreso en una de aquellas compañías de guías o exploradores, fuerza escogida que ocupaba siempre los puntos de mayor peligro y que continuamente se tiroteaba con los moros siendo objeto de sorpresas y sosteniendo combates cuerpo a cuerpo.

En cien ocasiones viéronse amo y criado frente a frente con la muerte, y otras tantas se salvaron como si fuesen invulnerables. Las bajas menudeaban, por tres veces la muerte se encargó de que fuese renovado el personal de la compañía y a pesar de esto ni el oficial ni su asistente, que eran los primeros en el ataque, sufrieron el más leve rasguño.

La heroicidad del teniente Álvarez no tardó en ser conocida y comentada por todo el ejército, y tanta fue su popularidad, que O’Donnell, a pesar de que no miraba con buenos ojos al oficial por saber su procedencia progresista, y la afición que mostraba a las doctrinas democráticas, entonces nacientes, se decidió por evitar murmuraciones a premiar sus esfuerzos y lo ascendió a capitán, concediéndole además la cruz de San Fernando en juicio contradictorio. También Perico alcanzó la cruz por haber luchado a brazo partido con dos morazos que querían hacerlo prisionero demostrando que a la sombra de la Torre Nueva se desarrollan tan buenos puños como en las laderas del Atlas.

Álvarez y su asistente fueron objeto de grandes demostraciones de simpatía, y si el teniente no pudo sacar de la campaña aquellas grandezas por él soñadas, al menos logró alcanzar una sólida reputación de soldado valeroso.

Al terminarse la campaña, el capitán Álvarez y su asistente, incorporados a otro regimiento, regresaron a España, siendo destinados de guarnición a Madrid.

Las fatigas y los peligros experimentados en común y esa fraternidad que crea la guerra habían estrechado los lazos de cariño que unían al oficial con su asistente.

III. LA VI POR VEZ PRIMERA…

En el invierno de 1862 el sol, faltando a su perversa costumbre, se portaba como un completo caballero con los habitantes de la coronada villa.

Los madrileños estaban en pleno mes de enero, y sin embargo, transcurrían semanas enteras sin que el aliento del coloso Guadarrama fuese frío y punzante, y el sol desde las ocho de la mañana esparcía en las calles un ambiente tibio que a despecho de la estación hacía recordar la primavera.

La nieve era en aquel año cosa desconocida, y las lluvias invernales habían quedado reducidas a unos cuantos chaparrones que prestaban al Ayuntamiento el gran servicio de limpiar las calles, siempre sucias.

Aquella benignidad de la naturaleza tenía asombrados a los habitantes de la Corte y uno de los que se mostraban más agradecidos era el capitán Álvarez, que como criado en la costa del Mediterráneo y en una de las ciudades más risueñas y de temperatura dulce, odiaba los días nebulosos y experimentaba una alegría casi infantil cuando la naturaleza ostentaba todos sus esplendores a la luz del sol.

En una de aquellas mañanas que parecían de primavera, el capitán viendo el rayo de sol que se filtraba en su habitación por la ventana que el fiel Perico acababa de abrir, se levantó de muy buen humor, dispuesto a aprovecharse de la benignidad de la naturaleza.

Eran las siete y hasta las diez no estaba obligado a presentarse en el cuartel. Le quedaban, pues, tres horas libres, que él pensó dedicar a un largo paseo, pues como oficial que gozaba fama de andariego aprovechaba todas las ocasiones para que, según él decía, no se le enmoheciesen las piernas.

Cuando hubo devorado su apetito a toda prueba el modesto desayuno preparado por la patrona y Perico acabó de pasar su escrupuloso cepillo sobre el poncho y el rojo pantalón, Álvarez encendió un puro y salió a la calle con todo el empaque de un hombre que se considera feliz aunque momentáneamente y que está agradecido a la naturaleza.

Bien hacía Perico en estar orgulloso del buen talante de su señor, porque no podía menos de reconocerse que el capitán Álvarez era un buen mozo, que llevaba como pocos el uniforme del ejército español.

Pisaba con la fuerza de un hombre robusto aunque algo enjuto, contoneábase con una marcialidad nada afectada y se atusaba la perilla graciosamente cada vez que se quedaba mirando a una de las muchas mujeres a quienes llamaba la atención.

¡Oh, poder de la marcial gallardía! El vizconde del Pinar, por otro nombre el alférez Lindoro, mozuelo que usaba corsé bajo el uniforme y se apretaba la cintura como una damisela mostraba gran admiración ante el capitán y confesaba que teniendo su varonil presencia y la cruz de San Fernando en el pecho, era él muy capaz de conquistar a todas las mujeres de Madrid.

—¡Y pensar —añadía el dandy— que tan mágico poder se pierde inútilmente!

Inútilmente no se perdía, pues al capitán Álvarez no le faltaban ciertos trapicheos y esto quien mejor lo sabía era Perico; pero lo cierto era que ninguna de aquellas pasiones nacidas al volver una esquina duraba más de una semana y el apuesto militar no había tenido un verdadero amor.

El capitán, expeliendo con fuerza el humo de su cigarro y con aspecto de un hombre feliz, bajó la calle de Alcalá, dirigiéndose al Retiro su paseo favorito, pues las frondosas y vastas arboledas era lo único que le consolaba de aquella desesperante aridez de los alrededores de Madrid.

Cuando entró en el gigantesco jardín por la principal avenida, se hizo la ilusión de que entraba en un vergel, pues apenas si algunos paseantes recordaban con su presencia que era aquello un terreno público.

Dos niñas jugaban al extremo de la avenida vigiladas por una vieja criada, y por el centro de aquella caminaban lentamente dos señoras elegantemente vestidas.

Álvarez fijó la vista en ellas y mientras caminaba las iba examinando sin interés alguno y con el aire distraído del hombre que mira por hacer algo.

Las veía por la espalda y sin embargo por la figura y el modo de andar adivinaba en una de ellas, vestida con capota elegante y abrigo de terciopelo, a la niña con quien la pubertad despierta el germen de la hermosura, redondeando las formas, animando la carne con el fuego de la juventud y dando a sus pasos la gracia ingenua de la mujer seductora. La otra, de andar más lento y pesado y de cuerpo un tanto obeso cubierto por vestido de negra seda y mantilla de blonda, demostraba ser una señora de mediana edad acostumbrada a ese respeto que se goza en una alta posición social.

El capitán, a fuerza de contemplar durante algunos minutos a las dos mujeres que marchaban delante de él, comenzó a interesarse y hasta sintió cierto deseo de acelerar su paso para ver la cara de la joven; pero cuando ya se disponía a realizar su deseo las desconocidas torcieron a la derecha metiéndose por una estrecha calle de árboles.

Cuando Álvarez llegó a la embocadura de ésta vio a las dos mujeres que se alejaban y durante algunos instantes estuvo dudando si debía seguirlas. Pero no tardó el capitán en sentirse atraído por el deseo de dar un paseo a solas como era su gusto y desistió de ver la cara a la joven. ¿Para qué? Al fin era una de tantas y bastante había hecho el oso en sus tiempos de cadete para ir ahora en seguimiento de unas faldas.

Álvarez siguió la avenida y llegó al estanque apoyándose en la barandilla y entreteniéndose como un muchacho en silbarles a los cisnes que como navíos de nieve surcaban el terso cristal de agua majestuosamente.

El capitán sentíase embriagado por aquella naturaleza que ostentaba todas sus galas compatibles con el invierno. En el fondo del estanque reflejábase el azul del cielo, al que el exceso de luz daba un tinte blanquecino; los árboles brillaban heridos por el sol, los rasguños de sus cortezas parecían frescas heridas manando sangre y los rayos de oro, filtrándose por entre el ramaje, colgaban de los ropajes de sombras que envolvían las estatuas deslumbradores harapos de luz.

Las hojas secas caídas en el suelo era lo único que estaba allí atestiguando el invierno, pero movidas por el fresco vientecillo rodaban velozmente y persiguiéndose buscaban un rincón oscuro donde esconderse como comprendiendo que eran notas disonantes en aquella deslumbradora sinfonía de la naturaleza.

Los gorriones, eternos parásitos de aquel inmenso palacio de verdura, pisaban alegremente conmovidos por la hermosura que aquel día tenía su habitación y como si estuvieran convencidos de que en un día tan esplendoroso los hombres no podían ser malos, abandonaban los huecos de los altos troncos con noble confianza y corrían a saltos los enarenados paseos, contentos con poder resarcirse de las largas noches de lluvia o de nieve pasadas en aquellos árboles con la cabeza bajo las alas y sin otro abrigo que las temblonas plumas.

Álvarez estaba en éxtasis y parecía embriagado por el perfume incitante de la naturaleza, que mostrándose tan hermosa en pleno invierno, parecía una dama de edad madura sacando a luz tesoros de belleza escondidos para deshacer la mala impresión de su ajado rostro.

El capitán experimentaba idénticas sensaciones que cuando se sentía impulsado a escribir aquellos versos que tanta fama le valían en el regimiento.

La hermosura de la naturaleza le producía dulces desvanecimientos y en aquellos instantes no se acordaba ya de su uniforme ni de la gloria militar tan ambicionada. Era una cosa bien triste que en un mundo tan hermoso se exterminasen los hombres y vinieran a turbar la dulce tranquilidad de los campos con los estampidos del cañón.

Álvarez, a pesar de sus bélicas aficiones tan arraigadas, reconocía que la paz era para los mortales el más supremo bien, y que constituía un sacrilegio contra la naturaleza, madre común de todos los seres, el ensuciar con sangre humana por culpa de viles pasiones, los terciopelos y los vasos, los barnices y el oro, que surgiendo de las entrañas de la tierra, derramábanse sobre ella formando una espléndida vegetación.

Dominado por la abstracción que en él producían tales reflexiones, se sentó en un banco de piedra, y allí contemplando con el mismo arrobamiento que un árabe soñador las tornasoladas vedijas de azulado humo que su cigarro arrojaba en el espacio, permaneció mucho tiempo rodeado por el silencio augusto de la arboleda, sólo interrumpido por el rumor de la cercana ciudad que se despertaba, o el ric-ric de alguna hoja seca dando volteretas al impulso de la invernal brisa.

Más de media hora permaneció Álvarez en esta actitud, gozando la dulce monotonía de la naturaleza. Un gorrión que saltó junto a él, sin duda atraído por los colores del uniforme y el brillo del sable, le sacó una vez de su abstracción, después fue una niña que pasó corriendo no sin sonreírle graciosamente con esa admiración que los pequeños sienten por los militares, y al fin el chasquido de la arena al ser pisada, hizo despertar su atención.

Levantó la cabeza y vio a pocos pasos a las dos señoras que marchaban delante de él a la entrada del Retiro.

Una, la más vieja, después de examinarle de pies a cabeza con una mirada altiva y dura, volvió sus ojos a otra parte con marcada indiferencia, mientras la joven le contemplaba con inocente curiosidad que sólo duró cortos instantes.

Álvarez pudo entonces examinar bien a su sabor a las dos señoras.

La joven no parecía tener más de diecisiete años, a pesar de su gallarda estatura y de sus gallardos contornos, que delataban a la mujer ya formada. Bajo su capota blanca con lazos rojos, brillaban unos ojos negros y de intenso brillo, que se destacaban sobre un rostro sonrosado y de delicada transparencia, propio de un temperamento sanguíneo y de una salud a prueba de todos esos delicados achaques propios de la juventud aristocrática. Vestía con gran elegancia, andaba con distinción natural y todo en ella delataba a la mujer que por su nacimiento vive alejada de las miserias de la vida y ha sido educada para agradar y distinguirse entre las de su sexo.

La señora que la acompañaba no inspiraba igual sentimiento de tierna simpatía, a pesar de que su aspecto era correcto hasta la exageración. Viéndola, no podía menos de recordarse a las viejas señoras feudales de los dramas románticos, enorgullecidas con su nombre y haciendo esfuerzos en todas ocasiones para ostentarlo con la más suprema dignidad.

Su vestido negro, su mantilla, y el bolsón de terciopelo pendiente de las enguantadas manos, daban a su figura cierto ambiente de devoción elegante, y en su rostro mofletudo, rubicundo, con tonos violáceos y adornado con una nariz larga y pesada como las que son rasgo distintivo de los Borbones, leíase el orgullo de raza, el convencimiento de que la ley de castas es un hecho, y el desprecio a todos los seres de clase inferior, destinados a sufrir la deshonrosa vergüenza de no poseer pergaminos ni poder ostentar a continuación de su apellido un título retumbante.

Pasaron las dos señoras erguidas y con aire indiferente ante el capitán, que las miraba con una insistencia algo incorrecta.

Álvarez, mirándolas otra vez por la espalda, se decía que la joven era de lo más hermoso que él había visto, y sin poder explicarse el porqué, volvió nuevamente a sentir el deseo de seguir a aquella mujer encantadora.

¡Qué diablo! Él era un muchacho todavía, y aunque fuese capitán no le estaba prohibido hacer lo mismo que en sus tiempos de cadete. Además, todo buen español tiene el deber de ir detrás de los primeros pies bonitos que encuentre al paso, y había que reconocer que los de aquella joven eran dignos de ser cantados por lord Byron.

Se sentía atraído por aquel rostro que deslumbrador había pasado ante él envuelto en la blanca nube de la capota y se propuso saber quién era aquella beldad y contemplarla de frente otra vez.

El sonido que produjo el sable al chocar contra el banco de piedra, hizo que la joven ladease un poco la hermosa cabeza viendo con el rabillo del ojo y con esa disimulada atención que nadie enseña a las niñas y que todas poseen, cómo el militar se ponía en pie y estirando su poncho para evitar arrugas antiartísticas, seguía sus pasos aunque procurando conservar una corta distancia.

La vieja señora debió notar también aquella persecución iniciada por el militar, pues en vez de seguir a lo largo del estanque, torció repentinamente entrando con la joven en un estrecho paseo.

El militar, siguiéndolas, entró también en el paseo arreglando su paso al lento de las dos mujeres.

A Álvarez no dejaba de hacerle alguna gracia aquella persecución de una joven bonita, impropia de su carácter y sus costumbres. Aquella insignificante aventura era suficiente para que en el cuarto de banderas bromearan con él semanas enteras si es que por su desgracia le sorprendía algún compañero entregado a tal persecución. Realmente era indigno del capitán Séneca, a quien algunos tenían por un Napoleón del porvenir, pasar la mañana siguiendo los pasos de una muchacha bonita.

Pronto el militar dejó de pensar en tales cosas, y olvidándose de cuanto pudieran decirle sus amigos si es que alguno le veía, fijó toda su atención en la joven convenciéndose de que ésta de vez en cuando le miraba con creciente curiosidad.

Con ese arte, especial privilegio de la juventud, de mirar atrás sin aparentarlo y sin volver la cabeza más que de un modo imperceptible, la joven examinaba a su perseguidor con rápidas ojeadas y no debía disgustarle su aspecto por cuanto volvía nuevamente a su ocular y disimulada observación.

La señora que la acompañaba no debía experimentar igual impresión, por cuanto varias veces volvió la cabeza con ademán altivo enviando al capitán el feroz relampagueo de su irritada mirada.

Pero no era Álvarez hombre capaz de intimidarse ante aquellas manifestaciones de enfado, pues mayores las había sufrido en sus tiempos de cadete de parte de algunas mamás toledanas, cuando iba en seguimiento de cuantas señoritas encontraba en las calles de la imperial ciudad.

La madura señora no estaba de humor para aguantar aquel espionaje que iba tomando el carácter de iniciación amorosa. Álvarez la vio hablar con la joven con gesto avinagrado como riñéndola por la curiosidad que demostraba y que daba al perseguidor mayores ánimos, y tras la rápida filípica las dos apresuraron el paso saliendo inmediatamente del Retiro.

En las calles de Madrid, Álvarez se hizo más audaz. Aprovechando la gran concurrencia de transeúntes llegó a acercarse tanto a las dos señoras, que casi les puso la cola del vestido y así pudo aspirar el fino perfume que exhalaba el cuerpo de aquella niña con todas las seducciones de la mujer.

Estaban en la calle de Atocha y las dos mujeres apresuraban el paso. La joven ya no miraba al capitán cuya presencia sentía a sus espaldas; pero la señora mayor volvía continuamente la cabeza y le miraba cada vez con mayor expresión de odio, como si quisiera anonadarle con la majestad de sus furiosos ojos.

Llegaron las dos al portal de una casa de reciente construcción que, aunque no desmesuradamente grande merecía el nombre de palacio por la elegancia artística de su fachada; y entraron en él siendo saludadas con gran respeto por el portero, hombre obeso embutido en un gran casacón con botones dorados.

Aquella era indudablemente su casa.

El capitán, deseoso de alcanzar la última mirada de la joven y ver una vez más su rostro, se colocó con bastante descaro sobre el umbral y vio cómo las dos señoras comenzaban a ascender por la gran escalera de mármol con balaustradas doradas que arrancaba del fondo del patio.

No se había equivocado Álvarez al suponer que aún le miraría la joven, pues ésta, al llegar al gran rellano convertido casi en jardín, donde la escalera bifurcaba en dos ramas, se detuvo algunos instantes y fijó sin turbación en el capitán sus ojazos tranquilos en los que se adivinaba una naciente simpatía.

La otra señora, que subía más pausadamente, también se detuvo en el rellano, y al volver la cabeza y ver al militar plantado audazmente en el centro de la puerta, su rostro se coloreó con los tintes violáceos de la más sofocante indignación.

Mientras su joven acompañante desaparecía en una rama de la escalera, ella quedó algunos instantes inmóvil como enclavada en el mármol por el furor, y al fin, con voz de tono grave y temblorosa por la rabia, dejó rodar una palabra en la que resumía toda su cólera:

—¡Mamarracho!

—Muchas gracias, señora —contestó Álvarez sonriente y con entonación exageradamente galante, al mismo tiempo que hacía un saludo militar.

Y sin preocuparse por las foscas miradas del gordo portero, permaneció sobre el umbral hasta que hubo desaparecido en lo alto de la escalera aquel vestido de seda, rígido, majestuoso y soberbio como la toga de la justicia.

IV. QUIÉN ES ELLA

El alférez Lindoro, conocido en el mundo con el nombre de vizconde del Pinar, estaba a medio día con un humor de todos los diablos.

Metido en el cuarto de banderas, sufría un arresto de veinticuatro horas que le había impuesto el coronel por ciertas insignificantes faltas en el servicio, y desahogaba su mal humor echando pestes contra todo el mundo y maldiciendo la hora en que a su familia se le ocurrió dedicarlo al ejercicio de las armas y en que el gobierno tuvo la idea de dar el mando de un regimiento a un ordinariote que no hacía caso de recomendaciones, que no respetaba al representante de una de las casas nobles más antiguas de España, y que quería que todas las cosas del cuerpo marchasen con la regularidad de un reloj, aunque para ello tuviera que arrestarse a sí mismo.

La desesperación del alférez obedecía principalmente a la soledad en que estaba y que tendría que sufrir hasta las seis de la tarde hora en que terminaba el arresto.

El capitán de guardia era el único que le acompañaba y éste era un pobre hombre taciturno incapaz de ensartar seis palabras seguidas y que no tenía otro tema de conversación que las costumbres de Filipinas, donde había estado muchos años.

Tendido en un sofá con trágica desesperación y entreteniéndose en contar las pulsaciones del tiempo que marcaba el péndulo del reloj, el alférez pasaba las horas aguardando, como quien espera la más suprema felicidad, la llegada de algún oficial joven que por la fuerza de la costumbre fuera a pasar un rato en el cuarto de banderas.

Por esto cuando vio entrar al capitán Álvarez el vizconde se levantó de un salto, agradeciendo a la casualidad el feliz envío que le hacía.

Justamente en todo el regimiento Álvarez era el único que escuchaba las sandeces del alférez sin burlarse de ellas de un modo cruel; bien es verdad que el capitán se divertía oyendo los razonamientos de aquel ser superficial e insignificante, pero el vizconde era lo suficientemente obtuso para no enterarse de que su compañero le consideraba como un objeto de risa.

Álvarez aceptó el cigarro que le tendía el vizconde, y se sentó a su lado.

—Chico —dijo éste—. No puedes figurarte cuánto agradezco tu visita. ¿Vienes a acompañarme, verdad? Estoy aburridísimo y te aseguro que si me arrestan otra vez, pido mi baja en el ejército. ¿Deseas algo? ¿Has almorzado ya? ¿Quieres tomar café u otra cosilla? Nos lo traerán del café cercano: tengo cuenta abierta.

Esteban tuvo que hacer grandes esfuerzos para impedir que el alférez, deseoso de retenerle, pidiera todas las bebidas del próximo café, y cuando el vizconde se hubo tranquilizado después de pedir a un ordenanza que trajese una botella de ron y copas, Álvarez abordó el verdadero motivo que le había llevado allí.

—Oye, Lindoro —dijo el capitán Álvarez—. ¿No conoces tú a toda la aristocracia de Madrid?

—Sí, querido contestó el alférez con fatua complacencia, pues su mejor gusto era ostentar las ventajas sociales que le daba su nacimiento—. Conozco todo el mundo elegante de la Corte y no hay casa de algún ilustre que yo no visite. Ya ves que con mi nombre y mi fortuna bien puede uno gozar alguna consideración en la alta sociedad.

—Tengo que solicitar tu ayuda para una noticia que me interesa adquirir.

—Habla, que yo te contestaré si es que puedo.

—¿Tratas alguna familia que viva en la calle de Atocha?

—Dos hay allí que yo conozco. ¿Sabes el número de la casa?

—No he podido fijarme en él, pero te daré las señas. Es un edificio de reciente construcción que está a la derecha subiendo por la parte de…

—Basta, no sigas. Ya sé qué casa es. En ella vive el conde de Baselga, un señor millonario, algo retirado del gran mundo y que sólo asiste de tarde en tarde a las fiestas de palacio. Tiene una hija muy hermosa.

—Eso —dijo Álvarez con satisfacción.

—¿La conoces, acaso?

—La he visto una vez, nada más.

—Y te gusta, ¿eh?… Chico, tienes buen gusto, pues la muchacha no puede ser más lista. Aquí, para entre nosotros, debo manifestarte que yo he tenido mis proyectos sobre ella. Me gustaba su hermosura y más aún los millones de su padre.

—¿Y qué has alcanzado? —preguntó Álvarez con ansiedad mal disimulada.

—Nada, chico. La muchacha es algo tonta y se rió de mí en un baile de palacio, donde entre dos rigodones le espeté mi declaración. Ya ves que esto supone cierto grado de imbecilidad: burlarse de un muchacho como yo que aunque no soy muy rico, tengo un título respetable como pocos y una figura no despreciable. Lo único que se me puede censurar es mi cortedad de vista, pero los lentes dan siempre cierto chic que hacen a un hombre interesante. ¿No es verdad, Esteban?

El capitán contestó con una débil sonrisa.

—Quisiera —continuó el alférez— que tú probases a rendir esa beldad que tiene el corazón no de mármol, como dicen los poetas, sino de alfarería. Tal vez seas más afortunado y cree que harías un negocio redondo si lograras casarte con ella, pues el viejo don Fernando, su padre, debe tener enterradas a montones las peluconas. Vaya, anímate y a ver si consigues dejar pronto esta endiablada profesión militar para convertirte en millonario.

Álvarez permaneció silencioso algunos instantes y al fin preguntó a su amigo:

—¿Quién es esa señora que acompaña a la condesita? ¿Es su madre?

—El conde es viudo. Ha sido casado dos veces y su segunda esposa murió hace ya bastantes años dejando dos hijos: un niño enfermizo al que veo pocas veces y esa muchacha que tanto te gusta. La señora de que hablas debe ser una hija que tuvo el conde de su primer matrimonio y de la que se cuentan ciertas historias. ¿Cuáles son sus señas?

El capitán describió a su modo la figura rígidamente majestuosa y el rostro avinagrado de la señora que tan furibundas miradas le había lanzado aquella mañana y el vizconde se apresuró a contestar:

—Sí; eso es. Describes muy bien el gesto de pocos amigos que eternamente lleva en su rostro doña Fernanda, la baronesa de Carrillo. Es una solterona que aborrece al mundo, odia a la juventud y se dedica a la devoción, entregada en cuerpo y alma a los jesuitas, lo que le consuela de no haber encontrado en su juventud un hombre que quisiera hacerla su esposa. Cree que la tal señora es un basilisco y que es muy peligroso hacerle el amor a su hermanastra, sólo porque ha de rozarse uno con ella. Es un manojo de espinas custodiando a una rosa. ¡Eh! ¿Qué tal te parece la frasecilla?

—Muy bien —dijo Álvarez sonriendo con toda la bondad que merecía aquel imbécil—, ¿y quién es la rosa?

—¡Quién ha de ser! Enriqueta.

—¡Ah! ¿Se llama Enriqueta la hija del conde de Baselga?

—Sí, hijo mío. Enriqueta Baselga de Avellaneda, y será condesa si se muere su hermanito como es de esperar en vista de sus continuas dolencias o si se hace cura lo cual es aún más probable en vista de las aficiones que le ha inculcado la santurrona de su tía.

El alférez Lindoro se entusiasmaba hablando de aquella familia que era muy rara, sí, una de las más raras de la Corte. Según él, el padre era un hurón siempre metido en su casa, refractario a toda diversión y sin otro placer que una excursión en verano a sus posesiones de Castilla, donde hacía la vida de un modesto agricultor. En cuanto a la baronesa de Carrillo, era la primera beata de la Corte, el brazo de que se valían los jesuitas para mover la aristocracia devota en favor de lo que a ellos les convenía, y los dos muchachos, hijos del segundo matrimonio, el enfermizo Ricardito y la hermosa Enriqueta, no pasaban de ser dos monigotes sin voluntad, que maldito el papel que harían en el mundo.

El vizconde se expresaba de este modo, y Álvarez escuchaba con gran atención todas sus palabras deseoso de conocer a fondo la familia de la que formaba parte aquel hermoso ser que tanto le interesaba.

—El conde, créelo —continuaba el alférez—, es un hombre de historia, y nadie, al verle tan austero y de genio eternamente atrabiliario, creería que en su juventud fue uno de los más terribles calaveras de la corte de Fernando VII. Ha sido de la Guardia Real, después mandó en el Norte un regimiento de lanceros carlistas, estuvo emigrado en París y allí se casó por segunda vez con la hija de un afrancesado; una muchacha enfermiza que tenía los millones a puñados. Su primera esposa fue la baronesa de Carrillo una locuela americana que conocía demasiado íntimamente a Fernando VII, y si alguien lo duda, ahí está para atestiguarlo la actual baronesa de Carrillo, que no es capaz de negar a su padre ¿Te has fijado en aquella nariz? ¿No es verdad que da ganas de cantar aquello de ese narizotas, cara de pastel con que los rojos del tiempo de Riego daban serenata al padre de Isabel II?

Álvarez sonrió ante la malicia del alférez, y repasando en su memoria el rostro de la baronesa, se convenció de que, efectivamente, algo había en él que recordaba la cara del rey chulo.

—¡Si supieras cuánto se ha hablado en la alta sociedad acerca del conde de Baselga! Se le atribuyen cosas estupendas, y hasta hay quien dice que mató a su primera mujer. No sé lo que pueda haber en esto de cierto, pero seguramente no merecía grandes cariños aquella buena pieza que, engañando a su marido, se acostaba con don Fernando para echar al mundo un nuevo ejemplar de su persona. Si el conde mató a su esposa, hizo muy bien, y prueba de ello es que, a pesar de lo que se murmura en la alta sociedad, lo reciben con grandes muestras de consideración y los padres jesuitas se hacen lenguas de su piedad y de sus sentimientos caballerescos.

Álvarez sentía cada vez mayor curiosidad por saber la historia de la familia de Enriqueta.

—¿Y con su segunda esposa —preguntó—, fue tan desgraciado el conde?

—Todo lo contrario. Doña María Avellaneda era una mujer casi insignificante. Su modestia y su humildad formaban contraste con sus riquezas y su alta posición, pero era tan dulce y tan bondadosa, que Baselga se enamoró de ella como un loco. Recién casado vino a España acogiéndose a uno de los indultos que el Gobierno dio a los carlistas, y estableció su casa en la calle de Atocha negándose a habitar la casa que en la calle del Arenal tenía su hija mayor, heredada de su madre la baronesa de Carrillo. Como la fortuna de que disponían el conde y su esposa era grande, gastaron como unos príncipes, y durante sus primeros años de matrimonio asombraron con su lujo a todo Madrid. Las elegantes costumbres francesas que hoy seguimos en la alta sociedad, ellos fueron los primeros en generalizarlas y la condesa, a pesar de su modestia y de que se preocupaba más de una visita a los pobres que de un baile, fue durante mucho tiempo la reina de la moda. Primero tuvieron una hija, esa muchacha que te ha vuelto los cascos la primera vez que la has visto.

—Pero —interrumpió el capitán—. ¡Si yo no he dicho que esté realmente enamorado de esa joven!

—Bueno, pues lo estarás. Es una chica de la que se enamoran todos. Conste, pues que estás prendado de ella… Como te iba diciendo, primero tuvieron a Enriqueta, y a los cuatro años de matrimonio a ese Ricardito que, a pesar de no abultar más que una mano de almirez y de no servir para otra cosa que rezar de la mañana a la noche, costó la vida a su madre.

—El conde sentiría mucho su segunda viudez.

—Su dolor fue inmenso. Amaba de veras a su esposa, y más que como marido la lloró como un muchacho romántico a quien se le muere la novia. Estuvo más de un año sin salir a la calle, y hasta se susurró en Palacio que pensaba hacerse cura y entrar en la Compañía de Jesús. Afortunadamente el amor a sus hijos pudo más que su pesar, y acabó por volver a hacer una vida normal, aunque mostrando gran repugnancia a asistir a aquellas fiestas en que tanto brillaban antes su esposa y él.

—¿Y su hija, vive también en tal retraimiento?

—Vive con menos rigidez y sale bastante de casa, gracias a su hermanastra, la baronesa, que, aunque beata, es bastante andariega, y se pasa el día en juntas de cofradía y patronatos píos o haciendo visitas a los más elocuentes predicadores de la Compañía. Si quieres verla a menudo, hazte beato y visita las sacristías. Además, también asiste a los bailes de Palacio o a los que se celebran en casa de algún individuo de la antigua nobleza. En cuanto a las reuniones en los palacios de los banqueros o de esa aristocracia dorada cuyos ascendientes se pierden en las telarañas de un mostrador, no esperes encontrar allí a la familia de Baselga. El conde es inflexible en sus opiniones y no quiere transigir con nada de lo creado por la revolución. Ya que asiste a pocas diversiones quiere que éstas no supongan una abdicación en sus arraigados principios.

Y el alférez seguía relatando con abundancia de detalles la vida de la familia de Baselga, sus costumbres y las relaciones que más fielmente sostenía.

—El conde tiene muy pocos amigos. En vida de su mujer daba fiestas a una sociedad muy escogida en esa casa de la calle de Atocha que tú conoces, pero desde que aquella murió los salones han quedado cerrados y muy de tarde en tarde recibe alguna visita por puro cumplimiento. Quien más influencia tiene en aquella casa es un célebre jesuita, el padre Claudio, que también es gran amigo de mi familia. Yo pensé valerme de él para que me facilitara el ser novio de Enriqueta y estaba muy confiado, pues el tal jesuita es un casamentero de primera fuerza; pero en vez de ayudarme lo que hizo, apenas le expuse mi pretensión, fue encajarme un sermón muy dulce, pero que me dolió en el alma, diciéndome que yo era hombre capaz de derrochar en unos cuantos meses la fortuna más grande del mundo, y que por esto no se hallaba él dispuesto a recomendarme a ninguna joven que apreciase. Si piensas intentar la conquista de Enriqueta, empresa que es difícil, procederías muy cuerdamente haciéndote amigo del padre Claudio, que manda en el conde, en la baronesa y en todas las personas de la casa.

El capitán acogió con sonrisas estas indicaciones del vizconde.

—¿Te ríes, eh? Pues no harás nada si dejas de seguir mis consejos. Soy hombre experimentado aunque nadie lo quiere creer en el regimiento y sé lo que debe hacerse en estos casos. Además, si quieres ver a Enriqueta tal vez encuentres ocasión algunas tardes si vas a menudo al paseo de la Castellana. Algunas veces el conde de Baselga se acuerda de lo que fue, siente la nostalgia de sus buenos tiempos cuando galopaba al frente de un escuadrón de la Guardia, y monta a caballo para acompañar a su hija que es la muchacha que en Madrid mejor sabe manejar una yegua. En esto no desmiente su procedencia y demuestra que por sus venas corre la sangre de un hábil y valiente jefe de caballería. Yo en tu lugar alquilaría un caballo, aunque esto se lleve una parte importante de la paga, e iría todas las tardes a la Castellana. No sería difícil que de este modo consiguieses llamar la atención de Enriqueta que admiraría más a un buen mozo, como tú lo eres, viéndolo sobre un brioso caballo.

La conversación entre los dos militares comenzó a languidecer. El alférez, que tanta ansia sentía poco tiempo antes de desahogar el cúmulo de palabras almacenadas en su menguado cerebro, coronaba todos sus párrafos con una copita de ron y al poco rato fue sumiéndose en una calma beatífica de la que no le sacaba su compañero, el cual solamente contestaba con monosílabos y sonrisas.

El vizconde acabó por extender sus piernas con estremecimientos voluptuosos sobre el viejo sofá del cuarto de banderas buscando la mejor posición para echar un sueñecito y que transcurrieran aún más velozmente las horas que le quedaban de arresto.

Álvarez sabía ya todo lo que deseaba y comprendiendo que su fatuo compañero no le diría más, se dispuso a salir.

—¿Te vas ya, chico? —dijo el alférez con voz indolente.

—Sí. Te hago el favor de dejarte solo. Que duermas bien y no sueñes con el coronel.

—Gracias. Y en cuanto a enamorarse de esa muchacha, piénsalo bien. Es una barbaridad de la que llegarás a arrepentirte; pero en fin, si te empeñas en quererla y la cosa no tiene remedio acuérdate de mi consejo. Hazte amigo del padre Claudio que con su apoyo hasta un barrendero podría aspirar a la mano de una infanta de España.

V. SE ECLIPSA EL ASTRO

Era una continua obsesión la que ejercía el recuerdo de Enriqueta en el capitán Álvarez.

Aquellos ojos negros brillando bajo el encaje de una capota blanca, eran una imagen fantástica, una eterna aparición que turbaban la santa tranquilidad en que hasta entonces había vivido el capitán.

No podía ver en la calle un sombrero femenil como el de Enriqueta o un traje semejante o una mujer que mirada por la espalda presentase un aspecto parecido, sin que al momento corriese en su seguimiento para sufrir después una dolorosa decepción que le ponía triste y malhumorado durante algunas horas.

Un día, a la puerta de la iglesia de San José, encontró a la baronesa de Carrillo con su traje negro, y su majestuoso aspecto de beata elegante. Iba sola, pero a pesar de esto, Álvarez, por un irreflexivo instinto, la siguió como si fuese su hermanastra, y únicamente cuando la baronesa, después de un paseo de algunas horas por las calles de Madrid, entró en su casa no sin antes lanzar a su perseguidor unas cuantas miradas de ultrajante orgullo, fue cuando comprendió el capitán que había hecho una barbaridad.

Conforme avanzaba el tiempo y transcurrían los días sin ver a aquella joven que tanto le había impresionado en el Retiro, Álvarez sentíase más tenazmente dominado por aquella pasión y dedicaba a ella toda su existencia.

El que era citado en el regimiento como modelo de oficiales puntuales comenzaba a descuidar los actos de servicio y se mostraba distraído hasta el punto de que algunos compañeros le sorprendieron en el cuarto de banderas rasgueando al dorso de los partes de los subalternos letras enrevesadas y fantásticas que unidas formaban un nombre: Enriqueta.

Las noches que llovía el capitán volvía a casa, calado hasta los huesos, ni más ni menos que un paciente mozo de cuerda que espera en la esquina quien le dé trabajo, lo que obligaba a su fiel asistente Perico a hacer mil conjeturas, todas a cual más disparatada.

Para el asistente no pasaba desapercibido que su amo sufría un trastorno que turbaba su vida hasta entonces tan regular y monótona, y con el picaresco olfato adquirido en el roce con las gentes de su clase, adivinaba que en todo aquello «habían faldas de por medio».

Una circunstancia le afirmaba cada vez más en esta creencia y era que algunas mañanas al limpiar el cuarto de su señor encontraba sobre la mesa pliegos de papel cubiertos de renglones desiguales que el asistente, con la torpeza propia del que en su niñez sólo llegó a adivinar en la escuela lo que podía ser la lectura, iba descifrando. De este modo supo Perico que su amo pasaba las noches haciendo versos y que éstos siempre iban dirigidos a una tal Enriqueta, nombre que el asistente no adivinaba a quién pudiera pertenecer por más que repasaba en su memoria todas las señoritas cursis, hijas de pupileras y modistillas con quienes el capitán había distraído el tedio de la vida de guarnición.

Efectivamente, Álvarez combatía la tristeza que de él se apoderaba apenas se encerraba en su habitación, escribiendo versos a la hija de Baselga, a quien sólo una vez había visto y cuando no desahogaba de este modo su fiebre amorosa iba a situarse en la calle de Atocha, y transcurrían para él las horas paseando la acera de enfrente de la casa del conde siempre acechando una ocasión para contemplar el rostro de Enriqueta.

El carácter tenaz e impresionable de Álvarez se revelaba en aquella ocasión en toda su plenitud.

Ni las lluvias, ni el frío, ni la insolente curiosidad de los vecinos, conseguían apartarle de aquella continua observación, de aquel implacable acecho llevado a cabo sin ningún plan ni propósito fijo.

Todo lo que las curiosidades de los transeúntes y las furibundas miradas del grueso portero de la casa de Baselga, lograron de la tenacidad del joven capitán, fue que éste se despojase de su uniforme para ser menos notado y que vestido de paisano siguiese paseando la calle con todo el aspecto de un poeta bohemio a quien le sienta mal la ropa.

No recompensaba el éxito la tenacidad que en aquel asedio amoroso mostraba el capitán.

Algunas veces logró contemplar en uno de los balcones del piso principal, por muy breves instantes, a la hermosa Enriqueta vestida en traje de casa; pero estas apariciones fueron poco frecuentes y, en cambio, todas las tardes veía pasar tras los cristales de alguna ventana los coléricos ojos de la baronesa y su boca contraída por un gesto de rabia.

Otro ser llamaba también la atención del enamorado capitán y era un muchachuelo como de trece años alto, flacucho, de constitución anémica, de rostro pálido mate, pero con ojos vivos y hermosos que recordaban los de Enriqueta.

Era el hermanito, aquel ser débil y fanatizado que, según las revelaciones del alférez Lindoro, estaba destinado a servir a la Iglesia.

Álvarez, plantándose audazmente frente al balcón, le miraba con aquella simpatía que le inspiraban todos los seres que rodeaban a la mujer amada; pero el muchacho fijaba en él los ojos con aire de extrañeza y al fin se retiraba con el mismo aire de una niña que se ve contemplada con curiosa insolencia.

Una tarde, a la misma hora en que Álvarez puesto de uniforme y cubierto de polvo del campo de maniobras, en que había hecho el ejercicio su regimiento, volvía con el propósito de pasar una sola vez por la calle de Atocha, animado por la vaga esperanza de ser más afortunado que otras veces y contemplar a Enriqueta, vio salir del portal de la casa de Baselga dos briosos caballos montados por una airosa amazona y un señor de marcial figura y pelo cano.

Eran Enriqueta y su padre que se dirigían a la Castellana.

El conde de Baselga estaba algo maltratado por la edad, pero no había perdido su antiguo aspecto. Su rostro a fuerza de estar curtido tenía un tinte cobrizo, sus patillas eran canas y su abdomen demasiado prominente para un gallardo jinete; pero a pesar de esto todavía resultaba una hermosa figura moviéndose al compás del paso de su cabalgadura.

Junto a él con el rostro grave y sin que entre ambos se cruzara la más leve palabra, iba la hermosa Enriqueta a cuya figura daban aún más realce la negra amazona que marcaba todas las líneas de su busto escultural y el gracioso sombrerillo del que colgaba el blanco velo que envolvía como una nube su rostro.

Baselga marchaba al lado de su hija en actitud rígida e indiferente, pero de vez en cuando la examinaba con rápida mirada y en su rostro marcábase una expresión momentánea de satisfacción.

En aquel hombre notábanse dos orgullos satisfechos: el de padre y el de viejo soldado, y al par que admiraba la gracia de la hija, mostrábase contento por la pericia de aquella discípula que hacía honor a sus lecciones manejando el caballo de un modo magistral.

Cuando los dos jinetes pasaron cerca del capitán, el conde le miró con esa instintiva y rápida atención que merecen los oficiales jóvenes a todo militar viejo, y Enriqueta al conocerle volvió rápidamente la cabeza, como si quisiera evitar la indiscreción de una mirada.

De poder realizar sus deseos, el capitán hubiera seguido a los dos jinetes que se alejaban, pero le era imposible encontrar inmediatamente otra cabalgadura y en aquel momento se propuso cumplir los consejos del alférez Lindoro y juró que desde el día siguiente se presentaría a caballo todas las tardes en la Castellana, a pesar de que montaba muy mal.

Cuando aquella noche su asistente Perico recibió la orden de tener preparado para el día siguiente a las tres de la tarde un buen caballo, el pobre muchacho abrió los ojos desmesuradamente en señal de extrañeza y se afirmó en su creencia de que al señorito le sucedía algo gordo. Sabía él que el capitán no era un modelo de jinetes y no podía explicarse su repentino deseo de exhibirse en las calles de Madrid montado en un rocín de alquiler.

Pero Perico tenía la costumbre de obedecer las órdenes sin replicar, evitando a su amo preguntas superfluas, y en la tarde del día siguiente tuvo en la puerta de la calle el caballo que el capitán deseaba.

Álvarez, aunque no fuera gran jinete, presentaba sobre el caballo una figura aceptable y al pasar por la calle de Atocha consiguió que el portero de casa de Baselga le mirara con extrañeza, como si no comprendiera el motivo por el cual un oficial de infantería se convertía en plaza montada.

La tarde entera pasó el capitán en la Castellana llevando su caballo unas veces al trote y otras al galope para distraer el tedio que de él comenzaba a apoderarse y no vio entre la turba de paseantes un rostro amigo ni distinguió en los pelotones de elegantes jinetes a Enriqueta y su padre.

Sin duda al conde de Baselga le había dado aquel día por no salir o la baronesa se había empeñado en llevarse a Enriqueta a alguna junta de cofradía. Total: que la fatalidad se burlaba del capitán el cual por ver de cerca a la linda joven se resignaba a galopar una tarde entera (diversión que le agradaba poco), por entre una turba de elegancias imbéciles que le miraban con extrañeza y parecían preguntarse con los ojos: ¿quién es éste?

No por esto se desalentó Álvarez; tenaz como siempre en sus propósitos siguió alquilando un caballo todas las tardes y con la fatalista pasividad de un moro aguardó paseando por la Castellana la aparición de aquella mujer que parecía haber pasado tan sólo ante sus ojos para engendrar un indefinido deseo que fuese su tormento.

Una semana después, en una tarde que nada tenía de hermosa, pues el cielo estaba cubierto de plomizos celajes y soplaba un viento frío con conatos de huracán, vio Álvarez a lo lejos venir hacia él, a todo el galope de sus briosos caballos, a Enriqueta y su padre.

El capitán experimentó gran emoción y tan turbado quedó, que por un movimiento instintivo detuvo su caballo.

Plantando su cabalgadura en el centro del paseo, vio el capitán llegar a los dos hábiles jinetes que pasaron por su lado con la violencia de una tromba.

Estaba Álvarez en tan extraña actitud que forzosamente había de llamar la atención y tanto el conde como su hija se fijaron en él, reconociéndolo inmediatamente.

Para Baselga aquel joven capitán no era un desconocido ni resultaba ser casual aquel encuentro en el paseo y buena prueba de ello fue que, al pasar cerca de Esteban y reconocerlo frunció el cano entrecejo, lanzándole una mirada fría y orgullosa. Sin duda su hija la baronesa, le había dado cuenta de que un capitán cuyas señas le detallaría, asediaba a Enriqueta ejerciendo una continua persecución amorosa que se estrellaba ante el retraimiento en que vivía la joven.

Ésta también se fijó en Álvarez, pero su presencia sólo le arrancó aquella mirada mezcla de extrañeza e indiferencia que era en ella peculiar.

El capitán, repuesto inmediatamente de su impresión, lanzó su caballo en seguimiento de los dos jinetes y así corrió dos veces el paseo llamando la atención de algunos transeúntes.

Álvarez, ocupado en contemplar las espaldas de su amada y su hermoso talle lo más cerca posible, no pensaba en las conveniencias ni el disimulo que debe observase en materia de amores y desconocía el efecto que causaban aquellas imprudencias.

A Enriqueta no debía disgustarle del todo aquella adoración tan audaz y despreocupada, por cuanto varias veces volvió la cabeza y miró fijamente al capitán con aire entre ofendido y risueño; pero al conde, a quien no pasaban desapercibidas tales demostraciones, no le resultaban tan gratas las continuas audacias del militar, demostrándolo con rápidas ojeadas que lanzaba al insolente.

Aun dieron otra vuelta por el paseo los dos elegantes jinetes seguidos siempre por el amoroso apéndice. El conde esperaba que el militar se cansase de la persecución; pero en vista de su tenaz importunidad, comenzó a sentirse dominado por aquella cólera que tan terrible le hacía.

Baselga apretaba nerviosamente su latiguillo y sentía tentaciones de revolver su caballo para ir a cruzarle la cara al insolente adorador. Con menos motivo había dado en sus mocedades mayores escándalos; pero ahora se encontraba en una posición que exigía de él mayor prudencia, y reprimiendo su furor que ponía pálido su rostro e inyectados sus ojos, se decidió a abandonar el paseo.

No quería que aquellos burgueses plebeyos que paseaban a pie por los andenes fijasen su atención en él y su hija en vista de la importunidad del capitán.

El conde dijo rápidamente algunas palabras a su hija, e inmediatamente abandonaron la Castellana a todo galope pasando como exhalaciones por entre los brillantes y blasonados carruajes, de cuyo interior les dirigían amistosos saludos.

Álvarez, incorregible, y como si no comprendiese el enojo de Baselga, fue en seguimiento de éste y su hija, y no cesó en su estúpida persecución hasta que ambos jinetes desaparecieron en el portal de su casa de la calle de Atocha.

Cuando el capitán algunas horas después se encontró solo en su habitación, se dio exacta cuenta de lo ridículo que había estado aquella tarde y del enojo que había provocado en Enriqueta y su padre.

La más terrible desesperación se apoderó de él. Era un bruto, lo reconocía francamente, y ni a un aguador se le podía ocurrir hacer la corte de un modo tan extravagante, llamando la atención de los curiosos e irritando a la mujer amada. Enriqueta odiaría ahora a un hombre que parecía empeñado en ponerla en ridículo, y su padre, mejor que entregarle la mano de su hija, lo que haría el día en que se le presentase con tal pretensión (si es que llegaba) sería darle de bofetadas.

La ofuscación sufrida durante el paseo se había desvanecido totalmente, y la realidad martirizaba ahora el ánimo de Álvarez.

Aquella noche fue cruel, pues el peor tormento que podía experimentar el capitán era que una idea desagradable se fijase tenazmente en su memoria.

Comió poco, riñó a su asistente, cosa que muy raras veces le ocurría, y durmió mal, viéndose atormentado en los instantes que lograba ser presa del sueño por terribles pesadillas en que aparecían grotescamente mezclados el rocín de alquiler, las furiosas miradas de Baselga, los indiferentes ojos de Enriqueta y la facha ridícula de un maldito capitán que se parecía a él como dos gotas de agua y que hacía reír con ridiculezas grotescas a toda la humanidad.

Aquella noche fue para Álvarez de las más terribles. Cuando se levantó de la cama poco después de amanecer el día, pensó con envidia en las horribles noches pasadas en los campos marroquíes en peligrosas escuchas mandando un grupo de hombres rodeado de enemigos a gran distancia del núcleo del ejército. Allí se corría el peligro de recibir a cada momento un balazo o sentir una gumía en la garganta; pero al menos se dormía bien siempre que lo permitían los moros, y no se soñaba en miradas de indignación ni en capitanes puestos en ridículo.

Al entrar Álvarez pálido y ojeroso en el cuartel, le esperaba otro tormento. Allí se encontraba el alférez Lindoro que, como de costumbre, estaba al tanto de todo lo ocurrido el día anterior y conocía con todos sus detalles la ridícula persecución llevada a cabo por el capitán Séneca. Un dandy de su mismo fuste le había contado por la noche en el Casino las ridiculeces de un militar que parecía hacerle el amor a Enriqueta Baselga, y el vizconde adivinó que aquel ente extraño no podía ser otro que su amigo Álvarez.

¡Qué de estúpidas reconvenciones tuvo que sufrir éste, dichas con un acento paternal que movía a risa! ¡Cómo exageraba el vizconde, llevado de sus preocupaciones, la imprudencia del capitán!

Este estuvo tentado de enviar a mala parte al lindo alférez; pero a pesar de esto, acabó por hacer caso e impresionarse con sus palabras sintiendo aumentar el disgusto que le producía su conducta del día anterior.

Tan avergonzado se mostró por esto que se prometió internamente olvidarse de Enriqueta, y en muchos días no pasó por la calle de Atocha.

Para que aquella seductora imagen que había turbado su tranquila existencia se borrase por completo de su memoria, Álvarez apeló a todos los medios, y durante algunos días hizo, en unión de los oficiales más alegres de su regimiento, una vida de calavera.

Su asistente estuvo varias noches esperándole hasta el amanecer, y una mañana, al ver entrar a su señorito con el traje bastante desordenado, la faz algo congestionada y los ojos más brillantes que de costumbre, sospechó que el alcohol le había poseído durante algunas horas.

El capitán hizo una vida de café y de diversiones menos honestas durante algunas semanas, y al principio se complacía notando que las fugaces y continuas impresiones que aquella existencia agitada le proporcionaba, conseguían borrar de su memoria los angustiosos recuerdos; pero el mismo tenaz empeño que ponía en olvidarse de Enriqueta, era causa sin duda de que la imagen de ésta se reprodujese en su imaginación apenas se entregaba a la tranquilidad.

Álvarez se cansó al fin de luchar. Reconocía que era un chiquillo mimado y voluntarioso como en la época que dormía sobre las faldas de su madre; la contrariedad y los obstáculos excitaban más sus deseos, pero él no tenía otro remedio que ser tal como le había formado su naturaleza, y, víctima de sus naturales impulsos, se reconocía impotente para sofocar aquella pasión que de él se había apoderado.

Estaba verdaderamente enamorado de Enriqueta, y no lucharía más, pues era inútil cuanto intentase por sustraerse de tal pasión.

Álvarez se resolvió a volver a sus antiguas costumbres, y tres semanas después del día en que tan ridículamente se portó en la Castellana, se dirigió a la calle de Atocha, experimentando al entrar en ella la misma zozobra del enamorado que va a hacer su primera declaración.

Los balcones del palaciego de Baselga estaban herméticamente cerrados, pero el gran portal seguía abierto, ostentándose sobre el umbral el grueso cancerbero con su capote de botones resplandecientes tan grandes como platitos de azúcar.

Aquel can racional que tan furibundas miradas lanzaba siempre a Álvarez, al verle esta vez, sonrió con toda la expresión que podía dar de sí su boca de escarlata desgarrándose de oreja a oreja.

El capitán pasó muy lentamente frente a la casa, fijando su mirada en todos los balcones y ventanas, con la vaga esperanza de ver asomarse a la mujer amada. Pero en los dos pisos estaba todo cerrado, y únicamente en la planta baja el portero se encargaba de demostrar que la casa no estaba deshabitada.

Álvarez se alejó pensativo, y de allí a poco volvió a pasar frente a la casa.

El portero sonrió nuevamente con aire de socarronería, y el capitán, a quien aquella clausura de balcones y ventanas había puesto de muy mal humor, se plantó cerca del portal, y atusándose la perilla nerviosamente, miró con insolencia al doméstico.

Éste se puso grave. Era hombre de tranquilas costumbres, y conocía que aquel militar no necesitaba de muchas excitaciones para entrar en el portal y agradecer su insolencia con unos cuantos trompis.

Aquel majestuoso vientre cubierto de paño azul, experimento la necesidad de congraciarse con el capitán, y haciendo uso de la más amable de sus sonrisas, dijo con acento humilde:

—Es inútil que el señor se incomode viniendo por aquí. Hace ocho días que el señor conde marchó con su familia a sus posesiones de Salamanca, y creo no volverán hasta el próximo invierno.

Y saludando ceremoniosamente, se metió en su portería con gran prisa.

Quedó Álvarez tan turbado, que ni aun se le ocurrió hacer una pregunta al portero.

Ahora sí que tendría que conformarse a no ver a Enriqueta.

El brillante astro había sufrido un eclipse.

VI. EL SEÑORITO DICE MISA

No tuvo tiempo Álvarez para pensar en la desaparición de Enriqueta, pues una desgracia vino a sacarle de su preocupación amorosa.

Sus parientes de Pamplona le escribieron a los pocos días noticiándole que su madre estaba enferma de gravedad, y cuando ya se disponía a pedir una licencia a su coronel para trasladarse a la capital navarra, recibió un telegrama que con el cruel laconismo propio de tales casos, le noticiaba el fallecimiento de la enferma.

El dolor que experimentó el capitán borró de su memoria todo recuerdo amoroso, y pasó mucho tiempo entregado a una cruel melancolía, pensando únicamente en aquellos padres tan rudos como bondadosos, que le creían un genio del porvenir, y que habían muerto viéndole todavía confundido entre el vulgo de los mortales.

La repentina desgracia fue muy útil para Álvarez.

El recuerdo de la madre borró el de la mujer amada, y aquel hombre; cuyo carácter sentía la necesidad de aferrar tenazmente a su memoria un recuerdo fijo y acariciarlo a todas horas, sólo se preocupó de la difunta, mostrándose en público como poseído de eterna tristeza.

Perico, que creía un deber alegrarse cuando su amo estaba contento y reproducir de igual modo su tristeza, mostrábase en esta ocasión melancólico y desalentado cuando se reunía con otro asistente; pero hay que confesar que aun llamándose interiormente perverso y mal corazón, se alegraba del suceso, no porque tuviera ningún resentimiento contra la madre del señorito, sino porque su muerte había venido a librarle del peligro que le ofrecía una mujer desconocida, a quien el capitán parecía amar con delirio.

El único punto negro en el porvenir de Perico, era la suposición de que algún día el capitán Álvarez llegase a casarse. El fiel asistente, en su cariño al señor, llegaba hasta a los sentimientos femeniles y como si fuese una mujer temerosa de una infidelidad, experimentaba algo de celos y de rabia al pensar que algún día podía su amo casarse, rompiéndose con esto aquella unión respetuosa, pero fraternal, que entre los dos existía.

Aquel muchacho experimentaba un gozo sin límites al ver que el capitán permanecía triste e impresionado por la muerte de su madre y no se acordaba de montar a caballo ni de borronear versos, siempre dedicados a aquella desconocida Enriqueta.

Así transcurrieron algunos meses y al hallarse en pleno verano, Álvarez comenzó a abandonar su triste vida, que le tenía reducido muchas horas en su habitación o le lanzaba a solitarios paseos.

Su asistente comenzó a notar que salía de casa con más frecuencia, que en determinadas noches se retiraba tarde, y que a pesar de su afición al oficio que le hacía considerar el uniforme como su vestidura eterna, salía a menudo en traje de paisano.

Esto lo consideraba Perico como muy extraño, sin poder explicarse la causa y aun aumentaban más sus sospechas las nuevas amistades que su amo parecía haber contraído.

Señores de aspecto elegante venían a aquella humilde casa de huéspedes, para visitar al capitán y algunas veces permanecían encerrados con él algunas horas hablando muy quedo.

Álvarez pasaba bastantes noches en claro, revisando papeles y escribiendo, y cuando Perico aguijoneado por la curiosidad que en él hacía nacer la posibilidad de nuevos amoríos, examinó una mañana los documentos que tanto absorbían la atención de su amo, se encontró que eran el escalafón general de los jefes y oficiales del ejército, que el capitán revisaba con gran minuciosidad, colocando al lado de ciertos nombres, señales convencionales que eran crucecitas rojas o azules.

Aquello no era cosa de amores y esta reflexión bastó para que el asistente volviera a su antigua e impasible indiferencia, cuidándose en adelante de mezclarse en los asuntos de su amo.

A pesar de estos propósitos, el muchacho no pudo evitar que le llamase profundamente la atención el aire misterioso que tenían algunas veces los nuevos amigos de su amo, así como las precauciones que tomaba éste al hacer sus salidas en ciertas noches, vistiéndose de un modo que, aunque no carecía de naturalidad, desfiguraba algo su persona.

El capitán parecía muy preocupado, pero no con la tristeza de algún tiempo antes, sino poseído de agitación febril y como desesperado de no poder atender a múltiples y apremiantes ocupaciones.

Algunos días no comía en casa y después Perico, por conducto de otros asistentes, sabía que su señorito iba de francachela honesta con otros oficiales de distintos cuerpos de la guarnición, hablando a los postres con gran secreto, de cosas que sólo ellos conocían.

El asistente, no sentía ninguna alarma, pues a él fuera de los amores serios, no le atemorizaba ninguno de los compromisos en que pudiera verse su señor.

Sin embargo, una tarde llegó a interesarse seriamente en los asuntos de su amo, por la forma misteriosa en que éstos le fueron revelados. El capitán había salido una hora antes y el asistente rondaba la cocina, donde fregaba la maritornes gallega, cuyas exuberantes formas se complacía en pellizcar, al menor descuido, el tuno de Perico.

Sonó la campanilla de la puerta de la escalera y el asistente fue a abrir, queriendo evitar este trabajo a su adorada gallega.

Un hombre del pueblo, un obrero de blanca blusa y rostro curtido de rasgos duros, entró en el recibimiento preguntando con aire imperioso:

—¿Está el capitán?

—Salió hace una hora. ¿Qué quiere usted?

—Yo… nada —dijo el obrero después de vacilar un buen rato.

—Puede usted decirme lo que quiera sin miedo, porque yo soy su asistente desde hace algunos años.

—Entonces —contestó el hombre después de reflexionar largo rato—, dile a tu señorito que esta noche dice misa.

Perico se quedó estupefacto hasta el punto de dudar de lo que tan claramente había oído. Hubo un momento en que creyó que aquel hombre era un chusco de mal género y hasta pensó en la conveniencia de darle un soberbio coscorrón, pero el aire grave y un tanto majestuoso del obrero, al decir tales palabras, le convenció de que se hallaba muy lejos de burlarse.

Pero el asistente, por salir de su asombro, buscó instintivamente cualquier palabra y sin darse cuenta exacta de ello, preguntó:

—¿Y a qué hora ha de decir misa?

Entonces fue al obrero a quien le tocó mostrar asombro.

—¡A qué hora ha de ser! A la de siempre. Tú dale el recado tal como yo lo digo, que al buen entendedor…

Y se fue.

Cuando el capitán volvió a la hora de la comida su asistente le relató todo lo ocurrido con el aire más natural del mundo, como si se tratara de cosas que él tuviera olvidadas de puro sabidas.

Su amo le oyó impasible y sin pestañear, no causándole la menor impresión el que fuese invitado a decir misa el héroe que tanto se había lucido en Castillejos y en el campamento de Tetuán.

«Es una seña convenida, no hay duda» —se dijo Perico a través de cuya corteza ruda comenzaba a filtrarse la sospecha de lo que aquel misterio significaba.

Cuando su amo salió de casa a las nueve de la noche, el asistente pensó en seguirlo para averiguar la verdad que encerraban tantos secretos. Fue ésta una idea que rápidamente surgió en su pensamiento y el muchacho la puso inmediatamente en práctica sin pararse a reflexionarla.

Al verse en la calle se avergonzó de su arranque y la conciencia pareció insultarle por aquella ligereza que afeaba su fidelidad y solicitud de algunos años.

¡Espiar él a su amo! ¡Quién podía aprobar tan repugnante absurdo! Además, a él no le importaban los negocios particulares del capitán y faltaba villanamente a su deber queriendo inmiscuirse en ellos… Pero cuando tales reflexiones se hacía, su amo, que se alejaba con apresurado paso, iba ya a doblar la esquina de la calle y él, por instintivo impulso, le siguió aunque lamentándose interiormente de ser capaz de semejante atentado.

La curiosidad, naciendo repentinamente en él, le dominaba hasta el punto de convertirlo en un autómata.

Siguiendo a su amo a bastante distancia, llegó Perico a la plaza de Santo Domingo, y entrando el capitán en una de las calles inmediatas, desapareció en el sucio y mal alumbrado portal de una casa de modesta apariencia.

Allí era sin duda, donde se presenciaba un espectáculo tan raro como era que un capitán del ejército español dijese misa.

El asistente quedó al acecho. Lo que había visto no desvanecía el misterio y deseaba atrapar algún detalle convincente que diese más luz al asunto.

No fue larga su espera. Separados por cortos intervalos de tiempo, fueron entrando en el mezquino portal una docena de personas en las cuales reconoció Perico a algunos de los señores que con aire tan misterioso visitaban a su amo y a un comandante de otro regimiento, que era gran amigo del capitán Álvarez.

Transcurrieron algunos minutos sin que entrara ninguna otra persona, y se retiraba ya el asistente de la esquina desde donde espiaba, cuando dobló aquella, tropezando rudamente con él un caballero de mediana estatura, moreno y nervioso, que llevaba demasiado encasquetado sobre el rostro su sombrero de copa y ceñía su levita con aire algo militar.

El caballero, al tropezar con Perico, le miró rápidamente con brillantes ojos en que se notaba cierta expresión de desconfianza, pareció dudar un breve momento y después siguió adelante, afectando indiferencia y golpeando el suelo con el bastón hasta que desapareció en el mismo portal que los otros.

El asistente se quedó asombrado, pegado a la pared y sin ánimo ni aun para respirar. ¡Gran Dios! ¿Se habría equivocado? ¿Sería aquel hombre una visión? ¿No existiría entre él y el otro un extraño parecido? Pero no; la duda era inútil. Aquellos ojos de arrogante fiereza eran los mismos que brillaban bajo los pliegues de la bandera española en la jornada de los Castillejos; aquel rostro cetrino, enjuto y de rasgos duros y enérgicos, era el del general Prim.

Además, para desvanecer cuantas dudas pudieran ocurrírsele, acudieron a su memoria, la revisión del escalafón, las misteriosas visitas y, sobre todo las ideas políticas de su amo que él sabía perfectamente.

Por fin conocía la verdad. El capitán conspiraba y aquellas reuniones eran conciliábulos preparativos de una revolución.

Ya sabía él quién pagaría aquellas misas. El Gobierno.

VII. EL QUE SE ENTREGA A LA COMPAÑÍA ES UN ESCLAVO PARA SIEMPRE

Cuando el conde de Baselga poco tiempo después de la muerte de D. Ricardo Avellaneda se vio esposo de la hija de éste, abandonó París, y aprovechando una de las muchas amnistías concedidas por los gobiernos del moderantismo a los emigrados carlistas, fue a establecerse en Madrid.

Su esposa, la dulce María, que en su juventud tanto había soñado con España, la patria de sus padres, ansiaba vivir en aquel país, escenario obligado de todas las relaciones poéticas y románticas que tanto la habían entusiasmado en su adolescencia.

En cuanto al conde de Baselga, no sentía menos interés por ir a vivir en la capital española. Experimentaba ese amor dominante y casi loco que sienten los emigrados por la patria a la cual no pueden volver, y a esta pasión se unía el deseo egoísta y soberbio de aparecer tras un largo eclipse en aquella ciudad, teatro de sus primeras aventuras, no pobre, envejecido y desilusionado como la mayoría de los que con él realizaron la campaña carlista, sino opulento, feliz y satisfecho con la fortuna nada malévola que en uno de sus caprichos le había hecho dueño de una respetable cantidad de millones y de una mujer que, a pesar de su hermosura y de que podía ser su hija, le amaba con un amor tranquilo y desprovisto de violentas emociones, pero tenaz e inquebrantable.

Los condes de Baselga fueron por mucho tiempo la pareja mimada de la alta sociedad, los árbitros de la moda, los que imponían la ley en materias de buen gusto, y marchaban a la cabeza de este tropel de gentes distinguidas cuya única ocupación consiste en sostener el legendario esplendor de generaciones que pasaron, y en encontrar el medio más elegante de arrojar su dinero por la ventana.

Lo que hacía recaer con más insistencia la atención del mundo elegante sobre los condes de Baselga, era el mutuo cariño que se profesaban, aquel amor tranquilo y sin límites que, por preocupaciones sociales, querían ocultar en público encubriéndolo bajo esa indiferencia galante que en la sociedad dorada es signo de buen tono, pero que, a pesar de esto, asomaba siempre a la superficie.

Al poco tiempo de haber hecho ambos su aparición en el mundo elegante de Madrid con todo el esplendor que da una colosal fortuna y una felicidad que no permite preocuparse de economías, María viose envuelta en una agradable atmósfera de adoración galante. Los Baselgas de aquella época, oficialillos de cuerpos distinguidos o elegantes preocupados con el último figurín de París o Londres, sintiéronse subyugados por aquella nueva belleza tan distinta por su dulzura, su bondad y su elegante sencillez, de las hermosuras de la corte encerrando bajo sus magníficos trajes y su capa de colorete todas las asquerosidades de un burdel y las desvergüenzas irritantes de una verdulera.

Aquella belleza que surgía pura y sencilla de una existencia hasta entonces retirada y casi claustral, que entraba en el ambiente corrompido de la alta sociedad conservando su tenue aureola de una castidad soñadora y enamorada, excito el apetito de todos aquellos tenorios, terribles derribadores de puertas abiertas, que realizaban las difíciles conquistas de las linajudas damas que mucho antes de que ellos aventurasen la menor declaración, ya tenían el firme propósito de entregarse tras una fingida resistencia.

La condesa María recibió a docenas las declaraciones de ardorosa pasión dichas en una forma que ella había conocido algunos años antes leyendo novelas francesas, no pudo bailar en ninguna de las grandiosas fiestas de la aristocracia madrileña sin que al momento le deslizasen en el oído vulgares frases de amor dichas con tono melodramático, y se vio obligada a no aventurar una simple sonrisa de cortesía, so pena de que fuese considerada por sus fatuos adoradores como una promesa de futura benevolencia.

María se mostró fuerte y ni por un solo instante logró turbarle aquella seductora atmósfera en que se veía envuelta.

Aunque criada en un mundo aparte y desconociendo las costumbres de la sociedad en que ahora vivía, en su buen sentido la hacía adivinar el fondo de brutalidad existente en aquella idolatría galante, y además, para permanecer invulnerable a tales seducciones, capaces de perturbar una cabeza ligera, contaba con el amor inmenso que profesaba a su esposo.

María, al lado de esta pasión sólo sentía otra, y era el afán de brillar en la sociedad, de gozar los homenajes sin consecuencias, que en los salones se tributan a una mujer hermosa, rica, y que además reúne la rara cualidad de ser honrada y no excitar a su paso chistes de mal género, ni sonrisas irónicas, mal ocultadas tras los abanicos de plumas de oro.

Afable, sonriente y siempre demostrando una dulzura que la hacía altamente simpática, la condesa de Baselga cruzaba el torbellino de aquella sociedad, cuya murmuración la respetaba instintivamente, olvidando su origen burgués; el bullir del vicio aristocracio, que salpicaba a todos, no lograba manchar a aquella joven ingenua e inexperta; pero esto era porque en público se mostraba como una estatua fría, inabordable e insensible, guardando toda su ternura para la intimidad del hogar, donde se entregaba con el grato abandono de un ser feliz y satisfecho, al hombre que había sido su primero y único amor.

Baselga no era menos feliz que su esposa. No se había engañado cuando en las noches de insomnio pasadas en su modesta habitación parisién de la calle de los Santos Padres, se preguntaba si estaba realmente enamorado de la hija del señor Avellaneda. El conde, a pesar del goce de su amor y de la satisfacción de sus sentidos, puramente humanos, se sentía dominado por una pasión cada vez más creciente, y que era tan ideal y vaga, como la que experimenta un poeta por la mujer a quien dedica sus primeros versos.

Aquello era amor; y cuando recordaba la brutal pasión sentida en otros tiempos ante los incitantes encantos de su primera esposa, consideraba su anterior matrimonio como la conjunción bestial de un libertino con una prostituta delirante, unidos por el vínculo de un placer espasmódico, irritante e insaciable, propio de dos fieras en celo.

Al establecerse Baselga en Madrid, viose obligado a avistarse con un antiguo amigo al que no profesaba ya simpatía alguna. Era éste el padre Claudio.

Encargado el jesuita de la administración de los bienes de Fernanda, la hija de la baronesa de Carrillo, durante la permanencia de Baselga en las filas carlistas y su emigración, el conde viose precisado a tener una entrevista con él para una entrega de cuentas puramente nominales.

Baselga, al llegar de París, se había instalado en un edificio nuevo de la calle de Atocha, que compró a buen precio, y quería vender el caserón de la calle del Arenal, que procuró no visitar, temiendo que la vista de sus habitaciones, y especialmente el gabinete de su primera esposa, evocara en su memoria horripilantes recuerdos.

Fernanda acababa de salir del convento donde se había educado y vivía al lado de su madrastra, que por su edad y su carácter, consideraba como a una hermana a la hija de su esposo.

Cuando Baselga recibió en su despacho la visita del padre Claudio, experimentó cierta sorpresa. Por aquel hombre no pasaban los años. Bien era verdad que su rostro no tenía la frescura natural de otros tiempos y que su figura gallarda comenzaba a verse desfigurada por una naciente obesidad; pero a pesar de esto, el bello sacerdote era el mismo de siempre. Afeites de tocador femenil devolvían a su rostro la seductora ternura de otros tiempos; su boca, de artístico contorno, sonreía tan graciosamente como en otros tiempos; sus ojos seguían manejando con igual acierto aquella mirada dulce y afectuosa de hombre superior, que se encuentra siempre muy por encima de las miserias mundanales, y su ceñidor de seda apretaba con energía el abdomen rebelde, que grotescamente aspiraba a atentar contra la gallardía de su cuerpo.

Era aquella una revocación hecha con arte en la fachada que comenzaba a tener grietas, y, gracias a aquel exquisito y artístico cuidado de su persona, el padre Claudio permanecía inalterable, y consecuente en su papel de sacerdote elegante que inflamaba muchos corazones femeniles, y que por su frialdad mil veces puesta a prueba y siempre triunfante, daba pábulo a las asquerosas murmuraciones de las damas despechadas, y de las cuales no salían bien librados aquel viejo Alcibíades con sotana y los novicios de la Compañía.

La entrevista comenzó con cierta frialdad. El examen de las cuentas sólo duró algunos minutos, y cuando el conde, después de dar las gracias con ceremoniosa cortesía, comenzó a indicar lo grato que le sería quedarse solo, el jesuita, con todo el aspecto de una persona herida en sus más caras afecciones que por dignidad quiere callar, pero que al fin, instintivamente, da rienda suelta a sus sentimientos, comenzó a lamentarse de la conducta observada por el conde.

Aquello era incalificable para el buen padre Claudio. El conde estaba en Madrid establecido hacía ya algunos meses, y no sólo se había cuidado de no comunicarle directamente su llegada, sino que ahora, que le llamaba a su casa, le recibía con la frialdad altanera que se observa con un humilde administrador y hasta le daba a entender sus deseos de que se retirase inmediatamente.

—Vamos a ver —decía el jesuita con conmovido acento—. ¿Qué he hecho yo para que se me trate de ese modo? ¿He faltado en alguna ocasión al cariño y a la amistad que mil veces le he jurado? ¿Es que he sido traidor a su afecto o es que para merecer su amistad no he hecho suficiente con los servicios que le he prestado en circunstancias difíciles? Hable usted, por Dios señor conde, pues yo soy hombre que no puedo sufrir con resignación antipatías infundadas y no quiero que me odie un amigo al que consideraba como un verdadero hermano. Crea usted que su frialdad me mata y que antes quiero sufrir los más crueles tormentos que ver que me trata con tanto despego y sin motivo alguno un hombre al que profeso un cariño fraternal.

Y el padre Claudio, al hablar así, estaba realmente conmovedor. Contraía su linda boca con un gesto de amargura, adoptaba el humilde aspecto de un ser resignado, pero que protesta de sucumbir al dolor, y para dar más fuerza a sus afirmaciones se golpeaba suavemente el pecho y miraba al cielo con ademán trágico.

Baselga no se conmovió con estas demostraciones. ¡A él con tales maulas! Estaba muy equivocado el jesuita si creía que era aún el muchacho crédulo y sencillo de otros tiempos que se dejaba manejar como un imbécil. Él había aprendido mucho; sí, señor; los sucesos de su vida y especialmente los que precedieron a su segundo casamiento y que por lo extraordinario eran dignos de figurar en una novela, le habían abierto los ojos y enseñado quién era la Compañía de Jesús; una vasta asociación de canallas que bien podían ponerlos donde hubiese, con la seguridad de que sabrían con habilidad llenarse los bolsillos como si no hiciesen nada; una banda de ladrones que se introducían bajo las más traidoras formas en el seno de las familias y durante muchos años estaban preparando un golpe de mano contra la fortuna y la felicidad ajena con una paciencia y una astucia que les envidiaría el más terrible bandido.

El conde al hablar de este modo se enardecía, golpeaba la mesa con furiosos puñetazos y miraba al jesuita de tal modo que parecía querer devorarlo con los ojos. La justa indignación producida por la diabólica intriga de París, estallaba ahora con fuerza después de haber estado reprimida durante algunos meses.

El jesuita no encontrando entre aquel torbellino de acaloradas palabras y agrias acusaciones un momento propicio para introducir en la indignada arenga algunas excusas, limitábase a mirar al techo con ademán del que pone a alguien por testigo de su calumniada inocencia.

Pero el conde se mostraba implacable. Lo había dicho y lo repetía; no quería conservar ninguna relación con la Compañía de Jesús, sociedad que contaba con seres tan infames como el señor García y el padre Fabián Renard, y como nadie era dueño absoluto de su voluntad, él podía escoger en adelante sus amigos y deseaba no volver a cruzar la palabra con el padre Claudio ni con ningún otro individuo de la Orden.

Todo tiene su término, hasta la más tempestuosa indignación de un hombre enérgico y de carácter un tanto rudo, así es que llegó un instante en que el conde calló y entonces el hermoso jesuita inició la ardua tarea de sincerarse.

Él no comprendía cómo un hombre tan religioso y de sanas ideas, como lo era el conde de Baselga, decía aquellos improperios contra los representantes de Dios que son los hijos de San Ignacio de Loyola. ¿Acaso la corrupción liberal de Francia le había contaminado hasta el punto de convertirlo en uno de aquellos miserables pecadores que negaban autoridad al Papa y abominaban de la santa Compañía de Jesús? ¿Es que se había hecho masón?

Y el dulce padre Claudio al hablar de libertad y masonería hacía gestos de sagrado horror y pronunciaba tales palabras con la timidez ruborosa de una dama remilgada que muy contra su voluntad tiene que hablar de cosas repugnantes.

El conde se impacientó. Él no era nada de aquello ni le importaba tampoco al padre Claudio el saberlo y si se mostraba tan indignado contra la Compañía, era porque ésta, valiéndose de intrigas miserables, había querido encerrar a su esposa en un convento de París y se había opuesto a sus amores, todo con el propósito de Robar a María la fortuna que había heredado de su madre.

Al llegar a este punto se trocaron los papeles y el padre Claudio estuvo sublime mostrándose poseído de una santa indignación que casi le hacía semejante a aquellos mártires del primitivo cristianismo que se enfurecían ante las blasfemias de los gentiles.

—¡Cómo!… —exclamó con gran calor—. ¡Sabe usted lo que dice! ¡La santa Compañía de Jesús mezclándose en asuntos pecuniarios y perturbando las familias con el afán de robar como usted dice! Eso es un absurdo, señor conde. Usted está perturbado por causas que yo no ignoro y hace recaer sobre una santa institución, crímenes que nunca ha cometido ni cometerá. ¿Dónde ha leído usted que la Compañía se mezcle en asuntos como los que usted indica? ¿No sabe usted que nuestra Orden es pobre y que nosotros apenas si con los donativos de nuestros buenos amigos podemos atender a sus múltiples necesidades y a las vastas y civilizadoras empresas que ha acometido, todo para la mayor gloria de Dios y el triunfo de la religión?

Y el padre Claudio, como si la indignación le sofocase, exhalaba con furia interminables ¡ahí! y ¡oh!, y se llevaba las manos con ademán trágico a los ricitos que orlaban su frente.

Él bien reconocía que el conde tenía suficientes motivos para quejarse, pues no era un secreto para él lo que había ocurrido en París a la muerte del señor Avellaneda. Conocía todas las miserables intrigas del señor García y del vicario general de la Compañía en Francia, y las deploraba con toda su alma mostrándose muy indignado por tan criminal conducta. ¿Pero era justo que se hiciese responsable a la Compañía de los crímenes de dos de sus individuos? ¿Hay en el mundo alguna institución por santa que sea que esté exenta del peligro de cobijar a miserables que urdan crímenes a su sombra?

El jesuita hablaba con cierta fogosidad; su calma habitual había desaparecido y estaba hasta elocuente al anatematizar a los que deshonraban a la Compañía con sus planes ambiciosos inspirados en un egoísmo infame.

—No, señor conde. La Compañía no es responsable de las faltas de esos dos desgraciados y es una injusticia el querer arrojar sobre ella la menor sombra de culpabilidad. La prueba de la inocencia de nuestra Orden está en la actividad que ha demostrado para castigar a los culpables.

Y al llegar a este punto el padre Claudio rayó a grande altura oratoria reseñando el castigo sufrido por ambos miserables. Del Señor García no había que hablar. Semejante a Judas atormentado en su conciencia por el crimen frustrado, habíase arrojado al Sena muriendo envuelto en el nauseabundo fango del gran río.

Con el padre Fabián Renard el castigo había sido ejemplar. El general de la Orden le había despojado de la dirección de la Compañía en Francia y ahora su susceptibilidad y su exagerado amor propio sufrían un tormento tan terrible como era verse recluido en una de las casas más miserables de la Orden desempeñando los oficios más denigrantes y penosos y sirviendo de criado a los más humildes novicios. De este modo castigaba la Compañía a los que la deshonraban, intentando apoderarse de lo ajeno a nombre de una asociación religiosa cuyos individuos habían hecho voto de pobreza. ¿Había, pues, un motivo serio para injuriarla declarándola la guerra? El padre Claudio mentía como un miserable al decir esto, pero sus notables facultades de actor, daban un colorido de veracidad a aquellas cínicas imposturas. El hermoso jesuita conocía perfectamente la verdadera causa del suicidio del señor García, y mejor aún el motivo, porque había sido tan cruelmente castigado su compañero el padre Renard. No era la codicia de éste la causa de su castigo, sino la torpeza que había demostrado al querer apoderarse de los quince millones de francos de María Avellaneda. El general de la Compañía no podía perdonarle el escándalo que había producido poniendo en evidencia los pérfidos trabajos del jesuitismo y dando motivos para que la prensa republicana de Francia atacase a la Orden y el gobierno la dirigiese terribles amenazas.

Pero el padre Claudio sabía mentir y ni por un momento perdió su serenidad de hombre veraz que relata un suceso que conoce perfectamente.

A pesar de esto el conde no se mostraba convencido. Tenía motivos sobrados para no creer que la Compañía era ajena a aquellas miserables intrigas, y estaba convencido de que el padre Claudio también había tenido su parte en la conspiración contra la fortuna de su esposa. Porque si no, ¿de qué modo estaba en poder del padre Renard aquel documento comprometedor que el conde había firmado declarándose asesino de su primera esposa? ¿Cómo podía saber tan perfectamente el jefe del jesuitismo en Francia, un suceso del que sólo tenían conocimiento él y el padre Claudio?

Esto lo dijo Baselga a su antiguo amigo el jesuita, convencido de que con tales palabras iba a anonadarlo; pero el padre Claudio, en vez de confundirse con aquella acusación dirigida a su amistad, mostró una ingenua extrañeza, exclamando:

—¡Cómo es eso! ¿El padre Renard conocía ese documento de que habláis, y que yo me hubiese guardado mucho de recordar a usted? Parece imposible; y le aseguro que ni yo ni el general de la Orden, sabíamos que nuestro indigno hermano se hubiese valido de tal medio. ¿Me cree usted capaz de haber ayudado al padre Renard en sus infames tramas, prestándole un documento que hace ya muchos años no obra en mi poder?

Y el astuto jesuita, mostrando siempre gran extrañeza, comenzó a hacer conjeturas acerca del medio de que se había valido su correligionario de Francia para adquirir tal documento. Lo primero fue asegurar a Baselga la imposibilidad de que la comprometedora declaración suscrita por él hubiese estado en manos del padre Fabián.

Dicho papel sólo había estado algunos días en poder del padre Claudio, el cual, cumpliendo lo preceptuado en los estatutos secretos de la Orden, lo había enviado al gran archivo de Roma, de donde únicamente el general podía sacarlo. Era, pues, un absurdo creer que el padre Renard, al amenazar a Baselga, poseía tal papel e indudablemente si conocía su existencia y contenido, sería por la infidelidad de algún secretario del general, cuyas revelaciones le habrían servido para sus ambiciosos planes.

El padre Claudio sabía que forjaba una novela, pues aguzando su memoria podía aún recordar la fecha en que había remitido a su cofrade de París el tal documento junto con los informes secretos de la vida de Baselga, pero esto no le impedía mentir con gran serenidad y con un aspecto de beatífica honradez.

Los argumentos que empleaba para sincerarse no podían ser más convincentes. ¿Qué interés tenía él para intervenir en los asuntos de la familia Avellaneda? ¿Podía él conocer desde Madrid la existencia de una familia española en lo más apartado del barrio parisién de San Sulpicio? ¿No era un crimen que aquel infame Renard, no contento con deshonrar a la Compañía, lo comprometiese a el abusando de su nombre para hacerlo odioso a un buen amigo?

El hermoso jesuita estaba sublime, poseído de aquella santa indignación. Sí; él lo juraba por Dios que le veía desde el cielo, y que le castigaría si mentía; nunca había sostenido con el padre Fabián otras relaciones que las puramente indispensables, atendidos sus respectivos cargos y la primera vez que había tenido noticia de la existencia de la familia Avellaneda y su fortuna, fue al saber el segundo casamiento de Baselga y el castigo que el general de la Compañía había hecho sufrir al vicario general de Francia.

El sacerdote mentía, blasfemaba y era perjuro al hacer tales afirmaciones, pero estos resultaban muy ligeros sacrificios para un jesuita empeñado en reconquistar la confianza de un hombre que podía servirle de mucho para ciertos planes todavía acariciados con fruición en la mente del padre Claudio.

A pesar de las calurosas explicaciones de éste, Baselga no se mostraba convencido.

Las intrigas de París le habían hecho adivinar en toda su extensión lo que era la Orden y desconfiaba de todo jesuita y especialmente del padre Claudio, cuya astucia y doblez le eran conocidas.

Pero la conversación había entrado en terreno muy resbaladizo. El jesuita que poco antes mostraba escrúpulos en hablar de aquel maldito documento, trataba ahora de él con marcada predilección y sonreía con aquella sonrisa que era signo de mal agüero para todos los que le conocían bien.

Sus ojos estaban animados de extraño fuego y en ciertos instantes parecían los de una ave de rapiña contemplando a la víctima que tiene bajo sus garras.

Aquello era una amenaza en toda regla que el conde no tardó en comprender.

El comprometedor documento, a juzgar por las palabras de jesuita, estaba en los archivos de Roma, pero fuese esto verdad o no, lo cierto es que a cualquier hora podía tenerlo el padre Claudio en su poder y hacerlo valer contra él.

Baselga comprendió los deseos del padre Claudio que, después de amenazar mudamente, manifestaba con humildad el inmenso pesar que le producían las sospechas del conde y su deseo de seguir siendo su mejor amigo.

Había que conjurar el peligro y Baselga se decidió a aparentar que creía en la inocencia del padre Claudio y de la Orden. Todas las razones del jesuita las aceptó como verdades y la amistad se restableció entre los dos hombres.

El final de la conferencia fue muy afectuoso y Baselga hasta se mostró arrepentido de haber puesto en duda la virtud de la Compañía, haciendo coro al padre Claudio que anatematizaba a los infames como el padre Renard que con sus delitos daban pretexto a la canalla de escritores liberales para atacar la Orden.

El hermoso jesuita fue desde aquel día el verdadero dueño de la casa y reinó dulcemente sobre la voluntad de Baselga que se dejaba dominar por la fuerza únicamente, pues había ya perdido su antigua fe.

Ahora comprendía el conde la verdad de muchas acusaciones que se dirigían contra la Compañía. El que una vez caía en las garras del negro monstruo era su esclavo para siempre.

VIII. DOÑA FERNANDA

Quien menos supeditada estaba en la casa del conde de Baselga a la voluntad del padre Claudio, era María Avellaneda.

No sentía ésta ninguna preocupación directa contra el hermoso jesuita, pero sus gracias hacían poca mella en su ánimo y además recordaba siempre que le veía a su antiguo preceptor el señor García, de triste memoria.

No por esto trataba al jesuita con despego. Bastábale conocer el gran ascendiente que éste tenía sobre su esposo para que le mostrase gran consideración; pero el padre Claudio comprendió pronto que sus relaciones con aquella mujer enfermiza y algo soñadora no pasarían de una respetuosa, pero fría simpatía.

La intimidad verdadera teníala el padre Claudio con Fernanda, la hija del conde de Baselga y Pepita Carrillo.

Ésta había crecido en el fondo de un convento, alejada de su padre y sin otro cariño que el afecto mercenario que las monjas dispensaban a todas sus educandas ricas o de una noble familia.

El padre Claudio era el único hombre que ella había tratado en el convento y en él depositó todos sus afectos.

Cuando poseída del fuego de la pubertad salió del convento para ir a habitar la casa de su padre, Fernanda adoraba al jesuita, pues encontraba en él una doble personalidad que le encantaba. Como muchacha gazmoña y devota, conmovíase ante el sacerdote elocuente, benévolo y de pegajosa dulzura y como hija de una pasión brutal y heredera de una complexión siempre hambrienta de carne viril, estremecíase de la cabeza a los pies en presencia de aquel hombre hermoso y elegante que unía todas las graciosas seducciones femeniles a un cuerpo membrudo y de artísticas líneas semejante a la estatua de un atleta griego.

Cuando Fernanda acompañando a su madrastra entró de lleno en la vida elegante, tan agitada y seductora, se olvidó fácilmente de todas sus preocupaciones, hijas de la educación adquirida en el convento.

El esplendor de aquella sociedad dorada, borró de su memoria todos los consejos de sus maestras; aquellas interminables arengas sobre la maldad del mundo y sus peligros.

Fernanda comenzó como todas las jóvenes. En abierta competencia con sus amigas más íntimas en punto a elegancia y distinción, sintió pronto los celos que produce una rivalidad declarada y aspiró a ser una deidad de la moda que reinase despóticamente en los salones.

Por desgracia, para Fernanda, su fealdad era notoria y su carácter altanero, caprichoso, maligno e irascible, no era el más apropósito para atraerse adoradores.

Llevaba en su rostro el feo sello de raza, aquella maldita nariz borbónica, enorme, picuda y como colgante que desfiguraba todas sus facciones, y aunque su cuerpo era gallardo y de hermosas líneas, estaba afeado por cierta rigidez majestuosa, impropia de una joven y que no conseguía corregir una fingida ligereza.

Al poco tiempo de ser una de las figuras obligadas de toda fiesta palaciega o soireé de familia noble, Fernanda experimentaba la apremiante necesidad de tener un hombre enamorado más o menos ingenuamente y exhibirlo en los salones con igual complacencia que si se tratase de una joya o de un vestido de última moda.

Casi todas sus amigas tenían un novio, un adorador reconocido por toda la alta sociedad, y ella no había de ser una excepción, viéndose privada de esto que al mismo tiempo era para Fernanda un adorno de buen gusto y una imprescindible necesidad.

La baronesa de Carrillo era digna hija de sus padres. La insaciable lujuria del rey difunto y la caprichosa coquetería de Pepita Carrillo, se hermanaban en Fernanda, que sentía hambre de hombre con una furia terrible.

Deseosa de conocer de cerca el cuerpo viril, cuyo punzante perfume la enloquecía hasta causarle vértigos Fernanda apelaba a todos los medios para lograr un hombre, máquina placentera con la que soñaba todas las noches en sus carnales y viciosos delirios. Más de dos años pasó buscando el ser que ansiaba, anhelando sentir en su organismo el deseado rocío de la vida, y todas sus esperanzas resultaron frustradas.

La libertad elegante y despreocupada que reina en la alta sociedad, prestábale ocasiones favorables para insinuarse en el ánimo de los hombres de un modo descocado, pero no logró nunca realizar sus deseos.

Era fea; pertenecía a una elevada familia lo que hacía peligrosas toda clase de relaciones que no tuviesen por epílogo un desenlace legal, y además, apenas si tenía fortuna, pues la de su madre, la baronesa de Carrillo, apenas si pasaba de unos cuarenta mil duros, suma insignificante en la alta sociedad, y más si se consideraba como en premio de cargar con una mujer fea y poco simpática; y en cuanto a las riquezas del conde de Baselga, todos sabían que pertenecían a su segunda esposa.

Fernanda era además víctima de una conspiración femenil. Sus amigas, antiguas compañeras de colegio, ofendidas por la altanería de aquella muchacha que conocía su origen bastardo por ciertas murmuraciones sorprendidas y se mostraba muy orgullosa por ello, habían hecho públicos los infinitos defectos de su carácter y de aquí que los hombres se guardasen de entablar relaciones demasiado íntimas con aquel mascarón de proa que tenía un genio de todos los demonios. Además, Fernanda, tenía en sí causas que la hacían espantar sin saberlo a cuantos iniciaban el menor avance. Su carácter lo transparentaba su rostro, y hasta cuando sonreía, queriendo fingir la expresión más graciosa, benévola y atenta, su sonrisa se convertía en una mueca altanera y fría propia de un poderoso que se digna atender a sus inferiores.

En vano era, pues, que Fernanda recurriese hasta a los más extremos medios para cazar el hombre deseado. Conociendo que su rostro era feo, aunque no tanto como en la realidad, apeló a una exhibición incitante y para mostrar su busto terso y de contornos esculturales, exageró su escote un poco más aún de lo que permitían las libres costumbres aristocráticas, y en la conversación fue despreocupada como una vieja cortesana, exagerando los apretones de manos expresivos y buscando ocasiones en el baile para rozarse de aquel modo escandaloso que inflamaba su sangre y exacerbaba su hambre de virilidad.

Pero todo era en vano y parecía que conforme avanzaba en su conducta insinuante y despreocupada los hombres se alejaban de ella temiendo una conquista que tan fácil se presentaba.

Fernanda desesperábase, y cuando asistía a las fiestas de Palacio miraba con envidia y odio a aquella joven soberana, de la que sabía era hermana y que como ella obedecía a los impulsos de instintos hereditarios e insaciables. Ella era feliz; ella podía apagar el eterno fuego que caldeaba su sangre, y Fernanda miraba con envidia la brillante servidumbre palaciega, los generales jóvenes de figura caballeresca y marcial galantería, los oficiales lindos, rizados y perfumados, haciendo bailar la espada pendiente de una cintura oprimida por el corsé, y los mocetones de la escuadra real musculosos, incitantes, con su perfume brutal e hinchado su poderoso pecho bajo la maciza coraza de plata. Era aquello un completo serrallo con un sinfín de odaliscas machos, deslumbrantes con sus vistosos uniformes, sus galones, sus plumas y sus brillantes condecoraciones.

La baronesita llegaba a convencerse de que no había Providencia ni Dios, ni nada justo en el mundo, al ver la hartura de su hermana ilegítima y la necesidad delirante en que ella vivía, e igual al pordiosero que haraposo, hambriento y aterido, al ver pasar en una noche de invierno en el fondo de su caliente carruaje al satisfecho potentado maldice la suerte injusta, Fernanda juraba contra el destino que en materias de amor daba a unas tanto y a otras tan poco.

Llegó un instante en que la joven baronesa hubo de decidirse a cambiar de vida y pensar lo que debía hacer.

Tenía ya veintiséis años; esa frescura de la juventud que alivia un tanto el mal aspecto de las feas, comenzaba a marchitarse y llegaban a sus oídos las murmuraciones poco decentes que habían excitado su conducta incitante y que amenazaban crearle una fama tan escandalosa como ridícula.

Había que retirarse a tiempo para conservar cierta respetabilidad; era preciso dar un adiós a aquella sociedad tan seductora, pero en la cual sólo había encontrado decepciones y desaires.

Fernanda, repasando su memoria, hizo un examen de cuanto le había ocurrido en seis años de vida elegante. Había rodado por todos los salones de Madrid, exhibiéndose como carne en venta, había aguzado su ingenio para encontrar nuevos medios de excitar la pasión hombruna por medio de la vista, se había ofrecido como víctima voluntaria a cuantos encontraba al paso sin reparar al fin en edades ni en prendas físicas, y a cambio de tantos afanes y tantas condescendencias sólo había conseguido algunos apretones de manos exageradamente expresivos de algún guasón que se gozaba en hacerla concebir absurdas esperanzas, conociendo su flaco; o palabras sobradamente libres, chistes indecentes arrojados a su oído en el torbellino del baile y capaces de ruborizar a la más degradada meretriz, pero que a ella le producían despecho, porque el hombre que los profería se quedaba siempre a la mitad del camino, no queriendo consumar la conquista iniciada.

Había, pues, que retirarse con la amarga convicción de que entre aquella juventud de irreprochable frac o vistoso uniforme, tropel de cabezas de chorlito que danzaban como peonzas y al hablar recordaban los protagonistas de las fábulas de Esopo, no encontraría al hombre que tanto deseaba.

No se alejaría de aquella sociedad cuyas seducciones le encantaban, pero en adelante desempeñaría un papel más airoso que el de solterona fogosa y despreciada.

Se acordó del padre Claudio, aquel bello ideal con sotana, cuya voz la conmovía como música deliciosa, y que exhalaba perfumes que la producían escalofríos de placer. En él encontraría al hombre deseado, el encanto viril con el aditamento de gracias femeniles que despertarían en su memoria aquellos desvaríos de su época de colegiala con seres simpáticos del mismo sexo.

Fernanda, decidida a dar término a su vida de mujer elegante, sólo buscaba una ocasión oportuna para retirarse. Tenía demasiado orgullo para huir de su antiguo campo de batalla con aire de derrotada y su altanería conmoviese profundamente al pensar que su salida del gran mundo fuese saludada con una carcajada irónica por sus antiguas compañeras, que, más hermosas o afortunadas, estaban ya casadas con hombres envidiables o satisfacían su orgullo haciendo alarde de las pasiones que habían sabido inspirar.

Lo que ella deseaba era eclipsarse momentáneamente, caer en el pozo del olvido, para surgir inmediatamente con una forma distinta; algo semejante a la salida de los actores que desaparecen tras un bastidor y a los pocos minutos vuelven a salir por otro con diverso traje y aspecto.

La ocasión que buscaba la baronesa no tardó en llegar. Su madrastra, aquella joven sencilla y dulce a la que ella trataba con despego e instintiva indiferencia, murió al dar a luz su segundo hijo.

Fernanda no sintió gran cosa su muerte. Le inspiraba repugnancia aquella mujer tan sencilla y naturalmente casta; pero esto no impidió que en público mostrase el mayor desconsuelo y que aprovechase la ocasión para tocar retirada. Las brillantes reuniones que se verificaban en su casa quedaron suspendidas y Fernanda abandonó la vida elegante, en la cual sólo había encontrado derrotas y efectuó la transformación imaginada haciéndose beata.

Todo en su casa le arrastró a la devoción. El conde, impresionado por la muerte de su esposa, primeramente en un estupor que le hacía semejante a un imbécil, y después se hizo religioso hasta la monomanía, llegando a pensar en abandonar su familia y hacerse sacerdote.

El padre Claudio, con sus exhortaciones y sus ejemplos parecía empujarle a perseverar en tales aficiones y le recomendaba la continua lectura de La Imitación de Cristo, la desconsoladora obra de Kempis, que le hacía odiar la vida y mirar el anulamiento eterno como la más suprema felicidad.

El antiguo calavera pasaba días enteros encerrado en su habitación, y cuando no permanecía inmóvil con el aspecto de un hombre que no piensa en nada, se entregaba a interminables rezos por el alma de su esposa. La imagen de la muerte no se apartaba un instante de su pensamiento, y él, que hasta entonces sólo había pensado en vivir, se estremecía imaginándose todas las miserables podredumbres de la tumba.

Fernanda, animada por el ejemplo de su padre, se entregó por completo a la devoción.

Los años pasados en aquella existencia frívola y elegante, que la arrastraba por los salones siempre en busca de un hombre, la habían hecho olvidar un tanto al padre Claudio, aquel sacerdote elegante y perfumado que, despojado de la sotana, realizaba el ideal que Fernanda se había forjado, agitada por la pasión. Al volver nuevamente a sus aficiones religiosas, su antigua amistad con el hermoso jesuita se reanimó, y Fernanda volvió a ser la entusiasta admiradora del agradable sacerdote, lamentándose de haberle tratado antes con frialdad.

Desde entonces la joven baronesa de Carrillo hizo la vida que le indicó su director espiritual, convirtiéndose al poco tiempo en la beata elegante más renombrada en toda la sociedad.

Esta fama de virtud austera y de entusiasmo religioso, no era para agradar a una mujer todavía joven; pero a pesar de esto, Fernanda se mostraba muy satisfecha de ella. Ya que no se habían cumplido sus deseos de ser una mujer de moda, amada por todos y capaz de imponer sus caprichos elegantes a la sociedad que la rodeaba, siempre era para ella una gran satisfacción dar la norma a las damas aristocráticas en materias de devoción, y ser por derecho propio la directora indiscutible en todas las obras pías que emprendían las damas nobiliarias, dechados de virtud que, como su reina y señora, se arrepentían de sus pecados y hacían penitencia tomando queridos feos y canallescos.

El padre Claudio, con ojo certero, había adivinado las condiciones que poseía Fernanda y lo útil que podía ser a la Compañía.

Fea, irritada contra la sociedad, que creía había sido injusta con ella, ambiciosa por temperamento e intrigante por educación, Fernanda prometía ser un hábil instrumento en manos de la Orden jesuítica, y de ahí que el padre Claudio la prestara todo su apoyo, a más de que en su interior acariciaba la continuación de cierto plan, para el cual era muy precioso el auxilio que pudiera prestar la joven beata.

Fernanda se abrió paso en la alta sociedad, recibió homenajes, envejeció voluntariamente afectando un aspecto austero, y, siendo joven, se unió al grupo de las señoras respetables. Fue considerada como un modelo de virtud y abnegación, y los mismos hombres que poco antes huían de ella cuando bailaba buscando un amante, iban ahora a cumplimentarla con respeto, pues esto daba cierto aire de distinción, y hasta en algunas ocasiones servía de mucho. A Fernanda la temían más aún que la respetaban, porque no era un secreto para nadie el poderoso brazo jesuítico que la movía en todos sus trabajos.

Numerosas asociaciones creadas con el objeto aparente de hacer bien a las clases proletarias, pero en realidad para que todas las mujeres de elevada extirpe estuvieran en masa compacta bajo la oculta dirección de la Compañía, fueron creadas en poco tiempo por aquella ambiciosa joven, poseída ahora de tanto afán de gloria como un joven poeta, y a la hija mayor del conde de Baselga se la vio mucho tiempo vestida de negro, con el limosnero al puño y fajos de papeles bajo el brazo, agitarse apresurada por cumplir las numerosas misiones que ella misma se había impuesto: presidir juntas de cofradía, fundar asociaciones nuevas, organizar fiestas benéficas y ser, en una palabra, la actividad directora de aquella gran máquina devota, cuyas ruedas se encargaba de engrasar la Compañía apenas notaba el menor entorpecimiento.

No por esto en el organismo de Fernanda desaparecía aquella irresistible inclinación al hermoso padre Claudio. Conocía la baronesa la esquivez que mostraba el jesuita, apenas una dama aristocrática atentaba algo contra su voto de castidad; pero el amor que profesaba a su ídolo, no le permitía creer las murmuraciones que circulaban sobre sus ocultos y asquerosos vicios.

Para Fernanda, era el padre Claudio un ser eminentemente religioso, que se encontraba a todas horas muy por encima del común de los mortales, y que sólo podía amar a un alma que como la suya se fundiese en la inextinguible pasión a Dios.

De ahí que Fernanda, para conquistar a aquel Apolo ensotanado, y buscando un resultado puramente carnal, se fingiera mística hasta la exageración, aburriendo a su lindo director espiritual unas veces con monjiles escrúpulos y otras con arrebatos teatrales, que pretendían demostrar un entusiasmo sin límites por la causa de la religión.

Pero todas las artimañas de la fea devota para alcanzar el hombre ansiado, salieron completamente fallidas, pues el padre Claudio mostrábase insensible, notándose en él cierto enojo y repugnancia, apenas la baronesa hacía la más leve insinuación algo subida de color.

Aquel jesuita era una apreciable persona, un hombre galante mientras se trataba de bromear cultamente y sin consecuencias; pero tenía una virtud a toda prueba apenas los temperamentos, inflamados por él, intentaban el menor avance.

La frialdad del padre Claudio, hizo renacer en la memoria de la baronesa, todas las abominables murmuraciones de que aquél era objeto, las monstruosidades viciosas y las condescendencias de los novicios con su superior, y aunque el jesuita tenía sobre su ánimo un poderío que difícilmente podía perderse, Fernanda se dio pronto cuenta de que ya no le inspiraba tanta veneración como antes.

No por esto dejó de dedicarse con entusiasmo, a sus tareas de propaganda religiosa, y a la organización de sociedades que marchaban como pequeñas ruedas de la gran máquina jesuítica; era ésta su pasión favorita después de su insaciable afición al hombre, pero a pesar de todos sus deseos de gloria, y de su constante ambición por ser citada como modelo de damas católicas y fanáticas por la causa del jesuitismo, pronto comenzó a notar el padre Claudio, que su penitente se mostraba más descuidada en sus tareas, y desatendía los servicios que él le encargaba.

Algo preocupaba, indudablemente, el ánimo de la baronesa, y pronto supo el padre Claudio en qué consistía tal preocupación.

Su penitente, estaba próxima a lograr sus deseos. Un hombre desgraciado, un pobre diablo, que ponía su gárrula pluma al servicio de la devoción, y a quien la baronesa había conocido en una junta de cofradía, la hacía el amor atraído sin duda por los miles de duros que poseía Fernanda, y que eran para el hambriento escritor una inmensa fortuna.

El padre Claudio se puso serio. ¿Convenía a sus planes que la baronesa cayera por el amor bajo la dirección de un hombre extraño a la Compañía? Seguramente era esto un peligro y había que evitarlo inmediatamente, so pena de que sufriesen quebranto en el porvenir, ciertos planes que el jesuita acariciaba hacía ya algún tiempo, y de cuya realización dependía el hacer una carrera magnífica dentro de la Orden.

El buen padre reflexionó. En su concepto, era un peligro continuo no dar a la baronesa lo que exigía su ardiente temperamento que la arrastraba a la prostitución. Si no caía en brazos del escritor bohemio que ahora la solicitaba requiriéndola de amores junto a la pila del agua bendita o en un rincón de sacristía, se entregaría después al primero que la solicitase, fuese joven o viejo, con tal que contase con una prepotente virilidad.

A la Compañía no le convenía que aquella mujer necesaria, que era su genuina representación en el seno de la familia Baselga, se dejase dominar por el amor hasta el punto de ser dirigida por un hombre extraño, y había por tanto que evitar el peligro, ahora que todavía era tiempo.

El padre Claudio habló un día a su penitente de las inmensas ocupaciones que le producía la dirección de la Orden, y le propuso entregar a otro jesuita la dirección de su conciencia.

A Fernanda, después del fracaso que habían sufrido sus pretensiones amorosas sobre el padre Claudio, le era la persona de éste poco menos que indiferente, aunque seguía fingiendo la sumisión cariñosa de otros tiempos; así es, que aceptó sin repugnancia la propuesta.

El hermoso jesuita le habló entonces del padre Felipe González, joven sacerdote que no se distinguía en el púlpito, ni tenía buena mano para escribir una carta sencilla, ni, por motivos de salud, ocasión para dedicarse al estudio, pero que en cambio, entendía como nadie en asuntos mujeriles, y era célebre como director de conciencias femeninas.

La presentación de aquel nuevo portento de la Compañía de Jesús, quedó acordada entre la baronesa y su director espiritual.

IX. EL CABALLO PADRE

Pocos días después, Fernanda recibió la visita del padre Claudio y de su compañero, cuya presentación le había anunciado.

Estaba la baronesa ocupada en reñir a las sirvientas por una travesura de Ricardito, su pequeño hermanastro, que por entonces cumplía tres años, y si detenía algunos momentos el chorro de palabras irritadas y vibrantes que salía de su boca, era para fijar sus airados ojos en el muchacho, que temeroso estaba escondido en un rincón, y en su hermana Enriqueta, que era entonces una preciosa niña de siete años y estaba en aquel momento arrodillada y con los brazos en cruz, en castigo de cierta fechoría infantil.

La fea baronesa disponía en aquella casa como señora absoluta desde la muerte de su madrastra.

Baselga, todavía no repuesto de tan terrible golpe, e influido por las místicas lecturas, pasaba el día entero encerrado en su habitación o paseando por los más solitarios alrededores de Madrid; los hijos de su segundo matrimonio, que eran todo su cariño, estaban momentáneamente olvidados, y la que se aprovechaba de todo aquello era Fernanda, a quien su padre dejaba hacer, por lo mismo que rehuía hablar con ella, odiándola, por conocer perfectamente su infame origen.

La hija de Pepita Carrillo estaba en sus glorias con aquella desdeñosa indiferencia. Mandar para poder reñir desahogando su malhumor, era su pasión favorita, y por esto se consideraba feliz teniendo bajo la tiranía de su irritable carácter, a unos cuantos criados y a sus pequeños hermanastros, que eran las víctimas de su genio atrabiliario y los que sufrían las consecuencias de sus decepciones amorosas.

No por esto odiaba la baronesa a los dos niños. Enriqueta le era casi indiferente, a pesar de que cierto disgusto le causaba su graciosa hermosura y el gran parecido que tenía con su madre; pero a Ricardito lo quería entrañablemente, tal vez porque había sido la causa de la muerte de aquella. Además pertenecía al sexo masculino, y esto era una gran recomendación para alcanzar la simpatía de la baronesa.

Al entrar los dos jesuitas en el salón, las criadas, que aguantaban impávidas el chaparrón de injurias de su señora, bajaron la cabeza con aire de arrepentidas, y salieron sin esperar la orden de aquella.

Los dos niños, contentos de que una visita viniera a librarlos de tormentos impuestos por su hermanastra, aprovecharon la ocasión y salieron disparados, sin hacer caso de las llamadas del padre Claudio, que quería acariciarlos.

La baronesa, con movimiento instintivo y propio de su coquetería trasnochada, se arregló un poco el peinado, y después, con aire regio, sentóse en un sillón cerca del sofá que ocupaban los dos sacerdotes.

Fernanda tenía esa mirada rápida y sintética propia de las personas duchas en el curioseo, y de una sola ojeada se enteró de cómo era de pies a cabeza el director espiritual que le proporcionaba el padre Claudio.

No parecía mala persona aquel padre Felipe. Era más joven que su superior, pues apenas si demostraba tener unos treinta y cinco años. A primera vista parecía feo con su corpachón fuerte y membrudo, rematado por una cabeza enorme, morena, con el rostro algo picado de viruelas, y coronado por cabello negro, áspero y algo hirsuto. Dos detalles únicamente dulcificaban un tanto aquel rostro de gigante, que con sus rasgos grandiosos y sus huellas variolosas, recordaba la cabeza de Mirabeau. La boca, de labios frescos y sonrosados, que respiraba cierta voluptuosidad, enseñaba al entreabrirse una dentadura fuerte, igual y deslumbrante, digna de ser envidiada por una dama, y sus ojos, que tenían cierto reflejo dorado, miraban de un modo acariciador, causando el mismo efecto que el roce de un terciopelo. Fuera de esto el jesuita era un Hércules, y aquel cuello congestionado, jadeante y de perfil taurino, que escapaba por la abertura de su sotana, iba pregonando el inagotable caudal de brutalidades insaciables y de goces sin freno de que era capaz un cuerpo como aquél, en que existía un tremendo desequilibrio ahogando completamente la materia la escasa parte espiritual que pudiera haber en él.

A Fernanda le gustaba su futuro confesor conforme avanzaba en su examen. Se estremecía imaginándose lo que era interiormente el bravo padre Felipe; con la mirada ardiente le despojaba de la sotana y le veía en su imaginación desnudo como un luchador griego, mostrando la armoniosa trabazón de sus poderosos músculos hinchados por la fuerza vital y amenazando estallar la piel y cuando marcada por tales imágenes fijaba sus ojos en los del jesuita, sentía correr una dulce caricia por todo su cuerpo; algo semejante al estremecimiento del gato cuanto siente una fina mano a lo largo de su espina dorsal.

Era feo su confesor; pero entre todos los lindos bailarines de la alta sociedad no había encontrado un hombre que tan rápida y decisivamente la impresionase.

La conversación fue vulgar. Limitóse a una sencilla presentación, a un cambio de ligeras confianzas, para que fueran después más fáciles las relaciones entre el nuevo director y la penitente, y a la media hora ya se levantaban los dos jesuitas, dando por terminada la visita.

La inflamable doña Fernanda ya se mostraba arrepentida de haber sentido en otros tiempos una pasión tan fogosa por el padre Claudio.

Comparábalo ahora con el otro jesuita y encontraba al hermoso superior, sobradamente amadamado a pesar de su hermosura. La ruda musculosidad del otro, su continente resuelto que recordaba a Hércules en su hazaña de las cincuenta doncellas y sobre todo aquel punzante olor a hombre que se escapaba de su sotana le causaban gran impresión; era para ella como un aperitivo excitante y la hacía mirar con desprecio la figura interesante del padre Claudio rizada y perfumada.

Quedó el padre Felipe dueño de su penitente que de buena gana lo hubiese retenido para comenzar ipso facto un examen general de culpas y siguió a su superior que se dirigía a la casa donde tenía establecido su despacho y archivo, que era la misma que en 1825 salvo ligeras modificaciones.

Cuando los dos jesuitas entraron en el gran despacho rodeado de estanterías atestadas de carpetas y legajos estaba el repulsivo secretario del padre Claudio, ocupado en clasificar papeles como en pasados tiempos. El tono macilento que la edad había dado al rostro del padre Antonio y las muchas canas que se destacaban en su roja y áspera cabeza, era lo único que daba a entender el tiempo que había transcurrido. Por lo demás, el despacho presentaba el mismo aspecto que en tiempos de la segunda reacción.

El padre Antonio levantó ligeramente la cabeza, pero al ver que su superior no le miraba volvió a enfrascarse en su tarea y a hacer todo lo posible para que los dos jesuitas no recordasen su presencia.

El padre Claudio se sentó en su viejo sillón de cuero, y sin dignarse ofrecer asiento a su gigantesco subordinado que le miraba con el respetuoso cariño del perro, le preguntó:

—¿Sabe usted para qué le he traído aquí en vez de ir a la casa residencia?

—No, reverendo padre.

—Tengo que encargarle una misión de importancia y usted no está muy acostumbrado a que la Orden le dispense tal honor.

El padre Felipe hizo un gesto con el que quería significar que él se tenía a sí mismo por muy poca cosa, y su superior continuó:

—¿Qué le parece a usted la señora baronesa de Carrillo?

—¡Oh! Una señora muy apreciable.

—¿Y cómo la encuentra usted como mujer?

El padre Felipe vaciló en contestar no comprendiendo bien la pregunta, y al fin respondió con cierta precipitación:

—Me parece muy amable; pero la encuentro algo fea.

—Perfectamente. Tiene usted buen ojo y por algo le han puesto la fama de que goza. ¿Y por qué cree usted que la Orden le ha designado para director espiritual de la baronesa?

El padre Felipe levantó los hombros para indicar su ignorancia y el superior continuó siempre con gravedad:

—En nuestra Orden cada uno sirve para una cosa. Así como tenemos grandes oradores y hombres de ciencia para deslumbrar a los imbéciles, poseemos hombres hábiles que dirigen las familias despóticamente y llevan su dinero a las arcas de nuestra Orden, y… créame usted, éstos valen aún más que aquéllos. ¿Cuál es su habilidad, padre Felipe?

El aludido quedó perplejo, y al fin dijo, sonriendo estúpidamente y con sencilla modestia:

—Reverendo padre: yo no tengo ninguna; soy un inútil, lo confieso.

—En nuestra Orden, querido hermano, no hay nada inútil. Vamos; le ayudaré a refrescar la memoria. ¿Por qué tuve yo que intervenir en un escándalo que surgió con la presencia de vuestra paternidad en cierto convento de monjas de Valladolid? ¿Por qué estuvo vuestra paternidad más de un mes en cama a consecuencia de cierta paliza que le administró en Sevilla un marido celoso?

El gigantazo se ruborizó como un niño, balbuceando:

—Perdone vuestra reverencia… La carne es flaca y a mi me domina el demonio de voluptuosidad.

—Sea por muchos años; pues de este modo sirve usted a la Orden y todos los medios son buenos cuando se trabaja para la mayor gloria de Dios. Quedamos pues, en que tiene usted una habilidad, la de enloquecer a las señoras que la Compañía pone bajo su dirección.

El padre Felipe, a pesar del terror casi supersticioso que sentía ante su superior, creyó propio del caso el reírse y prorrumpió en una franca carcajada guiñando los ojos con malicia.

—¡Oh! Lo que es para eso me pinto solo… —dijo con acento de alegre convicción.

Pero se calló inmediatamente viendo que el padre Claudio permanecía grave e inmóvil y que su secretario inclinado sobre los papeles, seguía presentando el aspecto de un ser petrificado.

—La Compañía —dijo el superior después de un largo silencio—, desea que usted no dé el menor disgusto a doña Fernanda, la baronesa de Carrillo. Es una buena señora muy devota de nuestra Orden y tenemos el deber de corresponder a su cariño. Cumpla usted, pues, con su obligación.

—¡Mi obligación! ¿Acaso vuestra reverencia quiere…?

—Quiero que se porte usted del mismo modo que en otras ocasiones, con la seguridad de que, tanto nosotros como su penitente sabremos agradecer sus esfuerzos.

—Conforme, reverendo padre —dijo el atlético jesuita rascándose el cogote como si con esto quisiera dar a entender lo escabroso de aquel asunto.

—La baronesa es fea; pero usted, padre Felipe, no es hombre capaz de pararse ante tan pequeño obstáculo. Conozco sus aficiones.

—¡Oh! Lo que es por eso no he de detenerme. Soy animal de buenas tragaderas y más si se trata de servir a la Orden.

Esta ingenuidad que su mismo autor acompañó con brutales carcajadas sí que consiguió hacer sonreír al padre Claudio y hasta el secretario levantó un poco la cabeza con el entrecejo contraído como para contener la risa. Aquel garañón ensotanado resultaba gracioso.

El padre Claudio permaneció algunos minutos entregado a la reflexión, y al fin dijo a su subordinado con cierto entusiasmo:

—Comprenda usted bien lo que la Compañía desea de su única habilidad y para qué quiere emplear ésta. Nuestro poder indestructible, que se extiende por todo el universo, tiene su principal base en el estudio que hacemos del carácter de cada persona que deseamos explotar y los medios que ponemos en práctica para halagar sus aficiones. Si se trata de un entusiasta por la ciencia, ponemos a su lado un individuo de la Orden versado en toda clase de conocimientos; si de un escritor, le enviamos otro que le hable lo mismo de Horacio que de San Agustín y de Voltaire; si es una mujer histérica y fanatizada, le damos por director espiritual un monomaniaco que la relate con entusiasmo y convicción visiones celestes y milagros estupendos, y cuando tropezamos con una baronesa de Carrillo, arca de comprimido placer que está esperando la ansiada llave para desbordarse, nos valemos de un padre Felipe, ogro insaciable de carne femenil, incapaz de distinguir en su ciego apetito, y que lo mismo se almuerza una diosa que se cena una Maritornes. El mundo comedia es, como dijo un poeta, y aquí lo importante es que la Compañía tenga siempre preparados buenos actores, capaces de desempeñar con naturalidad y perfección los más difíciles papeles. Todos sirven igual a la Orden, y tanto mérito como cualquiera de nuestros hermanos que confiesan reinas y princesas, tiene usted, padre Felipe, apagando la hidrópica sed de amor que siente doña Fernanda. Cumpla usted su misión tan perfectamente como yo espero.

El brutal jesuita quedó como desvanecido por aquellos elogios que le disparaba su superior, y después de una larga pausa, preguntó:

—¿De modo que mi misión se reduce sencillamente a conquistar a la baronesa?

—A satisfacerla; pues su conquista es cuestión de poca importancia. Conozco bien a doña Fernanda, y sé que ella le adelantará la mitad del camino.

—La dejaré satisfecha —dijo el jesuitazo con el mismo orgullo del campeón que está muy seguro de sus fuerzas.

—No lo dudo. Hace tiempo que estudio a usted, y me convenzo de que es un bárbaro que únicamente sirve para tan inmundas empresas.

El padre Felipe acogió estas palabras con tanta indignación como el artista que oyera desacreditar su arte. Profesaba gran respeto a su superior; pero esto no impidió que en su rostro se trasluciera cierta expresión de desprecio a aquel hombre que llamaba al amor inmundicia, y del cual se relataban sotto voce en las celdas de los buenos padres, algunas historietas poco limpias.

El padre Claudio leyó en el pensamiento de su subordinado.

—Adivino lo que usted piensa —dijo con tono de ira—, y le advierto que yo hago lo que me da la gana, sin que pueda pedirme cuentas nadie, a excepción del general que está en Roma. Podía castigarle por sus malos pensamientos, pero me compadezco de esa inocencia brutal que constituye su carácter. Retírese usted, pero antes oiga un consejo. Persevere en sus carnales aficiones a la mujer, ya que esto está en su temperamento y la Compañía así lo necesita; pero recuerde que su afición a las faldas ha de traerle muchos compromisos y tal vez su ruina. La mujer es la ruina del hombre, y el que a ella se aficiona, pierde la mitad de su fuerza. Para servir a la Orden tan bien como yo la sirvo, es preciso prescindir del amor, de ese ser hermoso, pero lenguaraz, caprichoso y débil, que sólo nos acarrea compromisos, y valerse de los hombres aun para dar satisfacción al apremiante llamamiento de la naturaleza.

El padre Claudio, después de estas palabras, con las cuales pintaba su verdadero carácter, cosa bastante extraña en él, señaló la puerta a su subordinado con ademán imperioso, y el padre Felipe salió cabizbajo y humilde.

Apenas quedaron sólos el vicario general de España y su secretario, éste levantó la cabeza y miró fijamente y sonriendo a su superior.

El padre Antonio había adelantado mucho en su carrera. Su superior seguía protegiéndolo, y mostraba tal agradecimiento a éste, que a pesar de ser ya padre profeso, de haber hecho todos los votos, y de tener algún renombre en la Orden por sus trabajos, lo que le autorizaba a solicitar la dirección de la Compañía en una Provincia, o el mando de una misión en Ultramar; había pedido con las lágrimas en los ojos al bondadoso padre Claudio, que le permitiese seguir a su lado desempeñando las funciones de secretario, pues no podía alejarse sin profunda pena de aquel a quien se lo debía todo.

El padre Antonio mentía como buen jesuita al fingir tal cariño. El padre Claudio le era indiferente, y aun allá en el fondo de su voluntad le odiaba de un modo terrible. Lo que él buscaba, era, no alejarse de aquel centro directivo donde iba empapándose de los misterios de la Orden, y donde se preparaba a dar el Gran salto. Aquel despacho era para él un espeso matorral tras el que estaba emboscado para caer repentinamente sobre su víctima que era el padre Claudio. El jesuita había soñado en ocupar un día la dirección de la Orden en España, y conspiraba sordamente contra su superior que no esperaba tal infidelidad por parte de su perro de confianza.

—Valiente bruto —dijo el padre Antonio a su superior con más confianza que en pasados tiempos—. De seguro que la baronesa quedará contenta del director espiritual que le regalamos.

—Esto y aun más necesita —contestó el hermoso jesuita sonriendo escépticamente.

—¿Y cómo están los asuntos de aquella casa, reverendo padre?

—La baronesa manda como dueña absoluta, y de aquí que yo considere tan preciso ser dueño por completo de su voluntad. Ella es afecta a nuestra Orden, pero esa inmunda pasión que la domina podría alejarla de nosotros, y de aquí la presentación del padre Felipe que la subyugará uniéndola con nuevos lazos a nuestros intereses. Esa baronesa es una bestia en el celo. Mira si será fogosa su pasión que estaba ya muy próxima a entenderse con un perdido escritor, del que nosotros nos valemos algunas veces, pero que no está por completo a nuestra devoción. Afortunadamente he sabido a tiempo el peligro, y lo acabo de evitar con el padre Felipe que se hará el dueño absoluto de la baronesa.

—No está mal la combinación, ese ogro hará cuanto quiera de doña Fernanda, y vuestra reverencia maneja a su placer al conde de Baselga. Aquella casa es nuestra por completo. Ahora sólo falta que podamos manejar de igual modo a los dos niños que son los verdaderos dueños de los quince millones.

—Lo seremos; no lo dudes. Bastará con que sepamos apoderarnos de sus voluntades.

—Trabajo difícil es ése. ¿No sería mejor anularlos ahora que son de poca edad? Un niño cae con más facilidad que un adulto, pues hay muchas enfermedades infantiles, que fácilmente pueden contraerse sólo con que haya algo de intención, y un poco de descuido en los encargados de cuidarlos. En caso de muerte los quince millones pasarían a manos del conde de Baselga heredero de sus hijos, y a ése no nos sería difícil arrancárselos.

—Eres muy inhábil. Mil veces te he dicho que esos procedimientos de fuerza, son nocivos para nuestras empresas, y sino contempla sus consecuencias en el fracaso que experimentó en París nuestro hermano el padre Renard. Acuérdate del refrán italiano, «quien va despacio, va muy lejos», y como adquirir de un golpe quince millones de francos, es empresa muy seria, debemos proceder con gran cautela y no menos astucia. No nos comprometamos totalmente, ni demos un paso en falso que podría costamos muy caro. Ya sabes que un rey decía a su ayuda de cámara: «Vísteme despacio, que voy de prisa»; eso mismo te repito yo en esta ocasión. No apresuremos los acontecimientos, ni cometamos ningún acto de violencia, de lo contrario, en nada se diferenciaría un vulgar bandido de un jesuita. Tiempo de sobra tenemos a nuestra disposición. Esos dos niños están en nuestro poder, y su educación corre a nuestro cargo. Si la esposa del conde no fue monja en París, su hija lo será aquí; y en cuanto al niño, ya se encargará la baronesa de aficionarlo a la Compañía, y tal vez llegue a ser de los nuestros. Una escritura en que ambos al retirarse del mundo hagan donación de sus bienes a la Compañía, será el digno epílogo de nuestro trabajo.

—Está bien, reverendo padre —exclamó el secretario, fingiendo un entusiasmo adulador—. El plan es magnífico, y de seguro dará resultados. Comencemos nuestros trabajos, y demos a entender en Roma, que sabemos realizar lo que el padre Renard dejó embrollado.

—Nuestros trabajos han empezado ya. La base es la baronesa que se halla ya por completo a nuestras órdenes. El padre Felipe será dentro de unos días el dueño absoluto de su voluntad. La enloquecerá de placer como a todas sus penitentes.

—¡Oh!, reverendo superior. La Compañía debe mantener bien a tan excelente caballo padre. No podrá quejarse la yeguada de devotas.

X. LOS HIJOS DEL CONDE DE BASELGA

Enriqueta y Ricardo crecían bajo la autoridad implacable y ruda de doña Fernanda.

Su padre era para aquellos dos niños una especie de ser misterioso al que sólo veían en determinadas horas y cuyo semblante, siempre excesivamente grave y en algunas ocasiones fosco, les hacía temblar. Cuando aquel hombre silencioso y ceñudo tomaba en brazos a los dos pequeños o los ponía sobre sus rodillas sentían impulsos de escapar y las caricias eran para ellos verdaderos tormentos.

A doña Fernanda la amaban más, a pesar de la rudeza con que los trataba. Su padre no les dirigía nunca una palabra dura ni intentaba el menor castigo y en cambio su hermanastra aprovechaba la más leve ocasión para maltratarlos; pero ésta al menos hablaba para insultar, mostrábase terriblemente expansiva y no imitaba a aquel hombre de cuya boca sólo salían monosílabos y que después de contemplar fijamente a los dos niños, hacía esfuerzos para que no se le escapasen las lágrimas que acudían a sus ojos.

El conde de Baselga estaba más enamorado que nunca de su esposa, y al contemplar sus hijos, especialmente Enriqueta que era un acabado retrato de su madre, sentía revivir en su memoria el punzante recuerdo de la perdida felicidad y veía pasar ante sus ojos la imagen de María, muerta en lo más risueño de su vida.

Cuando los dos niños estaban a solas con la baronesa temblaban pensando en las violentas explosiones de su mal humor, pero no experimentaban el miedo extraño y supersticioso que sentían ante su padre.

Doña Fernanda sentíase satisfecha al poder dar rienda suelta a sus enfados de solterona, castigando a aquellos niños, fruto de un enlace que le había resultado siempre antipático. Ahora se vengaba de aquella superioridad que, sin notarlo, había tenido siempre sobre ella su joven madrastra a causa de su carácter dulce y bondadoso.

Para la baronesa, los niños debían ser seres automáticos, sin voluntad y con una vida regulada por el capricho del superior, y de aquí que pasase gran parte del día entretenida en la tarea de obligar a fuerza de amenazas y de cachetes a que sus dos hermanastros permaneciesen horas enteras quietecitos en sus sillas con la inmovilidad fúnebre de una momia.

Enriqueta era la principal víctima de sus iras. Como ya dijimos, la niña le era antipática por ser de su mismo sexo y por añadidura hermosa, y si sentía alguna debilidad en su régimen de educación guardábala para Ricardo, que era quien lograba hacerla sonreír.

Doña Fernanda tenía sus planes. Era la verdadera madre de aquellos angelitos, como le decían sus devotas amigas de la alta sociedad elogiando su comportamiento con sus hermanastros, y tenía por tanto el deber de pensar en su porvenir y señalarles lo que habían de ser en este mundo.

No se sabe si la idea nació espontáneamente en ella o le fue sugerida por su director espiritual el padre Felipe, santo varón que era su hombre de confianza y sin el cual no podía pasar un solo instante, pero lo cierto es que la baronesa había decidido que la niña entrase en un convento y que Ricardo fuese de la Compañía de Jesús.

Doña Fernanda tenía para ello razones poderosísimas, que exponía siempre que hablaba del asunto con sus amigas.

—Sobrados militares hay en España y señoritas que no sirven para otra cosa que para perder su alma bailando escandalosamente en los salones. Mis hermanos se dedicarán a la religión y alcanzarán el cielo, que es lo que debe buscar todo mortal.

Y la baronesa estaba decidida a sostener sus decisiones con todo el peso de su autoridad.

Cuando los niños fueron creciendo su educación fue descuidada en punto a conocimientos útiles; apenas si leían con corrección y sabían escribir su nombre; pero en cambio, la niña, so pena de recibir algunos azotes había de rezar al día media docena de rosarios y cantar con voz propia de monástico coro, los gozos dedicados a unos cuantos santos, mientras su hermano, vestido con casullas de muselina, fingía decir misa en capillas de cartón alumbradas con candelillas que preparaba la baronesa con todo el cuidado propio de un buen sacristán.

Aquellas diversiones que resultaban forzosas para los dos niños acababan por agradarles a falta de otras más vivas y atractivas, y su hermanastra regocijábase con la devoción que mostraban los pequeños, presentándoselos como dos santitos al buen padre Felipe que parecía cosido a sus faldas según lo poco que de ella se separaba.

En toda aquella casa tan grande y habitada por sirvientes de tantas clases, los niños sólo encontraban una sola persona que mereciese sus simpatías por demostrarles verdadero cariño.

Era ésta una antigua criada de su madre, la aragonesa Tomasa, que conforme había entrado en años se había hecho más ruda e indomable.

En aquellos dos niños veía a su señorita, cuya muerte no cesaba de llorar, y su cariño francote y ruidoso a fuerza de ser expansivo era todo para los muñecos, para aquellos dos chiquillos, y especialmente para Enriqueta, cuyos ojos no podía mirar sin conmoverse, pues le recordaba los de aquella otra niña que veinte años antes paseaba por las calles de París o las alegres alamedas del Luxemburgo.

Tomasa era en aquella casa la continua preocupación de la baronesa.

Desempeñaba el cargo de ama de llaves y por tanto la jefatura de toda la servidumbre, y en cada una de las órdenes que daba tropezaba inevitablemente con la dueña que la odiaba a muerte.

En el pequeño palacio del conde de Baselga ardía una continua guerra civil.

La vieja criada murmuraba a todas horas contra su nueva ama haciéndole coro la servidumbre que odiaba a la baronesa y ésta tenía especial empeño en contrariar a Tomasa encontrando defectuoso todo cuanto ordenaba y buscando ocasiones para humillarla.

La altivez, el odio y aun algo de envidia, luchaban con aquella tenacidad aragonesa aumentada por un modo franco de decir las cosas que hería cruelmente la susceptibilidad de doña Fernanda.

En aquella casa surgían los conflictos a diario entre las dos autoridades, y ambas mujeres, la señora y la doméstica, cansadas ya de tremendos choques en que les faltaba muy poco para agarrarse de los pelos acabaron por evitarse encerrándose cada una en una altiva indiferencia con respecto a la otra.

Doña Fernanda intentó librarse de aquella rival de su autoridad y para ello habló a su padre un día en que le pareció de mejor humor que de costumbre.

El conde la escuchó con frialdad y cuando terminó su capítulo de cargos contra el ama de llaves, se limitó a decirle que Tomasa era para él como de la familia, que la conocía muy bien y que no pensaba separarse nunca de ella.

La baronesa se indignó tanto con esta contestación, que llegó a formular la amenaza de marcharse de aquella casa si no salía de ella inmediatamente la terca aragonesa; pero su padre no se inmuto y con la misma frialdad de antes la dijo que podía hacer lo que gustase. Para el conde no era un sacrificio separarse de aquella criatura orgullosa y dominante cuya presencia le recordaba la deshonra de su primer matrimonio.

Doña Fernanda lloró, se indignó, contó sus penas al padre Felipe, al padre Claudio, a cuantos jesuitas conocía y a todas sus devotas amigas, hizo a su padre responsable de cuanto ocurriese y acabó… quedándose en la casa lo mismo que antes.

Le gustaba mucho tener una tropa de sirvientes a quien mandar y dos niños que llamaba sus hijos, a los cuales martirizaba con sus caprichos, y por esto se quedó, a más de que algo debieron aconsejarla también sus amigos jesuitas.

Las dos mujeres temiéndose mutuamente se respetaron más, y ya no surgieron entre ellas otras desavenencias que las ocasionadas por el cariño que Tomasa profesaba a los niños y el deseo de la baronesa de disponer de ellos en absoluto.

Cada vez que doña Fernanda los castigaba, la vieja criada protestaba a su modo lanzándola feroces miradas o murmurando amenazas que aquella oía perfectamente, y cuando los dos pequeños escapando de la pesada férula de su hermanastra iban en busca de Tomasa, la baronesa había de sostener un altercado con aquella «mujer soez» como ella la llamaba y que se metía a criticar la educación que daba a los niños.

La conversación con Tomasa tenía para éstos un gran encanto, pues la vieja criada les hablaba de su madre a la que Enriqueta apenas si recordaba y de su abuelo D. Ricardo Avellaneda que aparecía en sus tiernas imaginaciones como un buen señor bondadoso y dulce.

Además aquella mujer no los obligaba a una inmovilidad terrible para la niñez siempre ansiosa de movimiento, sino que les incitaba a juegos agitados y ruidosos a los que ellos se entregaban, con asombro y torpeza como el presidiario a quien obligan a andar libre después de estar encadenado muchos años.

Los alegres cuentos que les relataba la aragonesa con burda chusquedad gustaban más a los dos hermanos que las vidas de santos que les leía la baronesa obligando su atención a fuerza de cachetes, y tanto les gustaba estar al lado de Tomasa que aguardaban con ansia los días en que doña Fernanda salía a sus juntas de cofradía o colectas piadosas para correr inmediatamente al comedor o a la cocina, donde encontraban a su vieja amiga.

Conforme crecieron, este placer fue desvaneciéndose y se vieron más ligados que nunca a la autoridad despótica de su hermanastra.

Ricardo tenía ocho años cuando fue llevado al colegio de los padres jesuitas. El conde de Baselga pareció vacilar antes de dar su permiso para que se verificase tal traslación; pero los consejos del padre Claudio, las frías razones de su hija mayor y las exigencias de la moda, destruyeron todo conato de oposición si es que existió tal intento en el ánimo del conde.

Enriqueta, sin la compañía de aquel pequeño ser enfermizo y débil cuyos nerviosillos arranques le producían gran alegría a ella que rebosaba en salud y vida, encontró la casa de su padre tétrica y sombría, y a no ser por alguna que otra visita que hacía a Tomasa, aprovechando descuidos de la baronesa, se hubiese creído tan abandonada y sola como en un desierto.

Doña Fernanda, no contenida ya por aquella fría simpatía que profesaba a su hermanastro, descargaba todo su malhumor sobre Enriqueta; pero esto sólo ocurría cuando la baronesa estaba enojada por una inesperada ausencia de su director espiritual, y afortunadamente para la niña, el padre Felipe pasaba por lo regular gran parte del día pegado a las faldas de su penitente.

La educación de Enriqueta corría a cargo de su hermanastra que en esta tarea era ayudada por su director espiritual. Pero hay que decir que la mística pareja tenía numerosas ocupaciones, pues sólo de tarde en tarde se ocupaba de la niña tomando sus lecciones con aire distraído.

El padre Felipe alcanzaba en aquella casa una preponderancia aún más grande que la del padre Claudio, y tan convencida estaba la servidumbre de que aquel jesuita, siendo el dueño de la baronesa, era el verdadero amo, que muchas veces desatendía al conde de Baselga por mostrarse atenta y solícita con el bondadoso padre.

El conde, dominado por aquella taciturna misantropía que constituía ya su carácter, no veía lo que ocurría en su casa o fingía no verlo. Sin duda la sotana de jesuita era para él, el uniforme de un terrible enemigo al que había que temer y respetar.

La simplicidad del padre Felipe habíala reconocido desde el primer instante y aún adivinaba algo de las verdaderas relaciones que existían entre aquél y su hija, pero callaba cuidadoso de provocar un escándalo porque tras la grotesca figura del director espiritual; veía la diabólica personalidad del padre Claudio siempre amenazante y capaz de anonadarle a la más leve muestra de enemistad.

Aquel hombre en otro tiempo tan altivo y enérgico, que se hacía muchas veces intolerable por su levantisca independencia, era ahora un autómata habiendo el temor roído poco a poco su firme voluntad. Sentía miedo ante el padre Claudio, personificación de aquella Compañía de Jesús tan terriblemente poderosa.

Además, en su cerebro estaban muy embrolladas las ideas y no tenía ninguna creencia determinada que le diese valor para emanciparse de la tiranía encubierta que sobre él pesaba.

La desgracia le había hecho exageradamente religioso. Aquella rápida e inesperada muerte de la mujer amada recordada a todas horas, le hacía ver la fragilidad de las cosas humanas y la continua lectura de «La Imitación de Cristo» exageraba su desprecio al mundo, engolfándolo cada vez más en la religión.

Convertíase el conde por instantes en un monomaniaco religioso, era un asceta en plena sociedad y veía en todas partes la mano de aquel Dios poderoso, vengativo y repleto de todas las pasiones humanas del cual eran legítimos representantes los jesuitas.

A su buen juicio y a su propia experiencia no se les ocultaban los defectos y las ambiciones de la Compañía; pero la acomodaticia y absurda enseñanza religiosa de los jesuitas había trastornado su raciocinio y pensando en que Dios saca muchas veces el bien del mal y para la salvación eterna del nombre emplea los más difíciles y tortuosos medios, no sabía al fin qué pensar ciertamente y si considerar a los individuos de la Orden como dechados de bondad, que se sacrificaban dirigiendo la conciencia de los demás o como diabólicos malvados dignos de execración.

La imagen de aquel Dios iracundo y vengador que columbraba en el fondo de todos los libros religiosos escritos con estilo de pegajosa dulzura, le hacían transigir con su actual situación, pues pensaba que tanto la muerte de su segunda esposa como la degradante dependencia en que vivía, siempre amenazado por las terribles revelaciones del padre Claudio, eran castigos impuestos por Dios para que de este modo expiase el crimen que había cometido en un instante de arrebato dando muerte a Pepita Carrillo.

Pero en aquel cerebro perturbado por los consejos del bello jesuita y las costumbres y lecturas que éste le aconsejaba no existía nada sólido, y de aquí que en ciertos instantes el oleaje de las ideas barriese unas para colocar otras en el mismo sitio.

Su sentido común aunque amortiguado, lanzaba en algunos momentos rápidos destellos, y examinando los recuerdos que guardaba su memoria, adquiría el convencimiento de su degradación y de que la Orden tenía sobre él ambiciosas miras.

No; aquella institución que tan villanamente había conspirado en París contra la fortuna de Avellaneda, no podía ser buena ni santa a pesar de las explicaciones que daba el padre Claudio por librar a la Compañía de responsabilidad.

Había instantes en que la duda desvanecía por completo su fe, creada artificialmente por los jesuitas y veía claro lo que éstos eran. Entonces temblaba, imaginándose que no habían terminado sus desgracias y que el terrible vampiro todavía había de intentar una nueva agresión por absorber aquella fortuna respetable que ahora pertenecía a sus hijos.

En uno de estos momentos de duda fue cuando a doña Fernanda se le ocurrió proponer a su padre el ingreso de Enriqueta en un colegio dirigido por monjas, fundándose en razones tales, como que la educación de la niña estaba muy descuidada, que en casa lo revolvía todo con su genio rebelde alentado por Tomasa y que era lo más elegante y propio de una familia distinguida meter a los pequeños en un establecimiento de enseñanza que tenía la organización de un monasterio.

La baronesa, antes de que su padre le contestara, añadió que había consultado su idea con el padre Claudio y que a éste le había parecido muy bien.

La solterona sabía que para conseguir algo del conde no había como nombrar al hermoso y terrible jesuita, pero en esta ocasión sus esperanzas resultaron fallidas.

Baselga se mostró más animado que de costumbre, y hasta su tez cetrina se coloreó un poco. Su voz siempre lenta y fosca se hizo rápida y vibrante y con el mismo imperio que mandaba en otro tiempo a sus soldados se negó a que Enriqueta saliese de la casa.

La baronesa quiso protestar, pero se detuvo ante el modo imponente con que su padre le dijo:

—Cállese usted, tengo motivos sobrados para negarme a que me despojen de mi hija y sé de quién nace la idea de que Enriqueta vaya a un colegio así como también el porqué de tal consejo. Basta ya con que se me haya quitado a mi hijo.

El conde recordaba al hipócrita señor García y a María Avellaneda cuando fue llevada por éste a un convento de París.

Sin duda la misma mano seguía moviendo a su familia y le quería arrebatar a Enriqueta después de haberse llevado a Ricardo.

Lo único que consolaba a Baselga, es que éste sería hombre y sabría librarse mejor que su hermana de las seducciones que pudieran ejercer sobre él por medio de una educación mística.